20130826

LA ESCAPADA DEL ESLAVO

Decía Jorge que había vuelto a tomar el Metro y en la línea 3. Todas las mañanas iba al trabajo metido en el socavón como iba antaño a clase. Los coches son más modernos, rápidos, y tienen unos monitores sordomudos que van dando información sobre múltiples cosas, mientras arriba en la calle siguen los martillos hidráulicos torturando los oídos como entonces, en los calores del verano. Los vecinos de Madrid se están forjando para cuando sea viable la vida en Marte, una vez que se complete la terraformación del planeta. Los índices de acidez, contaminación, y luminosidad de la atmósfera madrileña, son un buen comienzo para preparase para el viaje.
Pese a todo las viejas casas del casco antiguo permanecen todavía firmes y con la misma apariencia que cuando todavía creía yo que no iba a envejecer nunca. Siguen oliendo a cocido, a humedad crónica y solo el sonido se ha visto cambiado por las nuevas voces que los pueblan.
-  ¡Mira mi amol no me hagas salil otra vez que ya vine de trael los mandaos! Oía por el hueco del patio. Seguía leyendo con más interés recuperando su antigua costumbre de escapar al mundo de las páginas. Solo le puede rescatar a Jorge con la promesa de volver a tomar unas cervecitas bien tiradas en la primera tabernilla que sepan hacerlo en condiciones.
La luz del mes de agosto seguía inclemente en las calles calentando el asfalto hasta el punto de licuación. Calor desde el suelo, desde los motores de los coches que pasan a oleadas soltando un abrasador aliento, y desde las rejillas del aire acondicionado que hacen mayor el infierno madrileño. Un día decidió ir de vacaciones con la esperanza de refrescarse con la brisa del mar. Lo dejo para después. Los vencejos que vinieron de África hace tiempo que planean por las calles al atardecer, junto con las golondrinas. No se oyen las campanas avisando de las novenas, pero aún hay gente que se sienta en las terrazas de las aceras creyendo que el fresco es una situación y no un producto directo de los cambios de aires. Por eso, como si fuera un tic o hábito irracional, se sientan y ponen cara de alivio fingido mientras hablan con gran lentitud de la última crisis que como todas las que han pasado parece no acabar nunca.
Un perro estaba echado en el umbral de un portal, aprovechando el fresco del las baldosas. Algo así es lo que decía que iba  hacer para descargar el cansancio y el estrés que había acumulado en todos estos meses de ajetreo. Se asomó como siempre al periódico, y lo cerró, no mas tarde, con el convencimiento de que todo es mejorable. Como siempre. Pero lo cierto es que cuando volvía a su casa, en la calle del Olivar, se cruzó de nuevo con el vecino. Un hombre con acento del este de Europa que siempre le saludaba con mucha amabilidad. Sabía su nombre, pero no me lo dijo por lo que mas adelante voy a contar. Tenía este hombre casi las mismas costumbres que Jorge, pero sus destinos de todos los días no lo eran iguales. Mientras Jorge iba al trabajo, su vecino cogía el metro en Lavapies y se iba al centro.  Un día que libró Jorge, se lo encontró en el barrio de los Austrias. Allí estaba, con sus vaqueros rotos y con dos amigos, una chica y un señor mayor. No parecían turistas y el vecino, al que voy a llamar Cyril, puesto que su verdadero nombre no lo digo, llevaba unos libros que al parecer habría comprado en el puesto del Pasaje de San Ginés. En ese momento fue cuando preguntó qué hacía Raimundo de Borgoña en Madrid en el siglo XI, en la conquista de Madrid, momento en el que al parecer se empezó a construir el templo. Se quedó conforme cuando se le dijo que Raimundo era el yerno de Alfonso VI.  Otro día estaba Cyril en Una tabernilla de la calle de san Pedro y disfrutaba de lo que le contaba un camarero asturiano que trabó conversación con el cuando peguntó por las fabes. El caso es que mi buen amigo Jorge, estaba intrigado con su vecino, pues  siempre cerca de él había alguien circulando como si le siguiera. Debía tener bastante dinero, no parecía pasar apuros,  aunque la casa de la calle del Olivar donde vivía de vecino con Jorge, era muy antigua y algo cochambrosa. Me preguntó Jorge lo conveniente que podía ser advertirle sobre esas personas que parecían seguirle, pero llegamos al acuerdo de que, mientras no viera algo más inquietante, mejor era no meterse en camisa de once varas. En el supuesto de estar ante unos mafiosos de los países del este, la cosa pintaba mal.
El verano empezaba a  mostrar sus días mas duros en un mes de agosto que iba acabando sus días, cuando en la Verbena de la Paloma, donde fui con Jorge, que no fue para cumplir con la Virgen sino para agotar la noche bailando y bebiendo cervecitas bien tiradas, es donde volvió a ver a Cyril haciendo lo propio con un grupo de estudiantes de Derecho que estaban preparando los exámenes de septiembre. Me lo presentó y Cyril, que debía tener unos cuarenta y poco años, hacía que sus risotadas se oyeran hasta en el Campo del Moro  y, como solía hacer, se pasaba la noche preguntando cosas sobre la vida de Madrid. Tan animado estaba que empezó a cantar una canción en su idioma, muy sentimental como suelen ser las canciones de amor de esas latitudes.
El caso es que, después de la verbena, y salvo un día que le saludó terminando el mes, el 28 ó 29, que ya no se acordaba bien, no volvió a verle más ni por la calle del Olivar, ni por ningún sitio.

