20081229

EL CANTO QUE VUELVE, RARA VEZ



La noche es sorda, no suele prestar oídos para nada. Las de verano que se llenan de sonidos invasores son insoportables. En el invierno el frío adormece todo, la nieve y el hielo lo hace enmudecer. No hay más que salir al raso en la noche de diciembre para ver no sólo todo envuelto en tinieblas, sino enmudeciendo poco a poco, hasta el silencio. Las tinieblas son el elemento de líquida sequedad donde suele fluir nuestro subconsciente. Pasan las horas y, aunque ya no suelen acudir los pasos de los viejos relojes con su tic-tac matemático: ni el de pared con pasos de solemne andar, ni el de mano con el propio del latir de un mecánico pajarico, el transcurso de las horas se desliza en silencio dejando la imaginación abierta, los pensamientos en espera y los sueños prontos a desparramarse sin ningún sentido ni proporción. En ese espacio, en ese tiempo, que parece va directo al infinito sin llegar nunca a él, los ojos caen rendidos por el cansancio y el cuerpo, encontrando la mejor postura se entrega al sueño sin ninguna condición. La noche sigue, los mimbres y maderas de las sillas y mesas saltan y chasquean de vez en cuando tomando su mejor postura. A veces se puede oír algún perro lejano, o un coche pasando por la calle haciendo llegar sus vibraciones. Todo eso es lo habitual en una noche cualquiera, tan habitual y común que inconscientemente aceptamos su transcurrir en silencio todas sus horas, hasta que un despertador da el aviso que empieza el día.
Solo hay una manera que trascienda la noche y se convierta en algo especial, trayendo al momento un cambio radical de nuestra habitual forma de vivir. Una forma para que la sociedad, de la información, de la cibernética, del motor y la velocidad, se vuelva, cambie y mude al siglo XIX, con la inmediatez de la vida rural de la supervivencia elemental. Solo un sonido, largo y agudo, las mas de las veces desgarrado, que resuena en la noche hasta lo mas profundo del subconsciente y trae al momento una inundación de tranquilidad. Canta un gallo en el silencio de la noche. Se expande por toda la vecindad. La memoria genética vuelve. Todo, en su sitio.

20081201

BRUMAS DE DICIEMBRE



Se abre el día por las ventanas que enseñan el río Barbaña. Apenas hay luz que crece lentamente con prudencia desconocida en un amanecer invernal. Miro hacia la cercana montaña y las brumas se acercan a la ciudad. En un momento, apenas una ducha, apenas el primer lavatripas de zumo con el que engullir las pastillas, y la niebla sutil llena con un blanco velo toda la ciudad, dejando solo entrever, en algún momento fugaz, los contornos dibujados de lo que guarda: un casa, una señal de tráfico, la calzada brillando con la brillante luz que transporta. El primer calor lo recojo de la cafetería que hay debajo de casa. Calientes, los periódicos de toda Galicia se ofrecen en el mostrador con la tersura de sus pliegues sin estrenar. Cojo uno y me zambullo en la realidad escrita, que es tanto como la que existe, puesto que la que es, no cuenta las más de las veces, salvo cuando arrolla a los que la desprecian. Los periódicos son una buena referencia para empezar a trabajar para los que tenemos que atender la función pública: ya se sabe por ellos que es lo que hay que evitar. El que no esta avisado de lo que pueda ocurrir, de lo que esta previsto que ocurra, es pasto de las llamas que suelen abrasar a más de un incauto. Las frías llamas que se ha llevado a más de un inocente.
Las brumas traen la épica de lo ignoto. Con ellas se me desborda la imaginación y apenas puedo evitar el empezar a fabular historias que traen los recuerdos de mi vida pasada; llena ya de muchos inviernos, De muchas brumas vistas y en las que me sumergí sintiendo su mágica influencia, que preña la imaginación y deja al cuerpo también presa fácil de un catarro, quién sabe de una pulmonía, si no va abrigado.
Las brumas incluso traen la lírica del lenguaje de la naturaleza. De esas brumas, hay bastantes fijadas en mis cuadros: algunas acuarelas, algún que otro óleo y muchos apuntes a lápiz en los que dejo que la mano vaya tan suave y queda, que solo hace un leve roce sobre el papel. Así surgen las veladuras, así se extienden lo velos sutiles de la sugerencia que trata a la naturaleza como una obra apenas empezada. En la creación del mundo fueron las brumas las que aparecieron primeras. No en vano el principio fueron los gases, antes que los minerales, antes las nebulosas que los planetas.
En esta mañana, diciembre juega a crear el mundo desde Ourense, desde yo lo veo. Y en este micromundo que yo puedo abarcar, mis recuerdos traen todo el mundo que he vivido y que sigo viviendo, con lo bueno y lo malo, dispuesto para que lo reordene en una disposición que me pueda valer para esta vida que me ha tocado. Entre brumas, apartando de mi atención para que pueda pensar y crear, todos los detalles de la ciudad, dejando solo cuatro líneas de la calle, dos bordillos alineados y una farola encendida que acerca la ventana de una cafetería, con las brasas de sus encarnadas luces llamando a los clientes a tomar un café.

20081102

LOS ESTORNINOS Y SAN ROSENDO



Los estorninos han vuelto a pasar por delante del ventanal. Son cientos, marchando de allá para acá sobrevolando el río. Solo descansan un momento en la grúa de una obra vecina o en el tejado de las casas. La ciudad esta en silencio: el domingo se van fuera muchos vecinos a sus otras casas, en freguesías cercanas, donde les esperan en los huertos manzanos y otros frutales que apenas cubren a las berzas, con sus hojas abiertas hacia el cielo, o a las zanahorias, verdeando su follaje junto al de los grelos frescos. En el camino, junto a las cercas de piedra de las casas, ortigas de hoja ancha rompen en grandes matas llenas de lluvia. Entre las piedras de las cercas, los fentos sobreviviendo de los nutrientes depositados, esperando las gotas de lluvia. La luz del domingo fuera de la ciudad es lo suficientemente refrescante para hacer olvidar los días de trabajo durante la semana. El día de descanso parece cambiar todo el mundo en el que vivimos a diario. Todo, lejos del mundanal ruido. Al final buscamos la naturaleza y su vida sencilla.
La naturaleza no suele entrar en debates sobre economía o cambios de clima, simplemente obedece fielmente a sus propias reglas. Aunque, a veces, no entendamos mucho lo que resulte. Hace poco, en el mes de septiembre, vi en el centro del país un avefría dando saltitos en medio de la calle picoteando. Esas aves solo se ven en esas latitudes en los días muy fríos de enero. Por un momento sentí que estaba viendo un fenómeno extraordinario, como si viera en el cielo una aurora boreal, propia del ártico. Hoy los estorninos vuelan dando vueltas por la ciudad de Ourense en grupos de mas de cien, nerviosos, con un tenaz vuelo que no es predecible, como si fueran un banco de peces yendo de un lado para otro, súbitamente. En otro tiempo solían irse a sitios más cálidos a invernar, pues las ciudades eran tan frías como el campo. Ahora son distintas. Las aves lo han comprobado. Permanecen en la ciudad buscando el calor que las calefacciones dan por la noche. Durante el día se van al campo a buscar su comida.
Nuestra forma de vida trasforma la naturaleza sin darnos cuenta, a veces sin darnos cuenta de ello. Hubo un tiempo que las personas no se iban el domingo al campo o a los pequeños pueblos donde vivir de manera mas relajada y natural. Vivían en la propia naturaleza a tiro de piedra. Como lo estorninos nos buscamos el alivio donde y como podemos. Creemos en nuestras propias fantasías como hechos reales.
Ayer vi a San Rosendo haciendo el mismo gesto que hacen los hinchas de fútbol cuando se mete un gol en la Champions League: con el brazo levantado y en un gesto de fuerza blandiendo su propio símbolo en señal de triunfo y convicción. El que había inmortalizado el gesto del santo benedictino no había reparado posiblemente en que hay gestos que están al alcance de cualquiera, o quizá si. El abad de Celanova, que tuvo tanta prudencia como buen criterio político, terminó su vida retirándose y entregándose a la vida sencilla, luego de haber sido hasta gobernante por encargo, allá en el siglo X. Todo hace indicar que era un hombre de empuje y sencillez, mezcla normal que se consigue con la fuerza de un corazón compulsivo. Como los que se emocionan hoy por tantas cosas sencillas y que hacen felices a la mayoría. Incluida, como no, la Champion League.

