20140527

MALDITA CARRUCHA

La carrucha del pozo le despertó, el viento fuerte la movía y chirriaba con cada envite. Ya había amanecido y la luz se veía por las fraileras de la ventana. Sintió a Manuela que, con el sueño más somero, también se debió despertar; la oía  andar por el patio y canturrear. Se le había adelantado ese día. Cogió el jarro del agua y se lavó en la palangana que esperaba en el rincón. 
- Pedro, hoy tienes que sacar las nuevas telas. Es el último pedido y ya está vendido con todas las existencias; se sacó buenos dineros con ellas. - Dijo para si-. - Con los cuartos podré irme a Lisboa, y antes por Hervás.  Manuela preparaba empanadas para  tomarlas antes de la comida. Cuando estaba terminando de desmigar el pescado salado y poniéndolo en agua, sonaron las campanas fuera de hora. Miró hacia arriba como haciendo oído. Era extraño, porque no tocaban a rebato.  Pedro entró en la cocina y preguntó: - ¿Qué día es hoy? Están tocando las campanas a deshora. – Hoy es día 23 de abril. Parece mentira que no se acuerde. Antes de ayer le trajeron el carro con las telas y era 21. ¿No se acuerda? – Si, si, me acuerdo. Pero me refería si hoy se festejaba alguna cosa o santo, porque es raro que se toquen las campanas a estas horas. Bueno ya nos enteraremos. Y así fue.
A mediodía sonaron por toda la ciudad los tambores.  No tardó en llegar María Juana, la vecina, con las noticias. - ¡Hay dios mío don Pedro, qué miedo! – Tranquilízate chiquilla, no te alteres y dime que es lo que te da tanto miedo, anda tranquila... – Don Pedro, ha venido aquí un canónigo de Burgos con otros curas y vienen nombrados por los reyes para un Tribunal y están dando un pregón (¡Dios mío! ¡Madre del amor hermoso!) para que todo aquel que haya hecho cosas de judíos, se le da un plazo de diez días para que deje de hacerlo y se arrepienta, y si no, le meterán preso y pueden quemarle en la hoguera. ¡Hay dios mío! Yo no entiendo nada. ¿Pues no dijo el cura en marzo, cuando era Semana Santa que Jesucristo era judío? ¿Y que obedecía la ley de Moisés? ¿Pues quien son estos que tanto mal quieren traer al que hace lo mismo? – No lo entiendes tú ni lo entiende nadie que tenga un poco de sentido común, María, pero mejor no digas nada de todo esto a nadie, no vaya a ser que te tome la Justicia a ti también.
Mientras esto ocurría, los mirlos seguían haciendo su vida tranquila en las moreras de la calle, un labrador que venía de su finca en Peralbillo, arreaba desde el pescante del carro a las bestias chasqueando la lengua; con una rama en la boca y mirando hacia adelante con gesto cansino, ausente de cuanto acontecía, entró en el nocedal. Pedro, salió un momento a la calle, quizá con la intención de ver si, desde allí, se veía algún movimiento de gente. Había oído que los inquisidores se habían instalado no muy lejos, en la casa del Convento de santo Domingo. Al comprobar que no se veía nada extraordinario, volvió sobre sus pasos hacia la casa. Miró a los sillares de piedra del arco de de la puerta y la anterior sensación de seguridad que siempre le dio  la fortaleza de la fachada y puerta, había desaparecido. Nada le parecía ya seguro. Su casa se le antojó un bien perdido. Hacía tiempo que tenía noticias de todo lo que venía y, con su edad, cansado de una vida de trabajo duro, con las dificultades que sus creencias le habían procurado, recordando las revueltas que le contó su difunto padre de 1376, y las recientes de Toledo de 1449 no hacían más que confirmar que allí, en Ciudad Real, no iba a estar seguro mucho más tiempo. Tenía todo preparado, incluso los dos pagarés: uno, el que le había dado Gregorio Suarez en pago por sus enseres y la casa, y otro por las cinco fanegas que tenía en el camino de Alarcos, su vecino, el escribano Mateo Martin González. Ya  no esperaba más gracia hacia los conversos como él. En otras tierras que tenían probada su tolerancia podría vivir el resto de su vida.  Llegó el aprendiz Rui que traía noticias. Al muchacho, le movía más qué iba a ser de él, si al patrono lo encausaban, que la suerte de quien le había acogido tanto tiempo, desde que su difunta madre se lo encomendó para su amparo. Pensó Pedro que el muchacho, pese a que le sabía agradecido y con aprecio, podría ser objeto de testimonio, normalmente forzado  por lo que la mejor era, por el bien de todos, no hablar con nadie de su partida. Ni de la liquidación que había hecho en febrero de todos sus bienes. Sonaron los tambores que se acercaban. Dieron la vuelta por la bocacalle y pararon tres manzanas más adelante, hasta allí se fue Pedro y, con angustia inevitable, pudo escuchar que se había aprobado el inicio del Auto de Fe y se daba orden de preparar el tablado en la Plaza Mayor, para lo que habían dado encargo al carpintero Andrésillo que hizo la mejor oferta. Entre el gentío que escuchaba se topó Pedro con el sangrador Mejías, que, al oído, dijo que preparaban cerca del cementerio judío el quemadero. Oído esto, se dio la vuelta y entró en su casa con la palidez de un muerto, como le dijo Manuela, nada más verle. Sin comer, se retiró a su alcoba, no sin antes decirle a la muchacha que al día siguiente había de darle cuenta del regalo para su casamiento. Nada mas saberlo, con la cara llena de felicidad, se olvidó de la cara de su patrón y de todo lo que ocurría en la ciudad. Desde ese momento, solo pensaba en su nueva vida con su Cirilo.
A la mañana siguiente, bien temprano, Manuela recibía 1.200 maravedíes con los que podía hacerse con la casa que habría de comprar. Abrazó a su Don Pedro llorando de alegría, que, llorando también, comunicó su partida rogando no dijera nada a nadie, y, si le insistían, debía decir que iba a vivir con un primo en Valencia. – Manuela- dijo- ya soy muy mayor y el trabajo me ha dejado tanto cansancio como recuerdos que me agobian, por los que perdí y por la que no pude tener. Por eso me voy a Valencia. Ella le miraba asintiendo, comprendiendo lo que le decía. Se volvieron a abrazar y después de enjaezar su caballo y la mula, en la que cargó su pequeño baúl, partió bajo las nubes negras cargadas de agua que apenas dejaban ver un cielo azul brillante y luminoso; lo que pareciera profecía: entre la oscuridad de los días, podía entrever una nueva vida ajena a las penalidades que se avecinaban. – ¡Maldita carrucha! –Se dijo- mejor hubiera sido no despertar jamás.
A la semana siguiente llegaron hasta la casa, en la que permanecía aún Manuela, los alguaciles en busca de Pedro. Dos días después, tras el sumario juicio público, el Tribunal ordenó quemar una estatua que le representaba al estar en rebeldía. En Lisboa acabó feliz sus días.
(Publicado el el peridico La Tribuna de Ciudad Real el 24 de mayo de 2014).


