20091120

OLOR A GASOLINA


La gasolina llega evaporada abriendo el capó del coche. Descubro, de nuevo, la aventura que viene por la llegada del Renault verde oscuro, de 1930, aparcado delante de casa que nos llevará al campo. La mañana amaneció fresca y luminosa, faltando a la costumbre de los días de noviembre. El esportillo grande está lleno con la fiambrera y toda la comida que preparó mi madre para el día. Me abrocho el abrigo gris, que heredé de mis hermanos, y bajo a buscar al chófer que siempre esta trasteando con el coche. Los coches, se perfuman con gasolina. Tiempos estos en que los gases forman parte del conjunto del automóvil.


Oliendo a gasolina, roncando con fuerza su motor, se mueve el auto balanceándose por los baches que han dejado las lluvias pasadas; sus ruedas gruesas imprimen la huella en la arena fina del camino de la huerta. Con el ruido ronco, que se oye por todo el contorno, se levantan torcaces y codornices, ajenas todavía de su expulsión de estos campos, por la marea de la urbanización. El verde intenso de los cereales recién brotados brilla con el sol y se balancean con el viento semejando un verde humedal lleno de silencios siseados por las plantas. En medio del sembrado dos zorzales saltan buscando algo que comer y a lo lejos se oye el aullido de un perro que presiente algo. De tarde en tarde, pasan casas a un lado y a otro, casi todas vacías por la invernada.


Nuestra casa es una de las últimas de las huertas, con estructura sólida de piedra que parece haber aguantado la ira del tiempo impasible. Sin embargo, algún verdín se ha agarrado en las junturas que la verdea sobre una superficie de cal, ensuciada por los vientos y las últimas lluvias. No tiene ya el blanco impoluto de principios del verano, recién encalada. Dentro, tiene amplias habitaciones donde es fácil sentirse recogido. Las sábanas estarán frías por la humedad de muchos días sin habitarla. Pero, abriendo las ventanas para dejar que el sol pase dentro, en un par de horas estará lo suficientemente calida como para no querer marchar a la ciudad.


Los frutales desnudos ven bajo ellos que han brotado algunos hongos entre las podridas hojas secas. Se retuercen con sus ramas desperezándose en un momento sin terminar. Los gorriones siguen agarrándose a ellas para sus desplazamientos y, cuando se llaman, rompen el silencio apenas sentido con el fluir de la brisa.


Creo sentir las voces nuestras en las numerosas jornadas de verano, entre la broza dorada de los bordes y el verde frescor de las regueras. Puedo ver los tomates asomándose bajo sus aromáticas plantas salvándose de un sol intenso y cálido. Las oropéndolas bajan desde los nogales para disfrutar de los ciruelos. Puedo identificar, con esta brisa que siento, aquella nocturna que llega en el estío junto con Venus al caer la tarde. Sentado enfrente de la casa, siempre, mi padre, aprovecha las últimas luces para darle el postrero repaso al ABC.


Una vez que la noche es cerrada, él me contaría como siempre, miles de historias de la mitología griega y su relación con los astros. Ahora, no llegaremos a la noche, lo sé; al caer la tarde, nos iremos de nuevo a Ciudad Real, por el mismo camino por el que volvió Alfonso VIII de huída de Alarcos. Esta vez dentro de un Renault. La derrota no estará para mí en una ciudad sitiada, sino en la vuelta al colegio para sufrir las sandeces de la docencia en un colegio religioso.


Las tablas de las hortalizas apenas tiene cuatro restos muertos y húmedos caídos entre la tierra sin trabajar, salvo las que se sembraron de coles y zanahorias que se mueven lozanas con la brisa. Entre medias de las coles, una pata sin control puso los huevos. El descubrimiento feliz se celebra con una tortilla.


Cae la tarde y nos llaman para recoger. La tristeza apenas sirve para las despedidas. La luz se va y el frío viene.


Al llegar, frente a la puerta en la ciudad mi madre me promete de nuevo otro viaje al campo en dos semanas. Buena escusa para imaginar también; para que luego digan los profesores en su informe que soy un chico distraído.

Mi madre coge mi mano para ayudarme a bajar del coche. Como se la cogeré yo después cuando envejezca. Oliendo a gasolina, sonreímos.


Autor: Ilustración:


20091109

EL HUERTO



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En el fondo de mi memoria hay una permanente imagen, que siempre vuelve, de un huerto cerrado con tapias de piedra entre las cuestas de un pueblo de la sierra de Cameros, en Rioja. Aun están las manzanas y los peros, balanceándose por el empuje de la brisa, en los árboles vencidos por el peso de la fruta tendiendo sus ramas hacia el suelo donde, entre surcos de fértil tierra, se levantan las berzas frondosas, con gotas de lluvia retenidas, como gemas transparentes, en sus hojas. Las maderas medio podridas de la puerta de entrada y el cierre con un candado son suficientes para guardar la privacidad. Motivo suficiente para el salto de las tapias a los mocetes que suelen gustar de la primera fruta.


Las coles hay que resembrarlas con la luna menguante, por aquello de que la savia está descendiendo y es el momento de los trasplantes. Antes, tanto a las coles como a las zanahorias, las fuimos sembrando en una hoya, por donde desfilaron todas las simientes y se retiran después los pequeños plantones. Esto de mi recurrente recuerdo viene por la sensación de inestabilidad y desconfianza que tengo en los abastecimientos urbanos. Una huelga del transporte o unas fuertes nevadas dejan las despensas en pocos días vacías y listas para ir tirando de las conservas, mientras duren. Un huerto para la mínima autosuficiencia es bueno para tranquilizar a desconfiados como yo y para tener materia prima de calidad extrema para la cocina.


Conforme pasa el tiempo, el negocio de la cocina ha pasado a mis manos y con mucha satisfacción. Sus elementos creativos y la buena recompensa que tiene, hacen del oficio una buena forma de ocupar una parte del tiempo del día. Es una suerte de alquimia natural de la que todos los días se aprende algo bueno. Una buena salud suele venir fundamentalmente por una buena comida.


Por otra parte el cuidado de los frutales, que no es fácil, tiene un resultado normalmente bueno y hace que nos sintamos más cerca de la naturaleza a la que pertenecemos. Las nervaduras de una hoja de ciruelo nos puede decir, si la observamos, cómo va su cultivo y si tiene o no alguna falta que haya que cubrir de manera inmediata. Los huertos se riegan, y eso, es lo más frecuente en esta tierra nuestra sedienta que nunca trae la suficiente lluvia para las variedades que plantamos. Por eso saber tratar la tierra lo suficientemente bien para que se aproveche hasta la última gota dice mucho de un buen hortelano. Las mañanas que se levantan abiertas y soleadas después de la lluvia nocturna son un golpe de suerte.


Mañana, me sentaré a la sombra de un castaño,como ya he recordado mas de una vez, y, entre las líneas del libro que estaré leyendo, quedará trabada mi vida que va pasando a impulso de los segundos llenos de luz y un dulce pensar. Con los aromas de la huerta, que seguirá creciendo y cambiando para darle alegrías a las ollas y a la lumbre.



Autor: Ilustración: