20130629

El misterio de la niña evanescente


El abuelo Julián, cuando estuvo viviendo de joven en la ciudad, arregló una casa que antes fue un inmueble de robusta fortaleza, muy cerca de la Plaza Mayor y entre ésta y la plaza de la Imprenta. Era uno de los inmuebles desocupados en el centro de Ourense durante la Dictadura de Primo de Rivera, que compró don Julián con la intención de hacer allí su residencia hasta acabar sus días. Luego, la vida le llevó a Madrid. Como iban cambiando los tiempos y no precisamente para estar muy tranquilo con la seguridad del país, antes de que llegara la República hizo una reforma muy seria y dejó la casa como una mansión sólida y de elegancia envidiable. La fachada de piedra de granito estaba rematada por el mas puro estilo gallego, con detalle en las esquinas a semejanza de las saeteras de un castillo, ciegas con piedra de mármol. Por dentro era muy acogedora y no había ninguna habitación sin uso, ni que sobrara o supusiera desmesura. Don Julián pasó los últimos meses, antes de irse de viaje por el mundo con unos compañeros de estudios, dedicado a su nieta Martina. Una inteligente niña de cinco años que estaba loca por la compañía de su abuelo. Él, que encontró en su nieta una inteligencia fuera de lo común, le fue contando, no solo relatos de la literatura tradicional gallega y europea, sino todos los consejos sabios que la experiencia le fue enseñando a él. Se pasaban el día yendo de habitación en habitación, como si lo hicieran de país en país, sumidos en todo tipo de aventuras. Le leía siempre un libro de Walter Scott, adaptado para niños, que le  compró y le encantaba: Ivanhoe. Terminaban siempre en la torre, así llamaban a la habitación pequeña más alta, desde la que se podía ver casi toda la ciudad. Así pasaron los días hasta que un día el abuelo retornó a Madrid para su viaje.  Para suplir la compañía del abuelo llegó, desde Allariz, Nerea, una prima de su madre que apenas tenía diez y seis años, pese a su poca edad tenía al parecer buena mano con los niños y necesitaba estar en la ciudad para seguir con sus estudios. Nerea cuando volvía con la niña del colegio, donde estudiaban las dos, se pasaba las horas muertas con Martina, incluso compartiendo las horas de estudio. Lo curioso era que más parecía que la niña enseñaba a jugar a su tía segunda que ésta a la niña. Todo iba bien hasta que un buen día cambió todo y la preocupación fue adueñándose de la casa.
Aquel día estaba Martina en su cuarto, donde la acababa de dejar Nerea y cuando la llamaron para cenar, no contestó. Subió Mercedes, su madre,  preocupada por si le había ocurrido algo, pero en su cuarto no estaba, empezó a llamarla por toda la casa elevando la voz y conforme la preocupación iba aumentando, su padre y Nerea se incorporaron a la búsqueda. Por mas que la buscaron no estaba en la casa. No pudo salir de ella porque ya habían cerrado las puertas con llave y, en todo caso, la niña no podía alcanzar a abrirlas. A la hora de la búsqueda, su padre, Martín se puso tan descompuesto que en