20131230

La luciérnaga de invierno



Una noche de invierno, fría, con llovizna helada que traía el viento, mojando todo, los árboles, la calzada de la gran avenida, la gabardina raída del viejo secretario de la Cooperativa… Leopoldo se llamaba, y estaba empapándole hasta los huesos, de manera que sin poder pensar en otra cosa, iba obsesionado por  el acta de la junta reciente que se la habían pedido con urgencia. Sabía que si fallaba en eso tenía el despido sobre la mesa. Estaba deseando el presidente adjunto verle un fallo, para echarle y colocar a su cuñado. –Debí hacer caso de  Sonia (pensaba); me dijo que tenía todas las notas de la reunión en taquigrafía y que, si quería, podría hacerla en un momento.
Las campanas del Ayuntamiento estaban dando las ocho y las de la parroquia tañían para la misa. Solo unas cuantas viejas y algún viejo, se acercaban por la calle de los Cuchilleros para cumplir con sus costumbres. Un perro, que debió tener pariente, no se si de pointer o de setter, pero que los tuvo de chucho, merodeaba buscando algo que comer para disimular  los huesos que ya  le empezaban a apuntar. Con la séptima campanada, aceleró el paso el secretario, empujado por el tiempo que le acuciaba y, entrando en el portal de la oficina, sacó la gran llave helada que tenía en el bolsillo que introdujo en la puerta. Al momento de dar la vuelta a la llave, sonó un chasquido que no identificó con el habitual de la cerradura al mover la corredera y abrirse. Fue como el chispazo de un choque de piedras, como un pequeño relámpago y, al momento, se apagó la luz de la casa. Una densa oscuridad  instantánea llenó todo. - ¡Ya han saltado los plomos otra vez, me cag...! dijo con evidente malhumor. Levantó instintivamente las manos y memorizando fue a buscar la pared derecha del vestíbulo de la oficina. Tanteando avanzó  por ella hasta el cajetin de los plomos y sacando la tapa de cerámica, comprobó que estaban intactos. Los volvió a colocar en su sitio. Tropezó con la silla que había cerca de la puerta de entrada del despacho de Dirección. Un golpe seco en la espinilla izquierda le hizo lanzar un quejido sofocado. – ¡La madre que le pa!.. Y con la respiración agitada, esperó a que se aliviara el dolor. Entró en Dirección y, siempre tanteando por la pared llegó hasta el de Secretaría; su despacho. - ¡Qué raro que haya tanta oscuridad…debería verse algo por las ventanas...! Pero por las ventanas no entraba la menor luz. Debía ser un apagón general. Y en noche sin Luna… Apenas llegaba el sonido de la lluvia cayendo sobre la ciudad. Descansó un momento y le dio por pensar que iba a hacer ahora sin luz. Los nervios se le desataron, lo que no fue difícil, él era bastante nervioso… y la sien parecía que le iba a estallar. – Vamos a ver (se dijo) tengo que buscar una vela o una palmatoria. Posiblemente en el pequeño almacén del rincón pueda haber alguna. Pero antes hay que coger las cerillas. Recuerdo que vi una caja en el cajón del despacho de la auxiliar de Dirección. Fue hasta allí a tientas y con el tacto intentó localizar las cerillas. No había. Debió dejar los cajones todos revueltos pero…ni rastro de ellas. Se sentó en el sillón de Sonia y pensó, pensó y pensó. Nada no se le ocurría nada que fuera una solución y se fue hundiendo poco a poco en la desesperación. -¡El teléfono! Dijo y de un salto se fue hasta él, en la pared. Al tantear se le cayó el auricular que tuvo que recuperar tirando del cordón. Se lo puso al oído y,  aunque le dio varias veces al interruptor de llamada, no daba el tono. No había línea. Volvió al sillón y se hundió en él haciendo escurrir sus posaderas por el asiento hasta quedar colgando de los brazos. Derrotado. -Debí hacer el acta ayer (pensaba…)… o mejor… debí dedicarme a otro trabajo… o mejor aún debí dedicarme al teatro, que era lo que siempre quise hacer… ¡Ojalá pudiera invertir el tiempo y volver a mi juventud!, eso si con algo mas de valor para enfrentarme a mi padre y a la vida con decisión…

