20060109

Como el verderón


Verde oliváceo, pico fuerte y claro, franja en las alas y en la cola amarillenta, que en la hembra es más apagada, de porte algo más pequeño que el gorrión; así es el verderón. Lo conozco desde que un buen día le oí cantar su chuip bajo la sombra de las hojas de un nogal. Eran otros tiempos; por entonces en mi casa no entraba “El País” sino el “ABC”. Aquél ni siquiera había nacido, y este era el más civilizado de la dictadura, decían que era monárquico. Esos días estaba con el “ABC” y el libro de física y química encima de la pequeña mesa; bajo el nogal, peleándome con la ley de Boyle-Mariotte, a la sombra, con la luz deslumbrante del mes de julio, en La Poblachuela. Oyendo el reiterado golpe de la palanca de la noria, con el agua cayendo en la artesa, solo podía prestar atención al chuip,chuip del verderón. Atendiendo a sus nerviosos pero confiados movimientos en las ramas del árbol. La ley de Boyle Mariotte resultó nada más que una explicación culta del cuanto ocurre con las flatulencias de las judías: hablaba de la relación del espacio que ocupan los gases y la presión consecuente.
Si, los tiempos cambiaron. El ruido de la carretera de Puertollano, que antes era intermitente, y muy espaciado, ahora es constante. Ese es el sonido del progreso, como lo es que ya la noria solo está en la memoria. En el suelo, junto a la pozeta de riego de la alberca crecía el zacate, o hierba de limón, todos los años. Con ella conjuraba las sonrisas de mis tías cuando venían de visita. Su olor eran llave cierta para abrir voluntades. Las calenturas de los atardeceres se llevan mejor luego de haberse remojado en una alberca. El aliento de la huerta recién regada, alegra también a los verderones, que aprovechan para bajar a llevarse todo lo suyo.
Yo seguía al día siguiente con Gay-Lussac: su ley tenía algo que ver con la relación de los gases con la temperatura, que lleva a aumentar la presión. Bastante tenía yo con retener un poco todo aquello, sin dejar de poner mis sentidos en aquella explosión de la naturaleza que me llevaba a cumplir con la vida, como los verderones. Entendí a Gay-Lussac, cuando oí pasar a lo lejos el tren con su locomotora soltando el vapor con gran sofoco. Camino de Puertollano iba pitando sus dibujos en la lejanía, sobre inmensos rastrojos que se lucían en miles tonalidades de amarillo y ocres que languidecían con el sol declinando.
Todos los años seguí, durante algún tiempo, oyendo los chuip, chuip de los verderones, siempre con su quehacer diario, sobreviviendo, disfrutando de la vida, reproduciéndose. Haciendo de su nido, entrelazado, con sedosas y algodonosas fibras, entorno a un círculo perfecto, donde depositan sus huevos pequeños con unas apenas apreciables pintas. Lo soportaba un trenzado de ramas que sólidamente hace resistir a los vientos. Su canto, arrastra su parlamento como una llamada de sumo interés, terminando con un trino; en su vuelo toda una serie de armónicas y hermosas creaciones, propias de la perfección de un artista.
Los olmos se doblaron un día con el viento de la primera tormenta de agosto, el olor a tierra mojada avanzó la lluvia que vendría en enormes goterones que levantaban el fino polvo del camino, trillado por el paso de los carruajes. Yo, como los verderones, aguardaba en mi casa que comenzara el espectáculo. No tardaría en llegar. Broncos truenos, deslumbrantes rayos que quebraban el firmamento en rupturas apocalípticas y, después, una dulce calma que, cargada del oxígeno del ozono desprendido, nos llevó a todos a creer en la bondad del futuro día.
Es bueno seguir como los verderones, viviendo. Aunque parezca a veces que se hunde el mundo.