A los cuatro meses me llamó al móvil Jorge para avisarme que viera los periódicos de ese día, en los que salía Cyril. Efectivamente, allí estaba. Resultó que el que le he dado por llamar Cyril, y que no digo su nombre por cuestiones obvias, resultó que era el primer ministro de su país, que también me callo. Los que le seguían debían ser los escoltas.
Me decía Jorge, cuando me lamentaba de los calores, los ruidos y el aire fétido de Madrid, que él lo veía ahora de otra manera. La vida de Madrid, aun tenía su valor especial. A lo mejor tiene razón.
(Publicado en el diario "La TRibuna de Ciudad Real" el 24 de agosto de 2013).

20130818

Bajo una cepa

Bajo una cepa de garnacha encontró Ignacio lo que parecía un hacha del paleolítico. En forma de cuña dejaba ver los tres cortes para su despunte hechos con otra piedra. La sombra de la cepa era un pequeño refugio que cubre del sol abrasador de la Mancha. En donde estaba la parra, la altura superaba con mucho los setecientos metros, los mismos que tiene más de una población de alta montaña. Desde allí se domina todo el valle del Becea y debió ser un lugar estratégico para vivir en la antigüedad. De eso dan testimonio los diversos asentamientos descubiertos en el entorno. La vid garnacha es una de las cepas cultivadas más antiguas de la península, se dice que los aragoneses la llevaron a Cerdeña y allí se cultiva con la denominación de Cannonau. Como era de esperar, los sardos dicen que fue el proceso inverso, que fue traída de allí por los de Aragón. Sea una cosa o la otra lo cierto es que la garnacha tiene unos aromas que entroncan con los vinos clásicos del imperio romano. Habrá que ver si se pudiera analizar los restos de un ánfora romana que tuvo vino de aquí, si lo que contuvo era vino de garnacha.
En la falda de la montaña a solano prospera la cepa con el cálido amorcillo de la insolación en invierno. Los suelos ácidos y pedregosos le hacen más recia y austera. Una sola uva de esta cepa abre las referencias de toda su vida entre nosotros con los intensos aromas recogidos en su pequeño contenido y llevados al extracto por la sequía del verano. Cepa antigua, casi diría yo que se remite a muchos siglos pasados. No se si el que hizo el hacha tendría a su mano una cepa para tomar los pequeños racimos y densos de estas ancestrales uvas. Tampoco se si los antepasados del cernícalo primilla, que miraba desde la copa de una acacia cercana, podrían contar cuando llegaron allí los primeros plantones para hacer el primer majuelo. Pero lo que si es evidente es que en un pequeño espacio de la ladera, dando una referencia de verde intenso a la pedriza, la cepa sigue dando uvas todos los meses de agosto, haga el tiempo que haga, en invierno o en verano. Por eso acuden los tordos hasta allí para acabar con los racimos en cuanto les dejen. Y el cernícalo las guarda para poder sentir como dicen que se sintió Noé cuando tomaba las suyas. Aun no ha podido Ignacio esperar a fermentarlas para coger una cogorza bíblica.  Mirando estaba a la piedra labrada cuando pensaba en todo esto que antes dije. Miró con detenimiento al hacha paleolítica y, con lentitud, acercó la mano y la cogió. En ese momento se vio vulnerable. Tenía el brazo desnudo y lleno de un vello oscuro que cubría toda su sucia mano.  