Estaba en estas cavilaciones cuando le pareció ver una pequeña luz que venía del pasillo. Se iba haciendo mas intensa poco a poco, vio un pequeño destello que se movía detrás por el cristal esmerilado de la puerta que estaba a medio abrir y de pronto apareció ante él una pequeña luz brillante, muy brillante, de un verde claro metálico que se movía hacia él. Quedó sobrecogido. No podía ser. – ¡Una vagalume! Así la llamaba su abuela gallega, cuando le contaba cuentos. Era una luciérnaga mucho mayor de las que había visto en sus veranos en la sierra, junto a la acequia real. De su barriguilla salía una luz muy intensa que iluminaba un pequeño círculo de apenas un metro de radio. Se quedó parada, suspendida en el aire, con el pequeño zumbido de sus alas acompañando a su aparición portentosa. – Pero ¡cómo es posible que en pleno invierno haya una luciérnaga volando con el frío que hace!.. Pensó. El esperaba que el insecto tomara alguna iniciativa y, después de un momento, en el que parecía que se había detenido el tiempo, la luciérnaga empezó a moverse en dirección hacia la mesa de Sonia, la siguió y cuando se detuvo a la altura del primer cajón, Leopoldo muy despacio lo abrió y vio con sorpresa que encima de una carpeta estaba el acta de la reunión, terminada, perfectamente redactada y sin omitir ninguno de los acuerdos que se habían tomado. Con su tenor literal. La cogió y acto seguido la luciérnaga se puso en movimiento.  La siguió y, cogiendo el abrigo y su bufanda de lana saló a la calle. Los siguientes minutos fueron los más inolvidables que recordara el secretario. Él por la calle a oscuras y siguiendo a una extraña luciérnaga que le alumbraba hasta su casa. Leopoldo me contó que, desde entonces, la vida para él tiene otro sentido, en que lo prodigioso está presente. Parece ser que esa luciérnaga se le  apareció más veces a lo largo de su vida y siempre para ayudarle cuando estaba en un apuro. Siempre al final del mes de diciembre, cuando todos los demás piensan en la Navidad. Dejó el trabajo en la Cooperativa y puso un bufete de abogado que compatibilizó con su colaboración en una compañía de teatro aficionado que adquirió un cierto prestigio en ámbito nacional.
(Publicado en "La Tribuna de Ciudad Real" el 28 de diciembre de 2013)

INCOMUNICADA



Salía Virginia del taxi que le traía de su pueblo y, en el momento de levantarse hacia fuera, se oyó un golpe metálico y dijo agachándose a recoger lo que se le había caído: - ¡qué devoro de móvil! El móvil yacía por un lado, la tapa de la batería por otro y la propia batería a metro y medio de donde estaba ella. La miraba un muchacho de unos veinte años que pasaba por allí y se paró para ver si la podía ayudar, cogió la batería y se la dio. – gracias. Dijo. Preocupada, montó el teléfono y trató de encenderlo y…nada. No respondía. –Jodeee que mierda, ¡buena la he hecho! ¿Y ahora que hago? – ¿Necesitas llamar? Le dijo el chico. -Te puedo dejar el mío… Ella le miró y estuvo pensando qué hacía, mirando para un lado y para otro con la mano desocupada en la cadera y con cara de gran fastidio. Miró al muchacho a los ojos y  (sin confiar en el ofrecimiento, y consecuentemente en él), sin aguantar la mirada, se volvió y dijo de manera súbita: - no gracias, ya me las arreglaré como pueda…- Como quieras. Hasta luego. Dijo él. Y se fue.

