20060713

FIEBRE

Envueltos en un invisible cobertor de aire caliente, los días del mes de julio se alargan innecesariamente durante sus tardas horas. Levantarse puede ser un acto heroico. La segura convicción de estar enfermo solo la libera el comprobar que es un fenómeno general. Los muebles, el agua, el aire y hasta la luz, insisten en hacernos ver que estamos en estado febril.
El aire ha cobrado en estos días un sólido estado de permanente presencia con una seca inundación. Su naturaleza hace difícil propagar el sonido con la acumulación de cuantos ruidos se acumulan en el entorno, lo que no evita la irritable sensación de daño en la más profunda intimidad. Posiblemente tengamos el cuerpo propicio a ello por la calentura.
Con la fiebre suelen acudir las figuras monstruosas que distorsionan el orden racional de nuestro subconsciente, suponiendo que tengamos algo de eso, que a veces lo dudo.
A la hija de Saturno, Febris, la consagraron en el templo de Apolo de Delfos, y en Roma le dedicaron dos santuarios, uno en el Palatino y otros en el de los monumentos de Mario, los dos colegios de farmacia. Es la fiebre una cita obligada para cocer la infección. En verano, julio y agosto deben traer alguna suerte de infecta naturaleza que por aquí hace mudar los cuerpos por un piélago de calientes aguas.
Veo pasar a toda prisa, como una visión de ensueño, un predio que fue huerta, mostrando toda su desnudez con impudicia. La alberca seca de años rotos, albergando apenas alguna lata de conservas tan oxidada que posiblemente no le quede ni la memoria de su vida útil. Un retorcido saco de cemento vacío, que el viento debió dejar en su redondo. Rodeada de barbecho seco, con yescas, cardos y euforbias, resecos, se glorifica en sus amarillos y ocres para una imagen de plasticidad inolvidable. Su abandono hace más cruel el paso del calor, más evidente el expolio sobre las aguas escondidas en sus entrañas, retiradas en las profundidades remotas, guardadas por la acidez, quizá por los nitratos, o fósforos, inyectados por la estulticia humana en concentraciones ahora impropias de su antigua naturaleza potable.
El rumor del agua cayendo en la artesa es solo escuchado por los que perdieron la vida, o por los que no perdieron la memoria. El troncón de una higuera es la última referencia a la húmeda sombra de antiguos verdores. El silencio impuesto por la ausencia de los pájaros que se fueron donde la vida aún les es propicia, lo rompe solo una chicharra.
En los segundos en que sucede esto, en un banco de la plaza, ardiendo por el calor, un abatido viajero, se enjuga el cuello con un pañuelo, entregando toda su resistencia, por un momento, a la contemplación del suelo. Su mente no da para más. Como mucho para distinguir, asombrado, cómo puede prosperar, a pesar de todo, una pequeña planta tapizante entre dos baldosas. Los problemas se anudan en la cabeza estrangulando la razón, el calor sigue trayendo la fiebre preñada en monstruos irracionales. La quietud es una forma de esperar a que baje la extraña infección del estío. La ropa mojada por la sudoración atrapa las pocas libertades que el cuerpo se permite. No parece terminar nunca. Pero siempre lo hace. No hay mal que cien años dure…ni cuerpo que lo aguante.