20140126

LA FOTO DEL PASILLO



Abrió Johannes (Hans para los amigos y familia) la puerta y se quitó la cazadora que llevaba puesta, dejándola en el armario. En el pasillo se paró, como hacía siempre, delante de un cuadro pequeño en el que había una fotografía suya, a los treinta años, con su madre. Siempre se quedaba un rato pensando en ese momento, congelado en el tiempo, y en la vida que tuvo con ella. Fue en su casa de Baviera. Aquel enorme caserón del siglo XVIII, de sólidos muros, con ventanales amplios desde donde se veían los valles del entorno de Bad Wörishofen. Ahora, en su casa, tenía algunas cosas que trajo de allí: Unos apuntes de Johann von Aachen, que dieron lugar a algunos de sus cuadros de motivos mitológicos, “Júpiter y Calixto”; “Baco, Ceres y Cupido” y algunos otros. De la casa también trajo edredones de plumón que llenaban las camas  en invierno de una elevada altura como si estuvieran preñadas. Su afición a la pintura se veía en todas las paredes del enorme piso, que antes fueron tres, de la última planta de un bloque de ocho.  Recorriendo las paredes del apartamento se puede hacer un viaje por los garitos de jazz de Nueva York, de Dublín o por las cafeterías de la ciudad, donde hizo apuntes de todos y de todo, a lápiz. Allí estaban y en su estudio la mayoría. Tenía una terraza exterior  desde donde se veían, los cerros próximos, el amanecer y el anochecer. Observatorio de astros en las noches de verano, con el olor de los macizos de Dondiego de noche, en los grandes maceteros, y que volvían  a salir siempre en Primavera, junto con los múltiples geranios que cuidaba con gran esmero, salvándoles de los nematodos.  Era su refugio personal, lleno de alfombras iraníes, muebles antiguos de exquisita calidad y gusto, de maderas nobles, unos heredados y otros comprados en una pequeña tienda anticuario de Madrid, cercana a la Castellana. Destacaba en el salón una gran librería larga, cargada de libros y recuerdos de su infancia que le hacían la vida más agradable. Salía por la mañana a dar una vuelta por el centro de la ciudad, compraba el periódico, revisaba sus cuentas en los bancos y terminaba en una cafetería muy antigua, de final del siglo XIX que se había salvado de los desmanes de los gestores del siglo XX. Luego, recogía sus cosas y volvía a su apartamento, el enorme piso, oculto para todo el mundo que no fuera alguno de sus vecinos, en las afueras de la ciudad. Como ya contaba al principio, nada mas abrir la puerta y dejar sus cosas, se entretenía en el cuadro con la foto con su madre que tenía en el pasillo de entrada. Él tenía en la mano una carpeta de cartón en la que, con una lupa, se podía leer en alemán: Fonds.  Luego esperaba sentado leyendo en el salón, hasta que, llegando  Sonia, la chica que limpiaba el apartamento, se retiraba al estudio, y de allí al salón, cuando llegaba a limpiarlo en su ruta.
