20110126

¿CUÁL ES EL DERECHO?

Son muchas las mañanas amanecidas cuando se llega a los ochenta y seis. Se recuerdan las primeras, posiblemente las mas bonitas de toda una vida, y también, como no, a las que se le hayan quitado los bordes y aristas mas enojosas para parecer como dulcísimas. Son muchas las que empiezan con un abrir de aquellas contraventanas de madera destinadas a combatir los rigores de frío en invierno y del calor en los largos días del verano. Esas contraventanas algunas las recuerda Ildefonso partidas en dos, para no tener que entregar al frío la estancia en los duros días de enero. En ellas, subido a la silla, una vez vestido, levantaba los tempanitos de hielo que crecían durante la noche con la condensación del cuarto. El aliento, de aquel niño que recordaba, convertido en puro cristal diamantino. Vapores de un reposado aliento propio de un ánimo sin carga alguna de maldad, sumados a los propios salidos del orinal donde se cocía los alivios de la noche. Esas mañanas siempre presagiaban un día lleno de felices acontecimientos, quizá solo ensombrecidos por las fechas de los exámenes. Por las mañanas se recobra la memoria de quien fuimos la noche anterior y nunca nos preguntamos donde han ido los trozos de vida que pasaron entre el momento de cerrar los ojos y el de abrirlos. La memoria se recobra íntegra, si también se esta en perfecto estado de conocimiento. Sabemos cómo y con qué no vamos a vestir. Reconocemos los sonidos de la mañana. Las polonesas de la sintonía de un cierto programa de radio solían despertarle a él, al subir el volumen su madre a la hora justa de levantar a todos los hijos que debían ir al colegio. La voz de la madre es, posiblemente el despertador más común de todos los que recuerdan sus primeras amanecidas.

En la juventud la mañana no se dispone a prestar atención al medio, al entorno, si es el mismo o distinto, eso ya es accesorio, sino mas bien a hacer rápido repaso de cuanto se quiere hacer con el día, con la semana, con el mes y si me apuro, con el año. La ambición vital suele llevar al exceso con facilidad. Prisas y ambiciones que se van reduciendo sin notarse su mengua con el paso de los años, como va aumentando el gusto por alargar la levantada y achicar el acostarse. La noche empieza a ser un desperdicio para el que quiere vivir con plenitud en la madurez. Pero eso si, siempre ocurre que desde chico se viste uno con el mismo ritual, cuidando el hábito para hacer el trance lo mas llevadero posible. Todo hasta que empieza a declinar la memoria y empieza a hacer estragos en todo los que se hace, incluso en los hábitos. Ildefonso ahora pregunta todos los días cuando se enfrenta a los calcetines sentado en la cama:

-Chico, ¿este es el del derecho o del izquierdo?

Su hijo, conociendo el trámite, no pierde el tiempo con explicaciones que ya dio las diez primeras veces y contesta sin mirar siquiera:

-El izquierdo papa, el izquierdo.

Su padre conforme con la resolución zanja la cuestión:

-Ah.

20110113

VILAPERTA


En el cruce con las cuencas de los pequeños ríos que confluyen al final de valle, sobre la loma roma en la que hubo un prado fértil se encuentra la población de Vilaperta, cuyo nombre se debe a que los caminos que llegaban y llegan desde las sierras terminaban juntos al final del valle abriendo al caminante las rutas de la meseta a su derecha y del mar a su izquierda. Tierras de huida en las guerras del medievo, de consanguínea raza emponzoñada en religión vieja. Rica gente en artesanos de toda industria, incluyendo alarifes que dejaron su impronta en caserones tan sólidos como confortables y de recios puentes que aguantan los tiempos con la misma cara de primitiva belleza y reciedumbre.

Una mañana de enero, cuando las nubes de las cumbres bajaron hasta los prados, bajo los castaños de la fuente del caño aún se oían cerca los gruñidos de los jabalíes que terminaban de hozar entre las ribera del arroyuelo. Los petirrojos se movían y chasqueaban las leñas de un fuego recién alumbrado por el chico del guarnicionero. Andaba por allí cogiendo hierbas para vender en el mercado y no se tomó prisa alguna para terminar su tarea. Rumiaba las palabras del último capítulo que había leído del libro que le regaló el albéitar cuando vino a curar al buey viejo:

La joven era alta, de tez nacarada y sus cabellos, de oro trigo, estaban recogidos en una larga trenza. Unos ojos grises iluminaban su lindo rostro.

Al ver la carnicería de la cubierta, la joven tuvo un gesto de espanto. Habló al Corsario con altivez:

— ¿Qué ha pasado, caballero?

—Un combate, señora. Un combate en el que ustedes perdieron.

— ¿Quién es usted?

El Corsario Negro apartó su espada tinta en sangre y se quitó el sombrero.

—Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia. Pero se me conoce con otro nombre —añadió.

— ¿Cuál?

El Corsario Negro.

Miró hasta el fondo de la umbría y sus pensamientos estaban ya fuera de allí. Levantó luego los ojos e imaginó que en vez de pisar el suelo de un espeso mantillo húmedo, estaba sobre el entarimado del bajel donde se disponía la acción.

Pero un ladrido no muy lejano le sustrajo de su abstracción y le devolvió a la realidad. Las ganas de escapar y salir al mundo le hicieron recordar cual era la vía más probable.

Le contó el barbero que al final del camino del francés, desviándose a la izquierda por la primera calzada que se aparta, llegándose a la frontera, después de unas veinte leguas, se puede ver el mar desde la última sierra que, bajándola, hace fácil el embarcar para las Américas, allá, en el puertecico donde llegan los bajeles para tomar aire y repuestos para mayor viaje. Los barcos, desde allí, toman vientos que vienen fríos del norte y se abren unas jornadas después poco a poco al suroeste, así que después de la travesía, en la que debe estar firme el timón y horzar con tino, corrigiendo la deriva y dar la cara al oeste en algunas semanas mas, virando el timón luego al norte, se llega hasta la tierra firme de un nuevo mundo que aparece dulcemente, como una amanecida tranquila.

Salió del soto de la fuente y fue bajando hasta el pueblo por la trocha que se abre entre los zarzales. En el cielo, encima de la encajonada salida del valle que daba razón al nombre de la población, ciclópeas formaciones de nubes que llaman cumulonimbus de espesa negrura amenazaban con una tempestad. Llego a su casa y cogiendo el llavín que guardaba en el bolsillo bajo del calzón, abrió el portalón que seguía rechinando su ejercicio de abrir y cerrar. En el rellano de la entarimada escalera se oyó el primer y lejano trueno acompañando a la brisa que empezaba a levantar. Hizo su escaso equipaje que guardó en la bolsa vieja de fuelle. No olvidó la carta que guardaba de su padre que le entregó antes de irse, el retrato de su madre y la partida de nacimiento arrugada que tenía desde que le hizo falta para ingresar en el bachiller, en aquellos tiempos en que había que demostrar que se estaba vivo para poder hacerlo. Una muda y otro par de zapatos cerraban el contenido de la bolsa. Dejó una carta en la mesa del comedor y subiendo el pulso con la cadencia del reloj de pared miró en derredor, como si quisiera guardar en la memoria cuantos objetos había en la casa, y con un suspiro clandestino salió de la casa cogiendo el camino del valle. Al frente le esperaba la tempestad que se cerraba aún más y anochecían la tarde antes de su hora.

Con los primeros crujidos de las cuadernas del barco se fue alejando por la costa como se aleja el día antes de poder vivirlo. Volvió a lloviznar y apenas se podía distinguir ya si lloraba o no.

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