20130430

La amenaza del cutter


Contó Miguel, un chico de treinta años y con mucha vida interior, que un día de octubre, la luz de la mañana le alumbró a las ocho. Al encender la radio,  oyó las noticias con poca atención hasta el momento en que dijeron las de sucesos, especialmente la información de que, en el país, uno de ellos en su región, se habían descubierto a varios jóvenes asesinados, todos con cortes en la yugular, al parecer con un afilado cutter. No le dio mucha importancia, posiblemente por el tono de la noticia. Creía que era una de las que de vez en cuando conocemos y que las ves a distancia, sin que afecten demasiado. Mas tarde, a las diez, cuando iba en el coche, informaron que los asesinatos se habían cometido, en su totalidad, en sitios donde había mucha gente. Sin embargo, pese a la concurrencia, y sorprendentemente, nadie se dio cuenta de los sucesos hasta ver los cadáveres. Por la  forma de las heridas habrían sido sorprendidos y no les dio tiempo a defensa alguna. Esta insistencia en la información le hizo que se tomara interés e imaginó el momento, con la vida huyendo por la garganta abierta, mojando el cuello del caliente y vital líquido rojo. Lo contaba y me miraba con la angustia en sus ojos.
Como vivía solo y pensaba más de la cuenta, estas cosas le causan temor. Más cuando en la policía se mostraban bastante preocupados por la posibilidad de nuevos incidentes mortales.
 Como si la naturaleza estuviera en los hechos, por la tarde de aquel día se hizo la oscuridad casi cerrada con unas nubes negras, cargadas de agua, oscurecidas por su tremenda densidad que cerraban el día tres horas antes del atardecer. El viento de la tormenta que se echaba encima movía su pequeño coche cuando llegó al centro comercial. Debía comprar las cosas de la comida del día siguiente, e iban a cerrar. Subió deprisa desde el aparcamiento y, nada mas llegar arriba, con un enorme trueno, se apagaron las luces. Ni siquiera las de emergencia funcionaban y el centro comercial había quedado en penumbra, casi oscuridad, en la que con dificultad se podía ver para caminar. Se oían algunas voces hacia la salida. Conversaciones lejanas,  pasos, cierres y el arrastrar de  carrillos. El silencio se iba adueñando del edificio. Su respiración tomó cuerpo y los pasos con las pulsaciones fueron marcando, pausadamente primero y aceleradamente después, su progresiva inquietud. No vio salida y el miedo a ser tomado como furtivo ladrón se trocó por terror cuando oyó pasos entrecortados, nerviosos, de unos tacones que no contestaron a sus preguntas: ¿hay alguien? dijo. Solo hubo silencio.
De improviso, en el cristal de la tienda de móviles vio su cara, como congelada en blanco y negro, que le miraba. Parecía la que buscaban en toda Europa por asesina en serie. Hábil con el cútter y un largo punzón de sangrar carnes.
Miró buscando salida, pero no pudo mover los pies. Se agarró al quicio de la puerta y a la esquina del comercial mas, pese a todas sus fuerzas, no podía mover los pies.
Quería pedir ayuda, pero no pudo sacar ningún sonido de la garganta. Solo podía mover los ojos, angustiado… no, no, no podía moverse. Estaba inmovilizado de terror. No podía chillar, ni moverse del sitio. Escuchaba el silencio y luego roto por el suave arrastrar de unos pies que se acercaban. El frío de su frente se le fue hacia el corazón que no atendía a razón alguna. Sentía como un caliente líquido corriendo por su piel. Súbitamente la vio, la tenía frente a él y le sujetaba el brazo. Metió su mano por su cintura y levantó la otra con algo brillante. Pensó en el cutter. Le cogió la cabeza y acercándola suavemente a la suya, cuando creía que le iba a hablar quedo y sintiendo su aliento… le besó suavemente, con los labios frescos, tiernos y entreabiertos. En ese momento se le empezaron a movilizar todos los miembros del cuerpo. La miró a los ojos y sonriendo dulcemente le dijo: Miguel, te he estado viendo todos los días que venías a comprar y estaba obsesionada con besarte. Me atraes mucho y creo que me estoy enamorando de ti. Si te parece bien, en el bolsillo te he dejado mi teléfono. Llámame.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el día 27 de abril de 2013)