Pensaba Hans  en ese día de febrero, que se le antojaba haber detectado un cierto olor a primavera. Algo así, o una leve euforia que creía se le estaba despertando. Miró desde el ventanal hacia el horizonte, los cerros y el color que veía en el cielo pareciera realmente el despertar de la Primavera. Luz brillante, aromas que llegaban desde la terraza, propios de aceites esenciales y resinas que desprenden las aromáticas y los frutales al romper en yemas tiernas y pujantes.  Se quedó sentado en su sillón, entornó los párpados  y empezó a pensar en todas las primaveras que vivió en Bad Wörishofen. Recorrió con sus recuerdos, que parecían cobrar vida y color, los caminos de la montaña, plenos de de flores de los groselleros, de las de fresas en los taludes de las pendientes, junto al camino, de las tiernas plantas que cogería mas tarde de Caryllopheaceae, que tan buenas están en los revueltos, o a la crema. Parecidas a las que en estas tierras llaman collejas. Parecía oír los broncos rumores de los arroyos con el deshielo, precipitándose valle abajo, con truchas haciendo su vida en las aguas frías. Y  alguna nutria o visón, intentando salir a por  las truchas. Caminos sorteando las heces de las vacas, unas recientes, otras secas. Imaginó el cruce de alguna jineta, o quizá mangosta  en  rápido desplazamiento, posiblemente enfebrecida con tareas de caza.  Recordó los encuentros con los paisanos, de buena conversación, y con los que aprendía mucho. Profesores destacados de la naturaleza en aquellos parajes. Sonreía y se volvía a recrear los días en que saldría hacia su casa, después de dejar el ejército, aun con el uniforme puesto, cansado, con la bolsa de lona llena de sencillos recuerdos que traía del servicio, y fotos de algunos compañeros con los que habría quedado y que nunca volvería a ver. Siempre pensó que salir de una pesadilla es motivo bueno para sonreír y dejar que un momento de felicidad inunde el cuerpo. Su padre, que vivió la primera gran guerra, le recomendó que, antes de irse de casa a servir a la patria, guardara en la bodega, bajo los anchos muros, lo mas esencial para volver a vivir sin apuros, si es que algún día lo hacía. Así lo hizo. Bajo el suelo de la ultima pieza de la bodega, donde estaba una tinaja de vino, entre varios estantes llenos de botellas vacías, las llamadas Bookesbeutel, mandó hacer un depósito para un motor, -según dijo al albañil que lo hizo-, y para los fondos de reserva que le recomendó su padre, realmente. Metió varios lingotes de oro y plata y algunos fajos de las acciones de Bayer guardadas en una caja de hojalata, sellada con cera. Cerró el suelo con las mismas losas de piedra que tenían y allí quedó.  Volvió a sonreír y cerró los ojos, somnoliento.
Cuando empezó a coger el sueño, se oyó que abrían la puerta. Entraba su hija con los niños. Así les llamaba él. Uno de ellos, Franz, se quedó mirando el cuadro de la fotografía y pasado un momento dijo en voz alta: -Mamá, este de la foto es el abuelo ¿no? - Si. Dijo su madre. -Murió en 1943 no? - Si. En el frente. -¿Que era eso del fondo que nos contabas cuando éramos pequeños? -Bueno, una cosa que me dijo la abuela cuando yo era muy niña,  él había escondido un fondo para que le sirviera a la familia después de la guerra, si es que empezaba, como así fue. Nunca  dijo donde estaba y no se si realmente lo hizo. No nos hizo falta. Las tierras de lúpulo  nos han dado para vivir bien siempre. - Pues me parece que ya se donde puede estar ese fondo. Llegó su madre y él, señalando con el dedo a la carpeta, le acercó una lupa y, cuando lo vio su madre, se miraron con cara de enorme sorpresa y nerviosismo.- Franz, yo he visto esa carpeta en la casa de Bad Wörishofen…

