20131230

La luciérnaga de invierno



Una noche de invierno, fría, con llovizna helada que traía el viento, mojando todo, los árboles, la calzada de la gran avenida, la gabardina raída del viejo secretario de la Cooperativa… Leopoldo se llamaba, y estaba empapándole hasta los huesos, de manera que sin poder pensar en otra cosa, iba obsesionado por  el acta de la junta reciente que se la habían pedido con urgencia. Sabía que si fallaba en eso tenía el despido sobre la mesa. Estaba deseando el presidente adjunto verle un fallo, para echarle y colocar a su cuñado. –Debí hacer caso de  Sonia (pensaba); me dijo que tenía todas las notas de la reunión en taquigrafía y que, si quería, podría hacerla en un momento.
Las campanas del Ayuntamiento estaban dando las ocho y las de la parroquia tañían para la misa. Solo unas cuantas viejas y algún viejo, se acercaban por la calle de los Cuchilleros para cumplir con sus costumbres. Un perro, que debió tener pariente, no se si de pointer o de setter, pero que los tuvo de chucho, merodeaba buscando algo que comer para disimular  los huesos que ya  le empezaban a apuntar. Con la séptima campanada, aceleró el paso el secretario, empujado por el tiempo que le acuciaba y, entrando en el portal de la oficina, sacó la gran llave helada que tenía en el bolsillo que introdujo en la puerta. Al momento de dar la vuelta a la llave, sonó un chasquido que no identificó con el habitual de la cerradura al mover la corredera y abrirse. Fue como el chispazo de un choque de piedras, como un pequeño relámpago y, al momento, se apagó la luz de la casa. Una densa oscuridad  instantánea llenó todo. - ¡Ya han saltado los plomos otra vez, me cag...! dijo con evidente malhumor. Levantó instintivamente las manos y memorizando fue a buscar la pared derecha del vestíbulo de la oficina. Tanteando avanzó  por ella hasta el cajetin de los plomos y sacando la tapa de cerámica, comprobó que estaban intactos. Los volvió a colocar en su sitio. Tropezó con la silla que había cerca de la puerta de entrada del despacho de Dirección. Un golpe seco en la espinilla izquierda le hizo lanzar un quejido sofocado. – ¡La madre que le pa!.. Y con la respiración agitada, esperó a que se aliviara el dolor. Entró en Dirección y, siempre tanteando por la pared llegó hasta el de Secretaría; su despacho. - ¡Qué raro que haya tanta oscuridad…debería verse algo por las ventanas...! Pero por las ventanas no entraba la menor luz. Debía ser un apagón general. Y en noche sin Luna… Apenas llegaba el sonido de la lluvia cayendo sobre la ciudad. Descansó un momento y le dio por pensar que iba a hacer ahora sin luz. Los nervios se le desataron, lo que no fue difícil, él era bastante nervioso… y la sien parecía que le iba a estallar. – Vamos a ver (se dijo) tengo que buscar una vela o una palmatoria. Posiblemente en el pequeño almacén del rincón pueda haber alguna. Pero antes hay que coger las cerillas. Recuerdo que vi una caja en el cajón del despacho de la auxiliar de Dirección. Fue hasta allí a tientas y con el tacto intentó localizar las cerillas. No había. Debió dejar los cajones todos revueltos pero…ni rastro de ellas. Se sentó en el sillón de Sonia y pensó, pensó y pensó. Nada no se le ocurría nada que fuera una solución y se fue hundiendo poco a poco en la desesperación. -¡El teléfono! Dijo y de un salto se fue hasta él, en la pared. Al tantear se le cayó el auricular que tuvo que recuperar tirando del cordón. Se lo puso al oído y,  aunque le dio varias veces al interruptor de llamada, no daba el tono. No había línea. Volvió al sillón y se hundió en él haciendo escurrir sus posaderas por el asiento hasta quedar colgando de los brazos. Derrotado. -Debí hacer el acta ayer (pensaba…)… o mejor… debí dedicarme a otro trabajo… o mejor aún debí dedicarme al teatro, que era lo que siempre quise hacer… ¡Ojalá pudiera invertir el tiempo y volver a mi juventud!, eso si con algo mas de valor para enfrentarme a mi padre y a la vida con decisión…

Estaba en estas cavilaciones cuando le pareció ver una pequeña luz que venía del pasillo. Se iba haciendo mas intensa poco a poco, vio un pequeño destello que se movía detrás por el cristal esmerilado de la puerta que estaba a medio abrir y de pronto apareció ante él una pequeña luz brillante, muy brillante, de un verde claro metálico que se movía hacia él. Quedó sobrecogido. No podía ser. – ¡Una vagalume! Así la llamaba su abuela gallega, cuando le contaba cuentos. Era una luciérnaga mucho mayor de las que había visto en sus veranos en la sierra, junto a la acequia real. De su barriguilla salía una luz muy intensa que iluminaba un pequeño círculo de apenas un metro de radio. Se quedó parada, suspendida en el aire, con el pequeño zumbido de sus alas acompañando a su aparición portentosa. – Pero ¡cómo es posible que en pleno invierno haya una luciérnaga volando con el frío que hace!.. Pensó. El esperaba que el insecto tomara alguna iniciativa y, después de un momento, en el que parecía que se había detenido el tiempo, la luciérnaga empezó a moverse en dirección hacia la mesa de Sonia, la siguió y cuando se detuvo a la altura del primer cajón, Leopoldo muy despacio lo abrió y vio con sorpresa que encima de una carpeta estaba el acta de la reunión, terminada, perfectamente redactada y sin omitir ninguno de los acuerdos que se habían tomado. Con su tenor literal. La cogió y acto seguido la luciérnaga se puso en movimiento.  La siguió y, cogiendo el abrigo y su bufanda de lana saló a la calle. Los siguientes minutos fueron los más inolvidables que recordara el secretario. Él por la calle a oscuras y siguiendo a una extraña luciérnaga que le alumbraba hasta su casa. Leopoldo me contó que, desde entonces, la vida para él tiene otro sentido, en que lo prodigioso está presente. Parece ser que esa luciérnaga se le  apareció más veces a lo largo de su vida y siempre para ayudarle cuando estaba en un apuro. Siempre al final del mes de diciembre, cuando todos los demás piensan en la Navidad. Dejó el trabajo en la Cooperativa y puso un bufete de abogado que compatibilizó con su colaboración en una compañía de teatro aficionado que adquirió un cierto prestigio en ámbito nacional.
(Publicado en "La Tribuna de Ciudad Real" el 28 de diciembre de 2013)

INCOMUNICADA



Salía Virginia del taxi que le traía de su pueblo y, en el momento de levantarse hacia fuera, se oyó un golpe metálico y dijo agachándose a recoger lo que se le había caído: - ¡qué devoro de móvil! El móvil yacía por un lado, la tapa de la batería por otro y la propia batería a metro y medio de donde estaba ella. La miraba un muchacho de unos veinte años que pasaba por allí y se paró para ver si la podía ayudar, cogió la batería y se la dio. – gracias. Dijo. Preocupada, montó el teléfono y trató de encenderlo y…nada. No respondía. –Jodeee que mierda, ¡buena la he hecho! ¿Y ahora que hago? – ¿Necesitas llamar? Le dijo el chico. -Te puedo dejar el mío… Ella le miró y estuvo pensando qué hacía, mirando para un lado y para otro con la mano desocupada en la cadera y con cara de gran fastidio. Miró al muchacho a los ojos y  (sin confiar en el ofrecimiento, y consecuentemente en él), sin aguantar la mirada, se volvió y dijo de manera súbita: - no gracias, ya me las arreglaré como pueda…- Como quieras. Hasta luego. Dijo él. Y se fue.