20140521

NIEBLA EN EL TOMILLAR



-¿A donde vas chico? -Poray. Abrió la puerta del zaguán y el aire frío de la mañana se coló sin pedir permiso. - Hace frío y el relente de la mañana no se ha ido. Abrígate. ¿Vas con alguien?-No padre. Déjalo. -Como quieres que lo deje. Te veo todos los días apagao. Y no me quiero meter en lo que no me llaman, pero no quiero que veas solo las puertas que se cierran. Eres muy joven y son más las que se abren que las que se cierran. Te pregunto porque luego tu madre me pregunta a mí yo no sé que decirle. Como si yo supiera algo; por eso me lo pregunta. Ya sabes como es, que cuando no te ve contento se empieza a preocupar y empieza a barrenar hasta que saca lo que quiere; por eso barrena tanto con su cabeza. Así es tu madre. Y yo no quiero saber nada que no sea asunto mío, pero tanto te quiere tu madre como tu padre, ¿sabes? Pero, no me hagas caso que cuando te pregunto: ¿a dónde vas? No quiero que  me digas lo que vayas a hacer sino donde vas a estar; para saberlo. Si yo lo sé, pues te puedo buscar, si hay una necesidad; pero nada más. Por eso te preguntaba. -Bueno padre, pues que quieres que te diga, pues me voy poray, a dar un paseo a la viña vieja o poray. Luego vengo.