Hans les miraba sonriendo desde el salón y pensó: ya quedo tranquilo. Dejó de reproducir su vida imaginada y no volvió más al apartamento. Parece ser que está en Bad Wörishofen.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 25 de enero de 2014)

20140121

LA PLUMA FUENTE

Hubo una vez un checo, escritor, que tenía una preferencia permanente por estar detrás de una ventana, de una puerta acristalada,  o tras cualquier cristal, que lo tenía esto con afición como quien tiene una invisible protección; pues sentía en ello la tranquilidad que buscaba siempre. Esa manía, que era como cualquier otra, de las que tenemos los demás, vamos, era lo que los psiquiatras llaman neurosis. La frustración, el abandono, puede hacer estragos en cualquiera y para Thomas Novàk  era una realidad con la que había aprendido a convivir. Pasaba las horas muertas en el alfeizar interior de la ventana de su estudio, sentado, con un libro en la mano, un lápiz en la otra y la cabeza llena de todo un mundo de pensamientos, recuerdos, experiencias y algunas, por qué no decirlo, desgraciadas. De su casa salía, si, pero las más de las veces, y dejando aparte los ratos de las compras y compromisos varios, pasaba largo tiempo en la céntrica Kavàrna Slavia (Cafetería Slavia). Nada más entrar, llegaba el intenso olor de la bollería recién hecha. Olor que le envolvía en su permanencia en una mesa que ocupaba siempre, junto al amplio ventanal que daba al exterior. Veía a la gente pasar por la calle, algunos le miraban con una cierta curiosidad, Él veía pasar las estaciones, la nieve, la lluvia, los brotes de los árboles en primavera, y le parecía oír desde allí el rumor de la corriente del Moldava, cuando se abrían los ventanales al ambiente exterior. Desde aquella mesa escribía en un cuaderno todos sus escritos, a mano, con una pluma estilográfica sencilla, una Parker semejante a otra que le había regalado su amigo Franz y que le fue robada en la calle. Él, sabía de la extraña cualidad que había adquirido su segunda pluma: no se le acababa la tinta nunca, por más que escribiera y pasara el tiempo. Eso venía ocurriendo, precisamente, desde que se había quedado solo. Nunca le confesó la extraña cualidad de la pluma a nadie. No le iban a creer.  Con la pluma se adentraba en otras vidas, otros ambientes, otros mundos, sacados de su imaginación, de su interior que era lo más fértil que retenía y de todo ello múltiples historias, narraciones, relatos en resumen. Sus escritos salían en el periódico Právo, todos los jueves, y eran seguidos con interés por gran parte de los lectores habituales. Precisamente eran sus escritos los que le mantenían con el ánimo firme y le servían para pasar de un día a otro con gran dignidad.
Un día, cuando estaba en la mesa de la cafetería escribiendo, se acercó un niño de unos cinco años, con cara de listo. Se puso a su lado y preguntó: - ¿que es lo que estás escribiendo? Thomas contestó – Un relato. -¿Y eso que es?  – Es como un cuento. ¿Sabes? Todos los jueves hago un cuento para que lo lean los lectores del periódico Právo. Me gusta hacerlo. – ¿Pero siempre lo haces con esa pluma? – Si. Además, te voy a contar un secreto (y se le acercó al oído del niño hablándole en voz baja) - Esta pluma es mágica. Nunca se le acaba la tinta y parece que quiere que siga escribiendo. ¿Sabes? – Bueno… pues estarás contento ¿no? Sentenció el chico. – Claro, por eso sigo y sigo escribiendo. El chico se fue con sus padres,  desde donde le hizo una señal de despedida con la mano.
Así siguió con sus escritos Thomas todos los días, pero, dos meses después, cuando iba a  escribir en la mesa del Slavia, la pluma hizo un trazo apenas completo hasta que no sirvió para escribir. La tinta, parecía haberse terminado. La abrió y efectivamente, el depósito de tinta, que siempre aparecía lleno ahora estaba totalmente vacío.
Media hora más tarde estaba Thomas quieto. Con un brazo cruzado y el otro sujetándose la cara y barbilla en actitud pensativa. La mirada fija hacia abajo e inmóvil. Una hora después vino una ambulancia y se lo llevó. No había nada que hacer. Había fallecido y lo llevaron directamente a la sección forense del hospital más cercano. Nadie, salvo los compañeros del periódico, le hicieron compañía y su presencia acabó con una reseña en el Právo en el que se hacían eco del lamentable suceso y comunicaban el fin de los relatos del jueves.
Un mes después, los camareros de la cafetería se dieron cuenta de un hecho que los tuvo intrigados. A la hora en que Thomas solía ir al Slavia a escribir, ningún cliente de los que llegaban se quería sentar en la mesa. Hacían intención de hacerlo pero se iban a otra o se marchaban directamente. Alguien dijo que hacía mucho frió allí. Lo cierto es que, cuando terminaba el tiempo en que solía estar Thomas en aquella mesa, se pasaba ese extraño efecto y los clientes se sentaban sin problemas.
Así estaban las cosas en el Slavia hasta que una camarera observó una excepción al extraño fenómeno. Una mañana, a esa hora, una mujer joven se sentó en la mesa y, aunque hizo gestos de tener frío, permaneció en él, donde pidió un café con leche, que le sirvieron. La camarera contó que la estuvo observando, junto con una compañera de la barra a la que avisó del hecho, y vio como la mujer, asentía varias veces con la cabeza y también hacía el gesto de negar de igual manera, como si estuviera en una muda conversación con alguien. Cuando negó la primera vez, las lágrimas le llenaron los ojos que tuvo que secarse con un pañuelo. Cuando se cumplió el tiempo que normalmente permanecía Thomas en aquella mesa, la mujer se levantó y se fue.

