20131031

CON EL HUMO EN LA CHIMENEA


Un día tranquilo del mes de noviembre, en la madrugada, la brisa hizo bailar los  madroños en la sierra, mojó los cantuesos hasta hacerlos destilar su esencia y, con cuidado, en silencio, fue recogiendo todos los recados de la jara, el romero y los juncos del río a su paso por Peralbillo, subido como estaba en su loma. Muy quedo iban dejando su noticia a los sentidos todas las plantas con aceites esenciales. Sobre los transparentes cristales de las aguas del Bañuelos, cubría la niebla los juncales, para luego llenar de fresca naturaleza la ciudad, en las últimas horas de la noche. La esperada mañana no había llegado aún; la alborada se hacía esperar escondida entre las otras brumas que venían desde la vega del Jabalón. El silencio lo rompió el chillido del tren de las seis que llegaba de Badajoz, cargado con adormecidos viajeros ahumados por la combustión del carbón de la máquina. La chica, con la palmatoria en la mano, en la carbonera, recogía leña para la chimenea, con una gavilla de pensamientos revueltos, echándola, junto al cazo del carbón, en la espuerta de esparto una a una. Cuando empezó a encenderse la lumbre, chisporroteando con los brotes de jara, la aldaba de la puerta sonó con autoridad tres veces. La casa se estremeció en sus sombras; don Julián, el médico, subió la escalera pisando los bordes de madera de los escalones, buscando hacer menos ruido. El maletín negro, preñado lo traía de los útiles de su oficio. Sudando todos los minutos de las cinco, le esperaba ella con sus rizos rubios empapados de esperanza. En tres esfuerzos, con los que quiso quebrar el mundo, se abrió la grieta por la que el chiquitín llegó envuelto en las ternuras de su madre. Sonó el tren, y esta vez no chilló: dio una fuerte voz de recibimiento, pese a que  se marchaba para Madrid como todos los días. La lumbre en la chimenea adormeció toda la casa, y calentó el puchero del café. El médico sonreía viéndose en la negrura humeante, como se debía mirar Poseidón en el Helesponto. El niño ya estaba haciendo planes. Recogido,con sus puños cerrados, apresó los sonidos que guardaba en su pequeña caja nueva. Tejiendo, con los olores de la casa, una madeja sutil de referencias con las que tomar sus primeras pizcas de vida, iba sufriendo con cautela su primera digestión; en ese momento, empezó a conocer como sabe la soledad: su madre, ya no se lo daba todo.
El golpe de la puerta resonó en la calle como un cañonazo: hacía los honores a don Julián que volvía a su casa con el maletín algo más aliviado, el sueño asomándole por sus pupilas entornadas y una sonrisa apenas dibujada denunciando satisfacción.
Entre algodón, y envuelto por el cálido sonido de la respiración de su madre, el chico dibujó su primer sueño cargado de la música del viento, empapado en verdes praderas de sensibilidad y escribiendo arriba, en el techo imaginado, su primera afirmación: estoy vivo.