No hacía más que dar vueltas entorno suyo intentando dar solución al problema y lo único que parecía era que se iba poniendo mas nerviosa. Cómo le iba a decir a Luis, su novio, que le dijera donde quedaban. Después de la pelea que habían tenido, se les olvidó decir dónde. Sabía que iba a venir a la capital pero no sabía en que sitio. Llevaban varios meses sin verse desde que se fue a trabajar a Lucerna. Pero lo que más nerviosa le ponía es que ella tenía unas ganas enormes de arreglar todo y le había prometido que no apagaría el móvil más veces. Ya lo había hecho con él en más de una ocasión y eso había estropeado cosas. Por otra parte también estaba lo de su oferta de trabajo. Llamaron el día anterior y había quedado la empresa que  llamarían para concretar el lugar y la hora de la entrevista. Estuvo buscando en el bolso y no encontraba la nota donde estaba el domicilio, para intentar contactar con ellos. En la empresa de trabajo temporal, le dijo el nombre de la empresa donde iba a trabajar si la seleccionaban, pero estaba en la aplicación de notas del móvil, y la llamarían. En fin cada vuelta que le daba a las cosas se ponía más nerviosa y era incapaz de mantener el suficiente sosiego para buscar una solución. Cogió la agenda de su bolso y encontró el teléfono de casa de su hermano. Quizá le podía ayudar; llamaría… Se fue a buscar una cabina telefónica y después de preguntar a dos personas le indicaron donde estaba la mas próxima. Llegó hasta la plaza más cercana y fue directamente hasta la cabina. Abrió la puerta corredera y vio algo que la desesperó aún  más: el cable del auricular colgaba cortado. Salió y se fue a buscar otra. Después de preguntar fue localizando hasta cuatro cabinas y… todas, con el mismo resultado: inutilizadas. Una la ranura de las monedas atascada, otra sin línea, averiada, la tercera escupía las monedas y no se podía hacer la llamada, y la cuarta estaba totalmente reventada y con trazas de haber desvalijado el cajón de las monedas. – ¡Mierdaaaaaas! Dijo con un grito, soltando su desesperación.  Se quedó un momento llena de lágrimas sentada en el borde del murete del jardín. ¿Qué haría? Le pediría a alguien que le dejara su móvil. Y con su vergüenza en las costillas se lo pidió a una señora que acababa de hablar por el suyo. –No niña – le dijo, -no se lo dejo a nadie. Ya me lo han robado tres veces. Ves a una cabina.  ¿Cómo le iba a explicar a esa señora la mala suerte que había tenido, con la cara de mala leche que le puso? Así que siguió andando y lo intentó con una chica. Se lo dejó, pero en casa de su hermano no cogían el teléfono. Llamó a su amiga Laura y estaba, como siempre hablando con otra persona. No recordaba más  números de teléfonos, los contactos los tenía todos en el suyo. La chica tenía prisa y le dijo con cara de lamentarlo: - , tía, lo siento, pero me tengo que ir. No pudo rechistar, le dio las gracias. No era su día. Le dejaron otras tres personas el suyo y con el mismo resultado. Se fue a una cafetería, pidió un café y trató de tranquilizarse y pensar en alguna solución. No se le ocurría nada y estaba desesperada. Se puso las manos en la cara y rompió a llorar. Le pasó por la imaginación todas las cosas que hacía cuando no tenía móvil, y se dio cuenta que tenía mas posibilidades que ahora. Entonces llevaba una agenda con todos los teléfonos de sus contactos, allí anotaba todas las citas, las reuniones, y quedaba con Luis antes de irse a la calle o de separarse, si estaban juntos. Pensó que antes habría anotado el nombre de la empresa y la hora de la entrevista, porque no lo habrían dejado para una llamada telefónica y si hubiera sido así, se habría quedado en su casa esperando junto al fijo, como hizo más de una vez. Seguía llorando, y los suspiros que daban cada vez eran mayores. De pronto, le tocaron en el hombro. Era un hombre que le preguntó: - chica ¿te pasa algo? ¿Puedo ayudarte? Le contó su desventura y las desgracias que le venían encima si no contactaba pronto. Estaba incomunicada. Él la escuchó con detenimiento, y cuando terminó le dijo: -mira yo no llevo mi móvil en este momento, le dejé cargando en casa, pero lo primero que vamos a hacer es que me vas a dejar el tuyo para que lo vea, a ver que le ha pasado. ¿Vale? Ella sonrió y, complacida, sacó el móvil del bolso y se lo entregó. –Dices que se te ha caído y que desde ese momento no funciona ¿no? Ella asintió con la cabeza. –Bueno pues vamos a ver si se ha roto algo… Abrió el teléfono, sacó la batería y se le quedó mirando sonriendo. Luego cogió la batería, le dio la vuelta y la colocó en su sitio. – Enciéntelo y dale al  numero PIN. Lo hizo y el teléfono se encendió y se puso a cantar la musiquilla de su puesta en funcionamiento. – Muuuuuuchas gracias. Dijo recreándose en sus palabras. ¿Qué es lo que pasaba? – Nada, que con las prisas y los nervios pusiste la batería al revés. Y es que las prisas, solo son buenas para los delincuentes y los malos toreros…
Publicado en "La Tribuna de Ciudad Real el 21 de diciembre de 2013)

20131218

UN EXTRAÑO INCIDENTE




Viví en Ourense un tiempo y sentía pasar los días como si estuviera en un sueño. Creo que eso les suele pasar a algunos de los que somos de la meseta sur cuando salimos de ella. Tenía que comprar el pan y fui, como todos los sábados que podía, a la panadería de San Francisco, a comprar pan recién hecho. Sospecho que comprar el pan caliente puede ser un augurio de hacer cosas sencillas y fundamentales. Miré a la estantería. Los más grandes a la derecha y los pequeños a la izquierda. Las empanadas habían llenado con su penetrante olor toda la panadería y apenas sabría distinguir dónde estaban las de carne y dónde las de marisco. La mujer del panadero atendía al personal y, en ese momento, lo hacía con una joven de aspecto delicado, muy pálida y con la tristeza metida en ella hasta los huesos. Apenas se le oyó cuando pidió lo que quería. Cuando le dio el pan le sonrió y le dio las vueltas diciéndole: -Grazas cariño. Ella se despidió con un: - De nada, ata logo.
La vi salir, cruzar la calle y bajar hacia la Catedral. Asomó el panadero por la puerta con la cara roja como de venir de las profundidades del infierno, y lleno de harina. Supongo que para observar a la parroquia o aliviarse del encierro y, en ese momento, me preguntó su mujer cual quería. Sin darme cuenta, aun sabiendo poco de gallego, posiblemente por estar oyendo hablar a la mujer en su idioma a las parroquianas, le solté inconscientemente: - un pequeno, señalando a los redondos. - Un euriño, me dijo, y pagando cerré la transacción saliendo despacio de la panadería, después de guardar en la memoria cada una de las sensaciones y olores que retuve. El sol llenó el barrio de San Francisco esa mañana  y bajando hacia el casco antiguo recibí el perfume de un árbol en flor cuando crucé el paso de cebra. Parecía un peral, pero ¿a quién se le ocurriría plantar un peral en el cruce de una calle?
 La catedral se dejaba querer aquella mañana y lucía con una luz inusual; apenas había trafico por las calles. Acabé en la cafetería de costumbre con una gran tranquilidad, no quería conflictos. Lo digo porque lo noté cuando me dieron un capuchino, habiendo pedido café con leche. Me lo bebí con tanta resignación como disgusto, pero… no dije nada. Simplemente me lo bebí. No me gusta el capuchino.
  Leía el periódico con atención y vi pasar la vida del mundo en un instante. Oía a la gente de las mesas hablar y decían lo mismo de siempre. La crisis no puede con la conversación común, ni con las ganas de vivir y de comunicarse. Pareciera que repiten lo mismo de siempre, pero, todos los días cuentan otras cosas. Lo necesitamos para sentirnos vivos.
La ciudad estaba tranquila, paseaban, iban y venían todos los vecinos que salían al ver el sol cálido de un sábado hermoso y yo, solo quería que se alargara lo más posible para descansar. Toda la semana acumulé cansancio para meses. Pero estaba seguro que cuando llegara el lunes me pondría en marcha, como si nada hubiera pasado, como si estuviera más fresco que una lechuga. Seguía por la Rúa do Paseo con el paso corto que suelo emplear cuando quiero recrearme en el día de descanso, cuando una bicicleta casi me arrolla. Cruzaba la calle y cerca de la estatua de bronce de la lechera, que ve pasar los días en medio de la calzada, haga frío o calor. Debía haber optado por atropellarme a mí antes de hacerlo con ella, y darse un golpe que seria mas duro, así, tuve que dar un salto para eludirle. Pasado el susto, me dirigí al banco,  que estaba cerca,a sacar algo de dinero. Me pareció ver a la chica pelirroja, pálida y triste que vi en la panadería, en ese momento entraba en la sucursal. Llegué hasta allí y nada mas entrar estaba una señora con una niña chica sacando dinero del cajero, arriba de la escalera del vestíbulo. Detrás había un hombre muy mal encarado que no hacía más que mirar para todos los lados. Cuando el cajero vomitó los billetes de la señora, el hombre cogió a la niña y con una navaja que puso al cuello, amenazó a la señora diciendo: - dame el dinero tía, o rajo a la niña… La mujer dando un grito desgarrador alargó la mano en la que tenía al dinero y suplicó al atracador que dejara a la niña. Todo era trágico y  muy violento; las pulsaciones me agobiaron la garganta. No sabía si debía intervenir para evitar que le pasara algún mal a la niña. Sin embargo, sin esperarlo nadie, la chica pelirroja, pálida, muy triste, se acercó lentamente al atracador, le cogió la mano donde sujetaba la navaja e inmediatamente ésta cayó al suelo. El atracador se quedó paralizado y, con una cara de un terror que le invadía, salió corriendo sin coger ni la navaja, ni el dinero que le ofrecía la señora. Así se resolvió todo. Se arremolinó la gente de la oficina bancaria y todo eran preguntas sobre el incidente. Nadie dijo nada de la intervención de la muchacha, como si ninguno la hubiera visto, antes bien decían que el atracador había dejado caer la navaja al suelo y algo debía haber visto que le asustó y salió corriendo. Nadie le dio las gracias a la muchacha, salvo las que le di yo cuando me miró. Apenas esbozó una sonrisa.
Al sábado siguiente le pregunté a la mujer del panadero si conocía a la muchacha que desapareció sin saber cómo. Me dijo que no la recordaba. Puso cara de extrañeza cuando se lo pregunté. Parecía que nadie la vio salvo el que os lo cuenta.
(Publicado en "La Tribuna de Ciudad Real" el 7 de diciembre de 2013)

