20111008

Vuelvo a Tresenzinas

Desde hace más de veinte años siempre que tengo una buena ocasión, vuelvo a Tresenzinas. Subir la última cuesta es un ritual que ya esta dentro de la memoria como un hábito adquirido. Da lo mismo que sea por la mañana amaneciendo o por la noche cerrada, subir por el Camino de los Barrancos es un hábito que precede a Tresenzinas. Le puse ese nombre porque cuando adquirí la finca solo había tres encinas pequeñas que crecían entre los olivos. Las encinas siempre han representado para mí la esencia del campo de mi tierra; quería una finca con encinas y ya tengo ahora más de una docena, algunas crecidas, como para acoger debajo de su sombra una hamaca de tijera con lona de listas y un buen libro para leer mil historias que me enseñen el mundo.

En Tresenzinas, cada vez más, se oye la naturaleza respirar. Las tórtolas, las abubillas y verderones se hacen presentes sin tener ningún reparo a nuestra presencia. Como los descarados tordos que acuden a los higos de las dos frondosas higueras junto al pozo. El cielo fue muy duro en los primeros veranos que estuve allí. Apenas cubrían sombra los pocos árboles que con dificultad crecían en la ladera. La brillante luz de julio se me introdujo en el fondo de la memoria y me ayudó a aprender a sacarla con el óleo pellizcando el azul de Prusia. La luz rosada de amaneceres y ocasos salió sola como suele salir el gran astro Arturo, apenas anochecido.

Vuelvo a Tresenzinas, ahora con mis hijos crecidos y yo, cargado de memoria, dispuesto a encontrar aún nuevas especies botánicas que tengo sin conocer, me tomo el retiro con la tranquilidad del que vuelve, como el griego Ulises a Ítaca.

En medio del pedregal también resuena la huella del remoto pasado. Hicimos un camino entre las piedras que siempre llega donde se empieza, como la memoria de un viejo que retiene toda una vida. A su alrededor la primavera levanta toda la riqueza vegetal y animal y creo ver el paraíso perdido del que hablaba en poeta inglés Milton. Paraíso que se llena de sentido cuando reina el silencio que nunca es absoluto. La naturaleza es así de hermosa. Habla sin molestar.

La noche llena de suave paz las horas de Trenzinas, y, ni las esquilas de las ovejas, ni los perros lejanos, perturban el clamoroso silencio de una casa subida en las alturas.

Una liebre ha hecho su asiento en la finca, y creo que es prima del matacan del que hablaba Miguel Delibes, aquella liebre que rompía a carreras a todos los perros de caza. Corre nada más verme y se pierde entre la espesura como si la vida le fuera en ello. Hacemos cosas como esas todos los días y sin embargo nos sorprendemos que lo haga una liebre. Huimos de lo que tememos y las más de las veces ni siquiera ha reparado en nosotros lo que nos asusta.

Todos los días que vuelvo a Tresenzinas descubro novedades que la hacen especial. No ha mucho levantó el vuelo una oropéndola que me trajo recuerdos de mi infancia en la huerta de mis padres. Por eso y porque es el mejor sitio donde apartarse a tomar sosiego, siempre vuelvo a Tresenzinas.

20110809

A VECES, LOS GRILLOS NO CANTAN

El canto de los grillos es común cuando la temperatura es buena, cuanto más calor, más cantan. Les pasan a los animales de sangre (¿) fría que van a mas velocidad con la temperatura alta. En el jardín de casa se han instalado uno o dos grillos machos, que son los que cantan. Marcan la dimensión de la noche en su gran profundidad cuando el silencio y la oscuridad son dueños de las lentas horas del sueño.

Mi madre tenía jaulitas grilleras para garantizarse su canto en las noches de verano. Por eso aprendí a cogerlos sin ningún temor desde chico para complacer a mi madre, que les ponía lechuga de comida. Para ello había que echar un chorrito de agua o mear un poco con el fin de que salieran de sus agujeros. Los que son totalmente negros no cantan, son las hembras que en este caso son más calladas que los machos, éstos, con las alas de color ámbar oscuro.