20081030

OURENSE, TARDE DE OTOÑO




Las aguas del Barbaña discurren lentamente hacia el Miño. Desde aquí, veo subidas en su ribera izquierda centenares de ventanas de las casas que se instalaron por la ladera y, al fondo por la derecha corren los coches hacia el Puente del Milenio con los pilotos incandescentes como ascuas. Las nubes pasan despacio ocultando la poca luz que va quedando. La tarde calma del jueves hace que se me agolpen sobre la cabeza cantidad de imágenes de los campos de las cuencas del Miño y Limia. Esta mañana repasé desde el aire virtual, asomado al Gooogle Hearth, los campos de Orense, León y Lugo en apenas un instante, como una gran piel verde que cubre el suelo de esta parte de Galicia. Tierras que recorrió el cura Martin Sarmiento con los ojos aun más abiertos que yo lo hago ahora, si bien, cuando el 30 de octubre de 1754 se asomó al Ponte Liñares sobre el Limia debió ver un río muy distinto al que se ve ahora.
Es muy difícil que en los próximos años podamos hacer que nuestros ríos vuelvan a tener sus aguas limpias y con los caudales suficientes para que sean ríos plenos de vida, pero en nuestras manos esta intentar conseguirlo. Vivir en tiempos de Sarmiento era muy difícil, el más rico vivía casi peor que lo hace ahora el más humilde. Eso, sin embargo, ha hecho que la agresión a la naturaleza haya aumentado en gran medida. La industrialización el desarrollo urbano y los productos de consumo generan muchos residuos y vertidos que son difíciles de controlar, tanto por el coste añadido como por la cultura no asumida de su tratamiento adecuado. Ahora los más sensibles pueden tener la tentación de pedir que se corrijan los problemas de manera inmediata sin contar con lo extremadamente difícil que es hacer compatible el desarrollo con el respeto a la naturaleza. Difícil, pero no imposible.
Como se va desenredando una madeja, así, pacientemente, se deben tomar una tras otras las medidas adecuadas para que podamos acercarnos al objetivo que nos hemos propuesto para el 20015 en Europa: que las masas de agua estén en buen estado ecológico.
El río Limia debe, poco a poco, recuperar el aspecto que vio Martin Sarmiento aquel día y, quienes lo vean, que tengan la sensación de no haber sacrificado más que lo imprescindible para que se pueda afrontar las afecciones al río. Sin renunciar al bienestar que tanto ha costado conseguir. Claro que, para eso, hace falta ver el río como lo vio el: como la corriente de agua que da vida a la tierra, que no solo es un recurso sino un patrimonio de todos que hay que defender, como se defiende lo que es propio.
Martin Sarmiento advertía lo absurdo de los impuestos injustos como “la décima parte dun capón o dun carneiro” y sabía que quien debe soportar y apechar con los gastos del progreso son los que más beneficios sacan de él.
La noche se ha echado encima. Se oye el rumor del tráfico sobre la ciudad y abajo, entre las cañas y juncos el Barbaña sigue corriendo lentamente hacia el Miño sin hacer el menor caso a cuanto sucede. Calladamente, como lo hacen los ríos desde el origen de los tiempos, siempre el mismo río, nunca las mismas aguas, y viendo pasar a las gentes vivir y desaparecer. Ellos perduran.

20081027

NUBES


A mi izquierda se abre la puerta de la biblioteca. Da directamente a los ventanales de la galería, y de allí a los patios vecinales. Desde donde estoy sentada escribiendo veo un cuarto de cielo de septiembre. Ni siquiera es un cuarto. Es apenas un rectangulito pequeño encima de uno de los tejados de enfrente. En él, se mueven rápidas nubes de lluvia que van a llover al mediterráneo. El resto de mi paisaje permanece inmóvil. Apenas se balancea en un mecer del viento que se lleva las nubes lluviosas. Pero el resto de lo que podría ser tan libre como esas nubes, no puede dejarse llevar. La ropa se mece en las cuerdas, prendida a ellas por las pinzas de madera. Y las ramas de las plantas de mi vecino, que se asoman al balcón, altas y esbeltas se deben a su tiesto y no son capaces de sentir unas piernas andantes bajo ellas.
Y yo, yo que podría, hace tiempo que no quiero volver a ser nómada. Me gusta el nido que encontré y siento que por fin dí con el sitio que andaba buscándome a mí. Así que prefiero quedarme. Al menos el tiempo suficiente para ver pasar todas las nubes que van a llover al mediterráneo. Me iré el día que no vuelvan las nubes a llover sobre su espejo.

20081017

EN EL CORCHO

Los días de fiesta, desde hace algunos años y siempre que no estoy allí, me acuerdo de un modo familiarmente nostálgico… de Madrid. Bueno, del Portillo de Embajadores sobre todo. De las calles que anduve durante tantos años. Rápido llegando tarde a una cita, arrastrando los pies bajo el peso del corazón magullado, alguna madrugada… De día, cada día, camino del trabajo. De noche, cada noche, camino de mis sueños. Buscando la luna sobre cada tejado. Bebiéndome el primer sol de la primavera en mi caña de mahou…
La verdad es que lo mejor de Madrid, lo tengo conmigo cada día, al otro lado del teléfono. Pero soy así de imbécil, que le voy a hacer. Me gusta convertir el corazón en corcho y pinchar cada recuerdo, con su escenario incluido. Y de vez en cuando para verlos mejor, los descuelgo y los toco y los vuelvo a pinchar. Y cada vez noto el pinchazo y así, sé que siguen ahí, y que cada vez hay más. Y ese dolor me hace feliz. Hay dolores que valen la pena. Hay dolores que te muestran lo viva que estás y lo viva que has estado. Y a mi me llenan de energía para seguir sintiéndome viva.

Además hace dos años que entre pinchazo y pinchazo, siendo parte de alguna de mis postales, el agua del mediterráneo calma ese dolor y esa nostalgia. Y lo llevo mejor. Pero, ay, como me gustaría a veces que la Mancha en Madrid estuviera cruzando la calle desde el Jai-ka.

20080909

EL LIQUEN EN EL ROMERO


He visto el romero que hay en el camino. Está viejo, muy viejo. Lo planté hace más de quince años, justo en el rincón de la alberca, muy cerca del arbusto de la adelfa rosa. En estos años ha dado tiempo para que se quebrara mi corazón, cambiara de trabajo varias veces, el último ya en Madrid, y hasta diera un giro grande en mi vida personal. El romero resiste pese al liquen que tiene arraigado en sus rugosas ramas encogidas como las manos de un anciano vencido. Apenas tiene hojas en la parte superior y se ven ramas secas por todos los lados, prueba de años vencidos y rigores soportados hasta la extenuación.
En este tiempo he ido poco por la sierra, demasiado poco. Las veces que fui no hice caso de tanta plantación como fui sembrando y mal acostumbrando con riegos en el estiaje: por ello ahora se las ve, a las que no murieron, mirándome como a un mal amigo que dejó que el olvido arruinara su vitalidad. El liquen les dio un oro que lucen con maravillosa elegancia dentro de su ruina, entre las grises grietas de su estructura deshidratada. Del romero, que se encuentra ahora escondido entre el ciprés y la mayor de las palmeras, que crecieron enormemente; solo se repara en él si se pasea con detenimiento y atención; como ahora hago yo cargado de ganas de alargar cualquier tiempo del que disponga. Sus pequeñas ramas pintadas con el dorado liquen prueban a confundirse como las de los vetustos robles de los bosques de poniente, allá donde aún el bosque mediterráneo está casi intacto. Al pie del romero estan toda las ramas que fueron cayendo y cuantas hojas el otoño fue dejando allí bajo su exiguo follaje. La putrefacción alimenta al romero apenas caen las primeras gotas de septiembre. Lo agradece de tal manera que en dos días se renueva tanto que parece prometer durar otros tantos años de los que lleva allí viendo amanecer por su izquierda y decaer el sol por su derecha.
De mi putrefacción, que no es otra cosa que cuantos errores voy cometiendo y volviendo a cometer, me alimento. Apenas caen las primeras gotas puedo remontar y vuelvo a mirar hacia delante con ganas de seguir como si me quedara otro tanto.
Espero que el romero se renueve con los brotes, mucho mas fuertes y hermosos, que van saliendo a su lado.
Mis pisadas se vuelven a oir en el camino y siento el olor del romero hablandome de nuevo de la lluvia breve de este septiembre, que de nuevo renovó cuantas sequedades aguardaban desde hace meses. Un cernícalo primilla ha vuelto a dar sus avisos en el olivar y, me siento en casa.

