20140225

LA LLAVE DEL DROGUERO



Eran las cinco de la mañana cuando el droguero bajo del tren. La estación, como si se viera por un cristal de ámbar, entristecía con la escasa luz de sus lámparas sucias. Los viajeros, que venían en su mayoría de Madrid, deambulaban con sus maletas como perdidos, medio dormidos, entumecidos por las largas horas de viaje, sentados en los vagones de aquel largo tren. Las manecillas del reloj de la estación se movieron a la vez para marcar un segundo y un minuto más: las cinco y cinco.  Enrique, el chico de Novoa, el que fue titular de la droguería mas popular de Lavapies,  salía con paso firme desde el vestíbulo de la estación, mirando para un lado y otro como si quisiera reconocer el terreno, como si quisiera volver a ver los días de su pasado en que de niño salió hacia Madrid. Parecía que era el único que en esa madrugada estuviera disfrutando con su andar. Una vez fuera, arrastrando su maleta con ruedas, pidió un taxi. Se fue al centro, a su hotel, donde se acomodó con tanta precisión y orden como si estuviera sin cansancio. Intentó dormir un poco, pero su fino oído le advirtió de los toques del reloj público, con toda la sonería, que marcaba las horas. Le dio por pensar en cómo sería su vida a partir de ahora. Se levantó de la cama y se puso a revisar las escrituras del las casas y las tierras. El sello del Registro, que quedó impreso cuando se terminaron los trámites de las transacciones, le dio la tranquilidad que estaba buscando. Ahora era el propietario de su pueblo. Pedras da Fraga, pequeña población, mas bien una aldea, dormida entre la naturaleza, desde que la abandonó el último vecino el 13 de agosto de 1973. Enrique y sus padres se fueron de la casa que fue de sus abuelos diez años antes. La había visto el pasado mes, cuando vino a reconocer cómo estaba su pueblo y vio que las sólidas piedras de granito de la casa familiar aun estaban en su sitio, no así el tejado de pizarra y el piso de la entreplanta cuyas vigas pudrieronse con la lluvia caída, desguarnecidas como estaban por el techo caído. Techo y entreplanta, casi enteros, yacían en el suelo, conviviendo con helechos y yedras que se habían apropiado de todo. En esa casa nació Enrique en aquel tiempo en el que solo  se oía por las calles, los cascos de caballerías y bueyes,  y los cantos del gallinero de donde salía la voz del gallo anunciando la madrugada. Recordó cuando salía de su casa para ir a jugar con Martina a la fraga. En el claro, en la revuelta del camino, había un roble viejo, retorcido por el tiempo y la mutilación que le hiciera un rayo en una de sus ramas, allí quedaban con Aurelio, el chico del herrero. Para ir a recoger fresas o a buscar plantas silvestres para cocinar, aunque volvieran de vacío al haber pasado el tiempo contando historias que vivían entre los árboles del bosque.
 Un golpe de suerte pensó cuando miró el boleto en Madrid. Ahora pensaba de otra manera.  Como si se hubiese cumplido una profecía con aquellas palabras del abuelo, cuando se fueron a Madrid: Volverás Enrique,  o teu volverás. Aquí están os teus raices desde que che encontrastes coa fraga. Pensando en las obras que habría que hacer, empezó a sentir sueño y con el cansancio se durmió. Siguió el reloj marcando las horas pero él, profundamente dormido ya no lo oyó. Dormido, hasta que la última campanada de las siete y media le hiciera despertar y, recuperó la consciencia y la excitación del día en que vio acertado el boleto.
No tardó mucho en recoger el coche comprado en su viaje anterior, y a David, el arquitecto con el que había hablado para planificar las restauraciones que habría que hacer en su pueblo. Con el arquitecto se incorporaron dos compañeros suyos del despacho de arquitectura y los cuatro emprendieron el viaje hasta Pedras. – Quiero que tomen nota de todo, (dijo Enrique) porque si bien, ustedes tendrán libertad de redacción y desarrollo de los proyectos, quiero que recojan cual es la idea que quiero de cómo hay que recuperar la esencia de las construcciones y el destino que luego les vamos a dar. – Desde luego, así debe ser (dijo el arquitecto) y creo que estamos de acuerdo, como quedamos el mes pasado, que lo mas importante es que se recuperen los elementos constructivos de la arquitectura popular que es lo que da sentido a la historia del pueblo. –Si, si eso es. Y al decir esto, el droguero, que se sentía feliz e ilusionado hablando de estas cosas, puso una sonrisa en su cara que mantuvo todo el viaje hasta que llegaron al pueblo. Un año mas tarde los proyectos de restauración estaban llegando a su fin y Enrique ya tenía previstos y preparados los planes de aplicación para cada una de las construcciones. La herrería estaba dotada con todas las herramientas y materias primas necesarias para que, si lo hubiera, pudiera trabajar un herrero. Lo mismo con las demás casas en las que había recuperado, cuadras, galiñeiros (gallineros) y zahúrdas. Pensó sin embargo que iba a ser muy difícil encontrar a gente que pudiera meterse en la aventura de volver a dedicarse a esos oficios y trabajos, que en este tiempo tienen poca salida, según pensada. Así pues, decidió que todas las casas, salvo los talleres y los locales no habitables, debían ser para alquilarlos para vacaciones. Así lo hizo y cuando se terminó la obra quedó contento de la restauración y especialmente satisfecho de la que hizo el carpintero de la puerta de su casa que dejó como nueva, aunque lamentó no tener la llave para abrir la cerradura. Oxidada de principio, un cerrajero dejó en uso, sin poder hacer una llave que sirviera para ponerla en uso. Así que entraba por la cocina.
Le trajeron los muebles, puso un anuncio en Internet y esperó desde su casa, recién restaurada, a que llegaran peticiones de clientes.

