20080810

DESDE LA TERRAZA


La tarde en la terraza llegó como siempre. El viento de poniente trajo de nuevo las rachas de mal olor de la granja cercana. Pero aún así predominó el de los cipreses y del romero que hay en el camino. La luz iba cambiando a los colores rosas y ocres que tanto he pintado hace años; la brillante de agosto ilumina hasta la última brizna de paja que se muestra a la vista. La verdad es que me sentí bien al ver que todo el esfuerzo que hice por la mañana: recogiendo ramas, pasando la cortadora de césped (aunque nunca hubo césped allí) y la escoba metálica, había dado un buen resultado. Los espacios cercanos a la casa estaban limpios y despejados. Hasta los árboles que se veían arruinados por tanta maleza como tenían, y por un momento, hicieron que se viera la casa como era antes, pero con mejor aspecto, tan crecidos. Los lilos que encontré apagados y mustios, ahora agradecían el agua que les dí con una lozanía renovada.
Recostado en la balaustrada de la terraza me detuve a mirar con detenimiento todo el valle. Todo lo ví como antaño: con los perros lejanos ladrando, las esquilas de las cabras sonando en las quebradas del monte y las golondrinas dando lo últimos avisos antes de su retirada, como siempre. Eran aquellos, otros pájaros pero repetían lo que ya había vivido tantas veces desde ese mismo sitio. Solo una cosa me tenía intrigado y echaba en falta sin saber qué era. Después de hacer un repaso mental sobre todo llegué a la concusión de que era el croar de las ranas desde allá abajo, en el soto de la curva de la carretera junto a la fuente. Ya no cantaban. Eso quería decir que no había ranas. No era extraño. Al pasar por la mañana con el coche cerca de la fuente no había ni una mala charca; el estiaje del Becea es ya contínuo desde que hicieron el pantano y no sueltan caudal ecológico alguno; todo está seco y la fuente encerrada en una caseta.
Oía desde dentro de la casa a la televisión contar mas miserias lejanas. Me encontraba lejos de todo eso y con ganas de sentir la tranquilidad. La noche se fue haciendo con el valle poco a poco, sin apenas notarse la mudanza.
El valle del rio Becea sin ranas no suena igual, y esa noche no cantaron. Lo que no impidió a Venus aparecer como siempre, puntual a su cita, y anunciando una hermosa noche estrellada. Incluso en las primeras horas, en las que estaba la Luna en cuarto creciente, aún se la veía enrojecida en el horizonte en brasas por la caída del Sol. Son tiempos esos en los que me es fácil ver a mi padre sentado enfrente de la entrada de la huerta, en el sillón sevillano, escrutando la aparición de las primeras estrellas y a mi mismo haciendo la misma operación de observación desde la terraza con alguno de mis hijos al lado. Con la estellita Venus que decía José Ramón.
Las golondrinas volaron al atardecer como siempre lo han hecho, igual que hacemos nuestras rutinas nosotros, los hábitos son también nuestro patrimonio con los que nos reconocemos.
Las luces amarillentas de las ventanas, rompiendo la noche tranquila iluminaron de nuevo la terraza. La radio volvió a sonar desde dentro del salón como si saliera de las profundidades de la tierra y la brisa del norte bajando desde la cima de las montañas acarició de nuevo mi cara enfriando tanta calentura como había acumulado por el esfuerzo poco habitual de todo el día.
A lo lejos, en el fondo sur del valle, tras las negras sombras de los montes, el resplandor de los pueblos y de la capital levantaban luces de población escondida. Igual que veía Priamo las luces de los aqueos levantarse en las playas cercanas, tras los montículos de la legendaria Troya, asi veía yo en ese momento las luminarias de la civilización mas como perturbación de la pacífica y feliz tranquilidad de la sierra.
Estuve esperando a los chicos durante horas, viendo las luces de los coches que al final del valle surcan la carretera lejana a mas de cinco kilómetros, desplazándose como lentos fulgores horizontales. Finalmente les llamé para confirmar si venían y me aseguraron que estarían a punto para ver el partido del Madrid. Llegaron, vimos el partido y nos entretuvimos en estirar la noche, mas allá de lo que a mis años suelo hacer, hablando de todo un poco, de las estrellas también. Jose me adelantó ya en el conocimiento de la astronomía.
Júpiter se hizo con el principio de la noche, no es por otra cosa por lo que le pusieron el nombre del gran dios mitológico, Zeus para los griegos. Luego supimos que era gaseoso pero la luz que desprende es lo que impone en las noches oscuras, imposible de apreciar en toda su dimensión en la ciudad. Las cosas desde la antigüedad no se sustancian por lo que pudieran ser sino por lo que creemos que son. Al lado de este planeta grandioso las constelaciones que se observan a su lado parecen de menor entidad, pero no es así, como sabemos. Desde la terraza, con la vista puesta en el firmamento, se veían las constelaciones del Cisne con Daneb al frente, la Lira con la hermosísima y resplandeciente Vega; el Aguila con Altair tililando con fuerza; haciendo las tres estrellas uno de los enormes ángulos de ese triángulo isósceles cuya hipotenusa hace perpendicular hacia el Ecuador. Las estrellas que vemos en la ciudad apenas son las grandes, intentando hacerse ver entre la luz artificial reflejada. Allí, en la terraza coronada por una enorme, descomunal, cósmica guirnalda de millones de estrellas que forman la via láctea nos sumergimos en el cosmos (en griego ordenado) y a sus lados, la Osa mayor, el Boyero con Arturo elevándo sus destellos con fuerza; y sin detenerse ni un instante pero como si llegara de puntillas desde el este, en las altas horas de la noche, con pausado avance, Orión con Rigel (la 5ª estrella mas brillante del cielo) y Betelgueuse guardando la composición de todas ellas.
Siempre queda alguna estrella que ver e identificar. Así ocurre siempre, como cuando limpias las lentejas que parece nunca terminar y siempre se da por concluída la tarea con el convencimiento de haber dejado algo sin hacer. Prometieron los chicos traerse el telescopio la próxima vez.
Se fueron, y el silencio volvió a la terraza, lo que aprovechó el sueño que andaba agazapado entre las columnas de la balaustrada para cogerme con fuerza llevándome hasta la cama, haciendo protestas mientras recogía las sillas. Y caí rendido y sin fuerzas.
Creo que habrá mas noches como esa: son siempre el comienzo, nunca el final de nada.