20080903

SUBIENDO POR LA CALLE DE SAN PEDRO



El autobús sigue dando empellones a la gente mientras el Paseo del Prado pasa deprisa. Lo pienso mejor y me bajo en la parada cercana a la plaza de la Platería. Resopla el bus antes de abrir las puertas, como siempre, y bajo deprisa. No se porqué pienso que si no lo hago así me voy a quedar dentro. Los plátanos orientales del paseo, cansinos, ennegrecidos por el humo grasiento de los coches, me observan con indiferencia. A estos árboles no los conmueve ya ni una ventisca que llegue de improviso. Miro al hombre cerúleo que me precede y no acabo de decidir si está así, con el ánimo encogido por una vida mala, o porque la enfermedad le ha cogido y no le suelta. Triste gente de esta condición, que salen de portales húmedos con olor a viejos cocimientos, hay muchos en Madrid. Las privaciones de aire puro y sol, el olvido de de las verdes profundidades de los valles cortados por algún cristalino río, agotan el mas fuerte cuerpo. En la urbe el hombre se remete hacia si, recoge toda su persona y solo muestra una curtida piel blanca que resiste los fríos del invierno, que suelen helar las fuentes públicas, o aguantan el fétido calor de los estíos embutido en un espeso aire caliente preñado de gases y polvo.
La plaza esta medio vacía. El sol de la tarde sigue quemando el suelo y su luz cegadora llega desde la calle de San Pedro como un caliente cuchillo. Remonto la calle y me paro en un viejo escaparate de lo que fue tienda y ahora es un bar. No han tenido mejor acuerdo que llenarlo de viejas botellas de todos los tipos y objetos fuera de uso. Podía ser una buena idea la decoración, si no lo hubieran dejado así desde le día que lo pusieron que, por el polvo que tiene, debió ser cuando vino Eisenhover a Madrid en 1959. Aquel día de diciembre en el que el alcalde franquista de Madrid lo comparó con el emperador Adriano visitando el imperio y para hacerle una gracia, con las ventanas encendidas escribieron: IKE (el mote familiar del presidente americano) en la Torre de Madrid. Eso es recuerdo y también pesadilla en gris.
La calle de San Pedro es como una de tantas que hay en centro de Madrid. Por ella lo mismo ha bajado el pueblo alzándose contra los franceses, que el coche de bomberos a sofocar una chimenea ardiendo por el hollín. He pensado mas de una vez hacerme con un viejo piso en una de estas calles, donde amanecer con el ruido de los vecinos yendo y viniendo. En esta calles nunca arraiga el tránsito de vehículos, no mas que lo que hicieron los coches de caballos en el XIX. Desayunar un cafelito y leer el periódico en la tranquilidad de uno de los pequeños bares del barrio es un buen principio para desgranar las horas del nuevo día. Ahora solo me conformo con pasear por las calles reteniendo en mi memoria cuanto veo como el que guarda apuntes en una carpeta. Siempre pasear me ha colocado los ánimos revueltos o trastocados a su mejor sitio. Sigo andando un buen rato y finalmente me recojo. En Madrid, entre sus calles menores, se puede sentir la soledad entre tanta gente desconocida: la que se necesita para recopilar algo que pensar y algo que escribir.

20080810

DESDE LA TERRAZA


La tarde en la terraza llegó como siempre. El viento de poniente trajo de nuevo las rachas de mal olor de la granja cercana. Pero aún así predominó el de los cipreses y del romero que hay en el camino. La luz iba cambiando a los colores rosas y ocres que tanto he pintado hace años; la brillante de agosto ilumina hasta la última brizna de paja que se muestra a la vista. La verdad es que me sentí bien al ver que todo el esfuerzo que hice por la mañana: recogiendo ramas, pasando la cortadora de césped (aunque nunca hubo césped allí) y la escoba metálica, había dado un buen resultado. Los espacios cercanos a la casa estaban limpios y despejados. Hasta los árboles que se veían arruinados por tanta maleza como tenían, y por un momento, hicieron que se viera la casa como era antes, pero con mejor aspecto, tan crecidos. Los lilos que encontré apagados y mustios, ahora agradecían el agua que les dí con una lozanía renovada.
Recostado en la balaustrada de la terraza me detuve a mirar con detenimiento todo el valle. Todo lo ví como antaño: con los perros lejanos ladrando, las esquilas de las cabras sonando en las quebradas del monte y las golondrinas dando lo últimos avisos antes de su retirada, como siempre. Eran aquellos, otros pájaros pero repetían lo que ya había vivido tantas veces desde ese mismo sitio. Solo una cosa me tenía intrigado y echaba en falta sin saber qué era. Después de hacer un repaso mental sobre todo llegué a la concusión de que era el croar de las ranas desde allá abajo, en el soto de la curva de la carretera junto a la fuente. Ya no cantaban. Eso quería decir que no había ranas. No era extraño. Al pasar por la mañana con el coche cerca de la fuente no había ni una mala charca; el estiaje del Becea es ya contínuo desde que hicieron el pantano y no sueltan caudal ecológico alguno; todo está seco y la fuente encerrada en una caseta.
Oía desde dentro de la casa a la televisión contar mas miserias lejanas. Me encontraba lejos de todo eso y con ganas de sentir la tranquilidad. La noche se fue haciendo con el valle poco a poco, sin apenas notarse la mudanza.
El valle del rio Becea sin ranas no suena igual, y esa noche no cantaron. Lo que no impidió a Venus aparecer como siempre, puntual a su cita, y anunciando una hermosa noche estrellada. Incluso en las primeras horas, en las que estaba la Luna en cuarto creciente, aún se la veía enrojecida en el horizonte en brasas por la caída del Sol. Son tiempos esos en los que me es fácil ver a mi padre sentado enfrente de la entrada de la huerta, en el sillón sevillano, escrutando la aparición de las primeras estrellas y a mi mismo haciendo la misma operación de observación desde la terraza con alguno de mis hijos al lado. Con la estellita Venus que decía José Ramón.
Las golondrinas volaron al atardecer como siempre lo han hecho, igual que hacemos nuestras rutinas nosotros, los hábitos son también nuestro patrimonio con los que nos reconocemos.
Las luces amarillentas de las ventanas, rompiendo la noche tranquila iluminaron de nuevo la terraza. La radio volvió a sonar desde dentro del salón como si saliera de las profundidades de la tierra y la brisa del norte bajando desde la cima de las montañas acarició de nuevo mi cara enfriando tanta calentura como había acumulado por el esfuerzo poco habitual de todo el día.
A lo lejos, en el fondo sur del valle, tras las negras sombras de los montes, el resplandor de los pueblos y de la capital levantaban luces de población escondida. Igual que veía Priamo las luces de los aqueos levantarse en las playas cercanas, tras los montículos de la legendaria Troya, asi veía yo en ese momento las luminarias de la civilización mas como perturbación de la pacífica y feliz tranquilidad de la sierra.
Estuve esperando a los chicos durante horas, viendo las luces de los coches que al final del valle surcan la carretera lejana a mas de cinco kilómetros, desplazándose como lentos fulgores horizontales. Finalmente les llamé para confirmar si venían y me aseguraron que estarían a punto para ver el partido del Madrid. Llegaron, vimos el partido y nos entretuvimos en estirar la noche, mas allá de lo que a mis años suelo hacer, hablando de todo un poco, de las estrellas también. Jose me adelantó ya en el conocimiento de la astronomía.
Júpiter se hizo con el principio de la noche, no es por otra cosa por lo que le pusieron el nombre del gran dios mitológico, Zeus para los griegos. Luego supimos que era gaseoso pero la luz que desprende es lo que impone en las noches oscuras, imposible de apreciar en toda su dimensión en la ciudad. Las cosas desde la antigüedad no se sustancian por lo que pudieran ser sino por lo que creemos que son. Al lado de este planeta grandioso las constelaciones que se observan a su lado parecen de menor entidad, pero no es así, como sabemos. Desde la terraza, con la vista puesta en el firmamento, se veían las constelaciones del Cisne con Daneb al frente, la Lira con la hermosísima y resplandeciente Vega; el Aguila con Altair tililando con fuerza; haciendo las tres estrellas uno de los enormes ángulos de ese triángulo isósceles cuya hipotenusa hace perpendicular hacia el Ecuador. Las estrellas que vemos en la ciudad apenas son las grandes, intentando hacerse ver entre la luz artificial reflejada. Allí, en la terraza coronada por una enorme, descomunal, cósmica guirnalda de millones de estrellas que forman la via láctea nos sumergimos en el cosmos (en griego ordenado) y a sus lados, la Osa mayor, el Boyero con Arturo elevándo sus destellos con fuerza; y sin detenerse ni un instante pero como si llegara de puntillas desde el este, en las altas horas de la noche, con pausado avance, Orión con Rigel (la 5ª estrella mas brillante del cielo) y Betelgueuse guardando la composición de todas ellas.
Siempre queda alguna estrella que ver e identificar. Así ocurre siempre, como cuando limpias las lentejas que parece nunca terminar y siempre se da por concluída la tarea con el convencimiento de haber dejado algo sin hacer. Prometieron los chicos traerse el telescopio la próxima vez.
Se fueron, y el silencio volvió a la terraza, lo que aprovechó el sueño que andaba agazapado entre las columnas de la balaustrada para cogerme con fuerza llevándome hasta la cama, haciendo protestas mientras recogía las sillas. Y caí rendido y sin fuerzas.
Creo que habrá mas noches como esa: son siempre el comienzo, nunca el final de nada.