Se levantó súbitamente asustado y se vio de cuerpo entero. Estaba cubierto con una piel de cabra y a guisa de calzado llevaba unas calzas de cuero atadas con tiras de piel que subían por las piernas. Miró en derredor  y estaba en tierra abierta, llena de matojos y la parra que tenía debajo se veía claramente que era salvaje, en la falda del monte. Un chillido de un cernícalo le sacó de ese ensimismamiento que le tenía sobrecogido. A lo lejos pudo ver un oso pardo que bajaba por la ladera hacia él, le habría olfateado y  traía un medio galope que le metió un gran pánico en el cuerpo. Soltó asustado el hacha de piedra y… al momento… todo lo anterior desapareció. Estaba al pie de la cepa de garnacha, que formaba hilera con otras en el majuelo de su casa. Estaba otra vez, vestido con sus vaqueros, las deportivas y el sombrero de paja roto que había cogido del perchero.
Aquella tarde estuvo pensado en el raro incidente que le había pasado al pie de la cepa. Se trajo el hacha de piedra a la casa y no parecía que ocurriera nada parecido. ¿Habría sido un sueño? ¿Tomó algo que le hubiera inducido a alucinar? Desde luego algo habría ocurrido para tener la experiencia tan extraordinaria que le pasó. Terminó la tarde, las nubes de tormenta se fueron acercando y pudo ver los rayos cayendo detrás de los cerros, hacia Picón. Se recogió pronto en la casa y apenas tuvo tiempo para ver las noticias en la televisión después de una cena corta, ya que, cansado, se retiró pronto a dormir. Pensaba en ello cuando se ponía el corto pijama  con el que intentaba estar a salvo del calor durante la noche. Se echó en su cama y mirando hacia el techo, entretenido como siempre con brillar de las estrellas fluorescentes que había pegado en el techo intentaba dormir. Cogió el hacha de piedra que había dejado encima de la cómoda y no pasó nada. Intentó dormir. Más tarde, cuando empezaba a conciliar el sueño, en la fase de presueño alfa, que según dicen es cuando se tienen las revelaciones, le vino un pensamiento reiterativo: debía coger el hacha como la otra vez, al pie de la cepa y en el mismo sitio, a unos treinta centímetros del tronco, junto al tallo de un espárrago que había parado su crecimiento por el estiaje. Cerrado estos pensamientos le vino el sueño profundo y se durmió.
 Al día siguiente, cuando acababa de amanecer y apenas el sol habría levantado su círculo por encima de los rastrojos de las faldas serranas, se lavó deprisa, tomo un café de un sorbo con una tostada con aceite y se fue hacia el majuelo. Al llegar junto a la cepa, miró al hacha de piedra que había traído atada con tiras de cuero a un astil de madera de olivo, repasó sus filos con el dedo índice, como para asegurarse de que cortaban todavía y, con detenimiento, se agachó hasta estar a treinta centímetros del tronco y junto al tallo del espárrago. Al momento, y con un golpe de luz como la anterior vez, se vio con ropajes de piel y lleno de vello oscuro por todo el cuerpo, miró hacia afuera y vio cómo el oso que habría visto por la mañana del día anterior se le estaba echando encima con un rugido terrible. A dos metros de él. Le entro un miedo pánico terrible y, cuando el oso dio un salto hacia él con las garras en alto, se aferró al hacha y de un golpe brutal le dio en el cráneo al oso que calló a sus pies con un enorme ruido sordo y bufando su respiración que se le agotaba. Se le cayó el hacha, y, al momento todo volvió a a tiempo actual.

