20070311

DE LOS GARBANZOS DE LA BOQUERÍA Y OTRAS COSAS


Quién le iba a decir a Felipe V, o al duque de Berwick, al mando de las tropas de aquél, que la cultura catalana iba a sobrevivir por encima (o por debajo) de las botas militares que en 1713 iniciaron el asedio de Barcelona; lo que supondría el fin de los gobiernos del Principado.
Hoy basta con dar un paseo por la ciudad, echar un vistazo por las librerías, ver la plural arquitectura de su urbanismo, o dejarse arrastrar por la explosión de luz, aromas y color que se contiene encerrados en el recinto del mercado de la Boquería para comprobar que la catalanidad está viva y goza de buena salud.
La vida da muchas vueltas. Nada tenía que ver el casamiento, en 1137, de doña Petronila, reina de Aragón, (o infanticidio, ya que tenía dos años cuando la obligaron) con Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y los sentimientos de los paisanos que habitan nuestras tierras. Sabemos que lo sentimientos son cosecha propia, y suelen discurrir por otros caminos distintos a los del poder, la política o los altos intereses que han hecho moverse a los ejércitos. Luego, la historia, fue decantando el discurrir de los sentimientos y la cultura. Que son el auténtico motor de los pueblos, aunque se pretenda hacer ver que es una inclinación natural de las gentes el sentirse perteneciente a una tribu.
La historia de la península ibérica es la de una auténtica sucesión de invasiones y asentamientos. Las lenguas se fueron haciendo con el acerbo de todos los que se iban quedando. A veces me pregunto cuanta sangre tengo de vándalo, de visigodo, de romano, de íbero (quién sabe si vaceo) de árabe, de celta o vascón. Desciendo de tanta gente, y tan variada que me siento más universal que Internet. Y hablo castellano. Aunque hago esfuerzos por balbucear francés, inglés, alemán, italiano, portugués, catalán y gallego. Los dioses salven mi atrevimiento.
Las lenguas y la cocina unen más que los tratados y desde luego más que las imposiciones. No hay cosa que se atienda mejor que un buen plato que atienda los rigores del apetito. Si se hubiera enterado Felipe V cómo se compra hoy el jamón de jabugo en la Boquería, o las cebollas de Figueres en Ciudad Real, se habría dejado de gaitas y de muertes y se habría limitado a introducir el invento del mercado inter-reinos. Vamos, la CE del XVIII. Todos habríamos saliendo ganando y no se habría causado tanta tragedia y dolor, que acompaña a los asedios.
En la Boquería me tomé un vinillo blanco con unos garbanzos guisados, aderezados con piñones que me hizo resucitar las fuerzas que flaqueaban. Pinoxo, el dueño del bar, amable él, me trató mejor que el más atento de los venteros de la Castilla del XVIII. Desde la esquina del bar, las naranjas de Valencia, colgadas como grandes faroles refulgían con su cálida luz iluminando el puesto de la fruta. El aire limpio, luego de una anterior tarde de vendaval, se paseaba con los clientes dando lustre a la mercancía: mariscos de Galicia, setas del Ampurdán y del campo solsonés, hortalizas de tierras lejanas haciendo buena compañía con las propias de la tierra.
Me confesó Pinoxo que los garbanzos estaban aderezados con hierbas de chimichurri. Las columnas que guardan la Boquería daban testimonio de la firmeza de tal confesión, que agradecí especialmente. No se si esas hierbas tienen propiedades euforizantes, pero, si hubiera probado los garbanzos el Duque de Berwick, habría dejado para después el puré de patatas con el que amortiguan los británicos algunos de sus guisos, y quién sabe si la lealtad a los borbones. Esos garbanzos son toda un acta de la Constitución Europea. Con cosas así, en Barcelona, se comprueba la gran fuerza de asimilación que tiene la cultura catalana. Quizá su virtud viene por la mayor facilidad que tuvo para la ilustración que las de los de adentro de España; por la proximidad con Europa, en un siglo, el XVIII, en el que las guerras dejaron los caminos intransitables y los pueblos incomunicados, para desgracia de muchos y ventaja de otros pocos.
Los tiempos cambian y ni el duque de Berwick podría suponer que una contienda tan reñida como el partido del Barça- Madrid, podría acabar con tan poca sangre. Apenas la de los codazos y puntapiés de rigor. Al día siguiente la república entera comentaba los lances sin el menor perjuicio para el interés público. Eso creo. ¡Oh tempora!, ¡oh mores! Dijo Cicerón.