Desde ese día los clientes ocuparon la mesa vacante con toda normalidad y los camareros dejaron de inquietarse. Aun cuentan el suceso, aunque pocos lo creen. 
(Publicado en La Tribuna de Ciudad Real el 18de enero de 2014)

20140112

Misterio en la nieve


Se levantó Patxi muy temprano, no habían dado las cinco y, como era normal, aún no había amanecido. Se levantó más alegre de lo normal porque su viaje era para estar tres días con su novia en Ustés. Ya había concertado por carta el día  y tenía asegurado el alojamiento. Encendió la lumbre y se hizo unos huevos fritos a los que dio cuenta con un buen trozo de chorizo y un vaso de leche caliente para terminar. Aun sus padres no se habían levantado, aunque su madre ya se removía preparándose para empezar la jornada con el ordeño. El mes de diciembre había venido irregular, no trajo apenas frío, en las últimas semanas había hecho muy buen tiempo y en las mañanas, una vez levantada la niebla, el sol calentaba lo suficiente para no sentir frío. Se despidió de su madre y dejó a su padre dormir. Se despidió la noche anterior y no le pareció bueno despertarle tan temprano, aunque no tardaría en hacerlo. En la cuadra le dio agua a la mula, le puso la silla con unas mantas y la funda de la carabina, donde metió esta una vez que comprobó que llevaba suficiente munición.
Salió de Elkoaz a las seis menos cuarto, y cogió el camino abajo por el valle de Urraúl. A las siete menos cuarto se desvió hacia el este adentrándose en la montaña cerrada. Cuando empezó a amanecer, estaba en la mitad del viaje hasta Gallués donde pasaría la noche. Un piquitureto cantaba al borde del camino y oía el rumor del arroyo, cargado de agua desde las lluvias de noviembre. Los verderones y los cascos de la mula se oían por todo el hayedo. Iba distraído viendo la vegetación y no se le hacía largo el camino. Cuando llegó a la cima de un pequeño puerto vio desde allí la casa del riojano. Un logroñés que llegó al pirineo navarro huyendo de sus hermanos y la ruina. Daba posada a los que se adentraban en las montañas, por pocos cuartos y buena comida, y había cogido buena fama. Comió un buen plato del puchero riojano que tenía preparado  y le contó, por atraer la atención de Patxi, que le había comentado la pareja de los Migueletes, que habían pasado la tarde anterior, que andaba por las sierras un individuo que ya había matado a dos pastores abriéndoles en canal y dejándolos tirados al borde de el camino a uno y de la linde del prado, donde estaba con sus ovejas, al otro. – Pero ¿que me dice usted? ¿Por estas sierras? Dijo Patxi con evidente alarma. –Ya lo creo, (dijo el logroñés) eso dijeron los guardias y, la verdad es que, cuando le he oído llegar, he puesto la escopeta detrás de la puerta hasta ver quien venía. Por supuesto que enseguida vi que era gente de bien, pero no las tenía todas conmigo. Desde ayer tengo el miedo metido en el cuerpo. Le miraba el de Elkuaz con los ojos bien abiertos y en ese momento se alegró de haber cogido la carabina, y lamentó el haber hecho el viaje por esas sierras. Hubiera preferido el muchacho bajar hasta Lumbier y luego tomar la carretera de Navascués hasta un poco más allá a su destino en Ustés. Bueno, era mucho más largo pero más seguro. Terminadas sus reflexiones y su rápida comida, se levantó, pagó al logroñés, que le cobró una peseta y un real y continuó su camino.
Eran las cuatro y media de la tarde cuando, al bajar una de las montañas del camino, se cerró el cielo, se puso plomizo y empezó al poco rato a hacer frío y un poco más tarde a nevar. Caían copos grandes, con una cierta dulzura y parecía que no iba a cuajar. Pero media hora más tarde,  subiendo hacia un puertecillo, llegando a un pueblecito de  cuatro casas, se levantó un aire frío y la nieve se convirtió en ventisca. Se bajo de la mula y le echó encima una lona engrasada que llevaba plegada detrás de la silla y el se puso una manta para salvar no solo la nieve sino el frío que empezó a ser muy fuerte. Como no faltaba mucho para Gallués siguió su camino acelerando el paso.  Al doblar una curva del camino, muy cerca de un pequeño arroyo, vio un animal muerto en el borde de la calzada. Cuando se acercó deshizo su confusión: no era un animal sino un hombre de cincuenta años que yacía retorcido, medio desnudo con el vientre rajado y muerto en un charco de sangre. Ni siquiera bajó de la mula. Era evidente que estaba muerto y no podía hacer nada por él ni siquiera enterrarle, porque las autoridades tendrían que ver el cadáver tal y como estaba. No tardó mucho en llegar a Gallués y allí le dijo al representante del Concejo de Valle de Salazar lo que había visto. Le dijeron que avisarían a las autoridades de ello e irían al día siguiente a ver el cadáver y enterrarle, una vez que lo identificaran. Luego tomó alojamiento en una casa, muerto de frío, tiritando, no se sabe si por el frío, por el miedo que le llenaba el cuerpo, o por las dos cosas. Le dieron para cenar una sopa de puerros que llevaba buen caldo de gallina, bien caliente, que le hizo volver a la tierra, de donde se había ido por el miedo y la ventisca. Se preguntaba si al día siguiente habría dejado de nevar. Necesitaba llegar hasta Ustés para que su chica no tuviera preocupación por su viaje. Ya sabría con seguridad lo acontecido con los asesinatos.  Le costó coger el sueño pero el cansancio acabó por ser más fuerte que las preocupaciones.