A la semana siguiente, una noche, cuando iban a cumplirse las doce, en el salón que antes fue cuadra, de su casa de Pedras da Fraga, al sonar la última campanada en el reloj de pared, aquel que su padre se llevó a Madrid y que él devolvió a su casa, se hizo un silencio profundo, cargado de un intenso frío, Enrique oyó una voz de mujer, que no reconoció al momento, que dijo: - Enrique, soy Martina, ves ao bosque e ao pé do carballo, deixe enterrada a caixa coa chave da túa casa. Al día siguiente, bien temprano, nervioso, se fue hasta el roble en el que quedaba con Martina y Aurelio y, bajo el árbol, abrió un hoyo donde, efectivamente encontró una caja de hojalata oxidada y dentro la llave de su casa con una carta de despedida en la que hablaba de la enfermedad que la consumía. Era la llave, pues abrió la cerradura de la puerta sin especiales problemas. Sin embargo, la voz de Martina, fallecida al parecer años antes, hizo que no volviera a estar solo en su casa. Se hizo con un galgo y no lo dejaba ni por la noche, dormía al pie de su cama siempre.  ¿Su abuelo, cuando decía raíces, se referiría al lugar de la llave?  

20140216

EN LA TAZA DEL CAFÉ



Cuando tenía los primeros cinco años de su vida, en Ourense, a Francisco Lope, le llevaba Antonia al colegio. Luego le recogía mientras  contaba todas las cosas que creía ella que comprendía, pero que él, en modo alguno, sabía de que hablaba, pero lejos de sacarla de sus reflexiones, la miraba y asentía o negaba según se terciaba. No tardaba en enterarse de sus duelos y quebrantos, que parecían muchos, que no eran tantos, como pudo comprobar más tarde. Él, estaba en ese momento de su vida descubriendo el mundo y se distraía con el vuelo de una mosca, al menos esa era la expresión de don Faustino, su profesor. Por eso se abstraía en clase, diríase que no estaba allí, más bien en cualquier parte a la que le llevara su portentosa imaginación. Para él, niño inteligente, en ese momento era normal ver cosas en todas las superficies brillantes en la que se pudiera reflejar. No era de extrañar verlo parado en el patio del recreo, junto a un charco en los días de calma y nublado, mirando atentamente al agua. Él sabia que en ese tipo de situaciones solía ver hechos extraordinarios. Una vez, estuvo viendo, en un charco de la calle de aguas quietas, a sus padres con una niña pequeña; la misma que vio, después de nacer, cuando tenía seis meses de edad. Es decir, se anticipo a ver a su hermana pequeña antes de que naciera. Lo dijo, pero le avergonzaron tanto con el asunto que ya nunca más contó a nadie sus visiones.  Meses más tarde vio en el agua quieta de la palangana que había en el cuarto de baño, a los diez años, en 1954, a un señor medio calvo, ya mayor, delante de un panel de un gran aparato con muchos círculos acristalados, medidores, registros, en el que había un volante doble y delante una mesa grande con un teclado.  Bajo esta imagen se veía  la leyenda “Home computer” Rand Corporation. Decía  que se vería en 2004. Luego vio, a la semana siguiente, la misma imagen, en una foto del ABC. Su padre comentó que se trataba de una calculadora compleja, como un cerebro electrónico. – Fantasías de los americanos. Dijo. Miraba a su padre y se sintió importante por enterarse antes que nadie de su familia. Por eso, cuando años mas tarde vio en el plato de la sopa que se estaba enfriando, y brillando con la luz que le daba los rayos del sol entrando por el balcón del comedor, tamizada por los visillos,  a un perro metido en una especie de bidón, atado con correas, entre unos cojines cuadrados, estuvo esperando a que le llegara noticia de todo aquello. Lo pudo comprobar días antes de que fuera su cumpleaños, en aquél triste mes de noviembre, llenos de lluvias y brumas de 1957. Sus padres le llevaron al cine a ver La Cenicienta y en el noticiario que pusieron antes de la película, salió la noticia de que los rusos habían mandado al espacio a una perrita, Laika, que viajó en una cápsula tal y como la vio Paquito en el plato de la sopa.
Estos hechos extraordinarios que fue viviendo el niño durante toda su infancia, también se fueron sucediendo después y, lejos de preocuparle, y al tenerlo como un secreto muy personal, hizo forjarse un carácter firme, no muy dado a rendirse ante las dificultades y, desde luego, para ver a los demás con una cierta distancia; que le sirvió para no entrar en conflicto con nadie y granjearse una fama de responsable y buen chico. Decían sus compañeros que no se le podía insultar, porque él no hacia caso y lo más que hacía era sonreír. Para disgusto  de los compañeros que les enrabietaba mucho más. No podían hacer nada, ni siquiera acudir a pegarle, porque le veían tan pacífico que confundían su actitud con la de un tonto.
Lo mejor que le ocurrió durante su época de estudiante en la Universidad es que un buen día de marzo, por la tarde, sentado en el estanque del Retiro, donde había ido con unos compañeros a pasear con las chicas de la pandilla, pudo ver reflejado, con detalle, en las aguas del canal de desagüe del estanque, un papel con el sello de la Facultad, Cátedra de Derecho Administrativo, en el que pudo leer, una serie de temas  ordenados de 1 al 15. Tenía toda la pinta de ser las preguntas de un examen. Ante la duda, cuando llegó a la casa de doña Florita,  donde estaba hospedado, una señora viuda de un coronel militar de Intendencia, se encerró en su cuarto, un interior que daba a un patio de luces en el que solo se veía una pared de cemento y dos ventanas del piso de enfrente, y, encendiendo el flexo, cogió el libro de Derecho administrativo y se puso con los temas que estaban señalados en el papel que había visto en su visión. No dejó de estudiar esos temas hasta tres días después, que los dio por aprendidos. Al día siguiente de terminar ese intensivo estudio, le comunicaron en clase que habría un examen parcial  a la semana siguiente, examen que el profesor consideraba muy importante para facilitar el aprobado final e incluso la nota alta para los que lo resolvieran sin problemas especiales. Como esperaba, los temas que salieron en el examen fueron los que había estudiado y que vio reflejados en las aguas del canal del estanque. Sacó la máxima nota posible y fue felicitado por el profesor por el  buen  examen sin fisuras que había hecho.