Se fue a su casa sudando con el terrible recuerdo del incidente. Nadie supo de él, no se lo dijo a nadie, salvo a mi, cuando estuvo con fiebres en invierno; y ya se encargó de hacerle promesa que no diría nada a nadie que pudiera identificarle. Así lo hice y lo hago y, por eso, su nombre es otro…
(Publicado el 17 de agosto de 2013 en el diario "La Tribuna de Ciudad Real")

20130811

Chardin

Mis manos ya no pueden pelar una manzana con facilidad, las veo y no reconozco aquellas manos que tuve hace años ya, cuando bajaba a la plaza a jugar con mis vecinos, corriendo, saltando y agarrándolos fuerte para no soltarlos, cuando el juego lo requería. Las mismas manos que agarraban las ramas del peral cuando subía en el huerto del  cura. Si, esas son las manos que tengo ahora, que aún siguen reteniendo la destreza para sujetar el pincel o el grafito, habiendo perdido firmeza y teniendo ganado con hartura certeza en el trazo, cada vez mas delicado, cada cuadro con luz plena.  Tengo que salir al campo. Si quieres Raoúl les puedo preguntar si puedes venir conmigo. Le diré a los de las caballerizas que cuando tengan que ir a por las provisiones que nos lleven, como la última vez. Una mañana entera es suficiente para los apuntes que preciso. Toda mi vida he dibujado y pintado con  detenimiento, viendo el resultado de cada trazo, de cada pincelada. Sabes Raoúl, mi padre fue un buen ebanista. Me admiraba cómo sacaba las formas de portentosos muebles de unas piezas de que antes eran troncos de árboles. Recuerdo a mi padre pasando la escofina por los bordes de la madera, viendo en cada pasada el relieve resultante, “es importante que no se pierda el sentido de la obra que haces por la premura o la prisa”- decía- y tenía razón.
Un cuadro debe captar el tiempo de una centésima de segundo; pararlo, y hacer que permanezca para toda la vida del cuadro, quizás siglos. Para eso es necesaria la calma y la tranquilidad, para atrapar la luz que es la que hace aparecer el color, las dimensiones  y la naturaleza propia del cuadro y, si sale bien, el que lo mire y se detenga a contemplarlo, se olvidará que es un cuadro y verá ese corto espacio de tiempo de un poco de la vida que ha quedado atrapada y ¡volverá a vivir la experiencia de ver lo que yo vi!
Raoul, tráete el carboncillo y papel, encontrarás muchos motivos para dibujar. Pero no esperes que yo te siga todo el rato, a los ochenta años poco se puede hacer con el cuerpo vencido y los músculos sin mas tensión que la precisa para moverse. Hubo un tiempo, Raoul, que llevaba yo mismo un pequeño coche  y uncía al caballo si ninguna ayuda, En L’Ouvre  tengo casi todo a mano. Buen favor hizo monsieur le Marquis  de Marigny, hermano como sabes de madame Pompadour, en conseguir de su majestad la cesión de la vivienda. La que es mi casa desde 1757. Tengo todo a mano, aunque me han de traer pinturas, aceite de lino y tierras desde el taller de un buen amigo. Es de agradecer la pensión de 500 libras que se me concedió. Sin embargo aun puedo vender alguno de mis cuadros. No es demasiado copiar alguno de los ya hechos; disfruto igual ejecutándolos; como mi padre disfrutaba haciendo el mismo mueble una y otra vez. Puedo hacerte un retrato dibujando, ya hice uno en 1737. ¿Te parecería bien Raoul? ¿Si? Acércame las gafas muchacho. Ponte en ese escritorio y coge el carboncillo y esa carpeta de allí.