No hacía más que dar vueltas entorno suyo intentando dar solución al problema y lo único que parecía era que se iba poniendo mas nerviosa. Cómo le iba a decir a Luis, su novio, que le dijera donde quedaban. Después de la pelea que habían tenido, se les olvidó decir dónde. Sabía que iba a venir a la capital pero no sabía en que sitio. Llevaban varios meses sin verse desde que se fue a trabajar a Lucerna. Pero lo que más nerviosa le ponía es que ella tenía unas ganas enormes de arreglar todo y le había prometido que no apagaría el móvil más veces. Ya lo había hecho con él en más de una ocasión y eso había estropeado cosas. Por otra parte también estaba lo de su oferta de trabajo. Llamaron el día anterior y había quedado la empresa que  llamarían para concretar el lugar y la hora de la entrevista. Estuvo buscando en el bolso y no encontraba la nota donde estaba el domicilio, para intentar contactar con ellos. En la empresa de trabajo temporal, le dijo el nombre de la empresa donde iba a trabajar si la seleccionaban, pero estaba en la aplicación de notas del móvil, y la llamarían. En fin cada vuelta que le daba a las cosas se ponía más nerviosa y era incapaz de mantener el suficiente sosiego para buscar una solución. Cogió la agenda de su bolso y encontró el teléfono de casa de su hermano. Quizá le podía ayudar; llamaría… Se fue a buscar una cabina telefónica y después de preguntar a dos personas le indicaron donde estaba la mas próxima. Llegó hasta la plaza más cercana y fue directamente hasta la cabina. Abrió la puerta corredera y vio algo que la desesperó aún  más: el cable del auricular colgaba cortado. Salió y se fue a buscar otra. Después de preguntar fue localizando hasta cuatro cabinas y… todas, con el mismo resultado: inutilizadas. Una la ranura de las monedas atascada, otra sin línea, averiada, la tercera escupía las monedas y no se podía hacer la llamada, y la cuarta estaba totalmente reventada y con trazas de haber desvalijado el cajón de las monedas. – ¡Mierdaaaaaas! Dijo con un grito, soltando su desesperación.  Se quedó un momento llena de lágrimas sentada en el borde del murete del jardín. ¿Qué haría? Le pediría a alguien que le dejara su móvil. Y con su vergüenza en las costillas se lo pidió a una señora que acababa de hablar por el suyo. –No niña – le dijo, -no se lo dejo a nadie. Ya me lo han robado tres veces. Ves a una cabina.  ¿Cómo le iba a explicar a esa señora la mala suerte que había tenido, con la cara de mala leche que le puso? Así que siguió andando y lo intentó con una chica. Se lo dejó, pero en casa de su hermano no cogían el teléfono. Llamó a su amiga Laura y estaba, como siempre hablando con otra persona. No recordaba más  números de teléfonos, los contactos los tenía todos en el suyo. La chica tenía prisa y le dijo con cara de lamentarlo: - , tía, lo siento, pero me tengo que ir. No pudo rechistar, le dio las gracias. No era su día. Le dejaron otras tres personas el suyo y con el mismo resultado. Se fue a una cafetería, pidió un café y trató de tranquilizarse y pensar en alguna solución. No se le ocurría nada y estaba desesperada. Se puso las manos en la cara y rompió a llorar. Le pasó por la imaginación todas las cosas que hacía cuando no tenía móvil, y se dio cuenta que tenía mas posibilidades que ahora. Entonces llevaba una agenda con todos los teléfonos de sus contactos, allí anotaba todas las citas, las reuniones, y quedaba con Luis antes de irse a la calle o de separarse, si estaban juntos. Pensó que antes habría anotado el nombre de la empresa y la hora de la entrevista, porque no lo habrían dejado para una llamada telefónica y si hubiera sido así, se habría quedado en su casa esperando junto al fijo, como hizo más de una vez. Seguía llorando, y los suspiros que daban cada vez eran mayores. De pronto, le tocaron en el hombro. Era un hombre que le preguntó: - chica ¿te pasa algo? ¿Puedo ayudarte? Le contó su desventura y las desgracias que le venían encima si no contactaba pronto. Estaba incomunicada. Él la escuchó con detenimiento, y cuando terminó le dijo: -mira yo no llevo mi móvil en este momento, le dejé cargando en casa, pero lo primero que vamos a hacer es que me vas a dejar el tuyo para que lo vea, a ver que le ha pasado. ¿Vale? Ella sonrió y, complacida, sacó el móvil del bolso y se lo entregó. –Dices que se te ha caído y que desde ese momento no funciona ¿no? Ella asintió con la cabeza. –Bueno pues vamos a ver si se ha roto algo… Abrió el teléfono, sacó la batería y se le quedó mirando sonriendo. Luego cogió la batería, le dio la vuelta y la colocó en su sitio. – Enciéntelo y dale al  numero PIN. Lo hizo y el teléfono se encendió y se puso a cantar la musiquilla de su puesta en funcionamiento. – Muuuuuuchas gracias. Dijo recreándose en sus palabras. ¿Qué es lo que pasaba? – Nada, que con las prisas y los nervios pusiste la batería al revés. Y es que las prisas, solo son buenas para los delincuentes y los malos toreros…
Publicado en "La Tribuna de Ciudad Real el 21 de diciembre de 2013)

