20070124

VOLVIÓ EL RÍO

Después de mucho buscar y buscar, al fin, encontraron el río. O lo que quedaba de él. Entre la siembra, con una mínima depresión y con el cambio de color por la turba, que no había podido acabar con ella toda la tierra que la ocultaba, desde que le hicieron la explanación. Trazaron las líneas que apenas eran visibles y asistiéndose con el teodolito empezaron a tomar las primeras notas.

La mañana se mostraba preciosa pese a lo dicho por los del telediario que auguraban fuertes tormentas por la provincia. Así en unos minutos, descamisados, empezaron a dibujar sobre el papel las líneas de un río que empezaba a recuperar sus contornos, viendo con atención los restos de crustáceos y juncos que aún aparecían entre la tierra mezclados con los huesecillos de un pequeño ánade que debió acabar sus día en ese lugar. Estuvieron toda la mañana y aún parte de la tarde, luego que el topógrafo se acercara al pueblo a por unas cervezas y bocadillos. Querían acabar los primeros trabajos del deslinde de ese tramo antes de que acabara la tarde.

A las seis vieron venir hacia donde estaban ellos a varios paisanos. No traían buena cara y venían desplegados como cazadores de perdiz, a mano. Atajando la salida hacia el único camino que llegaba hasta allí. Dos grajillas chillaron con fuerza, sorprendidas en el sembrado. Estaban tan asustadas como los funcionarios cuando oyeron las primeras voces. Los que venían no estaban dispuestos a escuchar nada: ya tenían hecha su convicción, que no era otra de que iban a despojarles del terreno y ponerles una sanción. De las voces se pasaron a los gritos y, cuando uno de ellos perdió los pocos nervios que tenía, el sol avisó, con un destello, del trazo rápido de la hoja de acero hacia el pecho del más joven, el Ingeniero de Obras Públicas recién ingresado. El primer líquido que entró en el cauce desde hacía tiempo era rojo intenso.

El móvil se encargó de avisar a una ambulancia, a la Guardia Civil y al Comisario de Aguas en funciones. A las dos horas y cuarto, negros nubarrones que habían llegado detrás de los agresores, empezaron a descargar agua como hacía más de dos décadas no se veía.

Al día siguiente, luego de una noche de lluvia intensa en toda la región, el río corría por su cauce, como antaño lo hacía, llevándose las siembras que habían ocupado su espacio y, en sus aguas movidas por el rojo siena de la tierra removida se vio la sombra de un ave que volvía desde su memoria, nunca olvidada.

20070108

ISIDORA

Los escalones se quejaban con un sonido especial. Eran de madera vieja y estaban encerados con esmero. Un hule con dibujo de figuras geométricas clásicas, a semejanza de alfombra, los hacían más visibles en la oscuridad tenebrosa. Apenas una luz cenital que venía de la ventana de la azotea iluminaba el recorrido. Subía imaginando el día con ellos cada vez que me invitaban a comer. Pasaba por la puerta del primero, donde vivía mi otra tía, y la luz crecía hasta llegar a la puerta del segundo. Llamaba al timbre, dándole vueltas a su manivela, como en un extraño pellizco que le diera a la puerta, y enseguida se oía dentro una primera respuesta: - ¡Están llamando!
Aturdir a un chico de ocho años asfixiándolo a besos es una deportiva forma de demostrar el cariño con un primo más pequeño, por parte de sus primas, o con un sobrino ahijado, por parte de su tía. Como un general revista a las tropas, así se me daban la vuelta por el piso (enorme y de altísimos techos) hasta que supiera de todas las novedades desde la última vez que me habían invitado a comer. Cuando las primas se disputaban la primacía para mi distracción con toda suerte de recursos (la mayoría mas propias para chicas) salían unos brazos poderosos y curtidos en las faenas domésticas, los de Isidora, que me recogían y salían en mi defensa con voces convincentes: -¡Señorita, no magobien al chico...!
Y no era tanto el agobio sino la situación un tanto chusca para un varón, como el que te enseñaran las muñecas, los tebeos de hadas y las fotos de los últimos viajes con los campamentos de señoritas. La cortesía y mi timidez me hacían enmudecer y aceptar todo como se acepta un chaparrón que no se espera.
La comida se iluminaba con luz extraordinaria en aquel comedor cuyas ventanas estaban junto al techo, a la altura de las carreras, como dice de las servidumbres nuestro vetusto código civil en su artículo 581. Porque eran servidumbres de luz, realmente, sobre la propiedad del vecino. Con aquella luz, el vapor de la sopa bailaba una danza hermosa en los previos al su servicio, desde la sopera de cerámica inglesa y los cristales de las jarritas en las que se servía el vinillo semi seco, iguales a las que servían el vino de misa, lucían un color dorado de hermosura poco común como vistosos eran los rojos carrillos de los comensales, que habían sacado su color del frío del mes de enero, componiendo un cuadro barroco y festivo. Así, empezaba el rito de la comida bien, siendo cómplice con la dulce tortura que vendría después: un proceso de cebado, en el que todos participaban con entusiasmo frenético. Cuando la comida empezaba a subir por el gaznate, luego de llenar de manera prieta la barriga, y ante la insistencia de todos de que no debía dejar nada en el plato, sabiendo de mi timidez que ahogaba cualquier protesta o reclamación, insistían en darme más y más. Si dejaba algo en el plato era señal, al parecer, deque no me gustaba la comida. Y si convenía en apurar el plato el significado indudable era que me quedaba con hambre y había que echar más. Así, juntándose todo lo engullido con el bolo alimenticio que daba vueltas por la boca, de carrillo en carrillo, sin querer entrar por la garganta, aterrorizado por las miradas fijas que insistían en que debía tragar y tragar, Isidora salía en mi defensa atreviéndose a interceder: -¡Señorita, el chico ya no puede más! Cogerá un entripao si come más… y, así, me salvaba.
En la cocina, Amalia la cocinera, no me recibía bien. Siempre decía que allí no podía pasar porque la cocina era cosa de mujeres. Lo decía como quien dice con todo convencimiento: ¡Vete de aquí, mierda de chico! Isidora se enfrentaba a la situación y recogiéndome con sus brazos, salía al paso diciendo con firmeza: ¡El chico va conmigo y cuidaíto con meterse con él!
Los brazos de Isidora, tenían la misma cualidad de acogida que la casa de mis padres cuando vivía las tormentas. Sentirse a salvo es altamente gratificante y tranquilizador. Algo así eché de menos más de una vez en mi vida. Aunque oliera a ajos o patatas crudas como los brazos de Isidora.
Ayer me dijeron que murió hace unas semanas. Alguien me llamó por mi nombre la otra noche. Sospecho que se despidió de mí con el último abrazo.