20131209

La memoria de Max




Hace tiempo, cuando iba de madrugada a trabajar a Madrid en el tren, tuve de compañero a un viejecito animoso, Max dijo llamarse, que me dijo: - No puedo dormir en el tren, aunque lo intento, pero no puedo. ¿le importa que hablemos? Si le molesto, dígamelo, a veces no se sabe bien cuando uno debe terminar y callar.
- No se preocupe, no molesta.
- Gracias. Todos los trenes son más o menos iguales, aunque cada uno de ellos tiene su olor especial. Cuando fui, varias veces, por el Transiberiano, olía a humanidad. Pero a la media hora ya ni te acuerdas. La ciudad más cercana después de Moscú es Vladimir, a 210 kilómetros, tres horas después. Lo que parece poco una vez que llegas a la primera gran ciudad como es Perm, después de 19 horas de viaje, y es solo el principio de su recorrido, que termina en Valdivostok a los seis días, después de recorrer 9.298 kilómetros. No hace falta pues ambientadores. Así, si decides ir hasta el final, el dormir, comer y pasar el tiempo lo mejor que se puede es todo un desafío que hay que tomar con tranquilidad. Los compañeros de viaje terminan por ser alguien conocido, que te cuentan su vida. Las estufas de cada vagón son un punto de encuentro, varias horas al día, y son ellas las que dan un poco de confort al viaje, cuando se ve a través de los cristales el hielo. El olor del tren llega a ser aceptado como algo normal y las papilas olfativas, créame, terminan por saturarse del olor de humanidad no muy aseada que es harto desagradable, y que, tras unas cuantas horas, ni te acuerdas de él. Allí, la última vez que viajé, conocí a un teniente del Ejercito Rojo que había estado en la batalla de Leningrado. Me dijo que fue entonces cuando comprobó hasta donde puede llegar la resistencia humana, ante el hambre y la adversidad. Después de aquellos días ya no fue el mismo. Todo le parecía trivial y solo le importaban los sentimientos. Desde luego era así, porque un hombre mayor de gran experiencia, forjado en la disciplina militar, y tomando decisiones muy duras, se puso a llorar cuando vio a un niño, que  teníamos enfrente, cuando acariciaba la cara de su madre.
Cuando decía Max esto, recordé escenas como esa en los trenes de carbón de aquí y como olía a chorizo y escabeches el de tercera clase en el que solíamos hacer este trayecto a principio de los sesenta. Solía oler a vomitado, la gente se mareaba, y no había manera de quitar semejante olor. Ni siquiera por el penetrante olor a carbonilla que entraba por las ventanas y las rendijas del suelo de las plataformas.
- Una vez pasada la primera ciudad del Transiberiano, -decía Max- cada parada se siente más lejos. Mucho más lejos. Por lo que finalmente se acepta con paciencia el discurrir del tren, dejando el destino en manos de los dioses. Todo un viaje. Un uzbeco llamado Arkin me abordó al salir de Krasnoyarsk,  decía que, para él, solo el viajar era la prioridad mas alta, llegar para él no es sino otra cosa, que no tiene nada de relación con el viajar. Tenía una curiosa teoría sobre el tiempo y el espacio que no entendí. Marchaba a ver a un hermano que tenía en Ulan Ude, al que no veía desde que estuvo él en la primera guerra de Afganistán, con la URSS, y no se sentía mas lejos de su hermano que cuando estaban juntos y se iba él a trabajar mientras él asistía al Instituto. Sin embargo, cuando lo recordaba ahora, después de tantos años, se le llenaban los ojos de lágrimas. Por la privación nada mas, no por otra cosa. -Yo – decía Arkin- que no derramé ni una sola lágrima cuando murieron mis padres, mis seis hermanos y cuatro de mis siete hijos, y los quería mucho, ahora lloro por cualquier cosa. Creo que con el tiempo se ablanda el corazón, o simplemente olvidamos las malas experiencias y solo tratamos de recordar lo bueno. Debe ser eso, digo yo. Antes, sacar a la familia adelante con las dificultades, no daba para muchas lágrimas y si para mucho cavilar y buscar salidas. Ahora que no tengo a nadie del que cuidar, lloro como un niño por cualquier cosa. Como hice en el invierno en la batalla de Moscú. Parecía terminar el mundo. Tantos muertos , por el fuego enemigo y el amigo, por el frío y el hambre, sin embargo, ahora, de todo aquello, solo recuerdo con claridad, la imagen de un tilo helado en el que se posó, creo que un ruiseñor, y al cantar en el silencio de una de las pausas de la artillería y el miedo de la infantería a dar con el menor ruido la posición al contrario, se oyó su canto por todas las calles de aquel barrio de Staryi Arbat hasta donde abarcaba el oído. Que con la densidad del frío el aire llegaba lejos. Nada más que el canto del pájaro, con las casas arruinadas cubiertas por la nieve al fondo, en silencio, y un cielo gris refulgiendo a las doce de la mañana. En ese momento se borró todo, los muertos, la ruina, el hambre. Lloré como un niño. Ahora ese barrio es un precioso sitio donde tomar un buen café y oír a los músicos ambulantes.
Algo parecido – continuó Max- es lo que pasó en el 76 cuando llegábamos a la estación de Bristol Temple Meads, llena de gente, unos venían y otros iban, con mucho ruido y algarabía y, sin saber cómo, un joven dio un grito: I passed! Todo se paró. Nos quedamos mirando a aquel pelirrojo con el brazo en alto, y con las mejillas enrojecidas, que rompió en un grito toda su contenida alegría que dejó sin habla y movimiento a todos. Cada uno estaba en lo suyo. En ese momento supongo que más de uno pensó en lo que le motivó a decir aquello, y sin embargo, apuesto a que ninguno coincidía en concretar a qué se refería. ¿Algún examen de los estudios superado? ¿alguna prueba de trabajo o en el carné de conducir? o alguna prueba difícil que ellos mismos hubieran querido aprobar. La mayoría sonreían y una viejecita le dijo a viva voz Congratulations! Que provocó la risa de algunos y la sonrisa de los más, (alguna puso cara de pocas fiestas). En las estaciones, en los trenes la gente se entrega a una actividad fuera de lo común. Como si el viajar  fuera una prueba que hubiera de cambiar nuestra forma de vida, y no es más que un jodido tránsito, y nada más. ¿Te estoy dando la lata, no?
No, no se preocupe,- dije- me gusta escuchar a gente como usted, con experiencia. Siempre se aprende algo.  Me miró haciendo una pausa y, sonriendo, siguió sus narraciones.

Así fui llevando el viaje con el hombre aquél que no hacía más que hablar y contar cosas, aparentemente inconexas. Pero hace tiempo que supe que, en lo tocante a la comunicación humana,…nada hay inconexo. La memoria, era su vida, que quería compartir conmigo.
(Publicado en "La Tribuna de Ciudad Real el 30 de noviembre de 2013)

20131202

EL SUEÑO DE LA RAZÓN


En Ourense, se abre para mí el día por las ventanas que asoman al río Barbaña. Apenas hay luz, que crece lentamente, con prudencia desconocida, en un amanecer invernal. En un momento, apenas una ducha, un desayuno caliente, y la niebla sutil llena con un blanco velo toda la ciudad, la calzada, mojada, brillando con la brillante luz que transporta.

Las brumas, en la Praza de Concepción Arenal traen la épica de lo ignoto. Con ellas se me desborda la imaginación y apenas puedo evitar el empezar a fabular historias, de las que tratan del invierno, que acuden con la niebla. Al momento, me acuerdo de lo que me contó un viejecito de  Rioja que vivía en San Amaro, y llevaba los periódicos a la librería de la Rúa de Sáenz Díez, próxima a mi domicilio. Me dijo que su nieto, llamado Ciprián, era un chico algo miedoso. Posiblemente por la afición de su abuela a las historias tremebundas que le contó desde muy pequeño. Por eso, una noche  que se acababa de acostar, arriba, en el sobrao, que habían arreglado de manera confortable y donde le acomodaron, estaba con los ojos abiertos y desvelado  por los ruidos que ocasionaba un viento racheado que presagiaba temporal. Permanecía encendida la bombilla antigua de 25 watios, con filamento de wolframio, que apenas iluminaba como una candela. Abajo, encima de la mesita, estaba el trasformador de la luz de 220 a 125 watios. Desde la calle  se proyectaban las sombras sobre la pared de enfrente y, dependiendo de que luz lo hiciera cambiaban de posición. Por eso, cuando un golpe de viento apagó la luz de la bombilla de la calle que estaba mas próxima, se oscureció todo excepto la escasa luz que seguía entrando entre las hojas de madera del ventanuco y que hizo cambiar la proyección de lo que debía haber en la calle. Aterrorizado vio, en la pared próxima a su camastro, la silueta de lo que se podía identificar como el perfil de un hombre encapuchado con una prominente nariz aguileña y la boca entreabierta en una sonrisa sardónica, que, como se sabe, es un rictus parecido a la sonrisa, pero que obedece a sentimientos alejados de alegría o complacencia feliz, y demuestra, las mas de las veces, crueldad. Recordó al criminal escapado del que hablaban en el pueblo. No sabia que hacer, se metió más entre la ropa y con apenas asomando los ojos se quedó petrificado, sin capacidad alguna de poder gritar, que era lo que mas deseaba. Tiritaba castañeteando los dientes y no dejaba de observar los movimientos lentos del perfil que veía y que se avivaban conforme el silbar del viento y los golpes de la puerta del corral. Así estuvo durante más de dos horas hasta que el agotamiento, y el sueño le dejaron dormido hasta el día siguiente. Cuando despertó sobresaltado, sin haber soltado la tensión sufrida por la noche,  y al oír los cacharros de loza en la cocina que su madre trasteaba preparando el desayuno, las brumas de diciembre se habían apoderado de todo el entorno. La luz blanca de las ocho, entre la niebla, daba una apariencia sobrenatural a la amanecida y Ciprián se sintió feliz por haber superado el penoso trance nocturno. ¿Se lo contaría a su madre? Decidió que no. Le podía más su temor a que le tomaran por miedoso, por mentiroso o quien sabe si por loco, que decir una verdad que le había aterrorizado. Pasó el día muy animoso, después de ir a la escuela y comer, se prestó voluntario a cavar las tablas de grelos que había en el huerto y que estaban llenas de hierba y no le molestó, como otras veces, sacar el estiércol del establo, comprobando una vez mas cuánto sueltan las vacas cuando pasan varios días sin que las limpien. Cansado, y bien cenado, estuvo harto remiso para irse a acostar, posiblemente por la experiencia de la noche anterior;  y así estuvo casi una hora dando excusas para no cumplir con el mandato de su padre que le mandaba a la cama. Pero como todo no se puede demorar indefinidamente, con una voz que sonaba a ultimátum, despachó levantándose un –bueeeno..., y, despacio, subió pisando con parsimonia los escalones de la escalera de tarima. Hacía esa noche mucho frío, y el viento había vuelto como la noche anterior. Se desvistió y corriendo se metió en su camastro en el que su madre había puesto una manta más encima de las que ya tenía. Con el embozo hasta la nariz, asomado por él, no hacía más que mirar hacia la pared en la que vio reflejado el terrible perfil que había visto la noche anterior y no había nada. La luz del exterior de la casa, la que venía de la calle se proyectaba en la pared de enfrente y solo se veían las siluetas de las hojas del árbol próximo con mucha claridad. La bombilla de la calle estaba encendiéndose y apagándose con los golpes de viento, hasta que, pasando un cuarto de hora se apagó definitivamente y... entonces volvió a ocurrir: ¡allí estaba el perfil del hombre con nariz aguileña que le había aterrorizado la noche anterior! Parecía acechar. Seguía moviéndose abriendo y cerrando la boca como si estuviera susurrando alguna cosa, como si estuviera hablando consigo mismo, maquinando alguna maniobra siniestra. Parecía inclinarse sobre el ventanuco y, en ese momento, un golpe seco llenó el dormitorio de Ciprián, dio él un grito muy desgarrador y, tiritando de terror, se desmayó.