20131218

UN EXTRAÑO INCIDENTE




Viví en Ourense un tiempo y sentía pasar los días como si estuviera en un sueño. Creo que eso les suele pasar a algunos de los que somos de la meseta sur cuando salimos de ella. Tenía que comprar el pan y fui, como todos los sábados que podía, a la panadería de San Francisco, a comprar pan recién hecho. Sospecho que comprar el pan caliente puede ser un augurio de hacer cosas sencillas y fundamentales. Miré a la estantería. Los más grandes a la derecha y los pequeños a la izquierda. Las empanadas habían llenado con su penetrante olor toda la panadería y apenas sabría distinguir dónde estaban las de carne y dónde las de marisco. La mujer del panadero atendía al personal y, en ese momento, lo hacía con una joven de aspecto delicado, muy pálida y con la tristeza metida en ella hasta los huesos. Apenas se le oyó cuando pidió lo que quería. Cuando le dio el pan le sonrió y le dio las vueltas diciéndole: -Grazas cariño. Ella se despidió con un: - De nada, ata logo.
La vi salir, cruzar la calle y bajar hacia la Catedral. Asomó el panadero por la puerta con la cara roja como de venir de las profundidades del infierno, y lleno de harina. Supongo que para observar a la parroquia o aliviarse del encierro y, en ese momento, me preguntó su mujer cual quería. Sin darme cuenta, aun sabiendo poco de gallego, posiblemente por estar oyendo hablar a la mujer en su idioma a las parroquianas, le solté inconscientemente: - un pequeno, señalando a los redondos. - Un euriño, me dijo, y pagando cerré la transacción saliendo despacio de la panadería, después de guardar en la memoria cada una de las sensaciones y olores que retuve. El sol llenó el barrio de San Francisco esa mañana  y bajando hacia el casco antiguo recibí el perfume de un árbol en flor cuando crucé el paso de cebra. Parecía un peral, pero ¿a quién se le ocurriría plantar un peral en el cruce de una calle?
 La catedral se dejaba querer aquella mañana y lucía con una luz inusual; apenas había trafico por las calles. Acabé en la cafetería de costumbre con una gran tranquilidad, no quería conflictos. Lo digo porque lo noté cuando me dieron un capuchino, habiendo pedido café con leche. Me lo bebí con tanta resignación como disgusto, pero… no dije nada. Simplemente me lo bebí. No me gusta el capuchino.
  Leía el periódico con atención y vi pasar la vida del mundo en un instante. Oía a la gente de las mesas hablar y decían lo mismo de siempre. La crisis no puede con la conversación común, ni con las ganas de vivir y de comunicarse. Pareciera que repiten lo mismo de siempre, pero, todos los días cuentan otras cosas. Lo necesitamos para sentirnos vivos.
La ciudad estaba tranquila, paseaban, iban y venían todos los vecinos que salían al ver el sol cálido de un sábado hermoso y yo, solo quería que se alargara lo más posible para descansar. Toda la semana acumulé cansancio para meses. Pero estaba seguro que cuando llegara el lunes me pondría en marcha, como si nada hubiera pasado, como si estuviera más fresco que una lechuga. Seguía por la Rúa do Paseo con el paso corto que suelo emplear cuando quiero recrearme en el día de descanso, cuando una bicicleta casi me arrolla. Cruzaba la calle y cerca de la estatua de bronce de la lechera, que ve pasar los días en medio de la calzada, haga frío o calor. Debía haber optado por atropellarme a mí antes de hacerlo con ella, y darse un golpe que seria mas duro, así, tuve que dar un salto para eludirle. Pasado el susto, me dirigí al banco,  que estaba cerca,a sacar algo de dinero. Me pareció ver a la chica pelirroja, pálida y triste que vi en la panadería, en ese momento entraba en la sucursal. Llegué hasta allí y nada mas entrar estaba una señora con una niña chica sacando dinero del cajero, arriba de la escalera del vestíbulo. Detrás había un hombre muy mal encarado que no hacía más que mirar para todos los lados. Cuando el cajero vomitó los billetes de la señora, el hombre cogió a la niña y con una navaja que puso al cuello, amenazó a la señora diciendo: - dame el dinero tía, o rajo a la niña… La mujer dando un grito desgarrador alargó la mano en la que tenía al dinero y suplicó al atracador que dejara a la niña. Todo era trágico y  muy violento; las pulsaciones me agobiaron la garganta. No sabía si debía intervenir para evitar que le pasara algún mal a la niña. Sin embargo, sin esperarlo nadie, la chica pelirroja, pálida, muy triste, se acercó lentamente al atracador, le cogió la mano donde sujetaba la navaja e inmediatamente ésta cayó al suelo. El atracador se quedó paralizado y, con una cara de un terror que le invadía, salió corriendo sin coger ni la navaja, ni el dinero que le ofrecía la señora. Así se resolvió todo. Se arremolinó la gente de la oficina bancaria y todo eran preguntas sobre el incidente. Nadie dijo nada de la intervención de la muchacha, como si ninguno la hubiera visto, antes bien decían que el atracador había dejado caer la navaja al suelo y algo debía haber visto que le asustó y salió corriendo. Nadie le dio las gracias a la muchacha, salvo las que le di yo cuando me miró. Apenas esbozó una sonrisa.
Al sábado siguiente le pregunté a la mujer del panadero si conocía a la muchacha que desapareció sin saber cómo. Me dijo que no la recordaba. Puso cara de extrañeza cuando se lo pregunté. Parecía que nadie la vio salvo el que os lo cuenta.
(Publicado en "La Tribuna de Ciudad Real" el 7 de diciembre de 2013)