El criminal colmado a su gusto



Artemio vino al pueblo desde Villena y callaba sobre su origen. Se sabía por Leocadia, su mujer,  que era de allí y que su familia se dedicaba al comercio de cereales. Hombre inseguro, cerrado de mollera y escasez de razonamiento que sustituía por voces, y alguna violencia de vez en cuando.
El matrimonio duraba, por la paciencia de ella y porque no tenía medios ni ingresos dependiendo de él. Se sentía seguro al retenerla y dominarla, impidiendo que Leocadia trabajara en algún oficio, aunque lo intentó. Pasaron años y la convivencia se fue haciendo más dura, enojosa, y agotándose la paciencia de la mujer. Continuas amenazas, presiones y malos tratos dentro de la casa, no eran visibles en la calle, así Artemio tenía una fama de hombre atento, familiar y responsable.
Un día hubo una discusión sorda y violenta porque, según contaron, no había hecho Leo, que así la llamaban, una fuente de torreznos que era su plato favorito, del que solía despacharse a gusto, por ser tragón y ansioso. Cogiéndola de la camisa con fuerza, advirtió a su mujer que no iba a aguantarla más y que, pronto, un día se iba a sentir muy mal y no iba a saber porque era, pero que ya le pagaría unas misas cuando se muriera.
Leo, viéndose ya muerta, empezó a dar vueltas pensando cómo iba a evitar su desgraciado destino, sin poner en riesgo tanto su vida como sus medios para sobrevivir. Caviló mucho y, por más que lo hacía, no veía la forma de salir del grave apuro en que se encontraba, pasando los días de angustia en angustia y las noches enteras desvelada.
La última vez que le hizo tan grave advertencia el marido fue el día que le acompañó al Hospital de la capital a la consulta del cardiólogo, que acabó con una intervención urgente de Artemio al que hicieron una angioplastia, por tener lesión en el corazón en varias coronarias, una de ellas más obstruida que el silo de su patio, que desde que lo puso su abuelo nunca hicieron limpieza alguna. Al darle el alta, advirtió el médico a Leo, fuera de la habitación, (debió verla mas despierta que al ceporro del marido),  que debía el enfermo tomarse las pastillas y hacer una dieta muy severa sin grasas, salvo alto riesgo de infarto.
Al llegar a su casa, no fue más que cerrar la puerta y calladamente, como era su costumbre, para que no lo advirtieran los vecinos, volvió  a recordarle Artemio a Leo, con la cara más fiera  jamás vista, que sus días estaban contados.  Aguantó como pudo hasta que un día debió cambiar su fortuna porque se la veía más animada, recuperó el apetito y no se supo bien si era disimulo o por otra causa, pero hasta volvió a cantar como cuando fue joven; extrañamente, a Leocadia la vieron más dispuesta que nunca, menos angustiada y muy atenta con el marido al que daba puntualmente sus medicinas y le hacía las comidas sin que se quejara. Pero, lejos de lo que cabía presumir y pese a estos cuidados un buen día, dos meses después del alta, Artemio se vio con sudores y un dolor muy intenso en el pecho y, cuando llegó la ambulancia, había pasado a mejor vida y tanta paz encontró como descanso dejó.
Años después, estando a punto de morir Leo, ya vieja, rayando los 88 años, en confesión le dijo al cura el gran secreto que había tenido oculto desde que murió el marido, hacía más de 45 años. No le dio todas las pastillas, le privó de las del colesterol y le había preparado para la cena, todos los días, una fuente colmada de torreznos bien cargados de tocino entreverado.
 Le había salido bien el crimen perfecto, pensó, y quien sabe si, por ello, salvó su vida.

(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real, el día 20 de abril de 2013)

EL ECTOPLASMA SÓLIDO


Os lo voy a contar, pero luego no me digáis que son las tontunas que tengo o que se me ha ido el pisto, porque no veo en ello ganas de sobresalir ni de fantasear, que no están los tiempos como para eso.
No hace mucho que voy por las mañanas sobre las once a la misma cafetería en la plaza y fue allí donde sucedió todo. Soy observador. No sé si por que soy de natural curioso o es adquirida  condición por mi afición a la escritura pero, por ello, un día en que el cielo se había cubierto de negras nubes, tan negras que, en plena mañana, pareciera anochecida, y en el instante que, por algún lugar de poniente, se abrió la luz trocando la mañana en tarde avanzada, entró a las once y diez uno de los que en los pueblos llaman mozo, con calzones anchos de pana, camisa de varias décadas atrás y no muy bien aseado. Las botas bajas llenas de barro viejo y manos grandes, fuertes, gastadas por el trabajo duro, con las grietas que causan el haberlas dejado secar más de una vez al aire. Nada mas llegar, se sentó con una pareja que estaba hablando en uno de los rincones. Debían conocerse, pensé yo, porque no vieron extraña su visita. Participó él en la conversación haciendo observaciones y le dijo a la chica que se recogiera la cinta del pelo que se le había caído hacia atrás, lo que ella hizo sin mirarle al momento. Me diréis ¿y que hay de extraordinario en ello? Pues sí lo hay, como voy a contar lo mas objetivo posible.
Esto que cuento se volvió a repetir con más gente. Se levantó de la mesa y se sentó con una mujer, sin que le extrañara, que estaba con su hijo pequeño al que atendía de vez en cuando inclinándose sobre el cochecito. Ella, habló por teléfono y cuando se preguntó algo, el mozo le contestaba con la solución y ella se hacía cargo de lo dicho y lo repetía ante su interlocutor al otro lado de la línea. Lo mismo ocurrió con dos señoras que se sentaban cerca de donde yo estaba, y donde terminó por sentarse sin que, como en las otras ocasiones, les extrañara su presencia. Él hacia observaciones y las señoras se hacían eco de las mismas sin ni siquiera poner la mínima objeción. Les advirtió que se les estaba acabando el tiempo para  acudir a una cita, debía conocer eso de antemano, y ellas, recordando la misma, se levantaron recogiendo con prisa, incluso le contestaron con la mirada perdida hacia la concurrencia, con un “hasta luego” cuando él les dijo adiós.
 Pareció que era yo el único que se sorprendía con este deambular de mesa en mesa de tan curioso personaje, y el único que parecía verle, puesto que era el único que le miraba, no así los que compartieron mesa con él, aunque parecían contestarle. Tan interesado estaba en verlo de cerca que cuando creía que se iba a ir, me levanté para acercarme y me arrepentí de haberlo hecho. A dos metros de el, sentí escalofríos intensos y un olor especial. Lo que es peor, estando en la misma línea recta hasta el espejo de la pared, me vi reflejado, junto con todos los que estaban a mi lado, pero él no estaba en la imagen. ¡Mierdas! Me dije, con el pulso a cien. Estuve parado allí sin que las rodillas respondieran a mis ganas de salir corriendo. Se fue tan tranquilo como entró.
Dicen los entendidos que han estudiado estas cosas que se debió tratar de un ectoplasma, es decir un cuerpo entero que se semimaterializa, provistos de vida propia, hablando y caminando con total independencia del médium que lo provoca. Es decir, un espíritu llamado y sin control del que lo llama. ¿O el ectoplasma soy yo?..

(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el día 13 de abril de 2013).