Cuando recobró el conocimiento, estaban sus padres y su abuelo junto a él y le interrogaban angustiados que era lo que había pasado. Les contó como pudo su tremenda experiencia y, cuando miraron hacia la pared donde él veía la silueta, ya no había nada. La bombilla más próxima de la calle se había encendido de nuevo y solo se proyectaban las hojas en la de enfrente. Intentaron convencerle que solo eran los árboles y, cuando estaban terminando de su explicación, se volvió a apagar la bombilla exterior, y apareció la silueta. Fue su padre decidido a asomarse al ventanuco y vio el origen de las sombras: Era una conjunción entre unas tablas y dos plásticos que habían sido parte de una plataforma improvisada de la protección de la chimenea para sujetar la tela metálica que impedían entrar a los pájaros, que el viento habría desplazado de su sitio.  Cuando me contó esta historia el abuelo de Ciprián, me acorde de la leyenda que puso Goya en uno de sus grabados: “El sueño de la razón, engendra monstruos”.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 23 de noviembre de 2013)

20131126

El joven que pasó página



No supo nunca muy bien por qué lo hizo. El caso es que a las cinco de la mañana de un miércoles, a finales de enero de 1958, se vio haciendo el equipaje con cuatro cosas que fue cogiendo y conforme se le antojaba, hasta que la bolsa se llenó del todo y tuvo que tomar la decisión, sin mucho disgusto por cierto, de dejar el resto de sus cosas. La casa estaba muy oscura y en silencio, los muebles ya ni se quejaban, como solían hacer cuando se iba a acostar, ajustando sus formas a la falta de presión o al cambio de temperatura por la agonía de la lumbre en la chimenea. Todos dormían. La calle estaba en silencio, como pudo comprobar al abrir la puerta de la casa. Cuando tiró de ella, y con el golpe que dio la mano de bronce del llamador, supo que estaba en ese momento cerrando un tiempo de su vida y que ya no volvería a ser igual.
Hacía noche oscura, alumbrada con las escasas tulipas de porcelana que el Ayuntamiento puso para el alumbrado público. Subía por la cuesta hacia la estación del ferrocarril con paso cansino pero decidido, más pensativo que triste y menos dormido de lo que podía parecer, teniendo en cuenta el madrugón.
La calle, pensaba, durante todo el día tenia trajín por los transportes ferroviarios y las subidas y bajadas de los viajeros. Cuando llegaba un tren, la vecina de enfrente estaba preparada en su sillón de mimbre, arropada con las faldas de la mesa camilla, dispuesta a disparar su curiosidad para alimentar su comadreo. Posiblemente lo hacía para olvidar su prematura viudez o para no pensar en las putadas que le hacía su único hijo, adolescente, que casi siempre acababan con una visita de la policía. No creo que fuera consciente de que, fisgonear, fuera reprobable. Mujer de ojos de cuchillo y de lengua cargada de veneno, se movía más por sus bajos instintos que por un supuesto interés público.
En la calle solía haber boñigas de caballo, que nunca terminaba de dejar limpia con el carrillo el barrendero municipal. Por ella subían las campanadas de la iglesia de los Jesuitas, con timbre agudo que llenaban los oídos. Golpes de bronce que llamaban a misa, triduos, novenas, rezar el rosario y hasta para las cansinas Gregorianas. Bajaban por allí las bandas de música, cuando venían a las procesiones, llevaran armados o no, que solían hacer su pasacalle desde el bar Cuatro Esquinas, frente a la estación, desfilando luego todo recto, partiendo con sus sones la ciudad en dos, con una recta de sur a norte. También bajaban por ella todos los entierros del barrio y, aún más, algún féretro que hubiera venido en el tren desde otro lugar. Unos, los mas caros y terriblemente tenebrosos, en carroza a la Federica, con los caballos adornados con enormes plumeros negros que movían con su cabecear, los otros en un viejo furgón americano Buic,  bien conservado y acristalado propiedad de la funeraria.
Calle arriba siempre estaba abierta la puerta falsa de la bodega, que le olía el aliento a  alcoholes ; donde acudían todos los del barrio para comprar raciones de vino, o aguardientes con los que trabajar los dulces. Sobre las puertas de las casas, se veían los repletos haces de cables sujetados con unas mugrientas grapas a punto de caer. En ellos, en primavera, bajo los aleros siempre hicieron, todos los años, sus nidos las golondrinas y aviones que venían desde África, a tiro de las pedradas de cualquier chico experto con tirachinas. Escurren por la vía las aguas con prisa y caudal en los aguaceros, recogiendo en su camino toda la suciedad que acababa en la Plaza, nadando y llenándola en inundación con la caída de cuatro gotas.
En esa calle nació. En la casa, habituada tanto a los amaneceres como a los ocasos, fueron pasando los días con las emociones en carga y las luces de los días llenando sus ojos, para impregnar la memoria, hasta el último rincón. De la casa le sacaron un día como a un detenido para meterle en una escuela de párvulos de un colegio de monjas toda una mañana, llena de niños chillones y con un insoportable olor a leche agria y deposiciones. La hermana que los apacentaba tenía mucho genio con los niños, con harta facilidad. Posiblemente pagaba con las criaturas su frustración al no poder profesar, por no ser bien nacida a los ojos de la Comunidad que la amparaba y a la que pretendía incorporarse. De ahí, y por sus lamentos, finalmente le llevaron a la escuela en la que daba clase su tía. Abrieron la puerta gris de la clase donde iba a estar con ella, para entrar en una gran habitación de techos altos, con suelo de tarima, tan vieja que ya no se veía barniz alguno y las tablas habían cogido un color grisáceo por la humedad; los nervios de la madera se veían tan claros y sobresaliendo como las venas de un viejo. Las mesas, redondas, muy bajitas, más parecían las de los enanos de Blancanieves que otra cosa.

De pequeño tuvo que estar en cama por una grave infección renal que le tuvo unos meses con muy delicada salud, hasta que con alguna ayuda le pudieron inyectar penicilina que consiguieron de estraperlo con la ayuda de un empleado de RENFE que la trajo de Portugal, mejoró hasta la curación. Aún así, pasaron meses en los que dejó de ir a colegio, y aprendió a emplear los sentidos como nunca lo había hecho. Fue como un ciego que veía, ya que su inmovilidad no le permitía ver  cuanto pasaba por la calle, pero lo imaginaba y reproducía con su memoria sin perder ni un solo detalle de los sonidos. La luz proyectaba en el techo las siluetas de los viandantes en dirección contraria a su marcha, a través de un balcón con las puertas interiores entornadas. Esas formas, y la memoria de la vida de la calle, le fueron acompañando hasta que cogió el tren. La niebla era muy densa aumentada con los vapores que salían desde la máquina del tren. Apenas se dibujaban los contornos de los escasos viajeros que empezaron a subir. Poco después con un silbido agudo, en la noche cerrada, el tren emprendió la marcha y, su casa, su ciudad, su infancia, se alejaron para siempre. Desde aquel día, todo, se convirtió en sombras y vagos recuerdos que alimentar en los momentos de soledad. Había pasado página.
(Publicado el 23 de noviembre de 2013 en el diario La Tribuna de Ciudad Real)

20131121

El viajero que llegó a Baelo Claudia



En un incunable que encontré en la librería de la calle Mayor de Madrid contaba la historia de un ciudadano romano, más o menos, en estos términos: Cuando salio Julio Décimo hacia Gades (Cádiz) pensó si podría eludir la orden de Lucio Vitelio, que ejecutaba el mandato del César Claudio, referente a la expulsión de los judíos de toda la República. En sus salvoconductos llevaba la orden, sin especificar el motivo, pero sin duda alguna respecto a la salida. Julio no tenía familia en Roma, y, la que le quedaba, estaba muy lejos y hacía mucho tiempo que no sabía nada de ellos. Llegó a Gades con la primera trirreme que salió de Ostia cargada de material militar para el destacamento. Presentó el salvoconducto de salida reservando pasaje para su viaje al otro lado del continente, hacia Tingis (ahora Tánger) lejos de la República, en un pequeño bajel de pesca cuyo patrón era Marcial, hombre serio y de pocas palabras y así lo anotaron en el puerto, los guardianes del puesto de control. De forma que a los efectos de la orden habría salido en él. Sin embargo, no fue así, pudo pagar al dueño de un pequeño barco que salía inmediatamente con mercancías para la cercana Baelo Claudia  y, sin pensarlo mucho  subió en él sin más. Prefería quedarse en el imperio que irse a otro lado donde no podría ejercer su oficio de Ludus Magister (maestro de primeras enseñanzas). Se sentó en la cubierta, escondido detrás de un montón lleno de haces de cuerdas. Salieron cuando terminaba la hora tercia, y permaneció en su lugar, como escondido, hasta que, empezando a anochecer, divisaron la ensenada donde estaba el pequeño puerto de Baelo Claudia. Detrás de la ciudad, en poniente, las nubes, agavilladas en innumerables agrupaciones, recogían las últimas luces y se teñían de rojo intenso, mientras el cielo oscurecía como cobalto oscuro. Entraron en el puerto y en la dársena de la derecha echaron las amarras. Se despidió del patrón y, con su pequeño equipaje, envuelto en un lienzo de lino, recogiéndose la toga, fue andando hacia la entrada de las murallas. Se arrodilló en el muelle para atar las tiras de la sandalia derecha y vio descargar pescado de un barco próximo, arrastrando un africano de piel oscura dos espuertas grandes de esparto llenas de peces grandes que, con el movimiento, parecían estar vivos, cuando no era así. Él continuó su paso andando con firmeza, como si estuviera tranquilo, cuando tampoco era así. No sabía mucho que iba a hacer, tenía todavía el suficientes aureus (monedas de oro) para poder vivir algún tiempo sin ocupación, pero la intranquilidad no le dejaba de ocupar su cabeza.  Baelo Claudia era una ciudad pequeña, amurallada, además de muy bien equipada con servicios públicos, que Roma dotaba a sus ciudades. Dobló a la izquierda por la calle principal, la vía Augusta, muy concurrida. Dos adolescentes se peleaban por un perro, tirando de la misma cuerda que lo sujetaba, mientras el can ladraba protestando sin precisar a quién, prueba inequívoca de que habría estado con los dos. Preguntó a una domina (señora) que pasaba donde habría una posada y le indicó su destino. Fue siguiendo por la calzada andando y sorteando los carros que pasaban, unos llenos otros vacíos, todos con gran estruendo para sus oídos muy sensibles. Llegó finalmente a la casa donde daban aposento y tardó poco en llegar a un acuerdo con el dueño, que parecía honesto, para fijar de momento allí su domicilio. Dejó su impedimenta en su cubículo y salió a conocer el foro de la ciudad.  Vio el mercado, la Basílica y Curia, y acabó en el Templo de Isis, recordando las palabras de Plutarco  que contaban su descripción e historia. Isis, era esposa y hermana de Osiris,  que se refría a la estrella Sirio, lo que indudablemente se hacia destacar al carácter estelar también de la diosa. Recordó que la Biblia, en el Libro de Job, citaba a la constelación de Orión como el origen de divinidades, con su estrella próxima Rigel, hermanada con la del Can Mayor, de la que, Sirio, es la estrella principal. Allí estaba Isis, (Ast para los egipcios) con el trono en la cabeza extendiendo su influjo maternal por la ciudad. Se hizo tarde y volvió a la posada.

