20051015

De la nena


Todo lo que soy y lo que seré, te lo debo a tí. Todos mis ángeles y también mis demonios. Todo lo que escribo, todo lo que leo y me hace mejor persona. Todo aquello con lo que crezco cada día. Todo te lo debo a tí. Me has enseñado a vivir. Me has enseñado a ser feliz. Y sé que puedo hacerlo también contigo. Seremos felices juntos.

Te quiero más que a nada en este mundo. Y estoy contigo en cada momento. Siempre.

Yo soy una partecita de ti que se ha hecho otra persona. Pero sigo estando en ti y tú estarás siempre en mi.

Te quiero

20050924

DE LOS VIENTOS DE OTOÑO


Empujan suavemente las nubes cargadas de agua vientos de otoño. Suavemente pero acelerando su marcha por momentos, a rachas; que quieren ser violentas pero que se desmadejan en un instante, como si se lo hubieran pensado mejor. Las calles se van vaciando de transeúntes atentos a la tranquilidad y el sosiego de los lugares cerrados, lejos de la ventisca y el fresco que siempre llega. Es de las pocas cosas que no se comen las gallinas: ni el frío ni el calor, en su tiempo; como decía una viejecita de un pueblo de Cuenca. Todavía el sol sigue empecinado en dar su tibio calor, pese al aire frío y, a resguardo de este, se arremolina todo bicho viviente.
Éste es el tiempo de recolección de la vid y de otras muchas frutas. Al olor de sus azúcares, cuando se van pasando, se multiplican en este tiempo las moscas del vinagre; la llamada por los científicos “Drosophila melanogaster”. Ya saben cuales son: esas mosquitas pequeñas barrigudas que salen entorno a la fruta madura, o en donde haya mostos en fermento. Son un tanto impertinentes, como todas las moscas, pero más vulnerables. Su vuelo es torpe, posiblemente debido al exceso de carga en sus barrigas. Pero ahí donde las ven están prestando un servicio inestimable al género humano. Desde 1910 se está investigando con ellas para reconstruir el mapa del genoma humano. La primera aportación de los españoles a la investigación espacial, si mal no recuerdo, fue la de hacer subir a esas alturas un grupo de mosquitas españolas de estas para ver su comportamiento sin gravedad. Ni ellas ni sus parientes de aquí abajo apreciaron tan grandioso vuelo. En este otoño acuden a los fruteros donde se pasó una manzana, o una pera, para hacer de las suyas.
Entretanto, los niños de esta ciudad siguen su vida, con esa hermosa manera de vivir en la que el tiempo no se mide, ni se cuenta, solo se vive intensamente. Nuestros afortunados niños de aquí, no escuchan en el viento de otoño los suspiros, los lamentos, los silencios obligados de esos otros niños que se dan a ver con una mano llena de cal y yeso entre los escombros; de la que tiran y sirve para sacarlos, con el último rictus de dolor que tenían cuando se les vino el mundo encima, luego de una explosión en su casa, en su tierra. La única que conocieron, la que ni siquiera poseyeron.
La naturaleza sigue su curso y el genoma humano se llegará a conocer. Quizá se pudiera acceder a ese resorte que hace desoír los lamentos de cuantos sufren, que hace solo atender a la justificación, para seguir haciendo lo que no se debe hacer. El genoma se conocerá, pero nunca se corregirá el abuso de unos sobre otros, ni siquiera mejorando la genética, porque los que solo atienden a su interés, usaran cualquier avance para conseguir más, para atropellar más a otros. Quizá se vaya superando la tragedia de todas esas gentes, de esos niños, cuando puedan ver la luz del conocimiento con su acceso a los libros, a la educación. Aprenderán a distinguir cuándo les mienten los que los gobiernan y quienes les bombardean; o cómo se gastan los cuartos de todos en lo que no es de utilidad pública; o les aturden con fanatismos religiosos o nacionalistas para conseguir de ellos su docilidad. Si llega el mediodía y no hay nada en el plato, o la enfermedad amenaza con la muerte, la docilidad se puede volver en ira, levantando violencias. Sus consecuencias siempre traen imágenes de niños entre los escombros. Los vientos de otoño que traen todos los sonidos, las quejas, los llantos, entremezclados con los de alegrías de los que sí vivimos, apenas se entretienen con las moscas del vinagre o moviendo las hojas muertas de los árboles que se preparan para invernar.
(Escritor e ilustrador: Ramón Gallego Gil)

20050906

LA ÚLTIMA HOJA


Veo caer, abandonada, hacia el suelo
la última hoja del arce.