-Maestro Chardin, lo haría con gusto pero no creo que sea una buena idea; recuerde que el médico le ha dicho que tiene que guardar reposo.
- Si, es cierto. Tiendo a olvidar los años y la salud. Pero sigo con las manos diestras y no hay que dejarlas ociosas… en fin, otro día.
-Jean Simeón, ¿te tomaste el jarabe?
- Si mujer, tomé el agua sucia…
Otro día maestro Chardin, Otro día.
Jean Baptiste Simeón Chardin, pareció no oírle… cogió la silla y se sentó frente a la ventana, La palilleria de plomo no impedía que entrara esa mañana un buen haz de luz que iluminaba la habitación. Los contornos de Raoul estaban bien definidos y, mientras oía cantar desde el jardín a un lúgano, cogió el grafito y fue lentamente haciendo el dibujo del retrato del muchacho. Él, al ver que el maestro se fijaba en su persona, se quedó quieto, pero no tanto como para parecer estático. Ya le había dicho el pintor que no debía moverse mucho pero moverse advirtiendo que esteba vivo. Con mano diestra, suavemente, fue deslizando el grafito por el lienzo y en momentos decisivos, hacía algo más de presión para marcar las sobras de la figura. Recordó las palabras que decía un día Voltaire: -Hay alguien tan inteligente que aprende de la experiencia de los demás. Y era verdad. Vio al maestro Boucher cómo encajaba un dibujo previo en un lienzo con trazo tan tenue que apenas se veía, eso ayudó para la limpieza de las pinceladas de óleo que vendían después. Y sin saber por qué le vino a la cabeza la revuelta del último invierno cuando se encareció el pan. Y se entristeció. Fue apareciendo poco a poco la figura de Raoul  y cuando ya lo tenía a punto para empezar a dar las primeras pinceladas de óleo dijo entre dientes: cuando termine este podría muy bien dar por concluida mi existencia. Soy mayor y lo que puedo conseguir ya es de escasa entidad y con sufrimiento, luego no me vería sorprendido si viniera la última hora. En ese momento, Raoul, se levantó de su asiento y se acercó a ver cómo iba su retrato y luego de detenerse un buen rato mirando como seguía repasando sus últimas pinceladas con las que remataba la manga del traje, volviendo la cara sobre el pintor dijo: - Maestro, ¿no es acaso esta creación que vos hacéis una forma de divinidad? ¿Acaso no hacéis aparecer de la nada algo que antes no existía y es hermoso? Jean Baptiste le miró y le dijo: - Eso es lo que me tiene unido aún a la vida, mi facultad de crear una obra que luego llena de felicidad al que la disfruta. Todo lo demás esta ya cumplido, Mis obras aún no.