20080802

ARTURO, EN EL ADOQUÍN



La caliente tarde cae sobre la calle y los adoquines brillan esperando que el hierro de las ruedas de los carros los martillee de nuevo. Los golpes de brisa los aprovechan las golondrinas y vencejos para sus idas y venidas gritando sus prisas. Alguna voz se oye lejana de los que salen de sus casas, donde refrescaban refugio entre los muros y oscuridades. El sueño de una mala siesta puede romper con el tiempo. El viejo puede creer que aún no está cerca su hora y el joven pude confundir su disposición y aparente lucidez con la madurez encontrada de improviso. Uno y otro no pueden asegurar el tiempo en el que viven cuando la luz del sol acuchilla con fuego el horizonte rompiendo toda la capacidad de decidir con un embotamiento de imposible superación.
Poco a poco van cayendo las cadenas del infernal y espeso aire que cuece el día en la ciudad vencida. Una brisa fresca va enfriando lentamente todo y acelerando la vida de los vecinos. Los ojos empiezan a abrir las pupilas y las flores del dondiego comienzan a abrir con el anochecer. Nadie se extraña ya de este ritual ancestral de agosto cuando llega a la Mancha. Las campanas de la catedral, a lo lejos, marcan una vez más las rutinas de los fieles que así no se sienten perdidos en su confusión. Los perros ya no ladran. Los coches los hicieron callar. Solo lo hacen cuando se sienten solos en la frescura de un chalet, entre los árboles que les hacer recordar tiempos pasados. La memoria de los antepasados también les hace hablar a ellos.

Se levantan persianas y en el horizonte ya alumbra Arturo. Mi padre me dice al oído que es el mismo astro que veía en Huelva a la caída del sol por las marismas del Odiel. Arturo ve desde lejos, con su grandiosa extensión, cómo nosotros creemos en que somos el eje del mundo. Yo también lo creo a veces y sospecho que todos lo creemos. Al fin y al cabo no hacemos más que abrir los ojos por la mañana y todo aparece en torno nuestro y la función vuelve a empezar.

Mi padre me acaricia la cabeza y me mira, sabiendo que yo nunca conoceré lo que él piensa de todo. Lo cierto es que mi padre piensa y yo también. Son nuestros ojos los que se mueven por ello. La luz del sol se quedó entre los párpados para dar luz al interior. Arturo está a la cola de la Osa Mayor. Y la polar que nos apunta al norte aparece después cuando solo un pabilo de sol agoniza en la tierra. Arturo es 22 veces el Sol; y 22 veces que esconde en la lejanía aparentando así que no es nada apenas. Mi padre, decía cosas y yo las memoricé para decírselas a mis hijos. La respiración de mi padre la siento en la tarde caliente de este mes de agosto que vino con sus hábitos y costumbres, con el olor de paja caliente, de madreselvas y dondiegos con la humedad de la noche. Arturo titila con fuerza en la constelación del Boyero. Detrás de él están los días de agosto que han pasado y delante los que han de pasar.
En un adoquín, en la calle, lejos de las pisadas de los vecinos, la luz de Arturo se refleja en silencio, marcando los segundos mudos de la noche. Hacen la espera del sol que ha de aparecer por el alba, volviendo con su fuego a esconderlo. Mañana, el año próximo, siempre, el fuego de agosto calentará en un adoquín donde se mira Arturo.
(Foto: Gustavofoto)

20080727

JOSHUA REDMAN LIVE

En el Paraninfo de la Universidad de Ciudad Real, lugar de la Mancha de cuyo nombre, en este caso, sí quiero acordarme, no hace mucho, actuaba Joshua Redman y la Elastic Band. Cuando un hombre desarrolla un trabajo o actividad con resultados próximos a la perfección, y sin que para él suponga un esfuerzo importante, reconocemos que se trata de un artista en el sentido más sublime de la palabra. Redman es de los músicos que ha nacido para la música, para el jazz y sobre todo para el saxo que es una prolongación de su garganta. Con una embocadura sensacional, y un sentido del ritmo y la cadencia extraordinarios, desborda su imaginación para crear mil y una melodías que dan rienda suelta a su especial personalidad. Tiene unos pulmones como el fuelle de una fragua y sin embargo es capaz de sacar sonidos hasta con su aliento. De esa manera, bailando nerviosamente sus dedos sobre los registros del saxo, alienta frases que van, desde el susurro hasta el más fuerte y desgarrador grito. Enseña su interior con sugerencias de soledad, amor, tristeza, amistad e incluso ira, definidas como se hacen en la expresión musical, con un concepto abstracto materializado por las notas, el timbre, con la intensidad de las pausas.
El Joshua Redman que recuerdo, magníficamente acompañado por Sam Yahel, en Hamond B3 y teclados, y Jeff Ballart, en la batería, se presentó con un jazz nuevo, con los ingredientes acústicos que facilita la técnica electrónica, a los que sacó un bello resultado. No solo hace el clásico juego de la improvisación, sino que desarrolla descripciones, relaciona emociones en un marco paisajístico musical, que a veces se antoja natural, y otras de típico paisaje urbano, con amplísima profundidad, lejanía o altura. Llega a brillar con limpísima ejecución de saxo con las composiciones que hace, con la colaboración de Yahel; y un buen trabajo del batería. Desde su sólida iniciación de bop, y con algún reflejo de bossa inundó el aire del Paraninfo de melodías encadenadas como tornados, siempre con la mano firme en el saxo que formaba parte de sí mismo. En los solos destacaron los dos miembros de la llamada “Elastic Band”, teclados y percusión. Pero como desaparece la niebla de noviembre con la tarde, así desaparecieron los dos elásticos cuando empezaba a sonar el saxo de Joshua. Incluso cuando tomaba el saxo soprano para aventurarse en más cercanas sensaciones. A veces se quedaba solo, y no por el trámite habitual del jazz de esparcimiento del instrumentista, sino porque necesariamente él deja sin sitio a los demás. Sería un error permanecer cuando el virtuoso se muestra. Especialmente en aquella variedad de graves, combinados con agudos, de imposible factura, y definición única, al parecer no es la primera vez que lo hacía. Aquella noche mágica fue de las que no se olvidan fácilmente recordando buen jazz.
El festival ha desaparecido, y no creo que vaya a volver mientras los asuntos de la cultura no se traten de otra manera por estas tierras. Solo queda la nostalgia y el compact para volver a sentir el timbre del saxo de Joshua haciendo vibrar los sentidos, camino cierto para el placer de vivir intensamente.
(Foto:Wiki commons)