20131209

La memoria de Max




Hace tiempo, cuando iba de madrugada a trabajar a Madrid en el tren, tuve de compañero a un viejecito animoso, Max dijo llamarse, que me dijo: - No puedo dormir en el tren, aunque lo intento, pero no puedo. ¿le importa que hablemos? Si le molesto, dígamelo, a veces no se sabe bien cuando uno debe terminar y callar.
- No se preocupe, no molesta.
- Gracias. Todos los trenes son más o menos iguales, aunque cada uno de ellos tiene su olor especial. Cuando fui, varias veces, por el Transiberiano, olía a humanidad. Pero a la media hora ya ni te acuerdas. La ciudad más cercana después de Moscú es Vladimir, a 210 kilómetros, tres horas después. Lo que parece poco una vez que llegas a la primera gran ciudad como es Perm, después de 19 horas de viaje, y es solo el principio de su recorrido, que termina en Valdivostok a los seis días, después de recorrer 9.298 kilómetros. No hace falta pues ambientadores. Así, si decides ir hasta el final, el dormir, comer y pasar el tiempo lo mejor que se puede es todo un desafío que hay que tomar con tranquilidad. Los compañeros de viaje terminan por ser alguien conocido, que te cuentan su vida. Las estufas de cada vagón son un punto de encuentro, varias horas al día, y son ellas las que dan un poco de confort al viaje, cuando se ve a través de los cristales el hielo. El olor del tren llega a ser aceptado como algo normal y las papilas olfativas, créame, terminan por saturarse del olor de humanidad no muy aseada que es harto desagradable, y que, tras unas cuantas horas, ni te acuerdas de él. Allí, la última vez que viajé, conocí a un teniente del Ejercito Rojo que había estado en la batalla de Leningrado. Me dijo que fue entonces cuando comprobó hasta donde puede llegar la resistencia humana, ante el hambre y la adversidad. Después de aquellos días ya no fue el mismo. Todo le parecía trivial y solo le importaban los sentimientos. Desde luego era así, porque un hombre mayor de gran experiencia, forjado en la disciplina militar, y tomando decisiones muy duras, se puso a llorar cuando vio a un niño, que  teníamos enfrente, cuando acariciaba la cara de su madre.
Cuando decía Max esto, recordé escenas como esa en los trenes de carbón de aquí y como olía a chorizo y escabeches el de tercera clase en el que solíamos hacer este trayecto a principio de los sesenta. Solía oler a vomitado, la gente se mareaba, y no había manera de quitar semejante olor. Ni siquiera por el penetrante olor a carbonilla que entraba por las ventanas y las rendijas del suelo de las plataformas.
- Una vez pasada la primera ciudad del Transiberiano, -decía Max- cada parada se siente más lejos. Mucho más lejos. Por lo que finalmente se acepta con paciencia el discurrir del tren, dejando el destino en manos de los dioses. Todo un viaje. Un uzbeco llamado Arkin me abordó al salir de Krasnoyarsk,  decía que, para él, solo el viajar era la prioridad mas alta, llegar para él no es sino otra cosa, que no tiene nada de relación con el viajar. Tenía una curiosa teoría sobre el tiempo y el espacio que no entendí. Marchaba a ver a un hermano que tenía en Ulan Ude, al que no veía desde