La bruma que en el mes de noviembre suele hacerse más espesa conforme se aleja del pueblo, hacía que el camino fuera perdiendo poco a poco sus contornos; sus orillas sin cielo; sin nada más que una brillante y grisácea luz, llena de humedad. La desaparición, casi sin notarlo, de casi todo, tranquilizaba su ansiedad; poco a poco se sintió mejor. El ruido de sus pisadas en la grava del camino marcaba el tiempo acompasado de su alejamiento. Un pájaro, quizá zorzal, conversaba a lo lejos cuando su aleteo brusco, violento, le asustó.  Unas pisadas, rápidas, que no eran las suyas le empezaron a acelerar las pulsaciones. Alguien venía con prisa.  No venía paseando. Entre la niebla apareció un hombre mayor, más bien bajo; de apariencia extraña. Sandalias gruesas, de cuero; trapos reliados en las piernas cubriendo en su parte superior calzones oscuros abrochados en la derecha del vientre, y cubiertos en la cintura por faja de paño oscurecida por el tiempo y la suciedad, lamparones de grasa, propio del que se suele limpiar la navaja en ella. Se abrigaba con una extraña capa de paño, algo raída que ocultaba sus manos. Cabeza con barba descuidada, coronada por una vieja montera de piel de cabra, encasquetada con  fuerza. Podía ser  tanto un mendigo como uno que venía de podar. Parecía tanto estar vencido por un duro trabajo y metido en extremada pobreza. Con ser extraña su aparición, mas extraño y sorprendente fue lo que le habló:

 -A la paz de Dios, señor, ¿me podía decir por donde cae la aldea? - A lo que  el muchacho, con la mejor disposición le contestó: - Mire usted, no hay por aquí ninguna aldea. Allí más adelante está Tomelloso, que no es aldea sino  un pueblo bien grande.  El hombre, algo enfadado y algo de queja, sin perder el respeto, le replicó:  - El Señor, es mozo y no tendré a cuenta lo que dice, pero ha de saber que Tomelloso es la aldea donde nací hace mas de cincuenta años, y así es verdad como me llamo Martín del Campillo, que  me llaman “el Viejo”, es donde vivo y es aldea, de no mas de ochenta vecinos, todos del Rey, nuestro señor; y encomienda de Don Luis Hernández Manrique, marqués de Aguilar; está a un legua de Argamasilla, cuatro de Sucuéllamos  y seis del Toboso. Si no es por que fui a por leña a tres leguas al término de Alhambra, perdiendo el borrico en esta maldita marea que me impide ver los tomillares, estaría ya en mi casa calentándome con un buen caldo, que en este momento  es lo que busco con más interés. Llevo perdidas tantas horas que ni la patrona, me ha podido ayudar, a no ser que haya dispuesto que  sea vuesa merced y que me diga el camino cierto; así es que, si hace merced y tiene a bien dejar las chanzas para otro momento, dígame llegar, o me tendrán que recoger el Hospital de pobres que Don Diego Galindo dispuso para nuestro pueblo.-  Eran tales las palabras del hombre y, aparentemente, tan cargadas de convicción, que creyéndole loco, le indicó el camino sin más discusión. El hombre, después de darle las gracias, desapareció entre la bruma lo mismo que había aparecido, sin dejar rastro ni ruido.

Cuando llegó a su casa el joven, contó lo sucedido. Por lo extraño del relato, el brillo de sus ojos, sus enrojecidas orejas y la tiritona que finalmente cogió, le metieron en cama con una buena calentura delirando. Avisado el médico, y ver alta fiebre y respiración muy agitada, lo envió al Hospital de Alcázar, al que le llevó en coche su padre sin mas tardanza. Repitió tantas veces la conversación con su aparecido hombre en los momentos de delirio febril, que todos pensaron que tuvo alucinación.  Días después se recuperó de la bronconeumonía, con los cuidados del Hospital y los caldos de gallina que le hizo su madre.