UN SUEÑO RECURRENTE



De vez en cuando, en las noches me dan ganas de soñar cosas recurrentes. Son sueños que suelen acudir no se con que condición o causa. Una de ellas es la de seguir en edad militar y con la licencia pendiente. Cuando hice el servicio militar tuve la suerte porque no había guerra en la que emplearse ni conflicto que resolver, por lo tanto la tensión no dejaba de superar la propia de un campamento para adultos en los que se hacía la continua representación de entrenarse para la guerra por si acaso. Tanto era la pericia que tenían los mandos para convencernos que nos preparaban para ello que, desde el primer día, tuvimos la consciencia de que salir corriendo era desertar y eso suponía un alto crimen de gravísima condena. Salir con permiso, estando así las cosas era una liberación que hacía apreciar la vida como antes no se había hecho. Hasta los huevos fritos con patatas llegaron a ser un extraordinario plato con el que deleitarse despacito para no acabarlos.
Uno de esos días de permiso fueron en un largo fin de semana que pude irme hasta Ciudad Real, donde además de ver a mi padre, que era el único de mi familia que tenía residencia allí, pude descansar con el resto de la familia que veraneaba en un pueblo de la provincia. Cuando terminó el permiso, el último día me enteré de que Julián estaba también de permiso y contacté con él en una terraza de la Plaza del Pilar y le pregunté si me podía llevar en su Seat 600. Me dijo que sí, cosa normal en él con su buen genio, y quedamos a las cinco de la tarde, temprano, porque tenía que despedirse de su familia que estaba veraneando en la Tabla de la Hiedra, en la ribera del río Bullaque.
La partida desde allí fue buena y decidimos que, para acortar, deberíamos irnos por la carretera que iba a Ventas con Peña Aguilera con dirección a Toledo para, desde allí, dirigirnos hasta Madrid donde tomar el autobús hasta La Granja de San Ildefonso donde hacíamos el servicio militar. Era una tarde de verano de las que en la Mancha cambia la brasa del sol, a su caída, por una templanza en la que las brisas suelen acudir en rachas trayendo los olores de cuanto van recogiendo del mundo vegetal. Por la carretera estrecha aquella había, a derecha e izquierda, un campo plagado de vegetación de sierra, casi todas ellas con aceites esenciales que, con los estomas abiertos por el calor del día, desprendían todas las esencias de jaras, romeros, lavandas, tomillos y tantas mas cuanto mas distancia poníamos de por medio, adentrándonos en la profundidad de las sierras. Hablábamos como descosidos con la voz en alto, (de otra forma no te deja hacerlo el 600) y lo hacíamos de todo: de cine, de los estudios, de los que estábamos leyendo, con lo que le comenté cómo se podía hacer un asiento para una mesa de trabajo con el cuadro de una bici, según la revista americana “Mecánica Popular”, tan ingenioso y parecido como los inventos del profesor Franz de Copenhague, inventor fijo del TBO. También hablamos del caso MATESA, con las desventuras del empresario estrella del régimen Juan Vilá Reyes, introductor de telar sin lanzadera. Tan metidos en la charla estábamos que nos dejamos atrás el desvío hacia Porzuna primero y hacia El Robledo después y cuando quisimos aguardar estábamos camino de Alcoba de los Montes, cerca de donde tentó el demonio a Jesucristo, o lo que es lo mismo: muy lejos. Alarmados por el despiste que nos haría, con seguridad, llegar muy tarde al campamento me acordé de lo que me dijo el teniente para los casos de accidente o imposibilidad material, ir a la Guardia Civil y avisar. Allí en el pueblo había un puesto, así que nos acercamos y avisamos. Aunque bastante inquietos hasta llegar,pues tardamos lo del viaje de Marco Polo, lo cierto es que la Guardia civil avisó a tiempo y no nos pasó nada. Ni siquiera una bronca, solo alguna broma con la que se rieron a nuestra costa un rato.
Desde aquél día, más de una vez he tenido sueños en los que nos perdíamos con el 600, íbamos conociendo gente muy rara, incluso por el extranjero, y nunca llegamos al campamento, nos buscan como desertores y la Guardia civil no nos hace el menor caso. Eso si, a Julián lo veo tan sonriente como siempre, con ganas de tomar a chanza casi todo y viendo lo mas positivo del angustioso viaje. Lo más chocante es que el 600 nunca se avería y cada vez que le damos caña va como un Jaguar. Así hasta despertar.
Han pasado muchos años y aún así, un día, cuando menos lo espero, vuelvo a ser el copiloto de Julián y vuelta a empezar. La cabeza tiene estas cosas y puede que sea uno de los efectos colaterales de haber hecho el servicio militar. O un efecto de la ansiedad, que de vez en cuando acude sin haberla invitado.

20080718

CALIFORNIA DREAMIN



El sábado cogí el coche de Mária para acudir a la cita con mis compañeros de la Facultad. La mañana se levanto fresca aunque el sol de Ciudad Real en el mes de julio suele picar bien temprano. Mi coche agotó los discos de freno de puros años que le rebañé sus bondades. Creo que lo mismo que creía que mis padres eran inmortales, y por desgracia comprobé que no lo eran, también creía que mi querido y bondadoso Mercedes no se iba a agotar como cualquier máquina. Lo hizo. Catorce años son muchos para el trasiego de frenadas al que le acostumbro. Por eso se quedó en el taller esperando la reposición. El viaje fue bueno: oyendo música como un descosido en una emisora que no pude identificar. Todavía no me manejo con la radio del Focus, pero los duendes de la radio se confabularon y, sabedores que iba con una pandilla de chicos y chicas de los sesenta, empezó a derramar una tras otra melodías que hacía años que no oía. Una de ellas era “Te he prometido” de aquel curioso cantante argentino, con timbre al modo de Paul Anka o Enrique Guzmán, que se llamaba Leo Dan. Me gustaba el tal Leo. Sus canciones eran sencillas, algo pueblerinas y lastimeras pero cantaba bien. Si alguien las oyó, recordará el estribillo de esa con su acento argentino: schllorarás, schllorarás por tu capricho… etc. Una pasada.
No todo en los sesenta fue bueno, el sábado también oí algo de aquellos insoportables de los Formula V que me martirizaron más de una vez. No duró mucho, para compensar, el alivio vino con una de las canciones que mas me emocionaban: “California Dreamin” de The Mamas and the Papas. Desde que la oí la primera vez siempre me conmovió su orquestación y las voces de chicas y chicos que se turnan en una canción con estructura tan antigua como las canciones primitivas que han fundamentado tanto a la música clásica: los coros se van rotando en un diálogo escalonado que repiten como un extraño eco cercano. Así cantaban en el foro teatral los coros de las comedias o tragedias griegas. Así cantan en las tribus de África, especialmente los zulúes, y los mandinga. Muchos de ellos fueron raptados por los barcos negreros rumbo a América y posiblemente así se hizo llegar la técnica que describo a la música afro americana, base del jazz, del rock y de tantos ritmos que conforman la música moderna.
La verdad es que cuando tenía 19 años California Dreamin me sugería muchas cosas, sobre todo algo de una actitud de seguridad y rebeldía que transmitía la canción. Yo sabía escasísimo inglés por lo que no me enteraba ni flowers. Ahora que algo se, no mucho, recibo el mensaje del marrón de las hojas, del cielo gris y de que en Los Ángeles se esta a salvo y protegido de todo, soñando con California. Lo que nunca llego a enterarme es lo que ocurre cuando pasan por una iglesia, y rezan. Sospecho que el complejo permanente de culpa del pueblo americano en esas fechas, bastante puritano y por otra parte pringado en la Guerra de Vietnam hasta las cejas, hacia decir esas cosas no muy coherentes. Por eso dice la letra que el predicador es como el frío; que no se sabe muy bien si quieren referirse a que es inevitable como el frío del invierno, o que tiene algún fin purificador no muy bien conocido. En fin, no se esmeraron con la letra. Parece más un diálogo de los Monty Pyton que un poema.
Lo cierto es que, como yo lo apreciaba, sí tiene la letra una hermosa cualidad y que es el mejor hallazgo musical de aquellos años memorables: las letras son un elemento más de la música instrumental, no importa tanto lo que dicen sino cómo suenan. Y así es.
California Dreamin sonó otra vez, antes de que viera a mis queridos compañeros de pandilla, arrugadillos como las pasas de Corinto pero con la misma sonrisa y ganas de bromear que ayer. Desde dentro de sus ojos asomaron los amigos de siempre con la juventud que permanece, la que mantiene el ánimos de lucha y las ganas de vivir. Me di un chapuzón en la piscina, sin temor a la denuncia de decadencia que hacían mis escualidas blancas carnes de pollo de mercadona. Me supo el baño a gloria.
Juan nos observaba con su inagotable sentido analítico, buscando en sus adentros los recuerdos que volvían a brotar con una seria sonrisa. Siempre nos ha guardado como si fuera un preceptor bondadoso. Maria Pía era la de siempre, la que de puro sencilla parece no haber agotado los enormes caudales de inocencia de la infancia, eso le permite siempre tirar con bala y que nadie se ofenda. Su lealtad le blinda. Tato y Nacho son las reencarnaciones de dos personajes entrañables: Tato la del gato filósofo risón de Alicia en el pais de las Maravillas, que mira tumbado como pasa la gente y se divierte con lo desconcertante de la vida. Un gato que al parecer hasta hace poco corria delante de los toros en Pamplona. No mo lo imagino. Nacho era la reencarnación del sensible y conocedor de la corte, Oscar Wilde, agridulce, siempre entrañable. Alberto, no ha derrochado ninguna de sus cualidades de seductor según parece, mas se veía herido por la ausencia del huido Javier del que juró no perdonarle nunca. Creo que pensaba para si que era Javier el que hacía de escudero Ciutti del Tenorio para sus correrías. Sin él creo que se encuentra perdido.
Jaime despues de jugar a ser James Bond en el jacuzzi, para lo que se prestó con la escenografía Maria Pía sin complejos, me volvió a ganar al calientamanos. Siempre tuvo unas manos grandes y rápidas como un panadero. Las hostias que dio en las mías no me dolieron sino más bien fueron flases de memoria juvenil que me arrancaron mas de una sonrisa, como hacía tiempo no sacaba: la que mezcla el rubor con la diversión. Terminamos cantando los dos el Im just a Gigoló de Louis Prima.
A Pilar se la veía disfrutar, reir, viéndonos; alejada de sus adentros , conjurando todo lo que se dejaba atrás ahumándolo con tabaco, rendido como lo tiene de no dejarle que le perjudique mas de lo que considera oportuno. Mayte, como siempre, cuidando de todos con su inagotable candor. Nacho convirtió Cubas de la Sagra en el retiro de Sans Souci, rescatándonos de estos días de revisionismo cateto que vivimos en el 2008. La verdad es que pasamos un buen rato y, por un momento, fuimos inmortales, no se si soñando con California, pero algo así.
(fOTO: LA, galería fotográfica Wi)

