20100501

COMO EL VERDERÓN

Imagen:www.fotonatura.org


Verde oliváceo, pico fuerte y claro, franja en las alas y en la cola amarillenta, que en la hembra es más apagada, de porte algo más pequeño que el gorrión; así es el verderón. Lo conozco desde que un buen día le oí cantar su chuip bajo la sombra de las hojas de un nogal. Eran otros tiempos; por entonces en mi casa no entraba “El País” sino el “ABC”. Aquél, ni siquiera había nacido, y este era el más civilizado de la dictadura, decían que era monárquico. Esos días estaba con el “ABC” y el libro de física y química encima de la pequeña mesa; bajo el nogal, peleándome con la ley de Boyle-Mariotte, a la sombra, con la luz deslumbrante del mes de julio, en La Poblachuela. Oyendo el reiterado golpe de la palanca de la noria, con el agua cayendo en la artesa, solo podía prestar atención al chuip,chuip del verderón. Atendiendo a sus nerviosos pero confiados movimientos en las ramas del árbol. La ley de Boyle Mariotte resultó nada más que una explicación culta del cuanto ocurre con las flatulencias de las judías: hablaba de la relación del espacio que ocupan los gases y la presión consecuente.

Si, los tiempos cambiaron. El ruido de la carretera de Puertollano, que antes era intermitente, y muy espaciado, ahora es constante. Ese es el sonido del progreso, como lo es que ya la noria solo está en la memoria. En el suelo, junto a la pozeta de riego de la alberca crecía el zacate, o hierba de limón, todos los años. Con ella conjuraba las sonrisas de mis tías cuando venían de visita. Su olor eran llave cierta para abrir voluntades. Las calenturas de los atardeceres se llevan mejor luego de haberse remojado en una alberca. El aliento de la huerta recién regada, alegra también a los verderones, que aprovechan para bajar a llevarse todo lo suyo.

Yo seguía al día siguiente con Gay-Lussac: su ley tenía algo que ver con la relación de los gases con la temperatura, que lleva a aumentar la presión. Bastante tenía yo con retener un poco todo aquello, sin dejar de poner mis sentidos en aquella explosión de la naturaleza que me llevaba a cumplir con la vida, como los verderones. Entendí a Gay-Lussac, cuando oí pasar a lo lejos el tren con su locomotora soltando el vapor con gran sofoco. Camino de Puertollano iba pitando sus dibujos en la lejanía, sobre inmensos rastrojos que se lucían en miles tonalidades de amarillo y ocres que languidecían con el sol declinando.

Todos los años seguí, durante algún tiempo, oyendo los chuip, chuip de los verderones, siempre con su quehacer diario, sobreviviendo, disfrutando de la vida, reproduciéndose. Haciendo de su nido, entrelazado, con sedosas y algodonosas fibras, entorno a un círculo perfecto, donde depositan sus huevos pequeños con unas apenas apreciables pintas. Lo soportaba un trenzado de ramas que sólidamente hace resistir a los vientos. Su canto, arrastra su parlamento como una llamada de sumo interés, terminando con un trino; en su vuelo toda una serie de armónicas y hermosas creaciones, propias de la perfección de un artista.

Los olmos se doblaron un día con el viento de la primera tormenta de agosto, el olor a tierra mojada avanzó la lluvia que vendría en enormes goterones que levantaban el fino polvo del camino, trillado por el paso de los carruajes. Yo, como los verderones, aguardaba en mi casa que comenzara el espectáculo. No tardaría en llegar. Broncos truenos, deslumbrantes rayos que quebraban el firmamento en rupturas apocalípticas y, después, una dulce calma que, cargada del oxígeno del ozono desprendido, nos llevó a todos a creer en la bondad del futuro día.

Es bueno seguir como los verderones, viviendo. Aunque parezca a veces que se hunde el mundo.

Q.KO



AMANECE CANÍCULA

Imagen: www.vroblas.blogspot.com



El tiempo en el que nació Sirio es el más caluroso del año, se le llama Canícula. Ese nacimiento alegró a su padre, el dios Eolo, señor de los vientos; el mismo que hizo encerrar a todos los vientos en una vasija, menos uno, con el que Ulises podría volver a su tierra, Ítaca; hasta que la codicia de sus compañeros hiciera que destaparan y liberaran de su encierro a los vientos, creyendo que guardaba un tesoro. La tempestad los devolvió a la isla Eólica de donde habían salido. Los vientos son los que nos traen el verano.

Sirio es la estrella más brillante del firmamento. Es pues fácil de reconocer, en la constelación del Can. Es ahora cuando mejor se ve, en las noches limpias y breves del año, en la oscuridad perlada de brisas aromáticas y sugerentes. Noches cortas pero intensas. Siempre lo hermoso acostumbra a venir escaso, se prodiga poco.

En estos días que vienen cargados de calor, por el templado aire de latitudes del sur, el color de la ciudad se ilumina de manera brillante, deslumbra de radiación hasta hacer entornar los ojos. No abundan ya los viejos tejados de barro cocido, rosas y ocres tostados, amortiguados por los líquenes, que arraigaron en sus tejas, en amarillos y pardos verdes, apagados por la sequedad. Ahora son terrazas y azoteas de muy mala resolución, como diría un arquitecto. Esa parte se lleva la virtud escueta de su funcionalidad, de servir para lo que se hizo, pero sin que belleza alguna dignifique al edificio y a quien lo habita. Desde la calle ya no se ven y, así las cosas, poco importa su tratamiento: cuanto más económico mejor. Sin embargo, todavía abundan vecinos que sacan las hamacas a estrechas terrazas de pisos minúsculos, apretados en un bloque. Carnes caídas y blanquecinas, cargadas de abandono a las comidas pesadas, o a los años y trienios, se asoman a la calle para pasar revista al vecindario. Desde allí, y con su camiseta que fue blanca, sin mangas, elevan el tono de la sospecha, de la admiración, y del recuerdo no desprovisto de alguna envidia. Batas horrorosas, que ni con las flores del estampado llegan a hermosear el hábito, se mueven con el escaso viento caliente haciendo que la dueña sienta que su compra sirvió para algo. Dirá a su vecina que es muy fresquita, pidiendo sin querer indulgencia por el adefesio. El aliento de pensión que sale del piso les impide soñar con Hawai o con Bombay. Eso les libera de ciscarse en todo aquello que les imposibilita tener una renta algo más digna. Ya se sabe que no se desea lo que ni siquiera se sueña.

Con los vientos que traen los calores, especialmente los del Sahara, además del polvo del desierto con el que se mastica el duro verano, vienen sofocos que turban las mentes llenando de confusión, desde una simple galbana, que nos sestea las horas de la digestión; hasta ese no dejar aprender para los últimos exámenes, que precisan la vigilia. Habría que conseguir de Eolo que nos permitiera guardar en una tinajilla los vientos del verano algún rato que otro.

La negra sombra de un árbol de cerradas hojas es lo más amistoso que podemos encontrar en las horas del día. Bajo ella, sentados, podemos ayudar a la imaginación a seguir viviendo con iniciativa. Ni los años, ni la estúpida inercia de los que desprecian la utilidad de aquellos que ya han pasado por los caminos, y saben donde están los agujeros, pueden arruinar la disposición de seguir peleando por vivir dignamente. No solo están hechas las espesas sombras para leer un libro, o para dormirse oyendo la radio. También se puede acudir a la llamada de conversación que la abubilla nos propone. Para eso basta con dirigirse al silencio, abandonando el ruido del que esta ciudad está eternamente manchada, sin remedio conocido.