20100312

SOMBRAS DE MADRUGADA


No supo nunca muy bien por qué lo hizo. El caso es que a las cinco de la mañana de un miércoles de finales de enero se vio haciendo el equipaje con cuatro cosas que fue cogiendo conforme se le antojaba, hasta que la bolsa se llenó del todo y tuvo que tomar la decisión, sin mucho disgusto por cierto, de dejar el resto de sus cosas. La casa estaba muy oscura y en silencio, los muebles ya ni se quejaban, como solían hacer cuando se iba a acostar, ajustando sus formas a la falta de presión o al cambio de temperatura por la agonía de la lumbre en la chimenea. La calle estaba solitaria y en silencio también, según pudo comprobar al abrir la puerta de la casa. Cuando tiró de ella, y con el golpe que dio la mano de bronce del llamador, supo que estaba en ese momento cerrando un tiempo de su vida que ya no volvería.
Hacía noche oscura, alumbrada con las escasas tulipas de porcelana del alumbrado público. Subía por la cuesta hacia la estación del ferrocarril con paso cansino pero decidido, más pensativo que triste y menos dormido de lo que podía parecer, parecía recrearse en un inusitado paseo sin expliación, teniendo en cuenta el madrugón.
La calle, pensaba, era una de tantas de una ciudad pequeña ,en la que había durante todo el día trajín por los transportes ferroviarios y de viajeros. Cuando llegaba un tren, la vecina de enfrente estaba preparada en su sillón de mimbre, arropada con las faldas de la mesa camilla, dispuesta a disparar su curiosidad para alimentar su comadreo. Posiblemente lo hacía para olvidar su prematura viudez o para no pensar en las putadas que le hacía su único hijo, adolescente, que casi siempre acababan con una visita de la policía. No creo que fuera consciente de que fisgonear fuera reprobable, al fin y al cabo lo venía haciendo el periódico en una sección fija, dando cuenta de quién se iba a Madrid y porqué y quién venía. Supongo que ese vicio pudo haberse engendrado en el país por aquella maldita Cédula de Policía de 1824, ordenada por Fernando VII, por la que se fundó, de hecho, el Estado policial que controlaba a todos. La vecina, mujer de ojos de cuchillo y de lengua cargada de veneno, se movía más por sus bajos instintos que por un supuesto interés público. Nunca tenía suficiente y la confesión de sus pecados la dejaban nueva para emprender su oficio con nuevos bríos.
Era aquella, una calle sembrada con boñigas de las bestias de carga que nunca terminaban de dejarla limpia, por muchas rondas que hiciera con el carrillo el barrendero municipal. Por ella subían, remontando la calle con fuerza, las campanadas de la iglesia de los jesuitas que, por más medianas que grandes, salían con un timbre agudo que llenaban los oídos de su molesto son. Golpes de bronce que llamaban a misa, a triduos, novenas, a rezar el Rosario y hasta las cansinas Gregorianas. Por esa calle bajaron las bandas de música, tanto la local como las de los pueblos vecinos, cuando venían a las procesiones llevaran armados o no, que solían hacer su pasacalle desde el Bar de las Cuatro Esquinas, frente a la estación; desfilando luego, todo recto, partiendo con sus sones la ciudad en dos, con una recta de sur a norte. Por otra parte no era mala decisión esa de hacer tal recorrido, porque así era todo bajar y hubiera sido más penoso terminar subiendo la cuesta de la estación. Pero también bajaban por ella todos los entierros del barrio y aún más los que traían ocasión por algún féretro que hubiera venido en el tren desde otro sitio. Unos, los mas caros y terriblemente tenebrosos, en carroza a la federica, con los caballos adornados con enormes plumeros negros que movían con su cabecear, los otros en viejos furgones americanos Buic, Pontiac o Chevrolet, bien conservados y acristalados propiedad de las funerarias.
Calle arriba siempre estaba abierta la puerta falsa de la bodega, que le olía el aliento a los alcoholes y vinazas. Allí acudían todos los del barrio y la visitaban como buenos parroquianos para comprar sus raciones de vino o los aguardientes con los que trabajar los dulces. Sobre las puertas de las casas en toda la calle, se veían los repletos haces de cables de la luz sujetados con unas mugrientas grapas a punto de caer. Sobre ellos en primavera, bajo los aleros hacen todos los años sus nidos las golondrinas y aviones que venían desde África, a tiro de las pedradas de cualquier chico experto con tirachinas. Por esta menguada via de la que se despedía escurren las aguas con prisa y caudal en los aguaceros y todo lo que iba recogiendo acababa en la Plaza, nadando y llenándola en su inundación, con la caída de cuatro gotas. Calle de sol inclemente en verano, de frios crueles en invierno. Sagrada con los aromas de un pangino en primavera, que hacía con su perfume trascender.
En esa calle nació.
Al principio y en la casa, habituada tanto a amaneceres como a ocasos, fueron pasando los días con emociones en carga y las luces de los días llenando sus ojos para impregnar la memoria de hasta el último rincón. De la casa le sacaron un día como a un detenido para meterle en una escuela de párvulos de un colegio de monjas toda una mañana, llena de niños chillones y con un insoportable olor a leche agria y deposiciones. La hermana que los apacentaba tenía un genio que la llevaba a la violencia con los niños con harta facilidad. Sospecho que pagaba con las criaturas su frustración al no poder profesar, por no ser bien nacida a los ojos de la Comunidad que la amparaba y a la que pretendía incorporarse. De ahí y con sus lamentos le llevaron a la escuela en la que daba clase su tía. Abrieron la puerta gris de la clase donde iba a estar con ella, para entrar en una gran habitación de techos altos; paredes encaladas con un enorme crucifijo y dos fotos del dictador y del supuesto ideólogo mártir; con suelo de tarima tan vieja que ya no se veía barniz alguno y las tablas habían cogido un color grisáceo por la humedad: los nervios de la madera se veían tan claros y sobresaliendo como las venas de un viejo. Las mesas, redondas, muy bajitas, con una pequeña pizarra de piedra sobre la qu alguien había dejado un cilindro de grafito: mas parecían las herramientas de los enanos de Blancanieves que otra cosa.
De pequeño tuvo que estar en cama por unas tifoideas complicadas que le tuvieron unos meses con muy delicada salud. Después, cuando le empezaron a inyectar la penicilina , que consiguieron de estraperlo a un empleado de RENFE que la traía de Portugal, fue mejorando hasta que llegó a la curación. Aún así pasaron los meses en los que dejó de ir a colegio y con ello, en su reposo, aprendía a emplear los sentidos como nunca lo había hecho. Fue como un ciego que veía, ya que su inmovilidad no le permitía ver cuanto pasaba por la calle, pero lo imaginaba y reproducía con su memoria; sin perder ni un solo detalle de los sonidos y las luces que se proyectaban en dirección contraria en el techo, a través de un balcón entornado. Esas formas y la memoria de la vida de la calle le fueron acompañando hasta que cogió el tren. La niebla era muy densa aumentada con los vapores que salían desde la máquina del tren. Apenas se dibujaban los contornos de los escasos viajeros que empezaron a subir. Poco después de que cantara un gallo en un corral cercano, con un silbido agudo el tren emprendió la marcha y, su casa, su ciudad y su infancia se alejaron para siempre. Desde aquel día todo solo se convirtió en sombras y vagos recuerdos que alimentar en los momentos de soledad.