20100930

Duendes

Se encuentra aturdido por el intenso olor, detrás de la frondosa espesura de una planta de tomate, plenamente desarrollada y en sazón. Como siembre, el tercer día de la semana, el miércoles. Oscurecido por la sombra irregular de la planta y con el claroscuro de las luces y rayos del sol, casi horizontales, que semejan líneas de un fuego privado de su furor. No sabría cual es su ropaje; sus diminutos ojos tienen en su negro fondo un extraordinario poder de atracción, de pacífica seducción. Una vez atrapados por ellos, cuando miran fijamente, todo lo que les circunda queda difuso y no hay manera de entrar en los detalles. Solo cabe pensar en cuánta intención y significado tiene su mirada. Que se ilumina cuando las últimas luces de la tarde declinan por el horizonte y de sus pupilas emerge una luz fría y dulce que se confunde fácilmente con los de una luciérnaga. En ese momento pueden pasar por la memoria mil y una miradas que se detuvieron en nuestros ojos; y reconocer a sus propietarios y el mensaje que contenían. Pueden hacer que estallemos de alegría interior, o en un profundo y amortiguado dolor, al reconocer la pérdida de aquellas personas que recordamos, quizá muy cercanas. Inicia a veces una sonrisa apenas esbozada que da un mensaje directo de pacífica concordia. Los músculos inmediatamente se relajan, y el Universo recobra su equilibrio antes perdido por nuestra ansiedad. Todo eso ocurre en un instante, en fracción de tiempo nunca medido que pese a su corta duración nunca se siente insuficiente, y jamás encuentra desgaste por el olvido. Es el avistamiento de un duende. Suele encontrarse entre las hortalizas; con la comodidad y seguridad suficiente como para seguir allí, mientras la albahaca desprende sus aromas, y la verdolaga extiende sus carnosas hojas llenas del agua que a hurtadillas retiene en las regueras.

La música del roce de las hojas que hay en la huerta empujadas por la brisa de la tarde, encubre el leve sonido de sus pisadas.

El otro que he vuelto a ver no ha mucho, se sienta en el tercer estante de la librería, escondido, y sin embargo, está a la vista. Tiene una mirada de inteligencia suprema. Resuelve con la sencillez con que hacen su función las criaturas que la naturaleza creó. Utiliza la oscura y negra sombra de una pequeña cántara de barro, cocido y pintado con los verdes óxidos de cobre, por Tito, en Úbeda. Para ello creo que se viste de ropas muy oscuras; con ellas se funde con las sombras, sentado, tumbado o en cuclillas, pero siempre, escondiéndose y a la vista, y con ese desusado modo de ocultación, que se sirve de la lógica, y la contracción de las pupilas humanas para que no le reconozcan, que no le divisen.

Por eso, cuando la luz eléctrica, con fuerza, ilumina toda a estancia, los libros, montones de documentos, carpetas y revistas salen a exhibir toda su realidad; con sus volúmenes, vivos colores, y perspectivas hacen encoger las pupilas por el exceso de luz; es por eso por lo que las sombras negras de los objetos de los estantes sirven como el mejor lugar para observar y para esperar que crucemos nuestras miradas: cerámicas, cubos de lápices y pinceles, alguna foto enmarcada, y los pequeños coches que me hacen retener pizcas de mi infancia, ofrecen un lugar seguro para él. Sin esconderse tras alguno de ellos. Simplemente fundiéndose con las sombras. Él me enseñó a esconderme así cuando chico. Cuando jugaba al escondite bastaba la sombra de un árbol grueso para que, tumbándome en ella, no fuera descubierto. El que venía buscando, deslumbrado por la luz era incapaz de verme. Ahora, los dos, me siguen enseñando cosas. Como saber esperar que llegue el momento adecuado para cada cosa.

Si no son duendes es por que les llaman de otra manera. Pero ahí están.

20100921

Cumulonimbus

El otoño esta acabando con el veranillo de San Miguel y me ha pillado de vacaciones en mi tierra, donde este veranillo siempre se ha aprovechado para dar los últimos sorbos al verano. Unos enormes cumulolimbus aparecen sin avisar y, como siempre, amenazan con traer las siempre sorprendentes tormentas, cargadas con tanto fuego y agua como cantaban los Fireworks de Hendel. Aunque la verdad es que el dramatismo de las tormentas en directo nadie lo ha podido expresar con tanta fidelidad como la naturaleza los da. Detrás de los oscuros grises de una profunda nube que viene por poniente parecen estar las profundidades del océano Atlántico, desde donde emergieron las gotas de agua que vienen hasta aquí. Viendo estas colosales masas de agua haciendo cambiar sus volúmenes por el viento se engrandece ante mí la figura de los navegantes que, metidos en pequeñas naves de robusta madera, se entregaban a la mar en un acto de valentía casi suicida.

Al fondo del valle apenas hay una parcela que se ilumine con los pocos rayos solares que se escapan entre las nubes. La humedad del momento hace resaltar los colores oscurecidos por la falta de luz. Los rastrojos de amarillento y vencido pasto, las encinas oscuras y soberbias, fieles a su carácter austero y el verdear de las márgenes del arroyo, que aún guarda la humedad de aquel invierno de lluvias que tuvimos guardan con toda su riqueza la vitalidad de la naturaleza nunca vencida.