No le ocurrió ninguna cosa parecida acabada la carrera. Incluso hasta años después no le volvió a ocurrir otro incidente igual a los que, desde chico, estaba acostumbrado.  Por eso, cuando daba por terminada la facultad de premonición que tenía, asociada a la contemplación de superficies brillantes en las que se pudiera reflejar la luz, un día, siendo ya mayor, al término de su vida laboral, meses antes de tener la edad para jubilarse, estaba en una cafetería de la plaza de santa Eufemia, tomando café y disfrutando de un día de vacaciones, en los días soleados de mayo, con el periódico en la mano, que leía a ratos para no pederse la tranquilidad del ambiente y el ir y venir de la gente , se le ocurrió de repente mirar a la taza de café, doble cargado, que le habían puesto y que había dejado enfriarse, fijo en la contemplación del negro espejo que ofrecía la taza, vio como tomaba cuerpo una serie de números, seis numerales en total. Estuvo dando vueltas a la cabeza en esos días por ver en qué se podía concretar esos numerales. Descartó fechas, magnitudes, coordenadas o referencias topográficas y, así estaba cuando pasó el jueves siguiente por delante de una administración de lotería. Nunca había echado a la suerte ni un céntimo pero allí, en la concesión de lotería más cercana a su casa, la de la Rua do Paseo,  rellenó un boleto de lotería Primitiva con los números que había visto. Esa semana había un bote de 150 millones de euros.  Que fueron los culpables de que dejara de trabajar, se comprara una casa en Harlem, otra en París, en la ribera izquierda del Sena, y una casita con un huertecito en la costa, donde acabó sus días, mucho más tarde, feliz. Nadie supo como había acertado. El azar dijeron.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 8 de febrero de 2014)