Resistía segura, desde hace tiempo,
al viento y al sol;
que intentaron varias veces, en vano,
hacerla caer.

En su enrojecida rama,
como la sangre seca de una herida,
a mediodía, a solano segura,
la sujetaba el arce rojo:
para hacerla su fiel testigo
del tiempo pasado.

Ella, desde allí,
vio el campo de abril mojado
llamando al mundo a vivir;

que abría mayo borboteando verdes,
para derramar poluciones buscadas;

que trajo a junio tostándole al sol,
soñando noches imposibles;

que se enfebreció con julio
en pasiones a flor de tacto;

y convaleció en agosto,
para mirar constelaciones cercanas;

en septiembre, entristeciendo,
por terminadas glorias de lo efímero;

recogiendo en octubre amarillas luces
para eternizar sus miradas;

soñando ingenua en noviembre
escondida entre brumas;

reconociendo en diciembre la soledad
en el suelo cubierto de hojas muertas.

Retuvo esféricas gotas de agua
donde guardó la luz del verano
sueltas en amaneceres.

(Escritor e ilustador: Ramón Gallego Gil)
(Copia -1961- de una cabeza de "La Fragua de Vulcano"-Velázquez)

20050905

LA VUELTA DE LAS ABUBILLAS


En el pequeño parque que tengo enfrente ha vuelto a cantar la abubilla. Cuando yo era chico también le llamábamos cuclillo. Con el calor de estos meses se dedica a hacer las funciones de la reproducción. Su bu-bu/ bu se oye una y otra vez marcando las distancias de su mundo. Mientras, echada en el patio, una gata dormita haciendo ver como siempre, que ya esta de vuelta, de todo. Los jilgueros, mirlos y gorriones hacen su vida, charlan de sus cosas y hoy no ocurre, como ocurre otras veces, el sentir cómo pasa un zoquete montado en un ruido.
En Londres, no muy lejos de aquí con las distancias de hoy, gente pacífica sigue con la pesadilla que empezó con la expansión de los gases de unas explosiones. En el Reino Unido, la misma gente pacífica que se manifestaba en contra de la guerra, no llega a entender como circula la inteligencia en las alturas, donde se decide sobre sus vidas. Aquí en este país, aún vuelven las abubillas recordándonos con su bu-bu/bu, que la vida es siempre la misma, que vuelve a su normal discurrir si la dejamos tranquila. La paz es solo una situación bajo condición suspensoria: en cualquier momento queda alterada por la decisión de alguien que quiere mover nuestras conciencias a costa de nuestra vida. No suelen oír a los poetas que dicen como Mahmud Darwish: “Una gota de mi sangre lloró / temblé.../ El jardín duerme en mi lecho.” Si se escuchara más a los poetas no haría falta negociación.
En el Reino Unido también anidan las aves, como lo hacen en España y en Irak. Apenas tienen el sosiego del silencio de las bombas, vuelven a recoger los materiales para hacer el nido. En el hueco de un tronco, entre la espesura de un árbol que fue ignorado por la devastación.
Se volverá a ver a algún anciano sentado a la sombra, en una arboleda, mirando como desfilan las lamentaciones y escogiendo las palabras que deben dejar como herencia, para no repetir los mismos errores ya pasados.
El calor se extiende por nuestra tierra. El embotamiento y el agobio que produce se combaten a todas horas como uno mejor puede. Seguimos con nuestros trabajos, o con el descanso de unas esperadas vacaciones y recorre todo nuestro vivir el sabor amargo de la impotencia, el tremendo dolor por los que sufren. Hace tiempo ya dije en estas mismas líneas que tanto dolor no lo produce solo la locura, sino especialmente la desesperación.
En Escocia han acordado una de las mejores decisiones que cabía esperarse: no se subvencionará a parte de nuestra economía para facilitar la compra de productos de los países subdesarrollados. Esperemos que sea una realidad y no un objetivo fallido como lo de las limitaciones de emisiones de Kioto. Si tienen para comer, vestirse, ir a la escuela y curarse, estarán vacunados contra el fanatismo.
La abubilla despliega sus alas redondas encima del bosquecillo. Parece una gran mariposa rompiendo suavemente el aire para cambiar su entorno. Detrás, ocultos por la espesura, con las luces azules y rosas de sus minerales, y empapados en el tremolar del aire caliente, los Castillejos apenas se levantan en el horizonte. Hace millones de años eran roca pura derretida de volcanes violentos. Hoy apenas pueden ya con una escasa vegetación y sus rocas terminan verdeando sus líquenes en invierno. La naturaleza marca sus propios tiempos mientras nosotros jugamos a intentar cambiarlos. Convencidos como estamos que somos los dueños y señores del mundo. Bien pensado, y aunque solo sea a otra escala, debemos ser como la abubilla que vuelve una y otra vez a reproducir sus ciclos vitales. Hacemos ruido, humo, y destrucción a veces; sin embargo, al final, siempre, en todos los rincones de la tierra terminamos viviendo nuestra vida, y soñando, como decía Mahmud Darwish, cómo el jardín duerme en nuestro lecho
.
Encina (óleo sobre tabla) RGGIL 1985

