20130714

LA CARTA



Abrió Heinz la puerta abatible del taller a las ocho en punto de la mañana. Agobiado por el próximo tráfico de la calle principal, se evadía pensando en la subida del día anterior al Parque Natural de Berchtesgaden. Desde que fue con sus padres no había vuelto. Se imaginaba ahora tan perdido en la ciudad como la liebre de las nieves que vio allá arriba, entre los compañeros senderistas. Tenia ganas de repetir el viaje a Baviera. Vivir unos momentos en la naturaleza era fuerza y ánimo para vivir en la ciudad. Una vez que ordenó las cosas del despacho, puso las últimas facturas en su sitio y las herramientas, que se había dejado el chico el viernes, una a una, en su sitio. Se puso el mono de trabajo y encendió la radio. Abrió la puerta del taller de restauración y tal y como le advirtió Rutger, allí estaba: un Renault Primacuatre de 1930. Su estado no podía ser mejor después de tantos años de abandono. No tenía demasiadas partes oxidadas, la pintura estaba casi entera y los cromados aún se conservaban bastante bien. Sin embargo era importante desarmarlo casi por entero para poner las cosas en su sitio como cuando lo fabricaron, sustituyendo aquellas piezas y componentes que pudieran estar en mal estado. Con sus enormes faros parecía mirarle con una enorme tristeza. Su aspecto era como el de un hermoso espectro que fuera consciente de estar fuera de tiempo. La verdad es que era un coche precioso. Abrió la carpeta que había cogido del despacho y leyó las órdenes de restauración. Le hizo gracia la frase final que había puesto el propietario: dejarlo como nuevo.
A las doce y cuarenta y cinco minutos tenía quitados los asientos, había arrancado el hule del piso interior, las alfombrillas, que estaban pegadas por la mugre y dejó el interior a la vista. Paró a descansar y echó un vistazo a todo el entorno para comprobar si habría que hacer algo más y, entonces es cuando la vio. Al principio creía que era una tela del interior de la tapicería, pero cuando se arrodilló y se acercó a ver la rendija en la que estaba comprobó que era de papel. Con mucho cuidado tiró de él y al sacarlo supo con sorpresa que era una carta. Amarilleaba tanto el papel que más parecía ocre que blanco. Efectivamente debía ser muy antigua, tanto por el tacto del papel del sobre, algo tieso, como por la oxidación de la celulosa del papel. La letra del exterior, algo corrida por la humedad pero totalmente legible, hablaba del destinatario. Herr Adelfried Schmitt, Ansbach Strasse 23, München.  ¿Adelfried Schmitt? Le sonaba ese nombre y no sabía de qué. Abrió la carta cuyo pegamento ya no hacía su función y con cuidado la desplegó. Dentro, además de un escrito, había otro sobre cerrado. Leyó: -Querido Adelfried, dale a Raymond esta carta que te envío porque no se donde está ahora. Se fue disgustado cuando no contesté a su carta porque no estaba en casa por esos meses. Tuve que ir a trabajar a Ginebra para un encargo urgente del Ministerio de Exteriores. Pregunté en todos los sitios, incluso en su casa de  Günzburg, pero no cogía el teléfono. Dile que le guardo las novelas de  Henry Miller. Él sabe lo que significa. Un abrazo. Senta.
  Se quedó pensativo y de pronto se le iluminó la cara: ¡Günzburg! Exclamó, este Sr. Schmitt debe ser el mismo que vino con el propietario del Renault. Se fue al despacho y llamó a éste. – ¿Herr  Khol? Mire, soy Heinz, del taller donde dejó a restaurar el Renault Primacuatre, quería localizar al señor que vino con usted, Herr Adelfried Schmitt, ¿se llama a si? Si, si, el mismo… no, no es para una cuestión particular, si, si…ah pues muy bien démelo… apunto (apuntó un teléfono) muchas gracias, si… si ya me he puesto con él, esta mejor de los que parecía, creo que quedará fenomenal, si…si... bueno, ya le llamaré si surge algún contratiempo, pero de momento todo va bien. Repito muchas gracias, hasta luego.