No le costó mucho adaptarse a aquella pequeña ciudad, hizo una pequeña fortuna colaborando con la industria artesanal de las salazones de pescado administrando sus cuentas y facilitando la correspondencia de su comercio por el Mediterráneo para la venta del Garum, salsa espesa extraída de los restos del pescado, sin descuidar su oficio y magisterio. Disfrutó del teatro de la ciudad con las comedias de Plauto y Terencio, y admiró las tragedias de Ovidio, con la compañía de su mujer, Claudia, hija de Antonio, patrono del mantenimiento y administración del hermoso edificio, en el que gustaba contemplar las obras desde el semicírculo de la orquestra, y antes de empezar  sus funciones, se asomaba al lucernario del centro de la parte mas alta del edificio desde donde se veía el puerto, al que llegó desde Roma. Meditaba mirándolo como imagen de su fortuna. Disfrutaba explicando a sus discípulos junto a la aritmética de Pitágoras, la Lógica y los Fundamentos de la organización de la Administración de la Republica,  mas nunca tuvo el mayor problema con su condición de judío, por el que se vio obligado a abandonar Roma a la que recordaba con nostalgia, pero su deseo de volver había caducado. Era feliz en Baelo Claudia, donde llegó por azar, sin conocer su destino y, solo, con el deseo de no perder la cultura y la civilización romanas, que eran las suyas. Tanto fue así, que no volvió más a la capital del imperio, pese a que el César Claudio decretó, años después, el fin de la prohibición que le obligó a la partida.

20131110

EL DESCUBRIMIENTO DEL ENIGMA DEL MANUSCRITO VOYNICH



Por la Gran Vía de Madrid, me encontré con mi amigo Leonardo. Lo conocí en el servicio militar. Andaba siempre ausente, y eso le procuró más de un disgusto con los mandos  de la compañía en la que estábamos encuadrados. No entendían que una persona pudiera estar tan poco interesada por la táctica, el tiro o la instrucción militar. Por mi costumbre de no querer conflictos, me amoldé a la vida aquella mejor que él y nos ayudábamos mutuamente. Leonardo me enseñaba lenguaje, literatura y astrología y yo, le hablaba de pintura, historia y arte, con los límites que tenía nuestra juventud. Fue allí, en 1978, cuando me habló por primera vez del manuscrito Voynich.
Este manuscrito es el gran misterio de la bibliografía universal. Llamado así por Wilfred M. Voynich, librero vienés, que lo dio a conocer en 1912, es uno de los documentos medievales más misteriosos que se conocen. Mediante la prueba del carbono 14, y con una fiabilidad del 95%,   podría datarse entre 1404 y 1438. Escrito en un idioma extraño o código que nunca se ha podido descifrar, pese a que durante la Segunda Guerra Mundial, criptógrafos aliados lo estudiaron sin éxito. Analizado por supercomputadoras sin resultado positivo. Se ha atribuido a múltiples autores, como Roger Bacon, el fraile franciscano y alquimista inglés (1214-1294) y Leonardo da Vinci (1452-1519). Edith Sherwood, académica experta en el trabajo de Leonardo da Vinci, ha dicho que el error  y fracaso de su traducción se debía al asumir, equivocadamente, que era un texto en inglés. Si, por el contrario, se parte de la base que el texto está en italiano medieval, toscano, y que las palabras son anagramas, (cambio del orden de las letras en una palabra para sacar otra) se puede llegar a una interpretación bastante razonable del contenido del manuscrito.  Lo cierto es que Leonardo me dijo que estudió el manuscrito todos estos años y habría descubierto la trascripción y el significado de las partes del manuscrito, herbario, astronomía, biología, cosmología, farmacéutica y recetas. Confesó que tenía en una nota de compra las coordenadas del lugar, un almacén amarillo, en que estaban las hojas que faltaban donde podía estar la trascripción. Quedamos para hablar de ello al verme muy interesado y me invitó a comer el jueves siguiente. Llegué puntualmente a la cita a las 13,30 del jueves, en su apartamento de  la calle del Olivar. La mañana estaba plomiza. Los vencejos iban y venían con las prisas de siempre y se avisaban con premura de la proximidad de la lluvia. Las nubes estaban oscuras, muy oscuras y con buena temperatura, hacia avanzar el misterio y cosas importantes. Subí por la escalera de madera que crugía de puro vieja y en el segundo me abrió la puerta Leonardo que me oyó subir. Nos acomodamos en su saloncillo y, con dos copas de un vinillo blanco delante de cada uno, contó sus impresiones. Basaba su historia en que era cierta la prueba de que se trataba de un lenguaje real y no inventado, aunque estuviera trocada en anagramas. Pasaba la prueba de la llamada ley de Zipf (que establece que en todas las lenguas humanas la palabra más frecuente en una gran cantidad de texto aparece el doble de veces que la segunda más frecuente, el triple que la tercera más frecuente, el cuádruple que la cuarta, etcétera). Por otra parte confirmaba que la lengua que estaba detrás del enigma era la del italiano antiguo, toscano, aunque también había parte en inglés antiguo, como el de la Oda de Brunanburh, del siglo X, que tradujo Tennysson; llegando a la conclusión que el contenido de parte de los textos eran una colección de conocimientos traídos de un antiguo códice de la biblioteca de Alejandría, comunicados por un hombre de mas de dos metros y medio, de pelo blanco, que habría venido en un artefacto volador que vino de las estrellas. Me quedé mudo después de todo lo que iba diciendo y, sonriendo al verme así, mi amigo se levantó y trajo una caja de madera llena de manuscritos hechos por él.
Me enseñó sus investigaciones, de semiótica, del lenguaje toscano, de historia, de grafología y finalmente en toda la información publicada en textos y en Internet sobre el manuscrito Voynich. Le pregunte si había trascrito toda esa información en digital y la tenía en un disco duro. Dijo que estaba en ello y solo le faltaba digitalizar las fotos de dibujos del manuscrito y fotos que le habían servido para llegar a sus conclusiones. Prometió que haría copia de seguridad y la guardaría en un buen sitio para garantizar que no se perdiera; quedó en enseñarme la traducción del manuscrito y me daría una copia de él. Nos citamos para otro día sin concretar.

Tres meses después, me enteré que Leonardo había tenido un accidente y había fallecido. Fue un hecho raro. Pregunté a su vecino de la calle del Olivar si tenía familiares conocidos. Lo desconocía y me comunicó que el día después de su accidente, llegaron unos hombres con la llave de su apartamento y se llevaron todos sus papeles. Traían un coche con los cristales tintados y la policía guardando su visita desde la calle. Como me vio interesado y sabia que era buen amigo de su vecino, dijo en voz baja que él tenia una llave y que subiera a ver si me interesaba algo. Subí, y efectivamente todos sus documentos habían desaparecido. Pero encima de un trinchero antiguo del salón, sobre el mármol, estaban sus revistas dominicales y una nota de compra. Me la llevé. Tenía unas coordenadas que estuve viendo por el Google Earth, eran del puerto de La Habana. Y efectivamente, según vi en varias fotografías había un almacén amarillo. Aun no he encontrado la forma de seguir indagando. No se si el enigma Voynich se habría descubierto; o sustraído por algún organismo estatal. O solo habría sido un caso fallido más sobre el manuscrito.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real el 9 de noviembre de 2013)