DE LA VIOLA DA GAMBA


En las recogidas habitaciones donde se hacía prender la música en el siglo XVI, artesanos constructores de instrumentos de música, luthiers, tomaban maderas escogidas con esenciales aromas de muy preciados árboles para dar forma a las delicadas cajas de resonancia donde la llamada viola da gamba daba su voz con enorme dulzura. Tres piezas de madera de abeto en finas lonjas que respetaban mas enteras las vetas, normalmente daban cuerpo a la caja y con madera de arce y delicada atención, se dibujaba, se perfilaba el puente. Otros como el maestro Estradivarius llegaban a construirlas con madera de frutales. Desde entonces suenan con su dulce voz en los lugares donde se acaricia la música; se da un muy dulce y directo lenguaje de sentimientos, de sensaciones.
Desde Bizancio, o a través de la extraordinaria cultura árabe de Al Andalus, desde le Califato de Córdoba, la cultura europea conoció los instrumentos de cuerda que fueron el antecedente de la viola da gamba. Se conoce así porque se sitúa entre las dos piernas, como el violoncello. Tiene seis cuerdas, a veces siete (la francesa) y se afina como la guitarra, sus orificios de resonancia tienen forma de “C”; el violoncello con cuatro acordes sin trastes sus orificios de resonancia tienen forma de “S”. La viola da gamba simula la voz humana, unas de mujer, otras de hombre, de forma cálida y directa. Marin Marais maestro de la viola da gamba escribió, dibujó, interpretó, con ella hermosos poemas en los que llegan hasta lo más profundo de nuestros sentimientos y sensaciones, en un continuo coloquio quedo, confidencial, propio de entregas muy personales y donde la humanidad de los interlocutores se abre como una flor recién nacida. Es este instrumento un medio delicadísimo que nunca levanta la voz, ni siquiera cuando esta expresando las emociones más fuertes, más intensas.
Amanecer oyendo la viola da gamba el ánimo se expande hasta el infinito, surge de la vibración de las cuerdas la máxima expresión de la sinceridad que duele oírla en tan alta emoción, en pureza de expresión impropia de un mundo en el que la sinceridad tiene tan baja estima, tan poco aprecio, que anda en su deambular mísero buscando un lugar donde habitar, sin que sea huésped incómodo o rechazable por lo que ahora se llama “políticamente incorrecto”. La viola da gamba es una extraordinaria amante para los enfermos crónicos de soledad. Sus caricias de sincera afición hacia el solitario, compensa las vejaciones que trae las embestidas de la ceguera funcional. Marin Marais, me estuvo diciendo estos días muchas cosas. Desde el siglo XVII su voz me trajo unas cuantas sentencias de curtido y sincero sentimiento. Es extraordinario comprobar como las imágenes que pudo ver este músico, con sus ojos, bien en Paris, o en Versalles, cuando tocaba para Luis XIV de Francia, cerca o en los propios jardines, nos lleguen entretejidas con las finas tramas de una fantasie, allemande o courante.
La viola da gamba, con energía súbita, con la sensibilidad de una bello poema deshace el complejo que me imponen cuando tengo que defender lo que considero correcto y legítimo, y me lleva de la mano hasta confirmarme lo que ya sabía: los problemas son tercos, nosotros no. Por muchas vueltas que les demos siempre están en donde los encontramos, en su sitio, hasta que decidamos darle solución. No hay mejor arte en este país que darle preciosas vueltas a los problemas, adornar su evasión hasta hacer que parezcan que se fueron, pero siempre están allí. Esperando a ver si somos capaces de darles solución. Con una danza repetida de manera delicada por la viola da gamba, contestada por otra, observando el dulce y mimético balanceo del arco, y las manos del músico acariciando con energía y precisión las cuerdas, la vida recobra su claridad, la que se ve en noviembre cuando se va disipando la fría niebla.