20080712

SUCEDE; CON APOLLINAIRE


En la Provenza el aire viene de lejos y ya ha pasado varias veces por mi tierra. Sucede que hay pequeños puentes desconcertantes. En ellos se invita a la salvación permanente y no descartan el peligro. Sucede que mi corazón late por ti. (Decía Apollinaire desde su puesto en vanguardia). Sucede que una mujer avanza triste por la carretera. La veo y la vuelvo a ver: es una visión recurrente. Sucede que hay una hermosa casa de campo en medio de un jardín. Permaneciendo en el recuerdo, siempre en el recuerdo. Sucede que seis soldados se divierten como locos. Siempre la guerra es ajena a la gana de vivir. Sucede que mis ojos buscan tu imagen. La referencia en la soledad es siempre los ojos que nos ven, que nos miran. Sucede que hay un soto encantador en lo alto de la colina. Mirando desde sus árboles, allí siempre, cómo pasamos, observando cómo nace el sol y como decae con las brasas agotadas por el frío de la noche que va llegando. Y que un viejo militar de la reserva mea cuando pasamos. Solo el soldado que estuvo en la guerra tiene ganas de mear viendo a otros con el orgullo subido. Sucede que un poeta sueña con la Pequeña Lou, pequeño lobo suelto exquisito en ese gran París. Allí sueña casi todo el que está, vecino o forastero, se desgranan los sueños como las granadas en sazón, explotando lentamente derramando su rojo vital. Sucede que hay una batería en mitad del bosque. Esperando escondida presta a hurtarnos la luz de las estrellas. Sucede que un pastor apacienta sus ovejas. Es lo que hacen los sensatos en tiempos de paz y guerra. Sucede que mi vida te pertenece. No hay mejor destino para la vida que desposeerse de ella en manos de quien la quiera cuidar. Mejor no lo haremos nosotros. Sucede que mi pluma fluye a chorros. Escribir es el salidero: por ese conducto se alivia la carga. Sucede que hay una cortina de álamos muy fina. Verde talar con el que se viste el camino. Sucede que mi vida pasada ya ha pasado del todo. Ahora todo debe estar presente. Sucede que hay callejuelas de Menton en las que nos amamos. Y el aire de la Provenza recorre las calles de mi ciudad, como el de aquí se hace el nuevo en aquellas calles de Menton. Sucede que una niña de Sospel fustiga a sus amigos. Como aquella niña que me escarnecía en la panadería donde cocía mi madre las tortas. Sucede que yo guardo mi fusta de cochero en mi saco de avena. Como guardo yo mis plumas cargadas de oscura tinta en el estuche. Sucede que hay vagones belgas en la vía. Todos parecerían guardados en Bruselas en la Gare du Nord. Y sucede mi amor. Mi pulso aún me anima por el alba. Sucede toda la vida. Sucede. Para adorarte. Si, sucede.
Foto: Menton, Provenza francesa.(Astrored)

20080706

LAS CALLES DE PRAGA




Subir o bajar por una calle es como mirar hacia delante o hacia atrás. Como ocurre con el tiempo. El pasado y el futuro no es más que una situación temporal según lo vemos desde el presente. Subir hacia arriba por esta calle de Praga lleva hacia una parte de la ciudad en la que lo que se ve, se siente, se percibe es diferente si vas por ella hacia abajo; es llegarse hasta otra parte en la que viviremos a su vez otras vivencias. El espacio, así, no es más que una forma de representar el tiempo. El pasado y el futuro es el trecho que recorremos en nuestra experiencia que solo es perceptible por la memoria en el primero, por el deseo o la proyección de nuestra imaginación desde el presente, en el segundo. El futuro... nunca llega. Solo es el presente el que hace sentir su llegada cuando ya no está, por que el futuro no es mas que la proyección de nuestra permanente necesidad de creer en seguir viviendo. Las sensaciones del pasado esta impresas en estas casas de la calle que vemos en el presente: hoy.
El trabajo bien hecho de los constructores, el oficio de los albañiles, carpinteros y pintores, se ve claramente; puede que se sientan, allí donde estén, orgullosos de haber creado una obra maestra con la necesaria armonía como para haber sido apreciada durante muchos años como casas confortables y hermosas donde vivir complacido.
Por estas calles pasaron los tanques y coches blindados de la segunda gran guerra. La grave tensión que precede al peligro y al terror fue vista por las casas en las que siempre hay cobijo y resguardo. Los colores de cada una de ellas no son más que la expresión de la variedad y la rica y estética imaginación de sus habitantes.
La lluvia aviva los colores de las casas de Praga cuando cae y la musical sinfonía de las gotas golpeando en el cinc o en las pizarras y barros cocidos reclama el origen de la naturaleza de los materiales empleados durante siglos. La luz del día hace cambiar el color, de tonos pastel a fuerte y brillante, decayendo con el atardecer. Es esta calma armónica de Praga la que pudo hacer fácil el trabajo de Bidrich Smetana para componer su música de fortaleza sensible y natural. No lejos el río Moldava sigue fluyendo como siempre. Como la luz de las calles Praga.