que estuvo él en la primera guerra de Afganistán, con la URSS, y no se sentía mas lejos de su hermano que cuando estaban juntos y se iba él a trabajar mientras él asistía al Instituto. Sin embargo, cuando lo recordaba ahora, después de tantos años, se le llenaban los ojos de lágrimas. Por la privación nada mas, no por otra cosa. -Yo – decía Arkin- que no derramé ni una sola lágrima cuando murieron mis padres, mis seis hermanos y cuatro de mis siete hijos, y los quería mucho, ahora lloro por cualquier cosa. Creo que con el tiempo se ablanda el corazón, o simplemente olvidamos las malas experiencias y solo tratamos de recordar lo bueno. Debe ser eso, digo yo. Antes, sacar a la familia adelante con las dificultades, no daba para muchas lágrimas y si para mucho cavilar y buscar salidas. Ahora que no tengo a nadie del que cuidar, lloro como un niño por cualquier cosa. Como hice en el invierno en la batalla de Moscú. Parecía terminar el mundo. Tantos muertos , por el fuego enemigo y el amigo, por el frío y el hambre, sin embargo, ahora, de todo aquello, solo recuerdo con claridad, la imagen de un tilo helado en el que se posó, creo que un ruiseñor, y al cantar en el silencio de una de las pausas de la artillería y el miedo de la infantería a dar con el menor ruido la posición al contrario, se oyó su canto por todas las calles de aquel barrio de Staryi Arbat hasta donde abarcaba el oído. Que con la densidad del frío el aire llegaba lejos. Nada más que el canto del pájaro, con las casas arruinadas cubiertas por la nieve al fondo, en silencio, y un cielo gris refulgiendo a las doce de la mañana. En ese momento se borró todo, los muertos, la ruina, el hambre. Lloré como un niño. Ahora ese barrio es un precioso sitio donde tomar un buen café y oír a los músicos ambulantes.
Algo parecido – continuó Max- es lo que pasó en el 76 cuando llegábamos a la estación de Bristol Temple Meads, llena de gente, unos venían y otros iban, con mucho ruido y algarabía y, sin saber cómo, un joven dio un grito: I passed! Todo se paró. Nos quedamos mirando a aquel pelirrojo con el brazo en alto, y con las mejillas enrojecidas, que rompió en un grito toda su contenida alegría que dejó sin habla y movimiento a todos. Cada uno estaba en lo suyo. En ese momento supongo que más de uno pensó en lo que le motivó a decir aquello, y sin embargo, apuesto a que ninguno coincidía en concretar a qué se refería. ¿Algún examen de los estudios superado? ¿alguna prueba de trabajo o en el carné de conducir? o alguna prueba difícil que ellos mismos hubieran querido aprobar. La mayoría sonreían y una viejecita le dijo a viva voz Congratulations! Que provocó la risa de algunos y la sonrisa de los más, (alguna puso cara de pocas fiestas). En las estaciones, en los trenes la gente se entrega a una actividad fuera de lo común. Como si el viajar  fuera una prueba que hubiera de cambiar nuestra forma de vida, y no es más que un jodido tránsito, y nada más. ¿Te estoy dando la lata, no?
No, no se preocupe,- dije- me gusta escuchar a gente como usted, con experiencia. Siempre se aprende algo.  Me miró haciendo una pausa y, sonriendo, siguió sus narraciones.

