20080909

EL LIQUEN EN EL ROMERO


He visto el romero que hay en el camino. Está viejo, muy viejo. Lo planté hace más de quince años, justo en el rincón de la alberca, muy cerca del arbusto de la adelfa rosa. En estos años ha dado tiempo para que se quebrara mi corazón, cambiara de trabajo varias veces, el último ya en Madrid, y hasta diera un giro grande en mi vida personal. El romero resiste pese al liquen que tiene arraigado en sus rugosas ramas encogidas como las manos de un anciano vencido. Apenas tiene hojas en la parte superior y se ven ramas secas por todos los lados, prueba de años vencidos y rigores soportados hasta la extenuación.
En este tiempo he ido poco por la sierra, demasiado poco. Las veces que fui no hice caso de tanta plantación como fui sembrando y mal acostumbrando con riegos en el estiaje: por ello ahora se las ve, a las que no murieron, mirándome como a un mal amigo que dejó que el olvido arruinara su vitalidad. El liquen les dio un oro que lucen con maravillosa elegancia dentro de su ruina, entre las grises grietas de su estructura deshidratada. Del romero, que se encuentra ahora escondido entre el ciprés y la mayor de las palmeras, que crecieron enormemente; solo se repara en él si se pasea con detenimiento y atención; como ahora hago yo cargado de ganas de alargar cualquier tiempo del que disponga. Sus pequeñas ramas pintadas con el dorado liquen prueban a confundirse como las de los vetustos robles de los bosques de poniente, allá donde aún el bosque mediterráneo está casi intacto. Al pie del romero estan toda las ramas que fueron cayendo y cuantas hojas el otoño fue dejando allí bajo su exiguo follaje. La putrefacción alimenta al romero apenas caen las primeras gotas de septiembre. Lo agradece de tal manera que en dos días se renueva tanto que parece prometer durar otros tantos años de los que lleva allí viendo amanecer por su izquierda y decaer el sol por su derecha.
De mi putrefacción, que no es otra cosa que cuantos errores voy cometiendo y volviendo a cometer, me alimento. Apenas caen las primeras gotas puedo remontar y vuelvo a mirar hacia delante con ganas de seguir como si me quedara otro tanto.
Espero que el romero se renueve con los brotes, mucho mas fuertes y hermosos, que van saliendo a su lado.
Mis pisadas se vuelven a oir en el camino y siento el olor del romero hablandome de nuevo de la lluvia breve de este septiembre, que de nuevo renovó cuantas sequedades aguardaban desde hace meses. Un cernícalo primilla ha vuelto a dar sus avisos en el olivar y, me siento en casa.

20080903

SUBIENDO POR LA CALLE DE SAN PEDRO



El autobús sigue dando empellones a la gente mientras el Paseo del Prado pasa deprisa. Lo pienso mejor y me bajo en la parada cercana a la plaza de la Platería. Resopla el bus antes de abrir las puertas, como siempre, y bajo deprisa. No se porqué pienso que si no lo hago así me voy a quedar dentro. Los plátanos orientales del paseo, cansinos, ennegrecidos por el humo grasiento de los coches, me observan con indiferencia. A estos árboles no los conmueve ya ni una ventisca que llegue de improviso. Miro al hombre cerúleo que me precede y no acabo de decidir si está así, con el ánimo encogido por una vida mala, o porque la enfermedad le ha cogido y no le suelta. Triste gente de esta condición, que salen de portales húmedos con olor a viejos cocimientos, hay muchos en Madrid. Las privaciones de aire puro y sol, el olvido de de las verdes profundidades de los valles cortados por algún cristalino río, agotan el mas fuerte cuerpo. En la urbe el hombre se remete hacia si, recoge toda su persona y solo muestra una curtida piel blanca que resiste los fríos del invierno, que suelen helar las fuentes públicas, o aguantan el fétido calor de los estíos embutido en un espeso aire caliente preñado de gases y polvo.
La plaza esta medio vacía. El sol de la tarde sigue quemando el suelo y su luz cegadora llega desde la calle de San Pedro como un caliente cuchillo. Remonto la calle y me paro en un viejo escaparate de lo que fue tienda y ahora es un bar. No han tenido mejor acuerdo que llenarlo de viejas botellas de todos los tipos y objetos fuera de uso. Podía ser una buena idea la decoración, si no lo hubieran dejado así desde le día que lo pusieron que, por el polvo que tiene, debió ser cuando vino Eisenhover a Madrid en 1959. Aquel día de diciembre en el que el alcalde franquista de Madrid lo comparó con el emperador Adriano visitando el imperio y para hacerle una gracia, con las ventanas encendidas escribieron: IKE (el mote familiar del presidente americano) en la Torre de Madrid. Eso es recuerdo y también pesadilla en gris.
La calle de San Pedro es como una de tantas que hay en centro de Madrid. Por ella lo mismo ha bajado el pueblo alzándose contra los franceses, que el coche de bomberos a sofocar una chimenea ardiendo por el hollín. He pensado mas de una vez hacerme con un viejo piso en una de estas calles, donde amanecer con el ruido de los vecinos yendo y viniendo. En esta calles nunca arraiga el tránsito de vehículos, no mas que lo que hicieron los coches de caballos en el XIX. Desayunar un cafelito y leer el periódico en la tranquilidad de uno de los pequeños bares del barrio es un buen principio para desgranar las horas del nuevo día. Ahora solo me conformo con pasear por las calles reteniendo en mi memoria cuanto veo como el que guarda apuntes en una carpeta. Siempre pasear me ha colocado los ánimos revueltos o trastocados a su mejor sitio. Sigo andando un buen rato y finalmente me recojo. En Madrid, entre sus calles menores, se puede sentir la soledad entre tanta gente desconocida: la que se necesita para recopilar algo que pensar y algo que escribir.