20131104

EL MISTERIO DEL MOLINO


Román, el abuelo de Asier, era hombre de pocas palabras. Conocí muchos hombres así, pues después de una vida dura les quedaban pocas ganas de hablar. Después de volver jubilado de  Bilbao, donde estuvo trabajando, y nacieron su hijo y su nieto, solía sentarse en la cocina vieja, la que ahora solía su madre llamar cocina campera, encendía la lumbre mediado el otoño, y se acurrucaba en un viejo sillón acolchado, de estilo indefinido y pretensiones de estilo francés. Entraba poca luz por el ventanuco pero los pimientos choriceros, puestos a secar recientemente le daban todo el colorido que era necesario para la austera cocina. Asier sabía que estaba siempre allí y como lo quería mucho, estando casa, se iba con él a ver chisporrotear la lumbre en silencio. Sin embargo, el abuelo con él hacia una excepción y hablaba. Un día de otoño, acercándose el día de los difuntos, le contó, en voz muy baja, una historia; la que cuenta el misterio del molino del Guadiana, en las cercanías de su pueblo. Decía el abuelo Román: “No ha dejado el molino de estar allí, pese a que lleva muchos años abandonado a su suerte. Debió parecer que era cosa natural que el río se fuera haciendo con sus tapiales. El río, y la maleza, fueron tomando tierra, invadiendo todo espacio. Pero antes no era así. El camino, el patio y la explanada vieron tantos carros y los primeros camiones, con olor fuerte a gasolina, como para aturdirse en los días de trabajo.
Ha muchos años, en vísperas de la festividad de Difuntos, una tarde que pasaban bandadas de aves migratorias camino de las Tablas, estaba el molinero junto a una de las dos aceñas, y oyó como se estaban abriendo los dos rodeznos del molino. Se alarmó pues estaba solo él y nadie esperaba.  Las garcillas salieron volando con el alboroto del agua que hacía sonar la maquinaria, que al ser de madera, crujía como las cuadernas de una barco de vela.  Acudió el hombre a ver que es lo que ocurría y no vio a nadie. Sin embargo, los dos rodeznos estaban funcionando porque alguien había abierto las compuertas del caz y el agua empujaba los rodeznos. Eran los mismos rodeznos que vimos en el molino cuando fuimos, ¿te acuerdas? El de Flor de Ribera. Claro que lo que vistes eran los hierros que sujetaban las maderas de los rodeznos, pero aun en esqueleto se podían ver como eran. El caso es que, el molinero dio cuarenta vueltas al molino, se subió a la cámara más alta y no pudo ver a nadie que pudiera haber abierto las compuertas del caz. Las cerró, pues no estaba la tarde para trabajar, ni había nada que moler, y cerró las puertas una vez anochecido, cuando volvió su familia de Carrión, donde fueron a ver a los parientes.
Por la noche, solo se oía el rumor del agua del río y algún crujido de las aceñas, pero todo era normal, hasta que a las tres de la madrugada, volvió a oírse el ruido de los rodeznos, que alarmó al molinero, que, asustado, cogiendo la escopeta y la pelliza para no coger frío, salió fuera y con un farol estuvo repasando todo el entorno del molino, con el mismo resultado: no había nadie.  Esto que te cuento pasó una semana entera. El pobre molinero, que no quiso decir nada a la familia para no asustarlos,  empezó a sentirse muy mal y para aliviarse, le dijo lo que pasaba a la pareja de la guardia civil caminera, que llegó hasta allí como todos los jueves. Tomaron cuenta de ello y solo eso parece que le dejó tranquilo. Los mirlos por la mañana parloteaban junto a la entrada del molino y pareció que las cosas volvían a estar otra vez normales, pues así era en sus mañanas. Pero al atardecer del día trece, desde que empezaron a  ocurrir los sucesos de los rodeznos,  se volvieron a abrir las compuertas del caz, estando otra vez solo el molinero. Fue a cerrarlas y cuando tenía en su mano la segunda, oyó que alguien le susurraba con voz muy baja: - Soy Antón, dueño del molino, deja el caz abierto y mueve los rodeznos, es menester haber mucha molienda, tengo que pagar  mil reales que debo a las haciendas del rey y me voy a ver preso si no los pago... salió corriendo e molinero y entró temblando en el molino, se metió en la cama y estuvo tiritando de miedo hasta que las luces del alba y los trinos de los verderones le metieron en la tranquila realidad.
Desde ese día, ya no volvieron a abrirse las compuertas del caz solas, como ocurría en esos días después de difuntos. Contó el molinero su miedosa aventura a todo el que pasaba por allí en estos días de difuntos, cuando cogía confianza, hasta que un día, pasó por allí un señor, dueño de una finca muy grande que lindaba con el castillo de Calatrava y, cuando le contó su historia, se quedó pensativo un rato y, moviendo la cabeza, asintiendo, le dijo. -Hipólito, - pues así se llamaba el molinero- ese Antón que te susurró esas cosas aquel día que fuiste a cerrar las compuertas, pudiera ser Antón de Castro, vecino de Almagro, que fue dueño del molino en el siglo XVI. Creo que tuvo algún pleito con el Tesoro Real, pero al parecer, se resolvió cuando acudieron los vecinos a hacer molienda, todos a una, para hacer suficientes rentas para el pago de la deuda. No consta si se llegó a pagar o no. De todas formas, si no han vuelto a ocurrir los hechos misteriosos, quizá se haya solucionado lo que requería ese buen hombre.
-¡Vaya por Dios!, dijo Hipólito. No se que decir... pero si vuelven las voces... yo vendo el molino y me dedico a otra cosa.

El abuelo de Asier, Román, le dijo al nieto para concluir la historia: -Creo que debieron seguir ocurriendo cosas raras en el molino, porque el molinero vendió el molino y se fue a Jaén donde se dedicó a la prensa de aceite, comprando una almazara. 

20131031

CON EL HUMO EN LA CHIMENEA


Un día tranquilo del mes de noviembre, en la madrugada, la brisa hizo bailar los  madroños en la sierra, mojó los cantuesos hasta hacerlos destilar su esencia y, con cuidado, en silencio, fue recogiendo todos los recados de la jara, el romero y los juncos del río a su paso por Peralbillo, subido como estaba en su loma. Muy quedo iban dejando su noticia a los sentidos todas las plantas con aceites esenciales. Sobre los transparentes cristales de las aguas del Bañuelos, cubría la niebla los juncales, para luego llenar de fresca naturaleza la ciudad, en las últimas horas de la noche. La esperada mañana no había llegado aún; la alborada se hacía esperar escondida entre las otras brumas que venían desde la vega del Jabalón. El silencio lo rompió el chillido del tren de las seis que llegaba de Badajoz, cargado con adormecidos viajeros ahumados por la combustión del carbón de la máquina. La chica, con la palmatoria en la mano, en la carbonera, recogía leña para la chimenea, con una gavilla de pensamientos revueltos, echándola, junto al cazo del carbón, en la espuerta de esparto una a una. Cuando empezó a encenderse la lumbre, chisporroteando con los brotes de jara, la aldaba de la puerta sonó con autoridad tres veces. La casa se estremeció en sus sombras; don Julián, el médico, subió la escalera pisando los bordes de madera de los escalones, buscando hacer menos ruido. El maletín negro, preñado lo traía de los útiles de su oficio. Sudando todos los minutos de las cinco, le esperaba ella con sus rizos rubios empapados de esperanza. En tres esfuerzos, con los que quiso quebrar el mundo, se abrió la grieta por la que el chiquitín llegó envuelto en las ternuras de su madre. Sonó el tren, y esta vez no chilló: dio una fuerte voz de recibimiento, pese a que  se marchaba para Madrid como todos los días. La lumbre en la chimenea adormeció toda la casa, y calentó el puchero del café. El médico sonreía viéndose en la negrura humeante, como se debía mirar Poseidón en el Helesponto. El niño ya estaba haciendo planes. Recogido,con sus puños cerrados, apresó los sonidos que guardaba en su pequeña caja nueva. Tejiendo, con los olores de la casa, una madeja sutil de referencias con las que tomar sus primeras pizcas de vida, iba sufriendo con cautela su primera digestión; en ese momento, empezó a conocer como sabe la soledad: su madre, ya no se lo daba todo.
El golpe de la puerta resonó en la calle como un cañonazo: hacía los honores a don Julián que volvía a su casa con el maletín algo más aliviado, el sueño asomándole por sus pupilas entornadas y una sonrisa apenas dibujada denunciando satisfacción.
Entre algodón, y envuelto por el cálido sonido de la respiración de su madre, el chico dibujó su primer sueño cargado de la música del viento, empapado en verdes praderas de sensibilidad y escribiendo arriba, en el techo imaginado, su primera afirmación: estoy vivo.
Años mas tarde, en el invierno, las mañanas se veían desde la gran puerta falsa, entreabierta, enseñando un brasero humeando bajo las escarchas de invierno. El empedrado del patio, cargado de pequeñas luces, brillaba por el rocío caído y las brasas hacían su fiesta con las pavesas del piconcillo ardiendo, dando cuenta con sus humos por la vecindad. Dos perros se desesperaban ladrando dentro, atados en una cuadra no muy lejana y, en la cántara de aluminio, la leche caliente recién ordeñada esperaba en la cocina para  salir a la ronda de la venta, su trasiego siempre agriaba un instante al despedirse. El camino del colegio estuvo endurecido por los hielos, las rodillas al aire se escocían en grietas que dolían su tierna niñez. En la cartera de cuero que le hizo Simón, el guarnicionero, se apretaban unos contra otros las pocas luces de la enciclopedia, el libro de lecturas y el Catón. Mucha leña para una cabeza dispuesta para ver con sencillez entero el mundo. La cornisa del Hospicio sujetaba un nido de golondrinas vacío, que se fueron a África a traer el calor del verano, resistía bajo el alero. Le hacía la espera para tiempos mejores. En el charco helado, de lechoso cuerpo, cinco piedras le avisaron que Joaquín ya había pasado. Mientras, en el calor de una alcoba, en la primera planta del principal, cuando pasaba él por la calle, dando saltos y puntapiés a los cantos, dos cuerpos se desperezaban luego de una noche de enloquecido juego. En el suelo, junto al orinal que se callaba descomponiendo sus amoniacos, una botella de coñac vacía, rendida y exhausta con apenas un culo de ámbar. Dos casas más allá, tras los cristales y apenas visible por los visillos, el piano del canónigo esperaba inmóvil tiempos propicios para la música en la sala tenebrosa, testigo de las clases de solfeo. Enfilados, con caras de resignación fueron entrando en el encierro escolar, que había de ser contado en días, semanas, y años. Desde dentro, mirando al exterior, se podía ver la higuera de la huerta, yerma y desnuda en invierno, entreviendo caminos infinitos hacia el firmamento, verde en primavera con las tiernas hojas tiñendo de claridad y armonía, enseñándole las primeras lecciones de luz, volumen y perspectiva, haciéndole llamar a voces a sus lapiceros, para recrear sus higos, cargados, antes de que el sol acabara con las clases o la tornara amarilla a la vuelta de ellas. Finalmente para ver como los quebrados le quebraban la cabeza  y el ocaso le perseguía en sus vueltas a casa, en solitario, angustiado por los castigos de un maestro amargado que respiraba un aliento umbroso y muerto. En la  noche, empezadas las tinieblas, luego de mirarse en una caliente sopa de letras; bajo la lámpara de porcelana dorando el comedorcillo de amarillenta luz tibia; asomando la extraña lejanía de la vida y del país, desde la vibrante tela del altavoz de la radio, solo se podía vadear la negrura con la voz de su madre midiendo la solidez de la casa. La misma voz que le avisaba del clarear del día. Un día tras otro, encadenando las semanas que parecían interminables, hasta que más tarde, con los años vencidos por la experiencia se convencería de lo fugaz del  tiempo.