Años mas tarde, en el invierno, las mañanas se veían desde la gran puerta falsa, entreabierta, enseñando un brasero humeando bajo las escarchas de invierno. El empedrado del patio, cargado de pequeñas luces, brillaba por el rocío caído y las brasas hacían su fiesta con las pavesas del piconcillo ardiendo, dando cuenta con sus humos por la vecindad. Dos perros se desesperaban ladrando dentro, atados en una cuadra no muy lejana y, en la cántara de aluminio, la leche caliente recién ordeñada esperaba en la cocina para  salir a la ronda de la venta, su trasiego siempre agriaba un instante al despedirse. El camino del colegio estuvo endurecido por los hielos, las rodillas al aire se escocían en grietas que dolían su tierna niñez. En la cartera de cuero que le hizo Simón, el guarnicionero, se apretaban unos contra otros las pocas luces de la enciclopedia, el libro de lecturas y el Catón. Mucha leña para una cabeza dispuesta para ver con sencillez entero el mundo. La cornisa del Hospicio sujetaba un nido de golondrinas vacío, que se fueron a África a traer el calor del verano, resistía bajo el alero. Le hacía la espera para tiempos mejores. En el charco helado, de lechoso cuerpo, cinco piedras le avisaron que Joaquín ya había pasado. Mientras, en el calor de una alcoba, en la primera planta del principal, cuando pasaba él por la calle, dando saltos y puntapiés a los cantos, dos cuerpos se desperezaban luego de una noche de enloquecido juego. En el suelo, junto al orinal que se callaba descomponiendo sus amoniacos, una botella de coñac vacía, rendida y exhausta con apenas un culo de ámbar. Dos casas más allá, tras los cristales y apenas visible por los visillos, el piano del canónigo esperaba inmóvil tiempos propicios para la música en la sala tenebrosa, testigo de las clases de solfeo. Enfilados, con caras de resignación fueron entrando en el encierro escolar, que había de ser contado en días, semanas, y años. Desde dentro, mirando al exterior, se podía ver la higuera de la huerta, yerma y desnuda en invierno, entreviendo caminos infinitos hacia el firmamento, verde en primavera con las tiernas hojas tiñendo de claridad y armonía, enseñándole las primeras lecciones de luz, volumen y perspectiva, haciéndole llamar a voces a sus lapiceros, para recrear sus higos, cargados, antes de que el sol acabara con las clases o la tornara amarilla a la vuelta de ellas. Finalmente para ver como los quebrados le quebraban la cabeza  y el ocaso le perseguía en sus vueltas a casa, en solitario, angustiado por los castigos de un maestro amargado que respiraba un aliento umbroso y muerto. En la  noche, empezadas las tinieblas, luego de mirarse en una caliente sopa de letras; bajo la lámpara de porcelana dorando el comedorcillo de amarillenta luz tibia; asomando la extraña lejanía de la vida y del país, desde la vibrante tela del altavoz de la radio, solo se podía vadear la negrura con la voz de su madre midiendo la solidez de la casa. La misma voz que le avisaba del clarear del día. Un día tras otro, encadenando las semanas que parecían interminables, hasta que más tarde, con los años vencidos por la experiencia se convencería de lo fugaz del  tiempo.