EL GUARNICIONERO



El cielo plomizo dejaba ver las nubes en movimiento el lunes 13 de febrero de 1826. La mañana fresca alivió de gente las calles y el humo del horno de la botica bajaba hasta la calzada revocando, con el olor a azufre del carbón quemado. Parecía que el mundo se había detenido... Pero no, todo seguía su inevitable curso...Oyó el boticario al caballo parar junto a la botica y cómo las botas daban un golpe en el suelo húmedo de la calle. Reconoció a Damián, el guarnicionero, su buen amigo. Mientras, él envolvía los dos cartuchos de papel, donde se podían leer en uno: Ajedrea y en el otro, Anís estrellado. Decía a Dominica cómo había de tomarlos. Miraba con incredulidad ella y con autoridad le espetó. - Mire señora Dominica, no se inquiete, con el anís estrellado le desaparecerán los gases que son los que le aprietan y provocan esos dolores que dice, y la ajedrea es para que no se le arruine el estómago. - Si usted lo dice don Mateo, así será. Es usted un hombre formal, cosa que va siendo escasa.
Sonó la campanilla de la puerta de cristal biselado con el emblema de la botica. Lejos, tocaban a vísperas en San Pedro, un repique con la campana gorda, las 11.30. Se abrió la puerta con los golpes de la campanilla y la voz de Damián: - Buenos días boticario, te traigo tu encargo: el horcate y la collera. Como veras, mejor no los va a tener ni el rey: con piel de vaca de primera. Espero que hoy no tengas mucha prisa y trabajo; quiero hablar contigo. - Vale Damián; para un buen amigo siempre hay conversación, aunque haya trabajo y prisas. - Me alegro que digas eso, pocos hay como tu, con buen genio. Necesito al amigo. - Sabes que lo tienes. Sube a la rebotica y espérame allí. Tengo que hacer algunas fórmulas y, mientras, hablamos. - Subo. Se despidió Mateo de la señora Dominica y detrás de su amigo subió las breves escaleras que accedían a la rebotica.
 Un crisol, encima de la mesa, pucias, matraces de cristal, redomas, y retortas brillando con el sol de la ventana. Un penetrante olor a alcoholes y aceites esenciales llenaba la estancia.  Pacientemente, en la oscuridad del rincón, una paila de cobre y un alambique callaban sin relucir.
 - A ver mi encargo… huy, huy, huy, has hecho un trabajo bueno, Damián, muy bueno. Tengo horcate y collera para toda la vida.Qué bien rematado todo. Coses como nadie. Gracias hombre, ya me dices lo que te debo…- Bueno Mateo, si hay que hacer cuentas tendremos que poner en la romana todo lo que me has ido dando este año y los remedios que me mandó el médico. Si hay que dar cuenta de mi salud, entre los dos, me la estáis sujetando, como dos mozos más fuertes que los del carro. – Bueno Damián, ya liquidaremos. Cuenta ¿que es lo que hay? ¿Qué te preocupa? - Mateo, recordarás que vine en agosto porque me dolía mucho el pecho y parecía que me habían clavado un cuchillo justo en el medio. El médico me dio aquél remedio de las tisanas y una dieta de fraile. Bueno está, no es que me quitara los dolores, no, pero algo de alivio si he tenido todo este tiempo, pero ahora me volvieron y me dejan parao todo el día. Me canso como un viejo. Quiero que me digas qué carajo es lo que tengo, si es que lo sabes y cómo me puedo aliviar. Tengo más fe en ti que en el matasanos.