Al día siguiente, con una buena capa de nieve sobre la tierra, en el camino hacia Ustés se cruzó con la pareja de los Migueletes y se paró con ellos. Les contó los sucesos del día anterior, les dio su nombre y cuenta de su destino y partió más tranquilo. Pasado Uscarrés, doblando la siguiente curva, del camino, vio venir un hombre a caballo muy mal encarado. Llevaba una bolsa de loneta colgada a la bandolera en la espalda, que le asomaba por el costado con manchas rojas que parecía sangre. Se fue alejando hacia el otro lado de la calzada cuando se fueron a cruzar y el viajero contestó a su saludo con muy malos modos. Se paró y le preguntó si podía ayudarle con un asunto. Patxi se excusó y le dijo que le perdonara pero llevaba prisa y, azuzando a la mula, siguió su camino mientras le miraba el hombre con cara de lamento. Intentó seguirle pero como iba muy deprisa, le dijo adiós a voces y siguió su camino.  Al llegar a Ustés, le estaba esperando fuera del pueblo su novia, llena de alegría y haciéndole fiestas. Cuando le contó su encuentro reciente, se quedaron muy preocupados. Al día siguiente, pasó por el pueblo la pareja de los Migueletes. Llevaban detenido al hombre con el que se había cruzado. Le contaron que, en la bolsa, llevaba el corazón de todas sus victimas. Dijo que no le habían tratado bien y por eso, por tener mal corazón, se los había quitado. Quizás, el ver la carabina de Patxi le salvó la vida.
(Publicado en La Tribuna de Ciudad Real el 11 de enero de 2014)