EL PÁJARO

Parece increíble que en el centro de la ciudad llena de ruidos, humos y cemento se sigan oyendo de vez en cuando el canto de los pájaros. Como si estuvieran en el campo o en la selva. Inocentes del caos en el que nosotros vivimos creyéndonos algo así como felices.
Esta tarde oigo un pajarillo en mi patio de vecinos. No sé si es gorrión o golondrina o si es grande, mediano o pequeño... pero trina y trina sin cesar... por encima de los tubos de escape y los pitidos. Por encima del ruido de la ciudad. Y por encima de este calor pegajoso de junio también. Me ha animado su canto a abrir la ventana. Y aunque mi habitación es interior y no hay nada bello que ver, las paredes del patio ennegrecidas por el humo de las cenas y las comidas y por el de los coches y la contaminación, hoy me he asomado un poco más a la ventana y mirando hacia arriba he visto un trozo del cielo. Azul más que celeste. Claro y límpido como el de hace años cuando era niña, como el del campo donde pasaba los veranos, como el de los días que recuerdo felices, como el que ven mis ojos cuando mi alma está en paz. Y ha vuelto a cantar el pajarillo casi diciéndome... sonríe, el cielo está azul allá arriba. Aquí la ciudad cada día es más gris. La vida más cara. No encuentras trabajo ni puedes vivir por tu cuenta. El calor se pega al asfalto y al alquitrán, y el alquitrán se pega a tu piel y tus pulmones. La gente en el metro, bajo tierra, no sonríe nunca y te sientes desamparada sin un libro entre las manos en los viajes hacia el trabajo, teniendo que mirar a esas personas que intentan no reparar en ti lo más mínimo, como tú en ellas... Pero hoy el cielo está azul. Azul limpio, azul claro, azul alegre, azul recién nacido, azul recién pintado... Y deseas sonreír por eso, porque el cielo está azul y un pájaro canta en el mismo centro de Madrid. Y no todo está perdido al fin y al cabo. Hoy para mí la esperanza ha cambiado de color: hoy es azul como el cielo de junio.

(Escritora: Consuelo Gallego Desdentado)

EL ASFALTO MOJADO SE MUEVE


El asfalto mojado se mueve
en la noche fría y sola.

Las calles abren sus bocas
abiertas por el tiempo vacío.