Hoy, pasados muchos años y kilómetros rodados, mira para atrás y apenas ve una representación en blanco y negro, con alguna instantánea en color, que dan los niños que le hablan con interés.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 26 de octubre de 2013)

LA ESCAPADA



La persiana no estaba bajada del todo. Por eso, nada mas abrir los ojos, a las siete de la mañana, pudo ver el principio de la claridad del día que empezaba a alborear. Miró al techo y le dio por pensar en lo que estuvo cavilando la noche anterior. Recordó que había recogido sus cosas y tenía todo preparado para el viaje. Decidió irse a la costa a vivir. Nada le retenía en Badajoz. La familia hacia su propia vida, y ninguna relación tenía que pudiera hacer interesante seguir viviendo allí. Vio desde la ventana como pasaba el camión del matadero que llevaba las carnes al mercado. Le vino a la cabeza sus vistas allí para la compra de las materias primas para la cocina y como poco a poco, desde que volvió del País Vasco, se fue haciendo con los nombres de todos los que le atendían y ellos le trataban como un amigo. Estaba muy interesada la chica de las verduras en retenerle con conversaciones largas. Nada mas verle le sonreía y parecía pasarlo bien con él. Pero no era nada serio, Solo una manera de tontear para pasar el rato. Vio a la chica con el novio y no parecía que estuvieran mal.  Por otra parte, Toni el carnicero, siempre le guardaba alguna pieza de las buenas, comprándolas a un buen precio. También hablaba un rato con él pero solo de fútbol. No era del mismo equipo pero, cosa rara, mantenía un juicio muy razonable de la marcha de los partidos. Desde la ventana, a lo lejos, se veía la avenida de Sinforiano Madroñero y recordó las horas pasadas con Aurelio, llenando cuartillas digitales de todo lo que escribían, con los portátiles de por medio. Él era demasiado riguroso con el estilo. Tenía deformación profesional, su Licenciatura en Hispánicas le llevaban continuamente a estar pendiente de las tildes, de las preposiciones y comas mal puestas. Eso decía.  Bueno está que se escribiera correctamente, pero el estilo, lo que es el estilo, pensó él, y así se lo dijo mas de una vez, es una cosa muy personal que cada escritor debe hacerlo a su gusto y carácter, porque al fin y al cabo es lo que le da su propio sello personal. Desde la ventana, dio su último vistazo al jardín de la avenida. Esa misma imagen era la portada de todos sus días en las madrugadas de la ciudad. Cogió las maletas y bajó al garaje. Miró una y otra vez a ver si llevaba las llaves, las del piso que cerraba, y quien sabe cuanto tiempo iba a estar así, y las del piso de Gandia, donde iba a vivir desde ese momento. Cargó las maletas, puso la antena en el coche y salió del silencioso sótano por la enorme puerta del garaje a la calle. Fue fácil salir de la ciudad, a esas horas el tráfico era más que fluido, algunas calles aun estaban casi desiertas. La luz ámbar del dial de la radio del coche le iba iluminando y las conversaciones de los informativos le acompañaban. No prestaba mucha atención, pero se sentía bien oyendo sus voces. Los olivares enseguida aparecieron pasando a toda velocidad, -están