¡Jean Simeón tu jarabe!  Ya lo tomé Margarita, ya lo tomé…

(Publicado el 10 de agosto de 2013 en el diario "La Tribuna de Ciudad Real")

20130804

La diferencia


Miró Sara por la ventana y vio como pasaba la gente por la calle. Llovía débilmente y los adoquines brillaban con el agua caída. La tarde se estaba poniendo rara. Tocaron las campanas y ni se detuvo a pensar para qué las tañían. No tenía ganas de salir y sin embargó lo iba a hacer. Como siempre, se  amargaba pensando en que todo el mundo la manipulaba, y concluía siempre en que era ella la culpable, por no tener valor para decir no.
Contaba su madre, y era la que mejor se pronunciaba sobre su hija, con entera sinceridad, que la niña nació buena, extraordinariamente buena, fuera de lo común. Así, desde muy chica, no le gustaban las peleas, las discusiones airadas ni los enfrentamientos. Cuando se vio alguna vez en el trance de decidir si hacía o no lo que le proponían, siempre decía: -lo que vosotros queráis, me da lo mismo. Y no era así. Como a todo el mundo, siempre se le ponía en el compromiso, como a todos, en hacer o no hacer alguna cosa que podía estar de acuerdo con sus intereses o no y pese a ello, para evitar conflictos, se avenía a transigir. Por eso, en los juegos infantiles, en las decisiones familiares, prácticamente salía siempre perdiendo. Bueno, le dolía, pero se guardaba su fastidio y se allanaba a lo que fuera. Era una chica buena, pero a los efectos prácticos algo tonta. Pero nos equivoquéis, la chica era muy inteligente, pero lo suyo era un exceso de sensibilidad, harto exceso. Aquella tarde bastó que le dijera su madre -¿me acompañas a comprar? y, sin mas, pese a su disgusto, dijo: -si mamá.
No mucho después, cuando tenía cumplido l6 años, se ofreció el hermano de su amiga, Charly, con los que estaba pasando unos días en su casa del campo, cuando ya vivía en Madrid, para llevarla en la bici, sentada en el cuadro, delante de él, rodeada por sus brazos y con sus caras rozándose. No le pareció bien, no porque no le gustara, sino porque temía que les llamaran la atención, pero le dijo que si. Y, la verdad, cuando iban en marcha, le pareció corto el camino…fue una buena sensación que no olvidaría nunca. Como no olvidó cuando sus amigas de la pandilla, en la Facultad, le invitaron a un guateque. Le daba pánico la idea, y no sabía cómo decir que no quería ir, pero cuando le preguntaron, solo tuvo valor para decir: -buenoo.
Por la tarde, cogió el metro y cada uno de los chicos que veía le parecía que le estaban mirando. Y las chicas que se encontró en el camino, parecían decirle: -tú chica, ¿para que vas a esa fiesta, si eres un cazo?
La verdad es que no era un cazo, ni tonta, ni aburrida. Tenía mucha cultura, adquirida por su costumbre desde niña por leer todo lo que caía en sus manos, y era tambien guapa, con muy buen tipo y en confianza, muy simpática. Y ocurrente. Eso si, cuando perdía el miedo y cobraba algo de valor, podía salir de sus apuros, pero… siempre cediendo.
Compró en una tienda de ultramarinos una botella de ginebra, otra de granadina y dos de zumo de limón. Quería colaborar porque harían Cup.
Al llegar al piso de su amiga, donde se iba a hacer el guateque, le abrió Pilar, y le hizo muchas alegrías. No creían que fuera a venir, y… allí estaba, con su cara inocente, su sonrisa de buena persona y una bolsa cargada de bebidas. Pasó y empezó en poco tiempo la fiesta. Todos bailaban y cuando se acercó Luis, y le pidió bailar, pese a que sabía poco y le daba un apuro tremendo, con terror a hacer el ridículo, solo supo decir: -buenoo. Luis que era el mas lanzado de la pandilla, cargadillo de tres destornilladores (que como todo el mundo sabe es vodka con naranja o limón) empezó a deslizar la mano algo mas debajo de la cintura. A Sara le subió el riego sanguíneo hasta la punta de los pelos de la cabeza y roja como un tomate, no supo decir…no. Solo se salvó con el cese de la canción de los Righteous Brothers, Unchained Melody (Melodía desencadenada). Luego a Luis no hubo que pararle, estaba fuera de juego, sentado en una silla, poniendo los discos en el tocadiscos y con los ojos entornados con una buena cogorza.
Lo peor es que Luis debió comentar con alguno de la pandilla que le había tocado el culo a Sara y que no pasó nada. Alguno después quiso probar como resultaba el invento y Sara se salvó por la decisiva intervención de Pilar. Esto de no saber decir que no o de no enfrentarse a los demás, cuando no coinciden los intereses, es una cosa complicada que puede traer situaciones muy adversas.
Así fue viviendo Sara, cargando con los peores puestos de su trabajo, por no contrariar a nadie, perdiendo en todos los enfrentamientos que se le iban poniendo y, conforme pasaba el tiempo se le iba acumulando una especie de rebeldía contenida que no terminaba de salir. Hasta que un día, en una terraza en la plaza, junto con todas sus amigas, y sus respectivos novios o maridos, llegó el momento de pedirlas consumiciones al camarero. Por una extraña coincidencia, muy rara en el país, todo pidieron lo mismo: un café con leche. Le llegó el turno por último a Sara y después de quedarse bloqueada y pensativa levantando la voz soltó con decidida y clara voluntad: -¡un capuchinoo! Y vio que no pasaba nada.