Las ventanas asoman luz naranja
de tibios hogares lejanos
lejos del transcurrir de la noche.

En la mesa un whisky espera:
mis labios sellados callan
recuerdos de días ya pasados.

El asfalto sigue mojándose
con paciencia ilimitada.

La noche espera, breve luz oscura;
solo las farolas parecen resistir,
solas y sordas al mundo.
Todos callan.

Tu no cesas de hablarme
desde tu cercana lejanía.

En la taberna se enredan
en conversaciones.
Conceptos lejanos y ajenos;
entre música que zumba en círculo.

El asfalto se moja, y se mueve;
en las vacías calles.

La esperanza reposa
escondida en un whisky con agua.

Enero llegó cargado de frío;
y el frío, trajo agua vacía
de luz, en la espesura de la noche.
Noche de vacíos lejanos;
de calles abiertas de silencio.

El alba espera
para abrir el horizonte.

20050904

EL TRAZO DE UN DIBUJO



La hermosa luz de una mañana acariciando una mano sobre la mesa, puede permanecer. Como un pensamiento fijo en el recuerdo, en la memoria. Suspendidos en el tiempo. Elegir el momento solo es cuestión de apreciar la belleza, a la luz de la mañana. Los sentidos se manifiestan en toda su fuerza. Para ello hay que prevenir los instrumentos más idóneos. Elegirlos es un problema de decisión puramente personal, con lo que se pueda disponer. Un dedo manchado o una rama carbonizada pudieron servir al hombre sensible de la prehistoria. Ahora basta un lápiz. Todo lo demás es poner el sentimiento y los sentidos dispuestos para hacer la obra. El tacto quizá sea el primero; por delante de la vista. Así lo veo: es la presión con los dedos y la dirección de la mano los que van dando vida al dibujo: la propia mano del artista con luz matinal.
Sentir el tacto del lápiz, normalmente graso, deslizándose por el papel tiene parecida sensación a la de acariciar; o la de tomar, con toda la atención del mundo, un objeto que tiene el máximo valor en ese momento; es el instante en que se decide atrapar la belleza, con respeto hacia lo dibujado. Los trazos van definiendo los contornos, el grosor de ellos dan realidad a la luz que empieza a aparecer. Los más gruesos, de gran intensidad, son los que dan oscuridad a las sombras, las más finas y tenues hacen definir de manera gradual el volumen de los dedos y de la propia mano; con su alineación en cortas dimensiones retorcidas, con estudiada realidad, aparece el contorno de las venas, las arrugas de la piel, incluso el vello. El grafito de la mina del lápiz se va dejando, deslizándose como si se untara en el papel. Como hacemos para disfrutar de otras cosas de la vida, acompañado del necesario silencio, concentrándose, alcanza uno de los placeres el dibujante, por el oído: el sonido apenas imperceptible del grafito sobre el papel que rasguea, hablando de la identidad entre el dibujante y dibujo. Es una muy especial música que satisface.
En los trazos de los dibujos de los grandes maestros, Miguel Angel, Leonardo, Ribera, Rubens, Durero y tantos otros se recogen en unos instantes, los de la ejecución de sus dibujos, el estado de ánimo, la sensibilidad y la creatividad de su genio; también y sobre todo la pasión por recoger el momento de un objeto, de una persona, de un cuerpo. Una bella forma de detener el tiempo para perpetuar aquello que se considera hermoso.
El trazo del dibujo, si se ve detenidamente, es la huella del tacto debida a un sentimiento nacido para crear. Es la otra forma de la escritura, es la literatura plástica. Lo mismo que en grafología se explica cómo en la escritura dejamos nuestro carácter, nuestro estado de ánimo, nuestra manifestación vital, en el dibujo, suelta el artista el sentido creativo, su visión del mundo y de la vida. Todo en la sencilla explicación de una imagen trazada con la mano. La mejor definición del trazo de un dibujo esta en las pinturas esquemáticas del paleolítico, como en Peñaescrita, (mejor nombre no lo hay), en Fuencaliente. Allí quedó el testimonio de un hombre que atrapó el tiempo. Con el trazo de un dibujo.
(Escritor e ilustrador: Ramón Gallego Gil)

AL FRESCO ALBA DE JUNIO












Cierro los ojos al amanecer
para sentir como se rompe el silencio
con los gallos de la infancia
dueños de patios y corrales.