Sin embargo, su experiencia del día cinco de noviembre, entre la niebla, le mantuvo inquieto de tal forma que acabó recurriendo a uno de sus profesores del Instituto.

-¿Estás seguro que eran esas palabras las que mencionó el hombre que se te apareció? – dijo su profesor de Historia. Porque según cuentas esa manera de hablar es cervantina. Propia del siglo XVI. Los datos que das del pueblo que describe es el de aquellos tiempos. Es curioso... –dijo pensativo, no sé si por la duda o la reflexión. –Déjame que haga alguna averiguación y ya te digo lo que pienso de todo esto. ¿Vale? Vicente, asintió con la cabeza y se despidió de él sin mucha esperanza de aclarar algo. Pero se equivocaba. A la semana siguiente recibió una llamada de teléfono del profesor.  -Vicente, soy Javier, oye... ¿tu sabes lo que son las Relaciones de Felipe II?, -No. -¿Ni siquiera te lo han explicado alguna vez? -No, no tengo ni puta idea. ¿Que es? Pues una especie de encuesta de población que encargó el Rey  y que se refería a la situación de los pueblos, del siglo XVI. - No, no lo sabía. Ni nadie me contó de qué iba eso.  
- Mira,  es que es curioso; pero quiero que me lo vuelvas a repetir tal y como lo contaste.  Vicente lo hizo, de nuevo. - Joder Vicente, todo los detalles que me citas concuerdan fielmente con la descripción que hacen de Tomelloso, unos tíos, que daban su testimonio, en el siglo XVI en el libro de las Relaciones de Felipe II  y en cuanto a la fecha,  dice: …“a cinco días del mes de noviembre de 1578”. Y ahí no queda todo ¿Sabes como se llamaba uno de ellos? -¿Cómo?
 -Martín del Campillo, llamado “el Viejo”.

Esto le ocurrió a un muchacho que un día se perdió en la niebla, en Tomelloso.