Se quedó pensando, mirándole el farmacéutico, y pasado un momento contestó: - Mira Damián, por todo lo que me has venido contando, tu mal es que las venas las debes tener atascadas, Esto ya lo vio el gran Leonardo Da Vinci hace mucho tiempo en una autopsia, y cuando están así las venas, duele el corazón, que tiene problemas para dar suelta a la sangre y por eso estas cansado. Así que te voy a dar un saquito de sanguinaria para que te hagas una infusión, una por la mañana y otra cuando anochezca. Luego te digo donde la puedes coger del campo. Esta hierba tiene la propiedad de hacer la sangre mas suelta y facilita la circulación. Y por otra parte, te doy esta cajita en el que veras unos sobrecitos con ralladura de corteza de sauce que sirve para lo mismo, desatasca algo las venas, y además quita inflamaciones. Te haces una infusión, aparte de la otra, por la mañana al desayunar. Las medidas están apuntadas. Sigue con la dieta sin mantecas. Dentro de tres días me dices como te va. Si no tomas esto puedes verte mal cuando menos lo esperes, de repente. - De acuerdo Mateo así lo haré. Gracias – Espera… hay una cosa que no me has contado Damián, y que seguro está haciendo que estés peor de tu salud. ¿La has visto? Damián se le quedó mirando con los ojos vidriosos y tras unos segundos de silencio dijo: - No. La he escrito varias veces y no me ha contestado. Bueno, ya me voy haciendo a la idea. Estas cosas, sobre todo cuando no se entienden, necesitan su tiempo, pienso… ¿no? -Así puede ser. Pero cuídate. La vida da muchas vueltas. - Y tú ¿cómo andas Mateo? Me contaron que estuvo aquí el alguacil, mandado por el señor conde, para hacerte preguntas. No te voy a preguntar que es lo que querían, porque me lo puedo imaginar. Desde  la Real Cédula de 1824, todos están obsesionados con controlar y delatar. No se olvidan que tú nos ayudaste a los liberales. - No te preocupes Damián. Tarde o temprano se hará la luz. Mientras… yo… tranquilo, y tú cuídate mucho, que sabes que en este pueblo se te quiere, se te aprecia y valora. - Gracias Mateo. Tú si eres un buen amigo.
Salió Damián de la botica cuando los pucheros echaban sus aromas por las chimeneas, el aire racheado se encargaba de hacer sahumerios por las calles. El carro del panadero, pasó cargado de sacos de harina camino de la tahona. Las nubes oscurecían el mediodía pero no parecía inminente que fuera a llover. Damián llegó a su taller y  se pasó un momento por la cocina, donde en la alacena, dejó los remedios que le dio Mateo.
- ¿Que traes Damián? Dijo su madre, mientras le daba vuelta al puchero. - Son los remedios madre, que me ha mandado el boticario, don Mateo. No los cojas que me van a hacer falta. - No te los cojeré, no, que bastantes guarrerías ya tomo yo. ¿Pero tú, anímate que eso es lo que te trae  de mal vivir? La vida da muchas vueltas. – Si, eso dijo don Mateo.
Al mes siguiente, el segundo jueves, que se había levantado con un sol esplendoroso y ya olían las flores de los almendros, salió con prisas el boticario hacia la casa de Damián. Le abrió la puerta su madre con los ojos rojos, enramados, y le miró con angustia. Movió la cabeza negando y el boticario se puso a llorar. En el taller estaba Damián, sentado,  quieto, con los ojos fijos en el infinito. En su mano derecha, apretada la uñeta, y en la izquierda una trozo de cuero nuevo. Un grupo de leznas, yacían derramadas en el suelo. Le preguntó Mateo a la madre si se había tomado los remedios y ella… dijo que no sabía, que los guardaba en la alacena. Fue el boticario hasta la alacena y vio que los remedios estaban intactos. No se había tomado nada. La madre le dio una carta con leyenda: Para Mateo Velasco el boticario.

Le pedía perdón por no haber tomado sus remedios. Se entregó a la naturaleza.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 15 de febrero de 2014)