menos de diez minutos había estado hasta en la policía; allí intentaron tranquilizarle diciéndole que esperara, porque lo normal es que Martina estuviera dentro de la casa escondida en algún lugar. Buscaron por toda la casa, debajo de las camas, en los armarios, en los baúles, en cajas de cartón grandes, en la despensa, en fin, en todos los lugares en los que podía caber la pequeña y que tuviera fácil acceso pero con resultado negativo. Cuando menos lo esperaban, de improviso, se oyó la voz de Martina y estaba en otra habitación y planta de donde desapareció, como si no hubiera ocurrido nada. De poco sirvió preguntarle donde había estado, lo más que decía era, como cantado: -Martina estabaa en casaaa. Con papáa, con mamáa, con Nereaa.
No dijo más. A partir de ese día, todos los días, a la hora más inesperada, volvía a desaparecer.  Estando en el salón, en el dormitorio que ocupó su abuelo, en el suyo  y, desde luego, cuando la situaban en la torre. Allí donde estaban con ella, si dormían o tuvieran que salir a cualquier cosa, cerraban con llave la habitación, pero aún así desaparecía. Y poco después, volvía a aparecer. Algunas veces cuando sus padres o Nerea se quedaban dormidos, se despertaron con un pequeño ruido que creían atribuir a la puerta que se cerraba. Pero la puerta estaba ya cerrada y con llave echada. La buscaban por donde la habían visto la última vez pero, como la niebla de noviembre se disipa con la tarde, así, ella no se volvía a ver. Se desvanecía sin dejar mas rastro que algún juguete o prenda que llevara en ese momento. Luego, sin saber cómo, aparecía en la casa en cualquiera de esas habitaciones o llamando desde la escalera. Le preguntaron una y otra vez. Martina seguía jugando ella sola a las aventuras de que le había enseñado su abuelo. De vez en cuando hablaba con su lenguaje de nombres raros, que les extrañaban, como Cedri de Rotevu.
A la semana, pese a la preocupación por lo extraordinario del fenómeno que observaban con la Martina, parecían haberse hecho a los acontecimientos y ya no lo comentaban fuera de los muy anchos muros de la casa nada de lo que ocurría. Martín, el padre de la niña, se pasaba las horas muertas ante el ordenador buscando explicación en las páginas de parapsicología que encontraba en Internet, pero no encontraba nada parecido. Hasta que un buen día, llamó el abuelo Julián desde Buenos Aires y, cuando le contaron lo que pasaba, les dijo riéndose: Ja, ja ,ja, que chica esta… no, no pasa nada; claro que os debía haber dicho a vosotros el secreto de la casa. En las esquinas, hay en cada planta un habitáculo secreto que se accede desde las librerías que hay en cada una de las habitaciones que dan a la esquina,  conectados por una pequeña escalera de caracol. Se iluminan los habitáculos por las saeteras, que solo están cegadas con alabastro traslúcido, no con mármol. Pulsando el resorte del listón de la izquierda de las librerías se accede. En ellos,  jugaba yo con Martina a las aventuras de Ivanhoe. Por eso decía ella lo de Sir Cedric de Rotherwood.