Hoy, pasados muchos años y kilómetros rodados, mira para atrás y apenas ve una representación en blanco y negro, con alguna instantánea en color, que dan los niños que le hablan con interés.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 26 de octubre de 2013)

LA ESCAPADA



La persiana no estaba bajada del todo. Por eso, nada mas abrir los ojos, a las siete de la mañana, pudo ver el principio de la claridad del día que empezaba a alborear. Miró al techo y le dio por pensar en lo que estuvo cavilando la noche anterior. Recordó que había recogido sus cosas y tenía todo preparado para el viaje. Decidió irse a la costa a vivir. Nada le retenía en Badajoz. La familia hacia su propia vida, y ninguna relación tenía que pudiera hacer interesante seguir viviendo allí. Vio desde la ventana como pasaba el camión del matadero que llevaba las carnes al mercado. Le vino a la cabeza sus vistas allí para la compra de las materias primas para la cocina y como poco a poco, desde que volvió del País Vasco, se fue haciendo con los nombres de todos los que le atendían y ellos le trataban como un amigo. Estaba muy interesada la chica de las verduras en retenerle con conversaciones largas. Nada mas verle le sonreía y parecía pasarlo bien con él. Pero no era nada serio, Solo una manera de tontear para pasar el rato. Vio a la chica con el novio y no parecía que estuvieran mal.  Por otra parte, Toni el carnicero, siempre le guardaba alguna pieza de las buenas, comprándolas a un buen precio. También hablaba un rato con él pero solo de fútbol. No era del mismo equipo pero, cosa rara, mantenía un juicio muy razonable de la marcha de los partidos. Desde la ventana, a lo lejos, se veía la avenida de Sinforiano Madroñero y recordó las horas pasadas con Aurelio, llenando cuartillas digitales de todo lo que escribían, con los portátiles de por medio. Él era demasiado riguroso con el estilo. Tenía deformación profesional, su Licenciatura en Hispánicas le llevaban continuamente a estar pendiente de las tildes, de las preposiciones y comas mal puestas. Eso decía.  Bueno está que se escribiera correctamente, pero el estilo, lo que es el estilo, pensó él, y así se lo dijo mas de una vez, es una cosa muy personal que cada escritor debe hacerlo a su gusto y carácter, porque al fin y al cabo es lo que le da su propio sello personal. Desde la ventana, dio su último vistazo al jardín de la avenida. Esa misma imagen era la portada de todos sus días en las madrugadas de la ciudad. Cogió las maletas y bajó al garaje. Miró una y otra vez a ver si llevaba las llaves, las del piso que cerraba, y quien sabe cuanto tiempo iba a estar así, y las del piso de Gandia, donde iba a vivir desde ese momento. Cargó las maletas, puso la antena en el coche y salió del silencioso sótano por la enorme puerta del garaje a la calle. Fue fácil salir de la ciudad, a esas horas el tráfico era más que fluido, algunas calles aun estaban casi desiertas. La luz ámbar del dial de la radio del coche le iba iluminando y las conversaciones de los informativos le acompañaban. No prestaba mucha atención, pero se sentía bien oyendo sus voces. Los olivares enseguida aparecieron pasando a toda velocidad, -están cargados de aceitunas –pensó – este año habrá una buena cosecha si no se echan a perder con los vientos del comienzo del invierno. Cuando iba a dejar la provincia se acordó de los días en que fue por la carretera hacia Gstaad, atravesando el valle de Ormont y cruzando el puerto del Pillon con sus 1.546 metros. Por allí, en el teleférico, conoció a Inga, que fue muy gentil para llevarle personalmente hasta el hotel, que no localizaba, el primer día que llegó a los Alpes. Lo mejor es que luego se la encontró en el periódico, mira por donde. Era la que llevaba las informaciones locales. Por el teleférico subieron los dos el primer día que libraron hasta  ascender al glaciar de Les Diablerets, punto más alto de los Alpes de Vaud. En el restaurante, comieron y se quedaron hasta que iban a cerrar el viaje del teleférico. Debió ser por la panorámica que se ve desde allí por lo que intimaron tan pronto. Desde las alturas, y con una vista así, se muestra uno generoso y abierto. Era precioso ver hasta las orillas del lago Leman. Volvieron más de una vez. Pareció que se llevaban bien. Se comunicaban mejor, hasta que llegaron a iniciar una relación. El destino de Inga a Frankfurt les había separado y ahora, cuando perdió él el trabajo, apenas tenían contacto. Siempre que viajaba en coche a un destino lejano, acababa acordándose de todo esto. La libertad que da vivir de lo que se escribe, con unas novelas que le estaban dando lo suficiente para vivir bien, le estaba moviendo para esta escapada. Lo estaba deseando. Tanto por alejarse de su ciudad, que le estaba agobiando, como por intentar nuevas cosas. Por otra parte, estaba la llamada telefónica desde Estados Unidos advirtiéndole, de manera tan educada como amenazadora, que no siguiera escribiendo  sobre el informe que, años atrás, había sido descubierto por descuido por la revista Nature. Había interés serio del Departamento de Defensa. No es que tuviera mucho miedo, era más bien el hastío que le producía todo. Estaba harto de pelear.  Vio pasar los enormes campos de vid de la llanura y paró en la cafetería de una desierta estación de servicio. En las vueltas que daba la crema en la taza del café, cuando lo revolvió con el azúcar, empezó a ver que no iba a llegar a término. En ese mismo momento, sonó su móvil. Era Inga, que preguntaba donde estaba porque quería venir a verle. Se había despedido del Franfurter A.Z. y estaba en Barajas, donde había parado para pasar dos días en Madrid. Se cortó la llamada. Intentó llamarla, pero ni por Watsapp pudo comunicar. Montó en el coche. Puso el Bluetooth, con el manos libres y siguió  el viaje, y una excitación que le iba aumentando conforme se le agolpaban los pensamientos. Al rato, paró la radio, e inmediatamente sonó el teléfono. Le dio al botón de contestar en el volante y era Inga. –Holaaa, Teo soy Inga, ¿donde estas? –Hola chica, ¿que tal estas rubia? Voy conduciendo camino de Gandía- -¿Que dices Teo? – Que voy conduciendo el coche camino de la ciudad de Gandía, en Valencia. En ese momento un golpe seco y fuerte hizo que todo se quedara en tinieblas.
Despertó a las ocho de la mañana. Estaba en su cama del piso de Badajoz. Todo había sido una pesadilla.

 Sin embargo, a las cinco de la tarde, llamó Inga, estaba en Barajas y preguntaba por él.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 19 de octubre de 2013)