En cautividad o libres, los grillos marcan el pulso de la vida nocturna tranquilizando al que no se obsesiona con su reiterativo rascar de patas. Son vibraciones que llevan al sueño y dejan cubierto el silencio perturbador que nunca deja de tranquilizar al subconsciente, el silencio absoluto introduce en mas de una mente el miedo al vacío, a la soledad; el canto del grillo, las esquilas de las ovejas, el ladrido lejano de un perro prudente, que no se eterniza en su ladrar, y en las horas previas del alba, el canto de un gallo en los corrales, dan el aviso de la dimensión de la vida inmediata. Dan sentido al oído, abren la puerta de los pensamientos, unas veces, en la noche, para adormilarnos con las últimas reflexiones, y otras, en el amanecer, para emprender el día con el repaso mental de lo que hay que hacer.

El canto de los grillos se para cuando el fresco es acusado, el frío les pone la sangre densa y se vuelven torpes. Así no pueden restregar las patas que son su instrumento de sonido. Justo lo contrario de los que me pasa a mí, que tengo sangre caliente. El calor me abotarga y propicia las mayores torpezas que suelo cometer. El fresco, por el contrario me deja la mente dispuesta para el discurrir.

Me gusta el canto de los grillos cuando se hace la noche y toca dormir. Desde que me dormía en los brazos de mi madre de chico, es una de las formas que tengo para entregarme al sueño, sin cavilaciones. Lo mejor es que canten los grillos, pero despacito, para que la brisa mueva las cortinas y llene las habitaciones de frescor y sosiego...

20110701

LA CALENTURA DE HOY

Abierto esta el camino que va hacia el valle de los molinos, quemado por el sol y entregado como está al paso de ovejas y bestias de todo pelaje, que en el estío que se padece estos días del año del dos mil y once suelen hacer vía por él, yendo y viniendo, para apaciguar las necesidades que con este tiempo de mayor calor son muchas, y por ello padecen los cuerpos y penan las almas. En el horizonte, cerca de las sierras que cubren el valle, los verdores que se arriman al río Becea, que alguna humedad retiene, ceden ante los cielos quebrados de azules intensos y estelas de nubecicas que aún se atreven a estar por estos campos. Una barrera de olivos, que se asientan en la boca del valle presumen de su resistencia al calor con su pálido verdor. El aire se mueve caliente y hace bailar los rastrojos que yacen abandonados desde el mes pasado en que les hicieron la cosecha.

Dos cernícalos sobrevuelan buscando comida y las chicharras aserran todo el silencio que llegó desde las noches pasadas. Llegará la tarde, caerá el sol, como cae el ánimo exhausto, luego de pelear todo el día con sudores y esta calentura que suele traer los días en que no llega siquiera a tormenta. Bochorno le llaman y aun queda corto si por hacer justicia hubieran de llamarle tormento. Las chicharras callarán de nuevo y Venus se asomará para ver los estertores de un sol enrojecido, desgranándose como una granada en sazón. Las ranas de las charcas del arroyo se dejarán oír y las golondrinas del alero interrumpirán sus vuelos rasantes cogiendo agua de la alberca. Una primera brisa apuntando frescura subirá desde el soto y yo no me atreveré a presentarme delante del televisor para ver las noticias.

El mundo se descompone como siempre, por el dinero, pero puesto que ahora ,éste ,corre mucho mas caudaloso y mejor, viéndose lujos y haciendas, más que de aquellos emperadores que nos contaban, la descomposición hace que pueblos enteros se corrompan entre la alegría y fiesta de unas gentes bobas que juegan a ser ricas sin tener un maravedí que hacer saltar de la mano. Moisés hizo romper las Tablas de la Ley cuando vió el Becerro de oro, ahora, como no se rompan los Tratados de la Unión y se haga uno con los mejores cachos, juraría que no tiene el asunto remedio.