 Así pues, desvelado el secreto, todo vino a la normalidad y Martina, la niña evanescente, siguió jugando a sus aventuras
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 28/6/2013).

La voz del secretario

A las cinco de la mañana estaba Cirilo esperando a su compañero en el bar. Acababan de abrir y el café que le dieron sabía a rayos. Tenía todas las grasas acumuladas del día anterior la cafetera y aún no se había aliviado de ellas. De todos modos, caliente, y con una tostada con aceite de oliva entraba con facilidad en su cuerpo quebrantado por el madrugón. Como sabía que era poco para él, Manolo, el dueño del bar, le acababa de hacer un par de huevos fritos a los que estaba dando cuenta sin pausa. La calle estaba en silencio, no muy lejos se oían ya a los mirlos preparar la amanecida con sus parloteos confidenciales, y los coches aparcados yacían dormidos con los ojos abiertos. Pensó Cirilo que lo que le habían encargado era lo más extraño que le habían dicho en su vida. A nadie se le ocurre pensar que buscar la manera de evitar que se movieran las cajas del archivo, tuviera que hacerlo tan temprano. Quizá estuviera pensando el Oficial Mayor que había alguien que se introducía por la noche y trasteaba entra las cosas del archivo. Temían en el Ayuntamiento que se estuviera robando documentación valiosa. El caso es que una vez que terminó su tempranero desayuno, como vio que no acudía su compañero, le llamó con el móvil y éste le dijo que no podía ir. Se había puesto enfermo con una enterocolitis. Se levantó de la mesa, le dio una voz a Manolo que estaba en el interior, preparando la bollería para el bar, y cuando salió se despidieron. Anduvo Cirilo por la calle Pedrera absorto en todo esto que le ocupaba, lo que hacía que andara como perdido, con la vista en el infinito, moviendo las piernas como un autómata y sin demasiada prisa. Las calles en silencio; un gato cruzó rápido y se detuvo en la acera de enfrente quedándose mirando muy fijamente, cuando él le miró se le erizó el pelo al felino y con un rugido espeluznante dio un salto y salió corriendo hacia la primera bocacalle. En ese momento, una súbita brisa fría le paso rozando empujando suavemente su cuerpo. Sintió escalofríos y le pareció que al oído le decían: Pero… me mató… Se sintió mal. Miró hacia atrás y hacia todos los lados pero junto a él no había nadie. Aceleró el paso y en unos minutos escasos estaba en el archivo municipal. Cerró con llave la entrada y, una vez dentro se sentó en un sillón acomodándose con los auriculares de la radió puestos. Y esperó. Empezó a dar vueltas lo que le dijo la voz. ¿a que se pudiera referir eso de “pero…me mato?..
A las cinco, treinta y cinco minutos vio como se empezaban a mover unos legajos de la estantería de los documentos más antiguos y uno concretamente empezó a salir poco a poco hasta quedar fuera de línea, unos ocho centímetros, y se paró. Pese a estar aterrorizado, se levantó para ver qué pasaba y volvió a recibir la brisa fría que le envolvió, dándole un suave empuje que le hizo desplazarse un paso. Los auriculares enmudecieron y oyó con claridad: - Pero…me mató. Paresce non sirbieron años de leal servicio a don Juan y a don Enrique… é non façieron gracia ni audiençia. Cirilo se quedó paralizado por el terror que sentía, y, aun así, sin saber porqué, dijo en voz alta: -¿pero… quien… te matóoo?.. La brisa fría le envolvió de nuevo y se oyó claro: - don Pero. ¿Quién? Insistió Cirilo tiritando de miedo. La voz contestó: - Pero Díaz de la Costana. ¿Y qué quieres? Le dijo Cirilo. – Justicia…
Cuando llegaron las siete, ya amanecida la mañana, la ciudad ya daba señales de haber despertado. El movimiento de las calles  y los primeros empleados llegaron cambiando el silencio por animación. Entró el Oficial Mayor y vio a Cirilo pálido con los ojos espantados y recogido en el sillón con las piernas abrazadas, hecho un ovillo. ¿Qué pasa Cirilo? ¿Estas malo? El pobre Cirilo no se atrevió a decir la verdad. No le iban a creer y le tomarían por loco. Solo se le ocurrió decir para justificar su situación: He pasado mucho frío. Pero no ha pasado nada…
Cuando pudo dormir un poco en su casa, a media tarde, se fue hasta el ordenador y empezó a buscar en Google el nombre que le oyó a la voz de aquella noche. En un principio no salía ninguna referencia, pero al cabo de un rato, y después de ensayar diversas búsquedas, al asociar el nombre con los de don Juan y don Enrique, salió el nombre en un documento de los juicios de la Inquisición: Reverendo señor Pero Díaz de la Costana, liçençiado en Santa Theología, canónigo en la Iglesia catedral de Burgos, nombrado inquisidor del Tribunal de la Inquisición de Ciudad Real en 1483. Entre los condenados y muertos por el Tribunal, estuvo Juan González Pintado, Secretario que fue del Rey Juan II y de Enrique IV; fue acusado y muerto el 24 de febrero de 1484.

Cirilo estuvo meses pensando en cómo podría hacer que se hiciera la justicia que demandada el Secretario de los reyes. Porque siguieron moviéndose las cajas del archivo y revolviéndose la documentación. Finalmente acordó hacer algo insólito para él. Mandó una nota a los periódicos, pagando un anuncio destacado relatando la desventura de Juan González Pintado. Una vez se publicaron los anuncios, dejaron de observarse las perturbaciones en el archivo y nunca más se supo de cuanto ocurrió en él.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 22/6/2013).

