20070220

EL MOLINO


No ha dejado de estar allí, pese a que lleva más de cien años abandonado a su suerte. Antes le debió parecer a él que era cosa natural que el río se fuera haciendo con sus tapiales. El río, y la maleza, que fue tomando tierra invadiendo todo espacio inculto. El camino, el patio y la explanada vieron tantos carros y los primeros camiones con olor fuerte a gasolina como para aturdirse en los días de trabajo.
Las garcillas lo han visto en ese mismo lugar cambiando de color, conforme llegaba la luz. En verano con el rosa quemando su carne de tierra cargada de hierros. Los inviernos antes le guardaban con elegancia estoica, ahora le agarraron la soledad con tanta fuerza que, si hubiera tenido ojos, habría roto en llanto más de una vez. Por que no hay mayor soledad que la que trae los recuerdos de la compañía que hubo, de la vida que fue y no es, y de los sonidos de los engranajes de madera crujiendo como las cuadernas de un viejo barco, ahora mudos y descolocados en un rincón, fuera de su sitio. Asoma los dientes de aquellos mostrando las mellas que trajeron la podredumbre y el eterno descuido.
El río parecía otrora el dueño y la fuerza de su existencia. La vitalidad misma que hacía traer toda la vida entorno suyo. El molinero, su familia y los clientes que llegaban sin avisar en todo tiempo. Pero, sobre todo, dando la utilidad de su funcionamiento, que es como decir, de su vida, puesto que un molino no es, si no funciona. Que para eso está el agua del río pasando fuerte por las obligadas.
El amanecer se acostumbró a los avisos de los estorninos y mirlos pasando el día de madrugada hablando sin pensar en los que todavía duermen.
Me pareció que los mirlos del molino sabían más de la república que alguno de los licenciados asomados por encima del hombro, olvidando quién les pone y quien les quita. Desde luego más que los que hablan del agua solo para saciarse sin pensar en el mañana. Piensan que el río les espera escondido y que acudirá con solo llamarle.
Lo cierto es que hace tiempo que el río no está. Y no es que no quiera bajar por la madre vieja sino que sus madres de dentro de la tierra andan muertas de tanto agujero como le salió a la tierra. La natura busca acomodo al cauce roto y está ocultando el molino y trayendo vegetación que no es la suya.
El tejado apenas aguanta las costaneras con el peso de las pocas tejas que van quedando. Y las ventanas vacías son como las cuencas de un viejo ciego que sigue confiando sin saber en qué. Vuelvo la cabeza de lejos y me parece ver los tiempos en que, al pasar por el puente, me daba miedo ver el agua con un enorme brazo negro que parecía llevarse sus piedras.
No ruge el agua. No paran ya los gansos en septiembre para descansar en su camino. Ahora, si hay algo, es mucho más silencio. Como en un verde camposanto.