20080705

LA SOBRINA




Rompía el silencio de la noche, que ya empezaba a agonizar lentamente, un ronco gallo, quizá capón, que desperezaba al gallinero en el rincón último del corral. Su desgarrado canto resonó por las tapias llegando hasta las galerías de la casa. Allí la Luna miraba azuleando el suelo en el que se veía con claridad, casi irreal, las cenefas geométricas y laberínticas de sus bordes. Desde dentro de la galería norte, los muebles palidecidos por la luz nocturna callaban quietos esperando el día y entre el silencio que se empeñaba a resistir, pese a la alarma del gallo y el pulso del reloj del zaguán que llegaba muy débil, se podía percibir el pausado respirar de la chica, encogida entre las espesas ropas de la cama, no se si por el peso o por estar emparedada entre dos colchones de lana y gruesas mantas. El lecho, elevado, como si el del mismo Ulises se tratara, asentado por firmes patas de hierro. Abrió lentamente los ojos y reconoció la tenue luz de la noche que aún resistía. Se removió y con una profunda respiración queriendo recobrar el sueño. Fue en vano. Empezaron a acudir todos los recuerdos, que dejó allí en el cuarto aquietados por el súbito sueño horas antes, recogiendo los temores de futuro que le esperaban desde ese día. Llegó el momento de la partida. Volvió a ver el tiempo de la casa, que se fue vaciando de los muebles y enseres que antes le dieron vida. Detrás de cada uno de ellos había un día, una hora bien guardada, unos instantes que recordar. Como cuando su madre tomaba asiento en la silla baja de asiento de enea, ennegrecida por los años y el uso. En ella se le hicieron las tardes cortas bajo el porche en verano, a resguardo del sol que no podía, pese a su insistencia, hacer marchitar a la higuera, siempre lozana, vigorosa, con la fuerza del venero del cercano pozo, donde se balanceaba el cúbo de cinc, atado con una gruesa maroma siempre húmeda por el continuo trasiego del agua. Sentaba la costura su madre, bordando manteles que nunca parecían acabar hasta quedar dormida, rendida por los madrugones y el desacarreo que llevaba todo el día; arrullada por el continuo ir y venir de gorriones y golondrinas. También, desde la silla baja, se despellejaba los tomates que encerraba a salvo en frascos de cristal, listos para los sofritos de invierno. A su lado, en el suelo, se sentó ella a los pies de su madre por las noches, cuando la osa mayor acudía a la cita, para escuchar las explicaciones de miles de historias que contaba su padre, unas ciertas y otras claramente inventadas. Hasta que el candil acababa su aceite y el pabilo daba las últimas. Retomó sus pensamientos, que dejó antes de quedar dormida la noche anterior. La pena, que anduvo por todos los lados de la casa, parecía cogerla de la falda pidiendo no salir, pero sin su madre ya no tenía sentido quedarse. La soledad entre aquellas paredes sería mucho más dura que empezar de nuevo en otro lado; prometió a su madre que se iría con el tío al pueblo y allí debía ir; cuidaría de ella, mas no podía asegurar cual sería su opinión, porque lo mas que conocía de él era las historias que contaba su madre de cuando eran mozos, y de eso ya habían pasado más de veinticinco años, con muchos pasos andados y mucho tiempo para cambiar; que ya se sabe que pasando el tiempo tanto genios como humores se cambian, sin saberlo el que lo hace y sin enterarse el que no lo vio. La figura de su tío era una imagen entre brumas, recuerdo de cuando vino a Madrid cuando ella tenía seis años.
El viaje era inevitable y el temor le encogió el ánimo. No tanto como para dejar de hacerlo: pensando en que allí en Madrid ya no había nada que le retuviera.

Un sueño, el pulso del día





Al alba, suena el despertar con la música de una melodía nueva y vieja, que nunca dice cómo es ni de donde viene. Las luces del amanecer se acercan descalzas, quedo, por la línea del este. Traen en sus alforjas el brillo del cobre de un caldero sideral que va refulgiendo cuando recupera las fuerzas perdidas por las tinieblas de la noche. Los vencejos que miran con sus ojos cargados de la luz de las doradas arenas de África, ignoran mi viaje diario al centro de la confusión, de la ciudad ennegrecida y ruidosa, antaño villa gentil de conocida hospitalidad que aún guarda alguna. Mis pasos marcan los segundos nuevos de los días que voy viviendo con toda la dignidad que soy capaz de recoger con mis manos tocadas por el tiempo. Me las miro y, en la piel, encuentro las líneas de cuanto he escrito y dibujado con el corazón saliendo por sus poros. El traslado en coche, en tren, y otro metido en un socavón, tiene mucho que ver con el rapto que nos dejamos hacer a diario a requerimiento de la necesidad de vivir con el paso que marcan los tiempos y la fortuna. Con el riesgo del vértigo de las máquinas es fácil mirar a lo que mejor y más bueno he hecho: mis tres hijos. Ahora sigo empeñado en despertar todos los días y compartir mis sueños con quien todos los días sueña conmigo, y, sin embargo, sonríe y confía.
Los viejos proyectos de juventud en los que me empeñé con la república, aun permanecen vivos, recogidos en mi almario. Ahora para mi es tiempo de recoger las velas y dejar que los vientos del norte me lleven hasta las ínsulas mas tranquilas. Vienen a mi cabeza nuevas formas que capturar con el trazo de un lápiz o dejar mas dulces manchas de pintura sobre una tabla en blanco que sueña con ser el principio del Universo.
La luz va saliendo en un blanco lienzo a golpes de pensamiento. Como las luces del alba que desde el despertar me dicen que estoy todavía vivo.

20080621

JUNIO TARDÍO SUSURRANDO


Todavía verdean los caminos que llevan hasta las lejanas nubes cobalto del fin de la Mancha. La luz intensa del sol, que llega jadeando por su tardía llegada, y consciente de que le ganó la partida el viento del norte arrellanado desde el invierno, llena de color todo el mundo abierto en estas tierras. Las soledades que se arremolinaron en las veredas permanecen todavía con los últimos restos del verdor en las borduras y linderos. Allí, ya están las avispas construyendo sus barrillos nidos como siempre. Los gavilanes de por aquí, quien sabe si descendientes de los que hace tanto tiempo veía en los tejados de mi casa, están satisfechos de la caza. Los topillos y zorzales han vuelto y se han acostumbrado a la cercanía de la escasa ciudad donde vivimos; se exponen y aturden por los ruidos y son presa fácil.
Hecho de menos las voces de los gañanes rectificando el surco. Solo se oyen hoy motores y, sin embargo, eso significa que se ha liberado de un esfuerzo descomunal. Me alegro por ello, pero la voz del que labraba era el sonido de las voces llaneando por los valles acomodando su débil eco en los cerros que daba la referencia de nuestra presencia en la naturaleza. Rompía con naturalidad la soledad de la llanura.
No hace mucho me acerqué a la falda del castillejo y en las charcas, que antaño tenían agarradas grandes manchas de menta perfumando todo el entorno del cerro, solo se encuentran cascos de viejas botellas y latas, algunas podridas por la herrumbre. Siempre imaginé, en los cerros estos y subiendo por sus faldas, a los caballos de los almohades que vigilaban los flancos de sus tropas ocultas detrás de sus cimas ocupadas. En lo que ahora es el bajo de Poblete y entre un soto, posiblemente de negros álamos, estaba instalado el grueso del ejército de Almansur esperando como serpiente haciéndose la muerta para el último y definitivo ataque a la ciudad de Alarcos. Justo donde se alzan nuevos chalés pareados. No creo que sea negativa esta visión nostálgica de nuestra historia. Pienso que el pueblo que no quiere recordar su historia es uno sin pasado necesario para hacer la construcción del futuro mejor. Bien es verdad que cada uno tiene una visión de lo que es mejor y que se dirige a ello por caminos diferentes. Tan cierto como que quienes ignoran la cultura y el respeto del medio terminan siendo recordados como los que hicieron retardar el progreso auténtico, el que hace a las gentes mejores y mas sabias.
Aprieta el calor y con retraso, como decía, se tuestan las hierbas de los campos dorando aquí una parcela, pintando de ocres apagados otras mas allá.
Quiero recordar los versos de Quevedo que se me acoplan como una buenas calzas a mis días de junio: “Como a imagen de milagros/me sacan por las aldeas:/ si quieren sol, abrigado/ y desnudo, porque llueva”.
Son estos tiempos raros en los que ya entiendo poco. Los míos, aprobando lo reprobable en Flandes (aunque Josep y Raimon salvaron la vergüenza) y los ajenos profundizando con un nuevo manual de autoayuda “Cómo hacerse con el poder con el mínimo esfuerzo”. Claro que siempre ha ocurrido lo mismo, y así me pasa lo que al parecer le pasaba a don Francisco de Quevedo también si seguimos con otro de sus versos: “No hay camino que no yerre, /ni juego que no pierda,/ni amigo que no me engañe, /ni enemigo que no tenga”. Bastante tengo con administrar el escaso patrimonio que va quedando de amigos y sacar el mayor partido de los aciertos si los tuviere. Eso y el afecto de cuantos me quieren, que los siento cada vez mas cerca, hacen que vea los campos de junio como los que me han de acoger, caído el sol, como a grillo, que canta las frescuras de la noche bajo las lumbreras que rodean Vega, allá en el cenit del firmamento, trayendo y llevando las brisas frescas que vienen cargadas de sueños.
Junio me va susurrando con el aliento caliente durante el día, y me libera con las frescuras de sus dulces noches plenas del néctar de la madreselva.