20140512

UN EXTRAÑO SUCESO


Salió Damien a las cinco en punto del metro en la Place de Clichy. Giró hacia la izquierda y continuó por el Boulevard. En el número 10, poco antes del Kentucky Fried Chicken, llamó al timbre. Esperó unos minutos y volvió a llamar. No le abrían. Cogió el móvil y llamó. – ¿Antoine?.. ¿Estoy en la puerta, me dijiste que en el numero diez, no? Si, si, ah bueno... pues te espero aquí.
Recordó que, un año antes, en ese mismo mes, vivía en la Place de Clichy y, nada mas empezar la jornada, salía de su casa y se acercaba andando por el Boulevard hasta el Metro. Antes, pasaba al Café León de Bruxelles y se sentaba junto a la cristalera a tomar café con croissant. Venía Marie con su delantal limpio y su sonrisa preciosa. Después de dejarle el desayuno, charlaba un rato con él. - ¿Vio lo que sale en Le Monde? Nos mandarán a todos a casa. Me tiene que explicar Damien, cuando pueda, ¿cómo es eso de que tenemos cada francés una deuda de 1.300 euros? Me ocupé hace años de no tener deuda alguna. La hipoteca pagada, y en la cuenta corriente con lo imprescindible. No tengo pues deuda alguna y, sin embargo, Moscovici, el Ministro de Finazas, dice que debo 1.300 euros. ¡1.300 Euros! Me entra un sudor frío que no lo soporto pensando en ello. – Bueno Marie, tranquila, no se le va a pedir directamente esa deuda. Es una figuración para hacerse a la idea de cuanto debe el Estado, que, al fin y al cabo, somos todos. - ¡Menos mal! Pero sin embargo no termino de quedarme tranquila... ¿usted me entiende, no? –Claro Marie, ¡cómo no la voy a entender! A mi me pasa lo mismo.
Marie dió por terminada la charla y con una sonrisa que iluminaba el Café, se volvió a su sitio detrás del mostrador. Pensaba Damien que la preocupación de la chica, por su trabajo y su patrimonio, la tenían todos. En la Consultora preparaban reducción de plantilla y no le perecería extraño que fuera precisamente él uno de los afectados. Un abogado y sociólogo podía estar sobrando. Recordó esto mientras esperaba en la calle la llegada de Antoine.  Lo vio llegar. Se dieron un abrazo, mientras se decían las tonterías de rigor, como buenos amigos. Subieron al despacho de Antoine, que se fue directo a la mesa, abrió un cajón y sacó una carpeta. Se sentaron. – Mira Damien, lo que te voy a decir, queda entre nosotros. Es un asunto reservado y si algún día me preguntan, yo no te dicho nada, ¿entiendes? – Joder Antoine, te estas poniendo dramático, ¿tan grave es eso?- Bueno grave, quizá no, pero hay riesgo. Mira: aquí tienes los billetes de avión, directo a Sierra Leona, a Freetown; allí te estará esperando Louis, ya  lo conoces es el ingeniero que contrataron un poco antes de que dejaras tu puesto en la empresa. Te llevará al interior, a la zona donde esta la tribu de los temné, y lo que vas a hacer te lo dirá Louis al llegar. Solo te puedo asegurar que no es nada delictivo ni, en principio, peligroso; pero si muy reservado. Así que toma el expediente y, ¡suerte! – Gracias Antoine, iré. Me vendrá bien. Llegó a la boca de metro de Saint-Lazare, cruzó la calle y leía el periódico. En las páginas de Internacional no venía información alguna sobre África. Se cruzó con Blanche, y le informó de su viaje. Blanche le dijo que se cuidara. - Ya lo creo,-dijo. Se despidieron con un beso. Damien levantó su ánimo. En su calle, la Rue de Saint-Lazare, caminó hasta su casa, el 99, tercer piso. Desde la ventana, sentado en el sillón de mimbre frente a la mesa del ordenador, abrió el expediente, lo leyó y se quedó mirando hacia el techo, pensativo. Recordó el último año: fatal.  Perdió su anterior cargo en el trabajo, le había dejado Blanche, por estúpido, y por si fuera poco, no hacía más que recordar el día en que su madre se le quedó mirando, con una sonrisa convertida en mueca, pálida, en la que vio como se le iba la vida. No lo olvidaba.Unas lágrimas fueron cayendo por su cara. Se las secó, respiró profundo y se dijo: ¡hay que seguir adelante! Y eso hizo.
En el avión, al despertar de un sueño reparador, un viajero que aparentaba cuarenta años, le estaba mirando desde el pasillo. Sonrió y se fue hasta su asiento. Aparentemente era uno más de los que suelen viajar por trabajo en los aviones, pero sus ojos verde oscuro, intensamente brillantes le intrigaron. No había visto a nadie con ojos así. Nunca. Se le hizo corto el viaje. Posiblemente porque esperaba mucha más demora. Bajó con una cierta euforia en el Aeropuerto de Freetown. Esperaba un coche de la empresa y Louis, que conducía: no era muy comunicativo. Le miraba con un cierto asombro al verle allí. Como si fuera su llegada un asunto inesperado y sorprendente. En la recepción del Hotel, en el mostrador se inscribía el hombre de los ojos verdes que le miró en el avión, le saludó en portugués y le ofreció la mano. Dura, y fría. Pareciera que estaba estrechando una prótesis de metal, con partes acolchadas en el exterior. La piel, muy suave. – Am Nove. Boa tarde senhor Damien. Acho que veremos mais tarde, no centro do trabalho do interior. Bem-vindo. Te vejo lá. Damien se quedó estupefacto. ¿Quien era ese extraño hombre de ojos brillantes que decía llamarse Nueve y que le conocía a él y se citaba para la reunión? No entendía nada.