Hoy, el coche vecino arranca
con bronco rugido desde el garaje.

Abandono la ventana abierta,
para el inicio de la rutina del café
y recuperar toda la maraña
de pasados sentimientos;
de otros días: lejanos, felices;
que dejaron las noches
flotando en la oscuridad del cuarto.

Siempre, un claro reflejo de memoria
en las aguas que no llevan olvido.

En junio, de amarillos fogonazos,
voy de paso siempre;
por tortuosos caminos
de campos sin cosechar;
y si me detengo,
la naturaleza arraigará sobre mí.

Una vez,
quise seguir, en junio, a mi madre
y dijo que esperara.
Hace años que ella no está
y mi espera, de ocres y rosas colores,
se alarga, en junio, como sus días.

Porque vuelve el fuego de junio
a revivir noches encendidas
en fiestas inaccesibles
de perfumadas horas
por los estambres de madreselvas;
que envuelven mi memoria
con aromas de mujer.

Quiero el fresco alba de junio
aun con los falsos paraísos
del cinamomo en flor;
y lo espero
como un oscuro ciprés entre los trigales;
temo su rojo atardecer.


(Escritor e ilustrador: Ramón Gallego Gil)

EL ATARDECER



La luz del sol decae por las lejanas tierras de poniente. El olmo ennegrece sus hojas y todos los árboles le imitan ensombreciendo sus colores. Un perro cansino ladra a los que retornan de trabajar. El riego de los jardines sisea su lluvia tamizada y una brisa húmeda empieza a refrescar el caldo espeso del aire de la joven tarde que se va. Son horas en las que el viejo medita lo que queda y el chico lo que le falta. La poeta Dulce María Loynaz decía al atardecer: “Al atardecer iré/ con mi azul cántaro al río/para recoger la ultima/sombra del paisaje mío”. En las últimas luces la sensibilidad se acrecienta. La ansiedad es amiga de las sombras; el sueño es el recurso por el que transitar por ellas, despierto o dormido.
Con las últimas luces el pericón abre sus flores y sus estambres sueltan el dulzón olor embriagador que entona los cuerpos liberados por el calor.
Transitando por La Poblachuela, por el viejo camino de Miguelturra vuelven las pisadas de los huidos de Alarcos; polvorientas y rojas pisadas que levantan el olor de la tierra caliente, sazonada por el estiércol de sudorosos caballos que ya no pasarán jamás. Por él los empolvados cohombros silvestres, de verde oliva y erizados con sus espinas, explotan al paso de un ciclista, y los abrojos, retirados del camino y en su borde más oculto, añoran los años en que los caminantes les ayudaban a multiplicarse entre maldiciones.
La noche va llegando y los que se asearon salen de paseo a soltar sus mentes antes embotadas por la calentura del día. Detrás de una persiana, Chopin vuelve, una y otra vez, con sus nocturnos, repetidos desde un viejo piano martilleado con los dedos, todavía inexpertos, faltos de confianza, de uno que empieza. Una moto, siempre enrabietada, recuerda que ya no es tiempo de música; es el tiempo del querer ir a todas partes y a ninguna; la velocidad envenena la razón. En la plaza dos hombres maduros se van dejando llevar por la suavidad de la noche que va llegando; arreglan el país; planificaron la pretemporada de sus equipos; confirmaron que sienten la misma pasión que en su juventud; abren sus confidencias y se alegran en silencio de la ruptura de la soledad que van experimentando con su amistad renovada. Miran al infinito de vez en cuando, respiran profundamente y sonríen. Ya no son niños. Y sin embargo confiesan que siguen soñando.
(Escritor e ilustrador: Ramón Gallego Gil)