Desde ese momento, se rompió el invisible velo que la atenazaba y ya nadie más le puso contrariar. Supo decir que no, o decidir lo que más le convenía. ¡Cousas da vida! (que dicen en Galicia).
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real el 3 de agosto de 2013).

El sueño del gascón



Contaba el muchacho gascón, cuando hicieron parada en la casa de huerta, recién llegados de Qal'at Rabah, cómo inició su viaje desde su pueblo natal. Decía lo difícil que se le hizo la partida en una noche de vendavales y lluvias, en la que todo le invitaba a quedarse en su casa, al calor de la lumbre, donde su madre y sus hermanos le rogaron que demorase su salida, con lágrimas apenas contenidas. De cómo sus argumentos, cargados de razón, le hicieron un desgarro en el corazón que le llevo a tomar la decisión más comprometida de su vida. Todos sabían del compromiso de su padre, tomado por el vasallaje que tenía para con los Condes de Gascuña, ahora aquí con la Condesa, hoy reina Leonor, desde mucho tiempo atrás, protección y mejora para su familia, y en la que se sustentaba el patrimonio familiar.  Todo eso lo fue considerando por los caminos, entre abetos, hayas y pinos silvestres, en su recorrido por la Gascuña, pasando entre su negra sombra en los días, en su azulada sombra en las noches lunares, que cerraban la contemplación de los cielos y le sumergían  entre tanta vegetación. Eso le ayudó a no lamentar lo largo del camino que le esperaba. En Sarlat, tuvo ganas de quedarse, pues fue gratamente recibido en la  posada donde se hospedó, allí conoció a Adnette, la hija del dueño, con la que estuvo viendo la ciudad y todos los rincones más retirados, allí llegaron a amarse dos veces; entornaba los ojos con su recuerdo y reconocía una hermosa afición. Era moza de pelo brillante, como las plumas de un pato, y negro como una noche de invierno que hacía destacar todavía más los enormes verdes ojos con los que sonreía permanentemente. A ella le dedicó un poema cantado, en la noche de San Gregorio, el trovador de la tierra, Arnaut Guilhem, natural de  Marsan, con el coincidió en su posada. Poema que cantaba las cualidades de las verdes aguas del río Gabas, prendidas en los ojos de la moza, en la tormenta de un mes de junio. Por todo ello se le hizo muy difícil admitir la partida. El posadero confiaba en él y, en el tiempo que estuvo, ambos trabajaron juntos en el negocio, mientras estuvo allí, y lo hacía bien; jurando que no había comido nada mejor que los guisos de la posadera, pues tenía una mano especial para los cocidos de olla y los guisos de caza. Posiblemente, si algún día volvía a su tierra, volvería a buscar cuanto dejó allí. Contó su paso por Biscarretum, que en una piedra, al lado de la entrada de la Iglesia, en el soportal, lloró amargamente por la soledad que sentía, y allí le fueron dadas fuerzas para seguir por un labriego, que le dijo: “mozo, el mundo es tuyo, si lo quieres, es menester que eches  un poco de coraje en tu faltriquera”. Confesó Lucien que lo hizo y hasta el momento, no le había faltado. Algo quebrantado estaba,  porque seguía acordándose de su madre y sus hermanos, que eran lo que más quería. Pero seguía con coraje.
 Entre risas, admitió que se pasó tres días preguntando qué era “faltriquera” y cuando le señalaban abajo, a la altura de la ingle, creía que se refería el labriego a holgar con coraje. Y no llegaba a entender muy bien, cómo debía ser aquello, pues él siempre le había echado mucho valor al negocio. Menester fue que averiguase después que se refería a la bolsa, la poche, que así se le llama por su tierra. La faltriquera, la llevaba él muy escondida en el jubón. Era minúscula y en ella llevaba las monedas de oro que retenía para las emergencias cuando viajaba solo. Ahora no precisaba nada. Los gastos corrían a cargo del alférez  don Diego. Le había tomado afecto y cuando se dirigía a él, lo hacía como recordaba hacerlo con su padre. Reconocía su autoridad y mucho afecto.
 Decía como en la posada “El Gallo” del Burgo de Osma, al pié del horno, sentado en unos haces de jara, en los que habían puesto una estera, una mujer entrada en años, más bruja que virtuosa, le predijo que tendría una vida corta pero llena de emociones. No le quiso aceptar unas monedas por la predicción y, sin embargo, se le mostró con las manos muy diestras en buscar entre las ropas allí donde la sangre sube con prisa y endurece las carnes. Le encogió algo el ánimo, hasta angustiarle, las palabras de la mujer, pero se le pasó cuando le llevaron una pierna de cordero asada, que regó con una jarra de vino rojo como la sangre, de las bodegas que estaban suso el río Ucero.