20130615

SOUS DALLE


Ha llegado una carta certificada para el jefe, dijo la chica de la entrada a Manolo,  secretario de Alberto Baufontaine, el abogado del bufete de la planta 21. Se volvió hacia el mostrador y cogió la carta que le ofrecía. – ¿Cómo te llamabas? –Gema. Contestó. – Gracias Gema. La sonrió mostrando algo más que agradecimiento. Estudió el sobre mientras subía en el ascensor y cuando llegó al despacho ya sabía la mínima información para su jefe. Alberto, tienes una carta –dijo nada mas entrar- me parece que es de un notario de Ciudad Real. ¿No es allí donde vivía tu abuelo?- Claro- contestó- te he contado un montón de veces, cómo estuve viviendo con él casi diez años. Justo el tiempo que estuvieron mis padres en Australia, cuando destinaron a mi padre a la Embajada en Canberra. Los muy cabritos pensaron que debía hacer primaria y bachiller en España y me dejaron con mi abuelo. A ver, dámela.- Abrió el sobre y después de leerla se quedó mirando al infinito, pálido, con la carta suspendida de la mano y sin decir palabra. –Qué pasa, le dijo Manolo. –Mi abuelo Achille, se murió hace quince días y nadie me lo ha dicho. Un notario me comunica que me ha dejado su casa y una caja con cosas personales. Debo ir allí enseguida.
Por la tarde cogió el tren y, en una hora y cuarto, estaba en la notaría hablando con el notario. Era también el albacea nombrado por Achille, por lo que le dio la llave de la casa, un sobre con una carta y  un pequeño cuadro con un escudo heráldico en el que se veía tres hojas de mirto y una pluma de ave blanca, abajo se leía en francés: Sous dalle, sauvé de l'obscurité. Recordó que esas palabras las repetía su abuelo muchas veces y le contó que su padre, el bisabuelo de Alberto, Alexandre, le había contado a su vez que, tras ellas, estaba el mejor tesoro para un Baufontaine. El abuelo Achille se pasó la vida intentando descifrar en que podía consistir el mensaje del lema familiar y nunca lo consiguió. Al llegar a la casa, los recuerdos de la infancia se le agolparon. Se fue derecho al despacho de su abuelo, donde al parecer estaba la caja con los objetos personales, según lo dicho por el notario. En la caja, además de las gafas de su abuelo, un pequeño paquete envuelto con papel amarillo por el tiempo, que contenía todas las cartas que Alberto le había mandado en los últimos años, las plumas estilográficas y el reloj de bolsillo, había varios cuadernos en los que había estado haciendo sus anotaciones en su investigación del significado del lema. El abuelo Achille había levantado todas las baldosas de la casa y no encontró nada. Pensó el hombre que la palabra “dalle” se refería a “baldosa”. Incluso, según constaba allí, había levantado las del panteón familiar en el cementerio, pero sin ningún resultado. Cansado, se sentó Alberto en el diván del salón y pensando en todo; al poco rato se tumbó de lado y se empezó a dormir. Pasaron por su memoria todos los momentos mejores de su infancia, entre los que recordaba las noches de agosto, en el patio grande, tumbados en las hamacas, viendo las estrellas. Todas las constelaciones se las sabía de memoria por que se las había enseñado él. Recordó con claridad las comidas en el patio en primavera y verano bajo el toldo, así como lo pesado que se ponía él preguntando al  abuelo Achille qué había bajo la losa del rincón, la que tenía una argolla de hierro en el centro. Decía el abuelo que era una de las cuevas como las que hay en la Mancha en todos los pueblos y ciudades. Su padre, el bisabuelo, le había dicho que estaba inundada de las aguas subterráneas y contaminadas por las tuberías de aguas sucias. De  manera súbita pensó: ¡bajo la losa! “Salle”  ¡no se refiere en este caso a baldosa, sino a losa! Saltó del diván y cogió el móvil. Llamó enseguida a un albañil y por la mañana allí estaba con un ayudante despegando la losa y, con una palanca, levantando la enorme losa de piedra. Una vez abierta, un olor de pesada humedad subió desde las profundidades de la cueva. No había agua hasta arriba como le contaron al abuelo. Bajaron por la escalera, iluminándose con unas linternas y a diez metros del pie de la escalera se abría una enorme sala con estantes de obra llenos de telarañas. Se podía ver de todas maneras lo que había en los estantes, todos llenos de unas tinajas de barro tapadas con sus tapas de barro, selladas con cera y lacre. Habría unas doscientas tinajas de un metro y medio de altas. Por un momento se acordó del cuento de Aladino, pero aquello era muy real. Pensando en la seguridad, les dijo a los albañiles que ya había encontrado la bodeguilla de vino viejo de sus antepasados,  subió con ellos al patio, les pagó y se despidió de ellos. Llamó a  Manolo, su secretario, para que viniera cuanto antes para ayudarle.  Cuando estuvo solo bajo a la cueva, abrió la primera tinaja. Dentro había libros, treinta y un libros. Eran de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. Todos ellos estaban el en Index Librorum Prohibitorum, también llamado Index expurgatorius. La tinaja contenía Las Lettres persannes de Montesquieu, la Opera pósthuma de Spinoza, publicada en 1667, las Pensees de Pascal, los Ensayos de Michel de Montaigne, las Meditaciones metafísicas de Descartes y otros muchos, todos en aceptable buen estado, al haber estado en las tinajas cerradas herméticamente y protegidos por el barro con  su vidriado del interior y la cera de la tapa, también de barro vidriado por su parte interna.