Perdido al atardecer



Cuando se enteró que en una pequeña ciudad de la costa catalana podía encontrar las bombas de agua, de mano, que quería instalar en los pozos del bancal, no lo dudó ni un instante. Cogió a los dos días el coche y marchó para allá. Tenía reservada habitación en el hotel. Después de más de seis horas de viaje llegó a la autopista final en la que me debía derivar hacia la costa, paró en un Área de Servicio y, después de entretenerse mirando la oscuridad de la taza en un café solo, humeante, levantó la vista y miró al reloj para ver si estaba demorándose. Efectivamente ya eran las cinco y media y no iba a tardar la anochecida. Recogió sus cosas y fue al coche, donde, tranquilo, estuvo programando el navegador; quería ayudarse con el GPS. Miró por el cristal y unas nubes oscuras llegaban desde el norte. La hora anterior estuvo despejado. Debía partir enseguida.
Mientras iba por la autopista pensaba en  la vuelta. La casa del bancal ya estaba preparada. Una vez arreglada la fontanería, el suministro eléctrico y puesta la tarima en todas las habitaciones, salvo en el salón, cocina y cuarto de baño, había quedado totalmente confortable aquella que fue casa de labor y hoy iba a ser el lugar de residencia mas frecuente. Los bancales de naranjos estaban totalmente recuperados desde que tomó posesión de la herencia de la tía. Y el invernadero de la huerta estaba ya preparado para la siembra, que habría de hacer cuando volviera. Clara le estaba esperando. Solo pensar en eso le hizo sonreír.  En menos de media hora el GPS le indicó que debía coger la salida hacia Calafell y Vila Nova i la Geltrú; seguir por la carretera nacional y desviarse finalmente por la carretera de la costa. Así lo hizo y, en poco tiempo, ya circulaba por esta. Se le empezaban a juntar en su cabeza los recuerdos de todos los viajes que hizo con Clara, pero procuró no distraerse. Se desvió hacia Sitges y la carretera bordeaba la villa. Cuando ya estaba sobrepasándola el navegador le avisó que cogiera en la rotonda próxima la segunda a la derecha y cuando ya estaba en ella, inmediatamente se dio cuenta que le habían confundido. Había contado como vía la que llevaba hacia una urbanización y ahora continuaba por la carretera de la costa, otra vez. Se dio cuenta que no podía cambiar de sentido. La línea continua no terminaba nunca. El trazado por los taludes empinados de las montañas impedía cualquier giro, la carretera era muy estrecha y no hacia más que dar giros y giros que no hacían más que acelerar el pulso e incrementar en nerviosismo.  Era bastante peligroso circular por allí e iba a corta velocidad. Enseguida entendió que los que están acostumbrados a esa carretera formaban fila detrás de él. Eso le agobiaba. Siguió bastante tiempo y se iba alejando de su destino.  Cuando menos lo esperaba el navegador le indicó la proximidad de una rotonda donde podía cambiar de sentido. Ya era casi noche cerrada. Le indicó que cogiera en la rotonda la segunda salida a la derecha y…cometió el mismo error que la anterior vez. No sabía que solo contaba el navegador las vías públicas y despreciaba las privadas o que eran recientes. Cuando quiso aguardar estaba circulando por una carretera muy estrecha entre árboles y sin ninguna indicación.  Era la vía de acceso a una fábrica. Parecía abandonada. No había ninguna luz por allí. Siguió despacio y terminó en una explanada donde había una salida con una barrera. Fue hasta ella y llamó por el interfono. Momentos después le contestaban:-“Señor esta es una propiedad privada no puede estar aquí…”   - Perdone, es que me extraviado desde la rotonda, ¿me puede decir por donde salir?   - Oiga, de a vuelta y salga por la rotonda, pero aquí no puede estar… -Gracias (le dijo).
Unos instantes después estaba otra vez dando vueltas por los caminos interiores de aquella fábrica fantasmal y sin saber hacia donde dirigirse. Dio varias veces la vuelta en los mismos caminos, se dirigió hacia la derecha y luego hacia la izquierda y solo conseguía perderse aún más entre las vías interiores de aquella solitaria instalación que daba señales inequívocas de haber entrado hace tiempo en su colapso económico total. Escombros, materiales de desecho, vigas de hierro viejas, obsoletos silos llenos de cemento pasado y todo cubierto por una cenicienta capa de polvo de lo que fue el cemento. Se paró un momento y cogió el móvil. Se le ocurrió que podía pedir ayuda a alguien, pero lo dejo sobre el asiento del copiloto desesperado. No se encendía ¿Y que situación iba a dar, donde estaba? ¿Cerca de Garraf? ¿Cerca de la costa? Era noche cerrada y no se veía nada y hacía rato que se había desorientado con tantas vueltas. Oyó un ruido en el exterior y le pareció ver dos ojos brillantes que le observaban desde la parte más oscura del soto cercano. Le empezó a entrar un miedo pánico…
 Estaba en estas consideraciones cuando de improviso vio una luz azulada muy intensa que llegaba de lo alto de un grupo de árboles. El motor del coche se paró y un zumbido muy fuerte se fue haciendo mas intenso conforme la luz se acercaba. Se quedó paralizado. Las pulsaciones se le pusieron a tope y al momento de encontrarse con un fuerte dolor en el pecho, la luz, de manera instantánea, ascendió hacia el firmamento y en pocos segundos se alejó y desapareció. Intentó arrancar el coche y se puso en marcha. Reflexionó un momento y entonces lo empezó a ver claro. Dio la vuelta, pasó por el la zona donde estaban las enormes tolvas y, a cincuenta metros, vio un control de entrada y, al fondo, la rotonda por donde se había equivocado. La pesadilla había terminado.

Cuando iba  de vuelta por la carretera de la costa hacia su destino pensaba lo fácil que es perder la seguridad y cuán indefenso puede estar uno si se encuentra perdido en la noche en un lugar desconocido. Pero… ¿Qué fue de esa luz que le dio al momento la capacidad de volver a su camino? Nunca dijo nada. Odiaba que pensaran, que era pura imaginación…
(Publicado en "La Tribuna de Ciudad Real" el 4 de enero de 2014)