 Miró Heinz hacia el techo y le empezó a temblar la mano de puro nervio. El taller empezó a encoger y el tiempo a ensancharse. Cuando recobró el aliento, se fue al despacho y llamó a su hermano. ¡Chico!, haz el favor, ven al taller y sigue tú con el Renault del 30. Me ha salido un compromiso muy importante y me tengo que ir. No creo que tarde mucho. Recogió, cerró cajones y despacho y cuando bajó la puerta basculante, respiró el aire puro y fresco que venía de las montañas. Llamó al Sr. Schmitt. – ¿Herr Adelfried Schmitt? Si… dígale que se ponga…de parte de dueño del taller de restauración en el que estuvo el otro día con Herr Khol… (esperó unos segundos y habló) - ¿Herr Adelfried? Si soy Heinz, mire es que cuando estaba restaurando el Renault Primacuatre ha aparecido entre las rendijas de la carrocería, en la parte de los asientos de atrás, una carta que es del 16 de mayo de 1947, va dirigida a usted pero dentro había otra para otro…Herr Raymond… si, si la misma… de acuerdo… le espero en la cafetería que hay enfrente del taller, si, si la antigua… en media hora o tres cuartos… Estupendo. Le espero…De nada, pensé que podía ser importante… de acuerdo, allí estaré…
Tres cuartos de hora tardó Adelfried en llegar a la cita y venía con él otro hombre de la misma edad que él aproximadamente. Se presentó como Raymond Houber y se mostraban muy nerviosos ante el descubrimiento de la carta. Se la entregó a Adelfried, pues a él iba dirigida y éste le dio la suya a Raymond, que con mucho cuidado, pero sin esconder su impaciencia, la abrió enseguida. Conforme la iba leyendo las lágrimas le fueron acudiendo y al término miró a Adelfried y luego a Heinz y, queriendo hablar, no le salían las palabras. Heinz se retiró, comprendiendo que era cuestión muy personal y que él al fin y al cabo era un extraño. Se fue a su taller y con la satisfacción de haber hecho una cosa bien hecha emprendió de nuevo su trabajo con el Primacuatre.
Al día siguiente se presentaron los dos amigos a ver a Heinz y le explicaron el misterio. Raymond al volver de la guerra, estuvo buscando a su pareja, Senta y no la encontró, cambió de domicilio varias veces y no hubo manera de tener contacto con ella, cuando le escribió no le contestó y pensó que había cambiado también su vida y no quería saber nada de él, después de sus últimas discusiones. Adelfried recogió la carta de Senta pero la perdió. Nunca se figuró que podía estar en el coche. Heinz preguntó intrigado - ¿y en todos estos años no se han podido ver? -Si, - respondió Raymond - la localicé y nos casamos pero la carta de la que ella me habló miles de veces, era una pesada carga que hacía de nuestro pasado un punto oscuro, alguna vez pensé que no la había escrito. Ahora todas las sombras desaparecieron y ella me dijo ayer que respiraba tranquila. Gracias por dárnosla.  Ahora la pondremos con un marco y un cristal. Tiene un gran valor para nosotros. -De nada. Ha sido… un verdadero placer. Pero…oiga, perdone si es una impertinencia… ¿y lo de las novelas de Henry Miiller? –Ah bueno… eso es una cuestión estrictamente privada, personal, y totalmente indesvelable, je, je (y guiñó un ojo).Cosas nuestras. –Entiendo. Totalmente.