Así fui llevando el viaje con el hombre aquél que no hacía más que hablar y contar cosas, aparentemente inconexas. Pero hace tiempo que supe que, en lo tocante a la comunicación humana,…nada hay inconexo. La memoria, era su vida, que quería compartir conmigo.
(Publicado en "La Tribuna de Ciudad Real el 30 de noviembre de 2013)

20131202

EL SUEÑO DE LA RAZÓN


En Ourense, se abre para mí el día por las ventanas que asoman al río Barbaña. Apenas hay luz, que crece lentamente, con prudencia desconocida, en un amanecer invernal. En un momento, apenas una ducha, un desayuno caliente, y la niebla sutil llena con un blanco velo toda la ciudad, la calzada, mojada, brillando con la brillante luz que transporta.

Las brumas, en la Praza de Concepción Arenal traen la épica de lo ignoto. Con ellas se me desborda la imaginación y apenas puedo evitar el empezar a fabular historias, de las que tratan del invierno, que acuden con la niebla. Al momento, me acuerdo de lo que me contó un viejecito de  Rioja que vivía en San Amaro, y llevaba los periódicos a la librería de la Rúa de Sáenz Díez, próxima a mi domicilio. Me dijo que su nieto, llamado Ciprián, era un chico algo miedoso. Posiblemente por la afición de su abuela a las historias tremebundas que le contó desde muy pequeño. Por eso, una noche  que se acababa de acostar, arriba, en el sobrao, que habían arreglado de manera confortable y donde le acomodaron, estaba con los ojos abiertos y desvelado  por los ruidos que ocasionaba un viento racheado que presagiaba temporal. Permanecía encendida la bombilla antigua de 25 watios, con filamento de wolframio, que apenas iluminaba como una candela. Abajo, encima de la mesita, estaba el trasformador de la luz de 220 a 125 watios. Desde la calle  se proyectaban las sombras sobre la pared de enfrente y, dependiendo de que luz lo hiciera cambiaban de posición. Por eso, cuando un golpe de viento apagó la luz de la bombilla de la calle que estaba mas próxima, se oscureció todo excepto la escasa luz que seguía entrando entre las hojas de madera del ventanuco y que hizo cambiar la proyección de lo que debía haber en la calle. Aterrorizado vio, en la pared próxima a su camastro, la silueta de lo que se podía identificar como el perfil de un hombre encapuchado con una prominente nariz aguileña y la boca entreabierta en una sonrisa sardónica, que, como se sabe, es un rictus parecido a la sonrisa, pero que obedece a sentimientos alejados de alegría o complacencia feliz, y demuestra, las mas de las veces, crueldad. Recordó al criminal escapado del que hablaban en el pueblo. No sabia que hacer, se metió más entre la ropa y con apenas asomando los ojos se quedó petrificado, sin capacidad alguna de poder gritar, que era lo que mas deseaba. Tiritaba castañeteando los dientes y no dejaba de observar los movimientos lentos del perfil que veía y que se avivaban conforme el silbar del viento y los golpes de la puerta del corral. Así estuvo durante más de dos horas hasta que el agotamiento, y el sueño le dejaron dormido hasta el día siguiente. Cuando despertó sobresaltado, sin haber soltado la tensión sufrida por la noche,  y al oír los cacharros de loza en la cocina que su madre trasteaba preparando el desayuno, las brumas de diciembre se habían apoderado de todo el entorno. La luz blanca de las ocho, entre la niebla, daba