Las tórtolas aceleran sus tareas de suministro y se avisan de las novedades cuando paso cerca de los cipreses. Los aceites de las coníferas sueltan su aroma con más intensidad que en la sequía y el sonido de las cercanas montañas llegan con más claridad que de ordinario. Miro al panorama del gran valle y siento el silencio apenas roto por la vida de la naturaleza. El mundo y su clima esta cambiando y como siempre pasa con estas cosas desde que el mundo es mundo, nadie se entera, entretenidos como estamos todos con las industrias y negocios diarios.

20100905

UN MARINERO EN TIERRA


(Imagen:http://www.infonavis.com)

Ayer me llamó mi amigo el Guaje. Oía las olas cuando me decía que hablaba sentado en la aleta de babor, mar adentro. Comentaba que había una buena tarde, de suave viento que llevaba el velero con firmeza, algo así como una hoja de sauce en la reguera de una huerta. Yo, patroneaba el coche por las inmensidades de esta plana y ancha tierra. Mientras debía él estar tomando el cabo para cambiar, me recordaba el viaje que hicimos más allá de la ría con algo de viento y que nos dejó en la mitad la salida. El agua del mar pasa siempre por el velero, es su costumbre, como simulando una corriente, para que no nos demos cuenta de la marcha que llevamos, parece que vamos deprisa cuando apenas nos movemos en la mar. Intenta no desanimar al marino para que siga bogando. O vogando, que así lo decía Magallanes, sin reparar en el tiempo y en el espacio.

Al frente, miro a las montañas que levantan las leves barreras de la cuenca del Jabalón y aunque verdean en pardo, aún así me recuerdan al monte San Esteban guardando la ría del Navia. Por un momento, me sentí refrescado por la brisa del mar y la que me llegaba del ventilador de climatizador del coche empezó a oler a yodo. Me pareció oir unas gaviotas con sus armónicos chillidos.

Navegar es un ejercicio de soledad que se puede hacer en compañía. El balanceo del velero y el ruido de las cuadernas consiguen el milagro de que, aún en compañía, cada uno se meta en sus adentros y disfrute de su soledad. Posiblemente porque la mar nos reduce a la categoría de bien mostrenco, es decir, el que está a disposición sin condiciones. Aún así nos fortalece la dignidad al hacer ese ejercicio de valentía de plantarle cara.

Alberto, al que yo, con la confianza que me da su buen genio, le llamo Guaje, tiene metida en el cuerpo el ánima que anda suelta por los puertos y que hace partir al mar a los que aman la navegación. Ese bien oculto que se guarda en el zurrón del corazón, aun estando en el interior practicando ese oficio tan poco reconocido como el de la función pública.

Observando el vapor del café subiendo desde la taza, sentado un sábado cualquiera en la cafetería habitual y oculto detrás de las páginas del periódico, vienen a la memoria recurrente y más reconfortante los buenos días de buen viento que hace salir de la ría. Un marinero lo es allá donde esté, aunque le engulla el interior de la tierra como la ballena a Jonás. Siempre termina saliendo con el viento a popa y con la sentina llena de los mejores pensamientos.


LA CEPA EN LA LADERA


Bajo una cepa de garnacha encontré lo que parecía un hacha del paleolítico. En forma de cuña dejaba ver los tres cortes para su despunte hechos con otra piedra. La sombra de la cepa es un pequeño refugio que cubre del sol abrasador de la Mancha. En donde estaba, la altura superaba con mucho los setecientos metros, los mismos que tiene más de una población de alta montaña. Desde allí se domina todo el valle del Becea y debió ser un lugar estratégico para vivir en la antigüedad. De eso dan testimonio los diversos asentamientos descubiertos en el entorno. La vid garnacha es una de las cepas cultivadas más antiguas de la península, se dice que los aragoneses la llevaron a Cerdeña y allí se cultiva con la denominación de cannonau. Como era de esperar, los sardos dicen que fue el proceso inverso, que fue traída de allí por los de Aragón. Sea una cosa o la otra lo cierto es que la garnacha tiene unos aromas que entroncan con los vinos clásicos del imperio romano. Habrá que ver si se pudiera analizar los restos de un ánfora romana que tuvo vino de aquí, si lo que contuvo era vino de garnacha.

En la falda de la montaña a solano prospera la cepa con el cálido amorcillo de la insolación en invierno. Los suelos ácidos y pedregosos le hacen más recia y austera. Una sola uva de esta cepa abre las referencias de toda su vida entre nosotros con los intensos aromas recogidos en su pequeño contenido y llevados al extracto por la sequía del verano. No se si el que hizo el hacha tendría a su mano una cepa para tomar los pequeños racimos y densos de estas ancestrales uvas. Tampoco se si los antepasados del cernícalo primilla, que me mira desde la copa de una acacia cercana, podrían contarme cuando llegaron allí los primeros plantones para hacer el primer majuelo. Pero lo que si es evidente es que en un pequeño espacio de la ladera, dando una referencia de verde intenso a la pedriza, la cepa sigue dando uvas todos los meses de agosto, haga el tiempo que haga, en invierno o en verano. Por eso acuden los tordos hasta allí para acabar con los racimos en cuanto les dejen. Y el cernícalo me las guarda para poder sentirme como dicen que se sintió Noé cuando tomaba las suyas. Aun no he podido esperar a fermentarlas para coger una cogorza bíblica. Todo se andará.