Heinz pensó: el azar, aquello que se conoce como contrario a lo que se determina, a lo consecuente, puede cambiar las vidas… y siguió pensando en las montañas de la Selva Negra.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 13 de julio de 2013)

20130711

El caso del nemuritor


A medianoche, un día de julio, estábamos mi vecino don Jorge y yo sentados con tranquilidad en su terraza donde me habló del Universo del que según él se extraen todos los misterios de la ciencia y de historia. Decía sobre los alquimistas, y de cómo la alquimia trataba de práctica protocientífica y disciplina filosófica que combina elementos de  química, metalurgia, física, medicina,  astrología,  semiótica, misticismo, espiritualismo y arte. Luego paso a la historia.   Mis conocimientos sobre historia no son pequeños aunque no soy una autoridad, ni mucho menos, pero lo que iba contando don Jorge eran cosas que jamás había oído, acontecimientos con detalle asombroso y con datos y citas que jamás había oído. Contó como en el siglo XVII un grupo de franceses, ingleses y holandeses desde la isla San Cristóbal en el Caribe empezaron comerciando con los galeones españoles y luego acabaron pirateándolos. A estos bucaneros, decía que los sorprendió Exquemalin haciendo grabados de sus habituales quehaceres de una manera tan precisa como ingenua. Don Jorge llamaba a los bucaneros con sus nombres y procedencia como si los hubiera conocido, como a Pierre Legrand, Fançois Lolonois, Bartolomé “El Portugues”, Rok Brasiliano, Montbars o Lewis Scott. Decía de este último que gustaba de comer la carne cruda, y de Brasiliano que en cuestión de compañía le daba a todos los palos. Lo que no deja de ser un chisme.
Oyendo estas cosas y otras, de la guerra de Sucesión española o de la primera Gran Guerra, se detenía en tantos detalles que parecía los hubiera vivido en persona. Cuando le pregunté cómo conocía tanto detalle de acontecimientos tan lejanos, en los que los documentos y archivos no suelen detenerse en contar, se sonrió. –Bueno. Dijo. –Yo no los he conocido, ni he vivido esos acontecimientos pero, como se que tu eres una persona seria y no cierras tu mente a las cosas que se salen de la normalidad, te diré que  sí conozco a una persona que ha vivido personalmente todo esto que te he contado.  Se hizo entre nosotros un silencio largo. Él me estaba dando tiempo para pensar y yo me lo estaba tomando. Luego con toda la carga de misterio asumida le contesté:- ¿Quién? – Te diré su nombre actual que no es el propio que tiene, y que solo él está autorizado para desvelarlo. Yo desde luego no, mientras no me lo autorice. Se hace llamar Monsieur Surmont. Y, si te interesa, le invito a cenar una noche y que te hable de todo lo que te pueda interesar. – De acuerdo. Le dije y poco después, cuando estaban encima, las estrellas Vega, Daneb y Altair, al frente de sus constelaciones, me retiré a dormir no sin la inquietud propia de estar ante un misterio que debía investigar, y del que , en principio no daba veracidad, pero tampoco se la quitaba.
Durante las siguientes semanas estuve indagando sobre el nombre de Surmont y entre las imágenes que daba la red estaba la de un hombre joven que me era muy conocido.   Saqué una copia y se la llevé a abuelo del primo Manuel. Pese a sus 98 años tenía la cabeza en muy buen estado y conocía prácticamente todo. Es de esas personas que se pasaron la vida leyendo y aprendiendo y ahora, lo que es la memoria remota, la conservaba en casi perfecto estado, escuchándolo los datos y referencia de todo lo que había vivido. Llegué hasta su casa, una de esas que nos hacen creer que empezamos a parecer hormigas, y Manuel me llevó directamente hasta la pequeña terraza, donde pasaba todo el día el viejecito viviendo sus momentos, cargados de amplios silencios en los que  removía sus recuerdos. Manuel me presentó y, nada verme dijo: -Joder Manolo, ¿como no me voy a acordar si le he llevado mas de una vez a la escuela? (y era verdad). Después, tomo la foto que copié de la red y mirándome me dijo: - Este es Surmont el amigo de mi abuelo. Era mucho mas joven que él, vino desde Inglaterra y nos contaba cosas prodigiosas como si las hubiera vivido sobre los acontecimientos del siglo XIX  y del XVIII. Fue alquimista famoso. La verdad es que nunca le creía hasta que el año pasado me hizo una visita y vi que estaba igual de joven que cuando yo era un niño. Creo que su verdadero nombre era el de un noble francés, pero en este momento no me acuerdo.

Después de confirmar mis sospechas, acudí a la cita con Jorge y con Surmont, puntualmente a media noche. Allí estaba. No aparentaba mas allá de cincuenta años, era fuerte y con la mirada profunda, con la serenidad que solo tienen los viejos muy mayores, los que vieron como pasaba la vida con todo tipo de incidentes, dramas, alegrías y conocimiento. Efectivamente, cuando habló de la Guerra de los Seis Días, en el Sinaí, hizo un paralelismo con la Guerra Madhista, de colonización del Sudán por los ingleses. Contó su presencia en Jartum con todo detalle y lo mismo cuando estuvo en la conquista de Umm Qatef y El-Arifh junto a general israelí, Sharon, en la de los Seis Dias. Vino a decir que, en todas las guerras, lo que hace perderlas es la soberbia de los que creen que antes de plantear una batalla la dan por ganada por creer que el número es lo principal. Después de oírle relatar los detalles de su presencia en la Guerra de Sucesión española, en la batalla de Almansa el 25 de abril de 1707, le pregunté por su verdadero nombre. Me dijo con una sonrisa: -Los nombres tienen una función cuando se es mortal, yo nací en Transilvania y lo diré en rumano, soy un nemuritor, que significa inmortal. Pero quizás vos haya conocido mi presencia con el nombre mas divulgado: soy el Conde de Saint Germain, y mi virtud está en eludir la violencia, mi vicio, tomar y nutrirme con la especial colación que descubrí ha muchos años, que me hace vivir permanentemente, hasta que encuentre algún sentido en no hacerlo. El misterio se había desvelado.
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 6 de julio de 2013)