cargados de aceitunas –pensó – este año habrá una buena cosecha si no se echan a perder con los vientos del comienzo del invierno. Cuando iba a dejar la provincia se acordó de los días en que fue por la carretera hacia Gstaad, atravesando el valle de Ormont y cruzando el puerto del Pillon con sus 1.546 metros. Por allí, en el teleférico, conoció a Inga, que fue muy gentil para llevarle personalmente hasta el hotel, que no localizaba, el primer día que llegó a los Alpes. Lo mejor es que luego se la encontró en el periódico, mira por donde. Era la que llevaba las informaciones locales. Por el teleférico subieron los dos el primer día que libraron hasta  ascender al glaciar de Les Diablerets, punto más alto de los Alpes de Vaud. En el restaurante, comieron y se quedaron hasta que iban a cerrar el viaje del teleférico. Debió ser por la panorámica que se ve desde allí por lo que intimaron tan pronto. Desde las alturas, y con una vista así, se muestra uno generoso y abierto. Era precioso ver hasta las orillas del lago Leman. Volvieron más de una vez. Pareció que se llevaban bien. Se comunicaban mejor, hasta que llegaron a iniciar una relación. El destino de Inga a Frankfurt les había separado y ahora, cuando perdió él el trabajo, apenas tenían contacto. Siempre que viajaba en coche a un destino lejano, acababa acordándose de todo esto. La libertad que da vivir de lo que se escribe, con unas novelas que le estaban dando lo suficiente para vivir bien, le estaba moviendo para esta escapada. Lo estaba deseando. Tanto por alejarse de su ciudad, que le estaba agobiando, como por intentar nuevas cosas. Por otra parte, estaba la llamada telefónica desde Estados Unidos advirtiéndole, de manera tan educada como amenazadora, que no siguiera escribiendo  sobre el informe que, años atrás, había sido descubierto por descuido por la revista Nature. Había interés serio del Departamento de Defensa. No es que tuviera mucho miedo, era más bien el hastío que le producía todo. Estaba harto de pelear.  Vio pasar los enormes campos de vid de la llanura y paró en la cafetería de una desierta estación de servicio. En las vueltas que daba la crema en la taza del café, cuando lo revolvió con el azúcar, empezó a ver que no iba a llegar a término. En ese mismo momento, sonó su móvil. Era Inga, que preguntaba donde estaba porque quería venir a verle. Se había despedido del Franfurter A.Z. y estaba en Barajas, donde había parado para pasar dos días en Madrid. Se cortó la llamada. Intentó llamarla, pero ni por Watsapp pudo comunicar. Montó en el coche. Puso el Bluetooth, con el manos libres y siguió  el viaje, y una excitación que le iba aumentando conforme se le agolpaban los pensamientos. Al rato, paró la radio, e inmediatamente sonó el teléfono. Le dio al botón de contestar en el volante y era Inga. –Holaaa, Teo soy Inga, ¿donde estas? –Hola chica, ¿que tal estas rubia? Voy conduciendo camino de Gandía- -¿Que dices Teo? – Que voy conduciendo el coche camino de la ciudad de Gandía, en Valencia. En ese momento un golpe seco y fuerte hizo que todo se quedara en tinieblas.
Despertó a las ocho de la mañana. Estaba en su cama del piso de Badajoz. Todo había sido una pesadilla.