Cuando llegó el secretario, hicieron recopilación de todos y resultó una biblioteca de 6.076 libros, todos ellos auténticas joyas y algunos de ediciones perdidas. Se hacia cierta la frase del lema en francés de la familia, cuya traducción era: Bajo la losa, salvados de la oscuridad. Tenía razón Achille, era el mejor tesoro para un Baufontaine.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 15/6/2013).

El celular

De una voz de Miguela despertó Álvaro de madrugada. Apenas entraba la luz por el cristal del transparente superior de la puerta. Se oían los pasos por el pasillo del ir y venir de Roberta, y su bajada por la escalera más que ruidosa. Nunca se cuidó la chica de guardar sigilo sabiendo que aun había en la casa gente si levantar. Bajó a coger el carbón de la carbonera, bajo la escalera, y, como no se guardaba, se oyeron por toda la casa las paladas del cogedor de hojalata con el que iba recogiéndolo en una espuerta de esparto. Se levantó Álvaro y abrigado con la batilla de franela se asomó al patio desde la ventana del corredor. Aun se veían las estrellas y pudo reconocer algunas de la constelación de Orión que ya quedaba casi por entero oculta por el tejado de la casa. Vió a Miguela que daba aire con el soplillo al brasero en el patio, haciendo extender las pocas brasas nacidas de la quema de unos hojas de periódico, levantando pavesas, iluminando el rincón del patio que aun no le llegaba la amanecida. La humedad del invierno aún no se había ido de los muros de la casa, que guardaban el frío. Cuando cantaba el gallo capón en el corral, oyó pasar un carro por la calle, y como empezaba a destemplarse se fué directo a la cocina, que siempre era el primer lugar en calentarse de la casa. Al entrar empezó a oír la radio que colgaba de la repisa con el tono muy bajo y apenas se oía fuera de la cocina. Billie Holiday cantaba The very Thoght of You. Siguió la melodía moviendo la cabeza de un lado a otro, mientras pensaba en cómo habría de ser el día que les esperaba y, sonrió.  En la pared, el taco del calendario marcaba el día: 30 de mayo de 1956.

El coche del su tío llegó puntual y, también puntual, fue la bajada de la cesta de mimbre con la comida y los platos dentro. La metieron en el maletero y  subieron todos al coche, perfumado como siempre con el acostumbrado olor a gasolina. En diez minutos estaban en la huerta donde ya esperaban todos los de la familia de su tía Amalia. El coche volvió a por más gente de la familia a la ciudad.