20131014

A LAS DOS, DE UNA NOCHE CERRADA


No ha mucho tiempo, en la ciudad donde nació Agustín, hijo de abogado y nieto de boticario, en la torre del Ayuntamiento había un carillón que tocaba las horas con la misma melodía que el Big Ben de Londres, la llamada Westminster. Cuando digo las horas me refiero a todas, las del día y las de la noche, y a los vecinos de plaza y calles colindantes no les importaba la musiquilla. Se habían acostumbrado a ella por su dulzura  y parecido a una pequeña conversación intimista, con  firme conclusión con las campanadas; así pues las tomaban como un elemento más de la vida de sus casas. Él no vivía cerca de la plaza, pero su tía Evelia si, y muchos sábados, cuando era un muchacho, se iba a comer con ella y pasaba la noche y el domingo para acompañarla. Le gustaba sus comidas, su conversación llena de relatos de su infancia y de sus aventuras de la Guerra Civil, pero sobre todo, que le dejaba entrar en su biblioteca, una enorme habitación llena de estanterías hasta los altos techos, cargadas de libros, revistas antiguas y una muy nutrida colección de litografías del siglo XIX, que eran una crónica y reportaje de la vida de las ciudades europeas en esa época. Nunca se aburría allí y más de uno de esos días, de los que fue, se quedó dormido después de comer en el suelo, sobre la gran alfombra persa de vivos colores, con un libro que estaba leyendo en la mano.   Su tía pasaba la sobremesa sentada en un butacón, junto a un mueble con radio y tocadiscos de muy buena calidad y sonoridad. Oía los conciertos de Radio Nacional hasta que la modorra le hacía dar una brusca cabezada que la hacía despertar. En la biblioteca fue descubriendo, unas veces los mares del Caribe o del Índico, con Salgari, otras los viajes que  Julio Verne le fue contando en sus libros. Luego, mas tarde, cuando ya había cumplido sus catorce años, le cogió afición a las novelas policíacas de la serie negra americana y las intimistas de los británicos de Conan Doyle o las de Edgard Wallace. No paraba de leer novelas una detrás de otra con avidez casi obsesiva, y, a veces confesaba a sus amigos, que era una forma fácil para huir de la realidad que no le gustaba demasiado. Tanto leía, que su tía le llegó a llamar la atención para que sin, dejar de leer, cumpliera con sus obligaciones de estudiante. Uno de esos sábados que durmió en casa de su tía, y pese que él ya estaba acostumbrado al carillon y no le interrumpía el sueño, que cogía con facilidad después de su intensa actividad en la tarde y de terminar con una novela en la cama, cuando estaba profundamente dormido, en noche muy cerrada de invierno, a las dos sonó el carillón para dar la hora y se despertó. Tenía mucho frío. Cosa rara porque encima de él había un gran edredón de plumón de pato, totalmente hinchado, que se había traído su tía Evelia del Tirol, en un viaje que hizo con sus compañeros, profesores del Conservatorio, y con el que se pasaba la noche muy calentito. Pero por algo que él no llegaba a comprender tuvo frío. Lo primero que pensó es que había cogido un catarro y debía tener fiebre, pero no, no tenía la sensación de congestión, ni le dolía la garganta y mucho menos le moqueaba la nariz. Así que pensó ¿que esta pasando? Y trató de dormirse de nuevo. Pero nada, no podía. La casa estaba en silencio, la calle también. Algún mueble chasqueó sus maderas,  y un gato que debía estar en la azotea, dio un maullido espeluznante y lo oyó salir corriendo por los tejados. Volvió a llenarse toda la habitación, la casa y la calle de un silencio profundo que le daba por pensar en todo lo que le daba miedo y servía para que Agustín no pegara ojo. Así estaba, y a la media hora aproximadamente empezó a oír unas voces que susurraban en voz muy baja. Prestó oído y  le pareció oír: - Ten cuidado, que el chico esta despierto. Hay que darle un buen susto a ese que esta intentando entrar en la casa, no es buena gente, es peligroso. Mira, lleva un cuchillo y una pistola en la bolsa. Algo hay que hacer. Podíamos darle una advertencia al oído a ver si se asusta y sale corriendo. – Vale yo lo hago que a mi me resulta fácil.
Estaba oyendo estas voces susurrantes cuando oyó un grito aterrador en la escalera de la casa y una persona bajando corriendo los escalones y dar un portazo en la puerta de la calle.  Después oyó también como su tía se había despertado y le estaba llamando: - Agustín, ¿estas bien? ¿Que pasa?, En unos segundos abrió la puerta de su cuarto y le dijo: ¿has oído eso? Ha sido en la escalera. Voy a llamar a la policía. Creo que había alguien que ha entrado en la casa y  estaba en la escalera. Después de esos momentos de susto, los dos se fueron a la biblioteca y se sentaron a tomarse una infusión que hizo la tía. Allí esperaron a la policía. Cuando llegó, comprobaron los agentes que, efectivamente, habían forzado la puerta de la calle y que en el hueco de la escalera había un bolso con herramientas para quebrantar puertas, un cuchillo y una vieja pistola. Se sorprendieron los policías que huyera el intruso dando un grito y corriendo despavorido sin que ni tía ni sobrino se hubieran enfrentado con él. ¿Que le había provocado tanto temor? Agustín estuvo tentado en contar lo que había oído a esas voces susurrantes, pero lo pensó mejor y calló. Después de todo ¿que iban a pensar de eso?, ¿que se lo estaba inventando? ¿Que había otros intrusos que les defendían? Pasaron los años y Agustín siguió yendo a casa de su tía, leyendo los libros de su biblioteca y durmiendo sin atender al carillón, salvo cuando oía las voces, que previamente era despertado por su melodía. Nunca más tuvo miedo de los susurros y estaba convencido de que se trataba de gente de la familia, ausente ya desde hacía años, que velaban por ellos.

Cuando fue mayor, pensando en estas cosas que le ocurrieron le dio por pensar más de una vez ¿y si todo fue producto de mi fértil imaginación, y las lecturas me provocaban alucinaciones? Pero esta explicación nunca le terminó de convencer.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 12 de octubre de 2013)

20131006

LA CAJA DE MADERA DE BALSA



Una tarde de otoño, la luz entró en su despacho triste y apagada. Con la ansiedad, quizá angustia, Juan intentó sosegarse después del disgusto que acababa de recibir. Las últimas llamadas de teléfono de Aurelio, el procurador, seguía resonando en su cerebro: “Juan, yo creo que te los di a ti hace días...”; y después: ” ...no sé Juan, yo creo que quizá los tenga yo, si tu no los tienes...” mas tarde: ” Juan, no te preocupes creo que todavía tenemos plazo para poder pedirlos de nuevo...” y finalmente retumbaba en su cerebro: ”Juan yo creo... yo creo...” Era el cuarto asunto que se venía abajo, cuando estaba bien amarrado. Precisamente este, del que podía conseguir la mejor asesoría que jamás podía haber soñado. La que acabaría con el alto estrés y preocupación que había acumulado durante veinticinco años. ¿Era despiste de Aurelio o suyo? Las copias de las facturas, cotejadas; la prueba de la reclamación por daños, no aparecían. Claro que si no se hubiera distraído con el viaje que hicieron al pueblo, para desalojar la casa del abuelo que iba a ser vendida, no los habría perdido de vista. Desde ese mismo día todo empezó a descabalarse. Con la cabeza como una olla a presión no podía ni pensar, y el tiempo se desbocaba a galope. No podía acudir a su padre, siempre distante. Desde que se murió el abuelo, cuando él tenía ocho años, se volvió retraído y no se aventuraba a dar el más mínimo consejo o pronóstico. Mejor era no consultarle nada. Tampoco le dijo gran cosa cuando se jubiló y le entregó la llave del despacho, como entrega simbólica del bufete; ni el mas mínimo consejo; ni advertencia; nada. Su madre le dijo que la pelea con su padre, días  antes de morir y en la que se retiraron la palabra, le había marcado para siempre. Se lo repetía de vez en cuando: “Juan,  tu padre te quiere mucho, pero desde que le ocurrió aquello con tu abuelo, no se compromete con nadie por miedo a meter la pata”. Laura, con la que siempre pudo contar, su mejor amiga, no quería hablarle. Temía una relación. Pensó que tendría que recurrir al abuelo. Estaba muerto pero sabía que podía recurrir a él. Alguna vez lo había hecho. Por alguna razón en ese momento se acordó de eso y de los recuerdos que guardaba. Se dirigió a la librería y del tercer cajón de la izquierda sacó una caja de madera de balsa, con un pequeño cierre de latón. Era una vieja caja de puros canarios, de una casa fundada en 1885, con un grabado a fuego en la tapa, por fuera y por dentro, con un escudo rodeado de hojas de tabaco, y la marca en el centro. En ella había unas viejas gafas de concha, redondas; un reloj parado a las cinco y tres minutos y una medalla de bronce, que le había dado Alfonso XIII. Lo que tenía del abuelo. El fondo estaba forrado con un trozo de una hoja de una revista antigua. Se quedó mirando aquellos recuerdos, y un instante después, en el silencio de su despacho, con la tibia luz que salía de la lámpara de la mesa, tamizada por la pantalla de papel encerado, notó una brisa fría. De nuevo, sintió como le cogían, con suavidad, por debajo de la barbilla y como, con un dedo, posiblemente el pulgar, le acariciaban la mejilla derecha. Era el abuelo. El siempre le acarició así. Lo sintió  igual a los pocos días de su muerte.
Efectivamente, el 14 de noviembre de 1954, domingo, a las nueve de la noche un frío intenso le ocupaba toda la espalda hasta hacerle tiritar y sus ojos dilataban sus pupilas, escudriñaban las tinieblas que se abrían mas allá de las dos puertas que tenía la habitación. Parecía que algo o alguien le acechaba presto a sustraerle toda la tranquilidad y la seguridad que necesitaba y que veía perdidas. Ese día, cuando más asustado estaba, pensaba en el espíritu de su abuelo y en la posibilidad de que pudiera aparecer; su reciente muerte, dos días antes, lo hacía presente. Sus pulsaciones subieron hasta sentirlas en las sienes y en sus muñecas, apretadas por la camisa. De improviso, una mano fresca, como la brisa del alba, le cogió la cabeza por debajo de la barbilla, acariciándole la mejilla derecha con un dedo, el pulgar. El miedo que le agobiaba  desapareció sin saber cómo. Era el abuelo. Solía acariciarle así desde que era muy pequeño. Una gran tranquilidad le invadió el cuerpo, que relajó. En ese momento se acordó de la caja de madera de balsa, en la que el abuelo guardaba sus recuerdos junto a las gafas y el reloj. Hombre de pocas cosas, que disfrutaba como si fueran sus talismanes, y con grandes sentimientos. Un día, en vida, le dijo a él, su nieto, que la caja con todo su contenido sería para él. Así lo dejó escrito, cuando previó su fin, en la tapa de la caja, por dentro, con una nota pegada con adhesivo: “Para el chico”.

Ahora, cuando ya era mayor, tenía otra dimensión la caja de los recuerdos de su abuelo. La guardaba en el lugar donde pasaba la mayor parte del tiempo, en el despacho de su bufete. Le servía para dar algo de humanidad a la ingente cantidad de papeles, expedientes de pleitos, y libros de leyes, que lo abarrotaban. En la caja: el reloj, la medalla, y las gafas del abuelo. Lo cogió todo para verlo y tocarlo con detenimiento, bajo lámpara de la mesa; solo hacerlo le tranquilizaba. Estaba en ello cuando una creciente curiosidad le hizo reparar en el trozo de revista, posiblemente el “Blanco y Negro”, que forraba el fondo de la caja. Lo sacó y descubrió que, debajo de él, había un sobre cerrado. En el sobre una nota: “Para mi hijo Juan Manuel”. Llamó a su padre, le explicó lo sucedido y le faltó tiempo al hombre para llegar a por la carta. Nada mas llegar la cogió con ansiedad, no disimulada, y la leyó en silencio. Lloró amargamente, sonriendo entre sollozo y sollozo. Le decía que aunque estuviera disgustado seguía queriéndole más que a su vida, y que sentía un gran orgullo por él, incluso cuando sacaba su fuerte carácter y les enfrentaba. Solo con ver la cara de su padre, Juan comprobó que la carta del abuelo le devolvía la confianza perdida. Volvía a recobrar las fuerzas que perdió hacía más de cuarenta años. Tanto fue así que se permitió la licencia inusual en él, en recomendarle cómo debía llevar algunos asuntos en los que a su juicio, no estaba muy fino. Se despidieron con un abrazo. El, guardó la caja en la librería, donde habían dejado los libros que habían traído de la casa de su abuelo y, en ese momento, descubrió que allí, en una carpeta, estaban las facturas perdidas. 
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 28 de septiembre de 2013).