 Sin embargo, a las cinco de la tarde, llamó Inga, estaba en Barajas y preguntaba por él.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 19 de octubre de 2013)

20131014

A LAS DOS, DE UNA NOCHE CERRADA


No ha mucho tiempo, en la ciudad donde nació Agustín, hijo de abogado y nieto de boticario, en la torre del Ayuntamiento había un carillón que tocaba las horas con la misma melodía que el Big Ben de Londres, la llamada Westminster. Cuando digo las horas me refiero a todas, las del día y las de la noche, y a los vecinos de plaza y calles colindantes no les importaba la musiquilla. Se habían acostumbrado a ella por su dulzura  y parecido a una pequeña conversación intimista, con  firme conclusión con las campanadas; así pues las tomaban como un elemento más de la vida de sus casas. Él no vivía cerca de la plaza, pero su tía Evelia si, y muchos sábados, cuando era un muchacho, se iba a comer con ella y pasaba la noche y el domingo para acompañarla. Le gustaba sus comidas, su conversación llena de relatos de su infancia y de sus aventuras de la Guerra Civil, pero sobre todo, que le dejaba entrar en su biblioteca, una enorme habitación llena de estanterías hasta los altos techos, cargadas de libros, revistas antiguas y una muy nutrida colección de litografías del siglo XIX, que eran una crónica y reportaje de la vida de las ciudades europeas en esa época. Nunca se aburría allí y más de uno de esos días, de los que fue, se quedó dormido después de comer en el suelo, sobre la gran alfombra persa de vivos colores, con un libro que estaba leyendo en la mano.   Su tía pasaba la sobremesa sentada en un butacón, junto a un mueble con radio y tocadiscos de muy buena calidad y sonoridad. Oía los conciertos de Radio Nacional hasta que la modorra le hacía dar una brusca cabezada que la hacía despertar. En la biblioteca fue descubriendo, unas veces los mares del Caribe o del Índico, con Salgari, otras los viajes que  Julio Verne le fue contando en sus libros. Luego, mas tarde, cuando ya había cumplido sus catorce años, le cogió afición a las novelas policíacas de la serie negra americana y las intimistas de los británicos de Conan Doyle o las de Edgard Wallace. No paraba de leer novelas una detrás de otra con avidez casi obsesiva, y, a veces confesaba a sus amigos, que era una forma fácil para huir de la realidad que no le gustaba demasiado. Tanto leía, que su tía le llegó a llamar la atención para que sin, dejar de leer, cumpliera con sus obligaciones de estudiante. Uno de esos sábados que durmió en casa de su tía, y pese que él ya estaba acostumbrado al carillon y no le interrumpía el sueño, que cogía con facilidad después de su intensa actividad en la tarde y de terminar con una novela en la cama, cuando estaba profundamente dormido, en noche muy cerrada de invierno, a las dos sonó el carillón para dar la hora y se despertó. Tenía mucho frío. Cosa rara porque encima de él había un gran edredón de plumón de pato, totalmente hinchado, que se había traído su tía Evelia del Tirol, en un viaje que hizo con sus compañeros, profesores del Conservatorio, y con el que se pasaba la noche muy calentito. Pero por algo que él no llegaba a comprender tuvo frío. Lo primero que pensó es que había cogido un catarro y debía tener fiebre, pero no, no tenía la sensación de congestión, ni le dolía la garganta y mucho menos le moqueaba la nariz. Así que pensó ¿que esta pasando? Y trató de dormirse de nuevo. Pero nada, no podía. La casa estaba en silencio, la calle también. Algún mueble chasqueó sus maderas,  y un gato que debía estar en la azotea, dio un maullido espeluznante y lo oyó salir corriendo por los tejados. Volvió a llenarse toda la habitación, la casa y la calle de un silencio profundo que le daba por pensar en todo lo que le daba miedo y servía para que Agustín no pegara ojo. Así estaba, y a la media hora aproximadamente empezó a oír unas voces que susurraban en voz muy baja. Prestó oído y  le pareció oír: - Ten cuidado, que el chico esta despierto. Hay que darle un buen susto a ese que esta intentando entrar en la casa, no es buena gente, es peligroso. Mira, lleva un cuchillo y una pistola en la bolsa. Algo hay que hacer. Podíamos darle una advertencia al oído a ver si se asusta y sale corriendo. – Vale yo lo hago que a mi me resulta fácil.
Estaba oyendo estas voces susurrantes cuando oyó un grito aterrador en la escalera de la casa y una persona bajando corriendo los escalones y dar un portazo en la puerta de la calle.  Después oyó también como su tía se había despertado y le estaba llamando: - Agustín, ¿estas bien? ¿Que pasa?, En unos segundos abrió la puerta de su cuarto y le dijo: ¿has oído eso? Ha sido en la escalera. Voy a llamar a la policía. Creo que había alguien que ha entrado en la casa y  estaba en la escalera. Después de esos momentos de susto, los dos se fueron a la biblioteca y se sentaron a tomarse una infusión que hizo la tía. Allí esperaron a la policía. Cuando llegó, comprobaron los agentes que, efectivamente, habían forzado la puerta de la calle y que en el hueco de la escalera había un bolso con herramientas para quebrantar puertas, un cuchillo y una vieja pistola. Se sorprendieron los policías que huyera el intruso dando un grito y corriendo despavorido sin que ni tía ni sobrino se hubieran enfrentado con él. ¿Que le había provocado tanto temor? Agustín estuvo tentado en contar lo que había oído a esas voces susurrantes, pero lo pensó mejor y calló. Después de todo ¿que iban a pensar de eso?, ¿que se lo estaba inventando? ¿Que había otros intrusos que les defendían? Pasaron los años y Agustín siguió yendo a casa de su tía, leyendo los libros de su biblioteca y durmiendo sin atender al carillón, salvo cuando oía las voces, que previamente era despertado por su melodía. Nunca más tuvo miedo de los susurros y estaba convencido de que se trataba de gente de la familia, ausente ya desde hacía años, que velaban por ellos.