 Mayo había llegado allí con fuerza, en los campos de cereal se veía enrojecido  por las amapolas que se movían con la brisa y  en el borde del camino las flores silvestres estaban en sazón. Sin embargo hacia bastante fresco, lo que no parecía indisponer para la comida campestre. En pocos minutos, bajo la melia grande, se fueron disponiendo en batería las hamacas para los mayores, mientras los chicos hacían una completa inspección de la finca buscando maquinar aventuras sobre la marcha. Se fueron sentando en las hamacas según iban llegando, unos con el periódico, que en sus titulares decían de las inundaciones de Calatayud y de la visita del Vicepresidente de Brasil, Joao Goulart, recibido por  el ministro de Exteriores Martín Artajo;  otros con libros, todos con el firme propósito de descansar y dejar  en la ciudad sus preocupaciones. A las doce y media estaban todos al completo, justo cuando por la linde del norte vieron a Porfirio. Inmediatamente todo se aplazó con el primer comentario de la tía Irene, siempre atenta a la marcha de los vecinos. – Por allí va Porfirio, el “iluminado”. – ¿Porque le llamas así? - preguntó el tío Miguel. – Bueno, es que siempre termina hablando de los avances del futuro y disparata lo suyo. Yo ya le he oído más de una vez, y la verdad es que todo lo que dice, pese a que lo fundamente con conocimiento, no deja de ser un disparate, una locura.- Contestó El tío Alberto, dueño de la huerta. –Dejaros de misterio y contad, que queremos saber por que se le tiene puesto ese mote. –Convinieron los demás. Y tomando la palabra Alberto, resumió el asunto. –Dice que dentro de algunos años, todos tendremos en el bolsillo un teléfono,  y que con él podremos enterarnos de cualquier cosa que nos interese, vamos como si tuviéramos la Biblioteca Nacional a tiro. Además de poder poner mensajes que no nos costará una peseta y mandar cartas instantáneas. Según él los teléfonos dispondrán de muchos canales de frecuencia, de las ondas hertzianas, como las de la radio, con lo que se podrá conversar muchos con muchos, de forma como si fueran las celdas de las abejas, ya no funcionarán las emisiones de radio con lámparas sino con unas pequeñas celdillas con circuitos muy complejos, lo que facilitará su menor tamaño y la comunicación se verá incrementada geométricamente a través de las líneas de teléfono, poniendo en contacto a todo el mundo, sean servicios públicos o particulares. – ¡Dios Santo! Dijo Gregorio, el marido de la tía Irene. - ¡Que locura! Ese hombre… ¿cómo es que anda suelto?  ¡Ni que fuera el profeta Elías! ¡Todo eso no tiene ni pies ni cabeza! ¡Vamos, vamos!, todo esto es un disparate. Todos los demás rieron y  asintieron. –Bueno.- dijo Alberto. La ciencia esta progresando mucho, en Madrid ya están haciendo pruebas para la televisión, que dentro de unos años estará en cada uno de nuestros domicilios, quien sabe, a lo mejor no es ninguna quimera… Una sonrisa de incredulidad se dibujaba en todos los demás y con ella zanjaron el incidente, mientras Álvaro, que estaba escuchando detrás del tronco de la melia, pensó en cómo podría ser todo aquello. Recordaba lo que le había dicho su maestro: el principio de la ciencia es preguntarse cosas y buscar las respuestas. En ello estaba.