Cuando llegó al centro de trabajo de Falaba, en el interior de Sierra Leona, Le llevaron hasta una nave que estaba acondicionada para la investigación: Sistemas informáticos, radio, televisión de HD y sistemas de grabación especiales y grandes estanterías cargadas de libros y documentación, mucha de ellas en papel, pergamino y papiro. Le hablaron de la información que habían sacado de Europa sobre la cultura Dogon, procedente de la cercana Mali, de la estrella Sirio y su sistema completo.  era invisible para los Dogón (se descubrió con telescopios mil años después, en el siglo XIX); sin embargo, insistían los Dogón en que era la estrella más importante, confeccionaron diagramas de su órbita elíptica y sus rituales demuestran que sabían que la duración de la órbita en torno a Sirio A era de cincuenta años. Toda la información que estaban obteniendo llegaba ahora de Nueve. Allí estaba. Cuando le saludó y le empezó Damien a interrogar, sus ojos cambiaron, seguían muy brillantes, pero ahora mutaron a rojos. Hablaba un idioma extraño. Las grabadoras del sistema informático fueron traduciendo.  Procedía del sistema de Sirio. Querían de Damien, su experiencia en organización de comunidades sociales. Por lo visto, estaban preparando organizar toda África. Nueve, estaba allí para eso y a él, lo querían para ayudarles. El mundo se puso del revés. Cuando  volvió a Paris Damien, tenía el pelo blanco y se había vuelto muy reservado. Pocas veces hablaba.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 10 de mayo de 2014).

20140510

EL BAJO PUNTUAL


En aquella tarde de abril,  en el coro olían las maderas del órgano como ramas de cipreses agitadas por la tempestad; permanecía mudo toda la semana esperando que alguien le moviera sus claves para dar viento a sus tubos y con el oficio suficiente para no deshonrar a Vivaldi, a Corelli o a J.S. Bach. Los jueves había ensayo y, hasta el coro, subían los niños las empinadas escaleras de madera donde esperaban el organista y el bajo, Don Genaro, puntual siempre. Los demás, venían antes o después pero a las seis en punto allí estaban todos. Antón,  que daba la voz del tenor; se movía por el mundo con elegancia fingida. Hombre educado, reservado, pausado en sus maneras, debía esconder alguna causa perdida, por cómo tenia que fingir su coraje. Seguramente lo tenía, pero él no parecía tener interés por hacerlo ver. Respetuoso con el barítono, cura de la Parroquia de San Dimas, don Saul, al que daba conversación, sentados en las sólidas sillas de madera sacadas de la herencia de una condesa viuda. Hablaban de literatura, especialmente poesía, para no entrar en discusiones que pudieran terminar en conflicto, así, ni política ni religión solían salir de sus bocas. Lamentablemente don Saúl tenía una terrible tendencia a terminar siempre hablando de Campoamor, o de Gabriel y Galán; poeta de su tierra extremeña. No parecía querer aprender más horizontes. Antón, flaco tenor, escapaba hablando finalmente con el bajo, Don Genaro, intentando sacarle información de su extensa cultura musical de la que nunca hablaba, pero que siempre era alabada por el organista; pero no, no le contestaba a eso, solo sonreía; si comentaba la marcha de los equipos de fútbol, y el cura, canónigo vetusto, al que el portero del Purgatorio se le debió pasar  de lista para dejar este mundo, pasaba una y otra vez las páginas del Marca como buscando algo que no hubiera leído o que no se acordara, y le miraba Victoriano desde la banqueta de los teclados del órgano, con pena contenida, con rabia no disimulada, cuando intentaban sacarle algún comentario sobre los compositores, sin resultado alguno. Abanicaba el aire pasando las páginas del periódico, como si fuese el aleteo de un extraño pájaro queriendo salir de aquel encierro. Los cuadros de santos y cuatro beatas, que siseaban entre los bancos estaban como ausentes.  Desde arriba, en el coro, con sus voces reverberando entre las nervaduras de piedra de la bóveda y las enormes paredes de la catedral, repasaban los cánticos en voz baja. La Misa en si menor BWV 232 de Bach  - Kirie eleisoooon... Aquel día se quedarían en el “qui tollis”. Los niños observaban. El órgano iba a comenzar y el organista, antes del ensayo, tocaba alguna pieza del Barroco. Siempre, a las seis y cuarto. Tocaba y observaba al bajo, como esperando aprobación.