20080410

VUELVO A OÍR EL CERNÍCALO



Está cayendo una cortina espesa de agua que veo desde la ventana de mi despacho. Se difumina casi por completo la plaza y los edificios de enfrente azulean griseando sus colores, no tengo a mano los pinceles ni las pinturas para recoger la luz de esta tarde inusual, desde que estoy aquí en Madrid. Retengo en mi memoria los detalles hasta que los traiga algún día sobre el lienzo de una tabla blanqueada. Quitaron el hilo musical de mi despacho después de estar atascado durante meses por avería, en tortura con un bucle infernal que me adentraba en una progresiva neurosis. Ahora, vuelvo a oír a los gorriones y los cernícalos urbanos que anidan en los aleros de los Ministerios. Lejos están los días en que a los cernícalos los veía en la huerta. Entonces los chicos les llamaban chiris, posiblemente por el canto que tienen. Miraban con la precisión propia de las aves rapaces, con lejana soberbia y un punto de impiedad que es la que aplican a sus presas. No ha mucho he visto esa mirada en algún político cercano infestado por la frialdad que da la ambición ciega. Estos cernícalos urbanos son el valiente ejemplo de cómo la naturaleza se adapta a todo por la supervivencia.
Escampa, y el aire limpio y húmedo acerca los edificios lejanos de Cibeles. Las nubes ennegrecidas aguardan el respiro para volver a descargar su pesadumbre sobre Madrid y yo, sintiendo cercano el fin de la semana, empiezo a barruntar el olor a los cantuesos y los romeros de la sierra que habrán abierto los estomas para difundir el olor de sus aromas esenciales. ¿Qué tiene que ver esto con el relevo en el gobierno de la república? Apenas nada. Pero hace tiempo que me he infestado yo también de una desafección por las alocuciones políticas que llegan preñadas de falta de credibilidad. Por la escasa adecuación de cuanto dicen con lo que hacen. Por eso, mi ánimo se ha llenado de las luces de esta incipiente primavera que no sabemos si llega o se va. Con la desorientación que tienen hasta las plantas, que apenas brotan y vuelven a traer los colores vivos de la xantofila y la carotina, propio de los fríos otoñales.
Vuelvo a mi trabajo. El tiempo de soltar el aliviadero terminó.

20080309

LA SAVIA SE MUEVE




Los brotes de la parra virgen revientan ya en las ramas resecas y, tras la valla, el campo se remueve lentamente intentando decirme que ya viene cerca la primavera. La tarde está tranquila y sin embargo este silencio natural me desasosiega el ánimo. Toda la semana metido en el bullicio del ir y venir al trabajo me dispusieron para el ruido, para el aire viciado, para el anónimo circular entre tanta gente que me hace, finalmente, no recordar a nadie.
Ayer me acerqué al campo y allí me estaban esperando los árboles que planté, la cerca, los rosales despuntando y los mirlos, susurrando sorprendidos de verme allí después de tanto tiempo. Los cerros, que hace tiempo arraigaron en mi memoria y que tanto pinté, apenas les veo cambios, y sin embargo sí han cambiado. Alguna casa nueva, alguna nave ganadera y las trazas de las rejas de la arada que son antojadizas y salen según van. Me pregunto si dentro de poco, esta tranquilidad que aún tiene el valle puede ser removida con el vuelo de los aviones del cercano aeropuerto cuya apertura se echa encima. Las ranas que cantan en el reseco arroyo del Becea apenas se oyen, no se si por la amenaza de las cigüeñas que hace tiempo volvieron al soto de abajo o por la falta de agua que aquí también empieza a ser un problema. Escuché el aire de la sierra, como lo escucharon los almohades que se asentaron en la torre vigía del castillejo. Ellos solo veían normalidad, puesto que para ellos lo normal era estar allí con los artificios de la supervivencia. Yo, en ese momento, vi, olí, y oí una extraordinaria forma de vivir que fortalece el corazón y aviva la imaginación y la sensibilidad.
Un cernícalo gritó cerca, resonando su voz entre los olivos. Por un momento pensé que se lamentaba del final del gran eucalipto que aún se yergue altivo, seco desde el verano y muerto por el barrenillo que no encontró mejor manera de salir adelante. Aún da sombra pero solo de sus ramas secas que resisten a moverse por el viento de poniente.
Esta tarde tengo el ánimo encogido, pero siento la savia de la cercana primavera que remueve también mis venas.

20080121

DE LA BACINILLA Y LOS BACINES





La bacinilla bajo la cama gritaba más de la cuenta. Todo el cuarto se llenaba de sus gritos y el sueño se abotargó con los vapores del amoniaco. Noches de oscuro frío de enero cargado de silencios, apenas roto con el silbido del tren rozando las horas a traspiés. La calle Ciruela brilló siempre en esos días con el relente de la noche en sus grises adoquines, del basalto hurtado a la colada de algún volcán. Subían los viajeros hacia el tren hablando fuerte, resonando en la calle, para hacerse notar en las horas desconsoladas de la madrugada. Pienso que la vida que se me hacía larga entonces cuando los oía desde mi cama siendo niño, imaginando a qué larga aventura se iban, ahora se me va haciendo corta con el frenesí de los días viviéndolos en medio de las horas negras previas al amanecer. El coche ruge toda su potencia respondiendo a mi requerimiento cuando le piso lo que más sensible tiene: el acelerador. Me salgo de la ciudad el tiempo justo para volver a ella por la carretera que llega hasta el AVE cuando quiere la noche hacer de las suyas imitando a aquellas de silencios oscuros cargados de inquietud y zozobra. Pero los tiempos corren y ya no hay bacinilla, ni falta que hace. El baño de hoy no insulta, ni agrede, como lo hacía con las humedades frías el de la casa sin calefacción donde viví esas noches a las que me refiero. La ducha de ahora entona casi más que el café de antaño en el Noche y día. Por otra parte el viaje no se presenta como la aventura del Transiberiano. Ahora poco más que el metro. Sin embargo se rompe algo cuando cojo los kilómetros y me alejo. Creo que es el desgarro de este trasiego; recuerda un día tras otro que estoy masticando día a día el repudio de la tierra y sus gentes. Media vida dejando jirones para sentir el alivio de mejorarla y ni una palabra de aliento. Así se explica que la gente se vaya, como yo, a trabajar donde le dejen tranquilo. Es una cierta sensación de fracaso que no lo redime ni las palabras de calor de cuantos me quieren.
Los vientos de la política se han tornado del olor acre de la podredumbre, melifluo en sus presentaciones, desesperadamente vacío de valor, propios de la mediocridad que ocupa el lugar rápidamente, apenas se descuida alguno por exceso de generosidad y confianza.
Las primeras planas de los periódicos llenas de las vacuas sonrisas de tanto bacin encumbrado en cargos de responsabilidad, jugando a los políticos, me recuerdan las del alcalde de Hamelín, en aquel viejo cuento dibujado por la factoría Disney en los años cuarenta. Son sonrisas que salen del estómago y no del corazón. Ahora, en este cuento, no son los ratones el castigo; viene de múltiples formas, inclusive con el rapto de la inocencia de la juventud que está ya harta de tanta memez subida a las más altas magistraturas.
Mi padre me miraba con estoico silencio cuando yo le inquietaba hablándole sobre las cosas de la política. No quería implicarse en nada, decía estar cansado de recibir malas noticias. Ahora le voy entendiendo. No son desastres naturales, sino el estiércol que se renueva y sigue progresando sin problemas. Aunque entre tanto estiércol suele salir algo puro germinando de vez en cuando. Esperemos. Oyendo el sonido de los días. Lo hacen las gentes con su ir y venir circulando por la ciudad.