Cuando fue mayor, pensando en estas cosas que le ocurrieron le dio por pensar más de una vez ¿y si todo fue producto de mi fértil imaginación, y las lecturas me provocaban alucinaciones? Pero esta explicación nunca le terminó de convencer.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 12 de octubre de 2013)

20131006

LA CAJA DE MADERA DE BALSA



Una tarde de otoño, la luz entró en su despacho triste y apagada. Con la ansiedad, quizá angustia, Juan intentó sosegarse después del disgusto que acababa de recibir. Las últimas llamadas de teléfono de Aurelio, el procurador, seguía resonando en su cerebro: “Juan, yo creo que te los di a ti hace días...”; y después: ” ...no sé Juan, yo creo que quizá los tenga yo, si tu no los tienes...” mas tarde: ” Juan, no te preocupes creo que todavía tenemos plazo para poder pedirlos de nuevo...” y finalmente retumbaba en su cerebro: ”Juan yo creo... yo creo...” Era el cuarto asunto que se venía abajo, cuando estaba bien amarrado. Precisamente este, del que podía conseguir la mejor asesoría que jamás podía haber soñado. La que acabaría con el alto estrés y preocupación que había acumulado durante veinticinco años. ¿Era despiste de Aurelio o suyo? Las copias de las facturas, cotejadas; la prueba de la reclamación por daños, no aparecían. Claro que si no se hubiera distraído con el viaje que hicieron al pueblo, para desalojar la casa del abuelo que iba a ser vendida, no los habría perdido de vista. Desde ese mismo día todo empezó a descabalarse. Con la cabeza como una olla a presión no podía ni pensar, y el tiempo se desbocaba a galope. No podía acudir a su padre, siempre distante. Desde que se murió el abuelo, cuando él tenía ocho años, se volvió retraído y no se aventuraba a dar el más mínimo consejo o pronóstico. Mejor era no consultarle nada. Tampoco le dijo gran cosa cuando se jubiló y le entregó la llave del despacho, como entrega simbólica del bufete; ni el mas mínimo consejo; ni advertencia; nada. Su madre le dijo que la pelea con su padre, días  antes de morir y en la que se retiraron la palabra, le había marcado para siempre. Se lo repetía de vez en cuando: “Juan,  tu padre te quiere mucho, pero desde que le ocurrió aquello con tu abuelo, no se compromete con nadie por miedo a meter la pata”. Laura, con la que siempre pudo contar, su mejor amiga, no quería hablarle. Temía una relación. Pensó que tendría que recurrir al abuelo. Estaba muerto pero sabía que podía recurrir a él. Alguna vez lo había hecho. Por alguna razón en ese momento se acordó de eso y de los recuerdos que guardaba. Se dirigió a la librería y del tercer cajón de la izquierda sacó una caja de madera de balsa, con un pequeño cierre de latón. Era una vieja caja de puros canarios, de una casa fundada en 1885, con un grabado a fuego en la tapa, por fuera y por dentro, con un escudo rodeado de hojas de tabaco, y la marca en el centro. En ella había unas viejas gafas de concha, redondas; un reloj parado a las cinco y tres minutos y una medalla de bronce, que le había dado Alfonso XIII. Lo que tenía del abuelo. El fondo estaba forrado con un trozo de una hoja de una revista antigua. Se quedó mirando aquellos recuerdos, y un instante después, en el silencio de su despacho, con la tibia luz que salía de la lámpara de la mesa, tamizada por la pantalla de papel encerado, notó una brisa fría. De nuevo, sintió como le cogían, con suavidad, por debajo de la barbilla y como, con un dedo, posiblemente el pulgar, le acariciaban la mejilla derecha. Era el abuelo. El siempre le acarició así. Lo sintió  igual a los pocos días de su muerte.
Efectivamente, el 14 de noviembre de 1954, domingo, a las nueve de la noche un frío intenso le ocupaba toda la espalda hasta hacerle tiritar y sus ojos dilataban sus pupilas, escudriñaban las tinieblas que se abrían mas allá de las dos puertas que tenía la habitación. Parecía que algo o alguien le acechaba presto a sustraerle toda la tranquilidad y la seguridad que necesitaba y que veía perdidas. Ese día, cuando más asustado estaba, pensaba en el espíritu de su abuelo y en la posibilidad de que pudiera aparecer; su reciente muerte, dos días antes, lo hacía presente. Sus pulsaciones subieron hasta sentirlas en las sienes y en sus muñecas, apretadas por la camisa. De improviso, una mano fresca, como la brisa del alba, le cogió la cabeza por debajo de la barbilla, acariciándole la mejilla derecha con un dedo, el pulgar. El miedo que le agobiaba  desapareció sin saber cómo. Era el abuelo. Solía acariciarle así desde que era muy pequeño. Una gran tranquilidad le invadió el cuerpo, que relajó. En ese momento se acordó de la caja de madera de balsa, en la que el abuelo guardaba sus recuerdos junto a las gafas y el reloj. Hombre de pocas cosas, que disfrutaba como si fueran sus talismanes, y con grandes sentimientos. Un día, en vida, le dijo a él, su nieto, que la caja con todo su contenido sería para él. Así lo dejó escrito, cuando previó su fin, en la tapa de la caja, por dentro, con una nota pegada con adhesivo: “Para el chico”.