20080802

ARTURO, EN EL ADOQUÍN



La caliente tarde cae sobre la calle y los adoquines brillan esperando que el hierro de las ruedas de los carros los martillee de nuevo. Los golpes de brisa los aprovechan las golondrinas y vencejos para sus idas y venidas gritando sus prisas. Alguna voz se oye lejana de los que salen de sus casas, donde refrescaban refugio entre los muros y oscuridades. El sueño de una mala siesta puede romper con el tiempo. El viejo puede creer que aún no está cerca su hora y el joven pude confundir su disposición y aparente lucidez con la madurez encontrada de improviso. Uno y otro no pueden asegurar el tiempo en el que viven cuando la luz del sol acuchilla con fuego el horizonte rompiendo toda la capacidad de decidir con un embotamiento de imposible superación.
Poco a poco van cayendo las cadenas del infernal y espeso aire que cuece el día en la ciudad vencida. Una brisa fresca va enfriando lentamente todo y acelerando la vida de los vecinos. Los ojos empiezan a abrir las pupilas y las flores del dondiego comienzan a abrir con el anochecer. Nadie se extraña ya de este ritual ancestral de agosto cuando llega a la Mancha. Las campanas de la catedral, a lo lejos, marcan una vez más las rutinas de los fieles que así no se sienten perdidos en su confusión. Los perros ya no ladran. Los coches los hicieron callar. Solo lo hacen cuando se sienten solos en la frescura de un chalet, entre los árboles que les hacer recordar tiempos pasados. La memoria de los antepasados también les hace hablar a ellos.

Se levantan persianas y en el horizonte ya alumbra Arturo. Mi padre me dice al oído que es el mismo astro que veía en Huelva a la caída del sol por las marismas del Odiel. Arturo ve desde lejos, con su grandiosa extensión, cómo nosotros creemos en que somos el eje del mundo. Yo también lo creo a veces y sospecho que todos lo creemos. Al fin y al cabo no hacemos más que abrir los ojos por la mañana y todo aparece en torno nuestro y la función vuelve a empezar.

Mi padre me acaricia la cabeza y me mira, sabiendo que yo nunca conoceré lo que él piensa de todo. Lo cierto es que mi padre piensa y yo también. Son nuestros ojos los que se mueven por ello. La luz del sol se quedó entre los párpados para dar luz al interior. Arturo está a la cola de la Osa Mayor. Y la polar que nos apunta al norte aparece después cuando solo un pabilo de sol agoniza en la tierra. Arturo es 22 veces el Sol; y 22 veces que esconde en la lejanía aparentando así que no es nada apenas. Mi padre, decía cosas y yo las memoricé para decírselas a mis hijos. La respiración de mi padre la siento en la tarde caliente de este mes de agosto que vino con sus hábitos y costumbres, con el olor de paja caliente, de madreselvas y dondiegos con la humedad de la noche. Arturo titila con fuerza en la constelación del Boyero. Detrás de él están los días de agosto que han pasado y delante los que han de pasar.
En un adoquín, en la calle, lejos de las pisadas de los vecinos, la luz de Arturo se refleja en silencio, marcando los segundos mudos de la noche. Hacen la espera del sol que ha de aparecer por el alba, volviendo con su fuego a esconderlo. Mañana, el año próximo, siempre, el fuego de agosto calentará en un adoquín donde se mira Arturo.
(Foto: Gustavofoto)