Los chicos comentaban curiosos cómo funcionaba el mecanismo del órgano y el más pequeño, con los ojos muy abiertos, oía asombrado del ingenio. El aire de la catedral, al pasar por los tubos y mutarse en mágicos sonidos iba a transformar el momento. El músico sabía de este efecto entre los miembros del coro y él mismo parecía entrar en trance. En el  atril se podía leer: Concerto III opus 6 en do menor de Arcangelo Corelli.

  Sentado en la banqueta del órgano, Victoriano, repasaba la carpeta de cartón donde había traído las partituras. Todos sabían que con los latigazos de las gomas de la carpeta todo estaba listo para empezar. Sonaron las gomas y echándose para atrás, con parsimonia y cuidado, puso manos y pies en los tres teclados y la pedalera del órgano. El templo se llenó de armónicos sonidos que inundaron todo y hasta las beatas pararon sus siseos, mirando para atrás quedando mudas y emocionadas con las notas de Corelli.  La catedral parecía más grande que nunca, la soledad del todo el día que la preñaba, se diluyó entre los timbres de los tubos hasta que, finalmente, llegaron las escalas finales, acariciadas por la tibia luz de las lámparas, antes inertes, ahora recobrando la vida que el maestro vidriero les dio. Quedó la composición expuesta y la resolución final con las súbitas escalas de vertiginosa majestuosidad. Las manos de don Genaro, apretaban el periódico y sus hombros se movían queriendo llevar los tiempos de la composición. En un momento, se sujetó el pecho con las manos y pereció tener un súbito sudor frío.
Cantaron las partes del día de la Misa de Bach con menos repeticiones que las acostumbradas. Y se fueron.
El jueves siguiente llegaban desde la avenida los chicos para el ensayo de la semana. Ese día lo hacían juntos por que venían de jugar al fútbol. Les habían dicho que podían ir media hora más tarde al ensayo. Empezarían los mayores primero. Animados, embromándose unos con otros, iban unas veces andando hacia adelante, otras, dándose la vuelta, marchando de espaldas. A cincuenta metros de la catedral, oyeron música.- ¡Don Victoriano esta tocando! ¡Son las seis y cuarto! Aceleraron el paso y entraron en el templo. Llegaron hasta la escalera y subieron. El más pequeño y ágil iba el primero. Al llegar arriba se detuvo en el último escalón y quedó extrañamente serio. Estaban allí, Victoriano el organista y don Genaro. Este último tenía un aspecto extraño. No parecía real. Los chicos se miraron y sin decir nada bajaron la escalera y deprisa salieron de la catedral. Sonaba el Concerto III opus 6 en do menor de Arcangelo Corelli. Pero para ellos, no sabían porqué, no debían estar allí. Se encontraron con Antón que venía a hablar con el organista y les dijo: - ¡Eh, eh, eh! ¿A donde vais tan deprisa chicos?  Todos a la vez querían explicar lo que habían visto pero apenas tartamudeaban alguna palabra. – Vamos a ver chicos... tu Ángel, que eres el mayor, ¿qué pasa?


El muchacho, despacio y temblando contó lo que vieron. Está don Victoriano tocando... (Casi susurró – Si ya lo oigo y... ¿que os extraña? –Esta con don Genaro y le sonríe...- No, no chicos, no digáis eso... ¿es que no sabéis que Don Genaro murió ayer por la tarde? A las seis y cuarto. Cuando rezaba en el coro con el breviario. Así que no puede ser él.  Ángel miró a los demás y dijo: - ¡Madre del amor hermoso!.. ¡Yo me largo! Los otros chicos no dijeron nada: salieron corriendo con él, espantados, llenos de terror. – ¡Pero chicos!.. Subió al coro y al asomarse, vio a Victoriano y a su lado al difunto, sonriéndole. Puntual como siempre.
(Publicado en el peridico "La Tribuna de Ciudad Real" el 3 de mayo de 2014)