Ahora, cuando ya era mayor, tenía otra dimensión la caja de los recuerdos de su abuelo. La guardaba en el lugar donde pasaba la mayor parte del tiempo, en el despacho de su bufete. Le servía para dar algo de humanidad a la ingente cantidad de papeles, expedientes de pleitos, y libros de leyes, que lo abarrotaban. En la caja: el reloj, la medalla, y las gafas del abuelo. Lo cogió todo para verlo y tocarlo con detenimiento, bajo lámpara de la mesa; solo hacerlo le tranquilizaba. Estaba en ello cuando una creciente curiosidad le hizo reparar en el trozo de revista, posiblemente el “Blanco y Negro”, que forraba el fondo de la caja. Lo sacó y descubrió que, debajo de él, había un sobre cerrado. En el sobre una nota: “Para mi hijo Juan Manuel”. Llamó a su padre, le explicó lo sucedido y le faltó tiempo al hombre para llegar a por la carta. Nada mas llegar la cogió con ansiedad, no disimulada, y la leyó en silencio. Lloró amargamente, sonriendo entre sollozo y sollozo. Le decía que aunque estuviera disgustado seguía queriéndole más que a su vida, y que sentía un gran orgullo por él, incluso cuando sacaba su fuerte carácter y les enfrentaba. Solo con ver la cara de su padre, Juan comprobó que la carta del abuelo le devolvía la confianza perdida. Volvía a recobrar las fuerzas que perdió hacía más de cuarenta años. Tanto fue así que se permitió la licencia inusual en él, en recomendarle cómo debía llevar algunos asuntos en los que a su juicio, no estaba muy fino. Se despidieron con un abrazo. El, guardó la caja en la librería, donde habían dejado los libros que habían traído de la casa de su abuelo y, en ese momento, descubrió que allí, en una carpeta, estaban las facturas perdidas. 
(Publicado en el diario "La Tribuna de Ciudad Real" el 28 de septiembre de 2013).

EL TÍO QUE VINO A DAR LAS GRACIAS



El autobús sigue dando empellones a la gente mientras el Paseo del Prado pasa deprisa. Lo pienso mejor y me bajo en la parada cercana a la plaza de la Platería. Resopla el bus antes de abrir las puertas, como siempre, y bajo deprisa. No se porqué pienso que si no lo hago así me voy a quedar dentro. Los plátanos orientales del paseo, cansinos, ennegrecidos por el humo grasiento de los coches, me observan con indiferencia. A estos árboles no los conmueve ya ni una ventisca que llegue de improviso. Miro al hombre cerúleo que me precede y no acabo de decidir si está así, con el ánimo encogido por una vida mala, o porque la enfermedad le ha cogido y no le suelta. Triste gente de esta condición, que salen de portales húmedos con olor a viejos cocimientos, hay muchos en Madrid. Las privaciones de aire puro y sol, el olvido de de las verdes profundidades de los valles cortados por algún cristalino río, agotan el mas fuerte cuerpo. En la urbe el hombre se remete hacia si, recoge toda su persona y solo muestra una curtida piel blanca que resiste los fríos del invierno, que suelen helar las fuentes públicas, o bien,  aguantan el fétido calor de los estíos embutido en un espeso aire caliente preñado de gases y polvo.
La plaza esta medio vacía. El sol de la tarde sigue quemando el suelo y su luz cegadora llega desde la calle de San Pedro como un caliente cuchillo. Remonto la calle y me paro en un viejo escaparate de lo que fue tienda y ahora es un bar. No han tenido mejor acuerdo que llenarlo de viejas botellas de todos los tipos y objetos fuera de uso. Podía ser una buena idea la decoración, si no lo hubieran dejado así desde le día que lo pusieron que, por el polvo que tiene, debió ser cuando vino Eisenhover a Madrid en 1959.