 Le preguntaron donde aprendió a luchar tan joven y dijo que como había estado muy dispuesto en aprender el oficio de las armas, desde que llegó a Castilla, le fueron dadas lecciones muy deprisa y en el mismo campo donde se libraron tantas escaramuzas como participó; por lo que también anduvo con los ojos abiertos para aprender también a curarse las heridas que le ocasionaron tanta embestida; aunque él traía su arte muy bien cogido con su oficio de arquero. Llevaba un arco al que llamaba Lobou, que no era su nombre sino parecía llamarse algo así  a esos arcos en la tierra donde los hacían, tal y como le había dicho Kerr, el amigo galés que le regaló el que llevaba. Lo conoció cuando acudió a servir al Rey Enrique, allá en Aquitania, donde Kerr servía en el séquito del Rey. Era el arco de madera de yew, que es como llaman en allá a lo que en Gascuña llaman palet, y aquí tejo;  mide algo más de dos varas y un pie de largo; tan fuerte, que lanza flechas de una vara que quebranta la más fuerte cota de malla, o el casco más duro. Con él rompía su miedo ante el enemigo. Su certero tino lo apreciaban todos. En ese punto todos miraron al arco del gascón que reposaba apoyado con las demás armas, con renovado interés. Lucien se mostraba orgulloso de él. Como si fuera una joya, como si hablara de su familia. Al punto tal cansado estaba, y como si quisiera bañarse en sus recuerdos, escurrió su cuerpo sobre la montura que le servía de apoyo y entornando los ojos comenzó a contar muy bajo los versos de una canción aprendida del último juglar: “lesa, e tu non lesas de amar…”  Al momento quedó dormido. En una jornada estaría en Al-Arak, con el rey Alfonso y, su suerte, podría estar echada.