Habrá que agavillarse junto a las gentes de bien que, entre otras cosas, saben apreciar la mejor naturaleza humana y se les nota; porque saben atender, en lo que esconden estas noches de verano plenas de luminarias en un cielo que siempre nos ve sin hacer más caso que el que tiene medido de su condición infinita y que le ordena el propio Universo. Vega , presidendo su constelación, se pondrá encima de mi cabeza y desde allí volverá a decirme que sosiegue el ánimo; que mucho ha de pasar para perderlo con motivo. Aún debo aprender a llevar el pulso de las estrellas.

20110126

¿CUÁL ES EL DERECHO?

Son muchas las mañanas amanecidas cuando se llega a los ochenta y seis. Se recuerdan las primeras, posiblemente las mas bonitas de toda una vida, y también, como no, a las que se le hayan quitado los bordes y aristas mas enojosas para parecer como dulcísimas. Son muchas las que empiezan con un abrir de aquellas contraventanas de madera destinadas a combatir los rigores de frío en invierno y del calor en los largos días del verano. Esas contraventanas algunas las recuerda Ildefonso partidas en dos, para no tener que entregar al frío la estancia en los duros días de enero. En ellas, subido a la silla, una vez vestido, levantaba los tempanitos de hielo que crecían durante la noche con la condensación del cuarto. El aliento, de aquel niño que recordaba, convertido en puro cristal diamantino. Vapores de un reposado aliento propio de un ánimo sin carga alguna de maldad, sumados a los propios salidos del orinal donde se cocía los alivios de la noche. Esas mañanas siempre presagiaban un día lleno de felices acontecimientos, quizá solo ensombrecidos por las fechas de los exámenes. Por las mañanas se recobra la memoria de quien fuimos la noche anterior y nunca nos preguntamos donde han ido los trozos de vida que pasaron entre el momento de cerrar los ojos y el de abrirlos. La memoria se recobra íntegra, si también se esta en perfecto estado de conocimiento. Sabemos cómo y con qué no vamos a vestir. Reconocemos los sonidos de la mañana. Las polonesas de la sintonía de un cierto programa de radio solían despertarle a él, al subir el volumen su madre a la hora justa de levantar a todos los hijos que debían ir al colegio. La voz de la madre es, posiblemente el despertador más común de todos los que recuerdan sus primeras amanecidas.

En la juventud la mañana no se dispone a prestar atención al medio, al entorno, si es el mismo o distinto, eso ya es accesorio, sino mas bien a hacer rápido repaso de cuanto se quiere hacer con el día, con la semana, con el mes y si me apuro, con el año. La ambición vital suele llevar al exceso con facilidad. Prisas y ambiciones que se van reduciendo sin notarse su mengua con el paso de los años, como va aumentando el gusto por alargar la levantada y achicar el acostarse. La noche empieza a ser un desperdicio para el que quiere vivir con plenitud en la madurez. Pero eso si, siempre ocurre que desde chico se viste uno con el mismo ritual, cuidando el hábito para hacer el trance lo mas llevadero posible. Todo hasta que empieza a declinar la memoria y empieza a hacer estragos en todo los que se hace, incluso en los hábitos. Ildefonso ahora pregunta todos los días cuando se enfrenta a los calcetines sentado en la cama:

-Chico, ¿este es el del derecho o del izquierdo?

Su hijo, conociendo el trámite, no pierde el tiempo con explicaciones que ya dio las diez primeras veces y contesta sin mirar siquiera:

-El izquierdo papa, el izquierdo.

Su padre conforme con la resolución zanja la cuestión:

-Ah.

20110113

VILAPERTA


En el cruce con las cuencas de los pequeños ríos que confluyen al final de valle, sobre la loma roma en la que hubo un prado fértil se encuentra la población de Vilaperta, cuyo nombre se debe a que los caminos que llegaban y llegan desde las sierras terminaban juntos al final del valle abriendo al caminante las rutas de la meseta a su derecha y del mar a su izquierda. Tierras de huida en las guerras del medievo, de consanguínea raza emponzoñada en religión vieja. Rica gente en artesanos de toda industria, incluyendo alarifes que dejaron su impronta en caserones tan sólidos como confortables y de recios puentes que aguantan los tiempos con la misma cara de primitiva belleza y reciedumbre.