20130603

El Tapado


Daban las cinco y media en su reloj; cuando terminó de darle cuerda, acabó el desayuno que le había preparado Antonina. Muy fuerte para su estómago, castigado por los últimos trastornos ocasionados por su extrema preocupación por la situación social y familiar. Los huevos habían pasado bien pero el prosciutto se hizo resistir y allí se quedó en el plato de la vajilla de Capodimonte, haciéndose lugar entre sus flores estampadas. Entró el mozo y le dio el aviso que el coche ya estaba dispuesto. Poco después se deslizaba ladera abajo hacia los campos de cereal dorados por el sol y ahora sonrosados por las luces del alba. El coche se ceñía bien a las curvas pero tenia la suspensión mas dura que antes. Le habían puesto las ballestas nuevas y aun no tenían la suficiente flexibilidad.  Un halcón peregrino se hizo notar con su chillido y la sierra se encargó de repetirlo unas cuantas veces. Miró a la escopeta y la volvió a repasar. Los pistones corrían bien y estaba limpia. Una buena escopeta de dos pistones, inglesa, regalo del primo Cármine, en su parada en puerto, donde la compró.
Meditaba sobre las últimas noticias que llegaron de Caserta. Y la tensión que había en el pueblo con una creciente opinión favorable a la revuelta republicana de Garibaldi. Notaba que la gente le contestaba mal y ya habían roto los cristales de su casa tres veces. Pese a haber sido respetado hasta entonces, la airada y despótica respuesta de algunos terratenientes y miembros de la nobleza, nerviosos, cuando se enteraron que había entre ellos un “tapado”, habían levantado una contestación de los jornaleros y comerciantes que no auguraba nada bueno para él y su familia, al que encuadraban con todos los señores de la comarca.  Pero él no podía significarse, tendría que callar, pasara lo que pasara.
 De improviso oyó al cochero decirle: ¡don Calogero, vienen dos por la vereda y armados! El le contestó con tranquilidad:
 -Tu, a lo tuyo muchacho, ya me encargo yo de esto.
Asomó la cabeza por la ventanilla y los que venían llevaban las armas al hombro y se dirigían hacia el coche. En unos minutos se plantaron delante de los caballos y obligaron a parar. Uno de ellos cogió a las bestias por el bocado, sujetándolas con fuerza. Entonces don Calogero, asomó la cabeza y les dijo con tranquilidad: Id con paz muchachos, dejad paso que llevo prisa. Tengo asuntos urgentes en Caserta. ¿Qué es lo que queréis? Entonces, el que sujetaba los caballos los soltó, haciendo una señal a otro para que los sujetara y quitándose la gorra se acercó al coche.
-Don Calogero –dijo- me han dado instrucciones de que no salga nadie de la comarca, no puedo dejarle pasar. Vuélvase y quédese tranquilo en su casa.
- ¿Instrucciones? ¿Qué instrucciones? ¿Y de quien? ¿Para qué?, ¿Con qué fin? –dijo el caballero elevando la voz y haciendo notar que su enfado iba subiendo.
- No me han autorizado a dar explicaciones, don Calogero, pero seguro que se las darán, cuando sepan que esta su señoría en el pueblo.
- Mira muchacho, ¿como te llamas? – Ambrosio, señoría. – Pues mira Ambrosio, yo tengo que pasar, no puedo perder un asunto urgente en Caserta, y pueden ocurrir dos cosas: una,  que me dejes pasar y nadie sabrá que has incumplido tus obligaciones, o, segunda, que pase y tenga que daros dos golpes de pistón a los dos, con lo que seréis vosotros los que lamentareis el encuentro.
Diciendo esto, Ambrosio echó manos de su escopeta y, antes de que terminara de ponerla en posición de apuntar, ya tenía el cañón de la escopeta del caballero delante de sus narices. En un abrir y cerrar de ojos el cochero había atado a los dos y los llevaba hasta una encina cercana donde los ató fuertemente, de manera que los vieran los del pueblo cuando pasaran.
- Más vale que os inventéis una buena historia –les dijo- y que sea de bandidos, porque, si no es así, os van a coser a palos los cretinos que os han puesto en este aprieto. Y, ah, debéis saber, que en Caserta me encargaré de que os expliquen que no todos los señoriítos somos  monárquicos. Y, por eso mismo, es por los que estáis vivos. La revuelta tiene muchos detrás, y acabaremos venciendo. ¡Ale chico, dale a los caballos y arreando, que llevamos retraso!

En las calles de Annunciata se comentó al día siguiente el incidente de los dos hijos de Baldassare con unos bandidos. La semana siguiente marcharon los dos a Caserta a prestar servicio en las milicias de Garibaldi. Allí se encontraron con don Calogero, como comandante encargado de la intendencia del ejercito y responsable de que las fuerzas no tuvieran contratiempo alguno. Ambrosio y su hermano se pusieron lívidos al verle, hasta que les dijo: Qué, muchachos, ¿se os pasó ya el susto de los bandidos? 

Pues nada, cuidaros, que ya se sabe que por los caminos anda mucha mala gente…