La calle de San Pedro es como una de tantas que hay en centro de Madrid. Por ella lo mismo ha bajado el pueblo alzándose contra los franceses, que el coche de bomberos a sofocar una chimenea ardiendo por el hollín. Posiblemente desde esos balcones se tiraron las macetas contra los invasores como dicen las crónicas de esos días. He pensado más de una vez hacerme con un viejo piso en una de estas calles, donde amanecer con el ruido de los vecinos yendo y viniendo. En esta calles nunca arraiga el tránsito de vehículos, no mas que lo que hicieron los coches de caballos en el XIX. Desayunar un cafelito y leer el periódico en la tranquilidad de uno de los pequeños bares del barrio es un buen principio para desgranar las horas del nuevo día. Ahora solo me conformo con pasear por las calles reteniendo en mi memoria cuanto veo como el que guarda apuntes en una carpeta. Siempre pasear me ha colocado los ánimos revueltos o trastocados a su mejor sitio. Fue en esa calle donde me acordé de lo que me contó mi amigo Pedro. Porque fue allí donde le ocurrió. Me dijo: -Seguía andando un buen rato por la calle de San Pedro y  en una bocacalle me llaman por mi nombre. Reconozco la cara pero no el nombre. Llevaba un traje muy arrugado como la camisa y parecía como antiguo. Peinado para atrás y demasiado joven como para que me llamara como lo hizo.- Mira sobrino.- dijo- pese a que no te veo a menudo y no quiero importunarte, quiero decirte que  la amá  estaría muy contenta con que te hagas con su casa en el pueblo, me he enterado que la venden así que si no es mucho quebranto para ti, puesto que vas a tener dinero, cómprala. Se que te gusta la naturaleza. Te hará feliz y a la amá también. Diciendo esto, sonrió y desapareció tan deprisa y súbitamente como apareció. Estuve un buen rato pensando cómo se llamaba y qué relación de parentesco tenía conmigo. Pero no lo localizaba y pensando estuve todo el viaje en el autobús y... nada que no me acordaba. Al llegar a casa, le di cuarenta vueltas a todo lo que me había dicho. Me llamó sobrino y, la verdad, no recordaba a ninguno de mis tíos con esa cara. Ni tan joven. Y luego no entendía que me hablara de la amá. Mi madre no era vasca ni ninguno de la familia, y amá es como se nombra en vasco a la madre.  Bueno una de mis bisabuelas era navarra, y allí se habla el vasco y el castellano en los pueblos del pirineo de donde era ella, pero ni mi abuela, ni mi madre nacieron allí. Por otra parte lo más sorprendente es que me dijera que iba a tener dinero para comprar una casa. No tengo ni un duro y, por lo tanto, ni puedo comprar casa alguna ni se donde está esa casa que me pide que compre. Así que pensé que se había confundido conmigo, creería que era otra persona. Pero... no, no se equivocó. En modo alguno. Un día, bastantes semanas después, al mirar un boleto de euromillones me enteré que me habían tocado 15 millones de euros y, pasado el momento de la alegría y euforia, me acordé de lo que me dijo aquel hombre que decía era mi tío. Claro que para comprar la casa de la amá, debía saber quien era ella y donde vivía, y para saber eso debería identificar al que me lo dijo. Así que recurrí a las fotos familiares que tenía mi tío Andrés. Fui a su casa y estuve viendo todas las fotos que tenía. Cuando estaba terminando de verlas me llevé una sorpresa. Entre las mas antiguas estaba la de un tío abuelo, Isidro, que se había ido a América y que nunca mas se supo de él. Era él, el que me abordó en la bocacalle  de la calle de San Pedro, con su traje de principio del siglo XX y peinado para atrás. No podía ser... ¿era una aparición? ¿Un espíritu que me daba un mensaje? Bueno, el caso es que no podía seguir con la inquietud y no saber quien era la amá  y, desde luego, no era mi madre ni mi abuela, así que llegué a la conclusión de que era la bisabuela que era la amá del tío abuelo Isidro y, sin esperar mas, me fui al pueblecito donde estuvo viviendo ella. Efectivamente estaba en venta su casa, y como estaba en bastante buen estado y era muy hermosa, me gustó y la compré.

Cuando le pregunté a Pedro si así acabó todo, el sonriendo me dijo: - No, ¡que va! Nada mas comprar la casa, una mañana que había ido al Museo del Prado, al salir, me fui a dar una vuelta por la calle de San Pedro, que tanto me había marcado en mi vida, así que subí por la calle de Huertas, paralela a la de San Pedro  y a la altura de la bocacalle común, y en la que apareció el tío abuelo, lo volví a ver un instante, solo el tiempo que duró lo que me dijo: -gracias sobrino.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 5 de octubre de 2013)