20080121

DE LA BACINILLA Y LOS BACINES





La bacinilla bajo la cama gritaba más de la cuenta. Todo el cuarto se llenaba de sus gritos y el sueño se abotargó con los vapores del amoniaco. Noches de oscuro frío de enero cargado de silencios, apenas roto con el silbido del tren rozando las horas a traspiés. La calle Ciruela brilló siempre en esos días con el relente de la noche en sus grises adoquines, del basalto hurtado a la colada de algún volcán. Subían los viajeros hacia el tren hablando fuerte, resonando en la calle, para hacerse notar en las horas desconsoladas de la madrugada. Pienso que la vida que se me hacía larga entonces cuando los oía desde mi cama siendo niño, imaginando a qué larga aventura se iban, ahora se me va haciendo corta con el frenesí de los días viviéndolos en medio de las horas negras previas al amanecer. El coche ruge toda su potencia respondiendo a mi requerimiento cuando le piso lo que más sensible tiene: el acelerador. Me salgo de la ciudad el tiempo justo para volver a ella por la carretera que llega hasta el AVE cuando quiere la noche hacer de las suyas imitando a aquellas de silencios oscuros cargados de inquietud y zozobra. Pero los tiempos corren y ya no hay bacinilla, ni falta que hace. El baño de hoy no insulta, ni agrede, como lo hacía con las humedades frías el de la casa sin calefacción donde viví esas noches a las que me refiero. La ducha de ahora entona casi más que el café de antaño en el Noche y día. Por otra parte el viaje no se presenta como la aventura del Transiberiano. Ahora poco más que el metro. Sin embargo se rompe algo cuando cojo los kilómetros y me alejo. Creo que es el desgarro de este trasiego; recuerda un día tras otro que estoy masticando día a día el repudio de la tierra y sus gentes. Media vida dejando jirones para sentir el alivio de mejorarla y ni una palabra de aliento. Así se explica que la gente se vaya, como yo, a trabajar donde le dejen tranquilo. Es una cierta sensación de fracaso que no lo redime ni las palabras de calor de cuantos me quieren.
Los vientos de la política se han tornado del olor acre de la podredumbre, melifluo en sus presentaciones, desesperadamente vacío de valor, propios de la mediocridad que ocupa el lugar rápidamente, apenas se descuida alguno por exceso de generosidad y confianza.
Las primeras planas de los periódicos llenas de las vacuas sonrisas de tanto bacin encumbrado en cargos de responsabilidad, jugando a los políticos, me recuerdan las del alcalde de Hamelín, en aquel viejo cuento dibujado por la factoría Disney en los años cuarenta. Son sonrisas que salen del estómago y no del corazón. Ahora, en este cuento, no son los ratones el castigo; viene de múltiples formas, inclusive con el rapto de la inocencia de la juventud que está ya harta de tanta memez subida a las más altas magistraturas.
Mi padre me miraba con estoico silencio cuando yo le inquietaba hablándole sobre las cosas de la política. No quería implicarse en nada, decía estar cansado de recibir malas noticias. Ahora le voy entendiendo. No son desastres naturales, sino el estiércol que se renueva y sigue progresando sin problemas. Aunque entre tanto estiércol suele salir algo puro germinando de vez en cuando. Esperemos. Oyendo el sonido de los días. Lo hacen las gentes con su ir y venir circulando por la ciudad.