Una mañana de enero, cuando las nubes de las cumbres bajaron hasta los prados, bajo los castaños de la fuente del caño aún se oían cerca los gruñidos de los jabalíes que terminaban de hozar entre las ribera del arroyuelo. Los petirrojos se movían y chasqueaban las leñas de un fuego recién alumbrado por el chico del guarnicionero. Andaba por allí cogiendo hierbas para vender en el mercado y no se tomó prisa alguna para terminar su tarea. Rumiaba las palabras del último capítulo que había leído del libro que le regaló el albéitar cuando vino a curar al buey viejo:

La joven era alta, de tez nacarada y sus cabellos, de oro trigo, estaban recogidos en una larga trenza. Unos ojos grises iluminaban su lindo rostro.

Al ver la carnicería de la cubierta, la joven tuvo un gesto de espanto. Habló al Corsario con altivez:

— ¿Qué ha pasado, caballero?

—Un combate, señora. Un combate en el que ustedes perdieron.

— ¿Quién es usted?

El Corsario Negro apartó su espada tinta en sangre y se quitó el sombrero.

—Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia. Pero se me conoce con otro nombre —añadió.

— ¿Cuál?

El Corsario Negro.

Miró hasta el fondo de la umbría y sus pensamientos estaban ya fuera de allí. Levantó luego los ojos e imaginó que en vez de pisar el suelo de un espeso mantillo húmedo, estaba sobre el entarimado del bajel donde se disponía la acción.

Pero un ladrido no muy lejano le sustrajo de su abstracción y le devolvió a la realidad. Las ganas de escapar y salir al mundo le hicieron recordar cual era la vía más probable.

Le contó el barbero que al final del camino del francés, desviándose a la izquierda por la primera calzada que se aparta, llegándose a la frontera, después de unas veinte leguas, se puede ver el mar desde la última sierra que, bajándola, hace fácil el embarcar para las Américas, allá, en el puertecico donde llegan los bajeles para tomar aire y repuestos para mayor viaje. Los barcos, desde allí, toman vientos que vienen fríos del norte y se abren unas jornadas después poco a poco al suroeste, así que después de la travesía, en la que debe estar firme el timón y horzar con tino, corrigiendo la deriva y dar la cara al oeste en algunas semanas mas, virando el timón luego al norte, se llega hasta la tierra firme de un nuevo mundo que aparece dulcemente, como una amanecida tranquila.

Salió del soto de la fuente y fue bajando hasta el pueblo por la trocha que se abre entre los zarzales. En el cielo, encima de la encajonada salida del valle que daba razón al nombre de la población, ciclópeas formaciones de nubes que llaman cumulonimbus de espesa negrura amenazaban con una tempestad. Llego a su casa y cogiendo el llavín que guardaba en el bolsillo bajo del calzón, abrió el portalón que seguía rechinando su ejercicio de abrir y cerrar. En el rellano de la entarimada escalera se oyó el primer y lejano trueno acompañando a la brisa que empezaba a levantar. Hizo su escaso equipaje que guardó en la bolsa vieja de fuelle. No olvidó la carta que guardaba de su padre que le entregó antes de irse, el retrato de su madre y la partida de nacimiento arrugada que tenía desde que le hizo falta para ingresar en el bachiller, en aquellos tiempos en que había que demostrar que se estaba vivo para poder hacerlo. Una muda y otro par de zapatos cerraban el contenido de la bolsa. Dejó una carta en la mesa del comedor y subiendo el pulso con la cadencia del reloj de pared miró en derredor, como si quisiera guardar en la memoria cuantos objetos había en la casa, y con un suspiro clandestino salió de la casa cogiendo el camino del valle. Al frente le esperaba la tempestad que se cerraba aún más y anochecían la tarde antes de su hora.

Con los primeros crujidos de las cuadernas del barco se fue alejando por la costa como se aleja el día antes de poder vivirlo. Volvió a lloviznar y apenas se podía distinguir ya si lloraba o no.

http://www.google.es/images.