una apariencia sobrenatural a la amanecida y Ciprián se sintió feliz por haber superado el penoso trance nocturno. ¿Se lo contaría a su madre? Decidió que no. Le podía más su temor a que le tomaran por miedoso, por mentiroso o quien sabe si por loco, que decir una verdad que le había aterrorizado. Pasó el día muy animoso, después de ir a la escuela y comer, se prestó voluntario a cavar las tablas de grelos que había en el huerto y que estaban llenas de hierba y no le molestó, como otras veces, sacar el estiércol del establo, comprobando una vez mas cuánto sueltan las vacas cuando pasan varios días sin que las limpien. Cansado, y bien cenado, estuvo harto remiso para irse a acostar, posiblemente por la experiencia de la noche anterior;  y así estuvo casi una hora dando excusas para no cumplir con el mandato de su padre que le mandaba a la cama. Pero como todo no se puede demorar indefinidamente, con una voz que sonaba a ultimátum, despachó levantándose un –bueeeno..., y, despacio, subió pisando con parsimonia los escalones de la escalera de tarima. Hacía esa noche mucho frío, y el viento había vuelto como la noche anterior. Se desvistió y corriendo se metió en su camastro en el que su madre había puesto una manta más encima de las que ya tenía. Con el embozo hasta la nariz, asomado por él, no hacía más que mirar hacia la pared en la que vio reflejado el terrible perfil que había visto la noche anterior y no había nada. La luz del exterior de la casa, la que venía de la calle se proyectaba en la pared de enfrente y solo se veían las siluetas de las hojas del árbol próximo con mucha claridad. La bombilla de la calle estaba encendiéndose y apagándose con los golpes de viento, hasta que, pasando un cuarto de hora se apagó definitivamente y... entonces volvió a ocurrir: ¡allí estaba el perfil del hombre con nariz aguileña que le había aterrorizado la noche anterior! Parecía acechar. Seguía moviéndose abriendo y cerrando la boca como si estuviera susurrando alguna cosa, como si estuviera hablando consigo mismo, maquinando alguna maniobra siniestra. Parecía inclinarse sobre el ventanuco y, en ese momento, un golpe seco llenó el dormitorio de Ciprián, dio él un grito muy desgarrador y, tiritando de terror, se desmayó.

Cuando recobró el conocimiento, estaban sus padres y su abuelo junto a él y le interrogaban angustiados que era lo que había pasado. Les contó como pudo su tremenda experiencia y, cuando miraron hacia la pared donde él veía la silueta, ya no había nada. La bombilla más próxima de la calle se había encendido de nuevo y solo se proyectaban las hojas en la de enfrente. Intentaron convencerle que solo eran los árboles y, cuando estaban terminando de su explicación, se volvió a apagar la bombilla exterior, y apareció la silueta. Fue su padre decidido a asomarse al ventanuco y vio el origen de las sombras: Era una conjunción entre unas tablas y dos plásticos que habían sido parte de una plataforma improvisada de la protección de la chimenea para sujetar la tela metálica que impedían entrar a los pájaros, que el viento habría desplazado de su sitio.  Cuando me contó esta historia el abuelo de Ciprián, me acorde de la leyenda que puso Goya en uno de sus grabados: “El sueño de la razón, engendra monstruos”.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 23 de noviembre de 2013)