20140730

EL VASO CANÓPEO


Me mandó un telegrama, y daba el número de teléfono de su hotel en El Cairo, el profesor Herbert Rüdiger Ricke, un día de junio, a principio de los sesenta. Por aquel entonces estaba muy ocupado en las excavaciones del Templo de Userkaf. Arquitecto, y formado en la Bauhaus. No me sorprendió todo lo que me dijo cuando se puso al teléfono. - ¿Alberto? Me alegro de oír tu voz. Sabes que te aprecio y por eso quiero implicarte en los trabajos que tenemos aquí en Egipto. Sé que la Universidad ya te ha dejado libre de clases y me haces falta aquí. – Profesor, cuanto le agradezco sus palabras. Me alegro yo también de oírle, y más de lo último que me decía. Que me requiera, me suena a música, de verdad, me encantaría, pero, profesor, no tengo manera de que me financien. Lo podría intentar pero, ya le anticipo, sería  improbable. – No, no; no se preocupe, Alberto, tengo fondos suficientes para traerle hasta a aquí y para que su estancia sea lo más confortable posible, dígame a que cuenta le mando el dinero del viaje, y los billetes del barco se los envío por agencia, hasta su domicilio. Lo haré con toda la urgencia posible, usted vaya preparando todo. ¿Conforme, querido amigo? – Esta bien, conforme y contento. Estaré impaciente. Muchas gracias por su confianza Herbert,  no sabe lo feliz que me hace. Hasta pronto pues. – Hasta pronto, Alberto, gracias a usted, confío plenamente en su capacidad. Auf vieder sehen, amigo.
Los días siguientes fueron excitantes, tardé poco en hacer el equipaje, que permanecía hecho en el cuarto de invitados en  casa. Había metido mi minirasqueta, pinceles, piezas de dentista y cucharillas. Sabía que allí me darían todo lo preciso, pero me sentía cómodo con mis cosas. Llevaba libros del Metropolitan subrayados y con referencias, y, como no, el libro del profesor Ricke,  Observaciones sobre la arquitectura del Antiguo Egipto.
Salí del puerto de Alicante en barco que me iba a llevar hasta mi destino y, ensimismado en las olas que iban saliendo del empuje del barco, solté mi imaginación. Recordé rápidamente mis estudios sobre los depósitos y los ritos funerarios de la época en que decían pertenecer los monumentos encontrados por Ricke.
Me relajé y pensé en hacer un viaje placentero. Al día siguiente, tumbado en una hamaca en cubierta, se paró delante de mí un niño de unos cuatro años que dio conversación. Sin darme cuenta le  confesé en un minuto, cual era mi destino, mi profesión y lo que esperaba encontrar. Miraba el chico con algo de incredulidad, o quizás intriga. Salió corriendo hasta donde estaba su madre: una preciosa joven, de piel muy fina, ojos grandes, manos delicadas, que transparentaban sus venas y, mirándome, me espetó sin grandes preámbulos: - ¿Es cierto que va usted a Egipto a excavar? –Si, en efecto, voy a participar en un proyecto de excavación alemán. – Me encanta ese tipo de trabajos, los creo muy interesantes y misteriosos. ¿Le importaría contarme sus conclusiones cuando termine su trabajo? Perdone mi atrevimiento pero, desde que enviudé, he perdido ese tipo de respeto. – Vaya, lo siento. Pues no se preocupe, si me da sus señas, yo le escribo y le comento lo que resulte, es usted muy amable por interesarse. – Muchas gracias… ¿Como se llama? –Alberto Urbicain. – Bueno, luego le doy en un sobre mis señas. Y se alejó con una sonrisa que me dejó con ganas de seguirla hasta el final del Helesponto.
Los siguientes días, estuve empleado en leer intensamente, y en hacerme el encontradizo con Claire, la madre del niño. A la que le recordé, quizá con demasiada insistencia, en que me diera sus señas. Afirmaba siempre y sonreía con una dulzura poco común. Cuando me despedí de ella y del niño en Alejandría, me entregó un sobre con sus señas en el que había también un pendiente en forma piramidal con el ojo de Horus, hecho con una traza de oro muy fina, casi un hilo grueso. Dijo que era un regalo. Lo cogí sin rechistar como recuerdo de ella.
En el El Cairo, me esperaba en el Hotel un empleado del profesor. Mi cablegrama desde el barco, avisando de la llegada, hizo se efecto. Hablamos Herbert Ricke y yo en la terraza del hotel, a media tarde y  terminamos a la hora de cenar, con baba ghannoush, un puré de berengenas que estaba algo cargado de ajo, y las empanadas de verduras que llaman sambousek. Me puso al día de lo que estaban haciendo y de lo que quería de mí: un yacimiento cercano al del profesor, que trabajaba en el templo de Userkaf.
Al día siguiente, me recogió a las 6.30 en el comedor del hotel y, después de desayunar, salimos; nos esperaba un operario con un jeep algo viejo. En algo más de media hora llegamos a Saqqara, donde están localizados todas las construciones del último rey de la IV dinastía, Userkaf. Me acompañó más allá donde estaban abriendo una construcción pequeña; allí trabajaría yo. Al entrar, en la trinchera abierta donde estaba la entrada, me impresionó la construcción. Dos enormes piedras verticales dejaban un espacio de apenas un metro que habilitaba la entrada, compuesta por tres piedras, una arriba y otra abajo, fijas, y la de en medio, retirada sin grandes problemas con dos grandes ventosas. Era el enterramiento de un médico, probablemente vinculado a los faraones de la dinastía V.
Faltaba por hacer practicable la entrada final de la tumba. Me entregué a mi trabajo y en dos semanas pudimos entrar. Estaba completa. No parecía que la hubiera profanado nadie jamás. Como así se comprobó cuando fue estudiada con precisión.  Todo se fue analizado por los arqueólogos del Museo Nacional, salvo el interior de un vaso canópeo que se decidió dejarlo para más tarde.

Le escribí a Claire y le di cuenta de lo encontrado y las conclusiones a las que llegamos. Me contestó dándome las gracias y finalizaba su carta diciendo: Cuando abran el vaso, tendrás el otro. Me dejó muy intrigado con aquellas palabras, que no llegaba a entender su significado.  Pero años más tarde lo comprendí. En el año 1979 me invitaron los expertos del Museo, junto con otros de la Universidad de Hanover,  a la apertura del precinto del vaso canópeo que encontramos en la tumba de Saqqara. Fui y asistí al acto. Se analizó el precinto y era original de más de 4000 años. Sorprendentemente y fuera de lo usual, junto con los restos de las vísceras, había un pendiente, igual que el que me regaló Claire. Estaban hechos del mismo modo, en la misma época, y con el mismo troquel. Ni ellos ni yo supimos explicar, qué hacia el pendiente en el vaso, ni quien pudo tener y luego poner en circulación el otro. Y yo me pegunté para mí: ¿Cómo sabía Claire que estaba el otro allí?
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 26 de julio de 2014).

20140722

EIFERSUCHT (,celos)



Para María.C.Molina, agradecido.

El tío Bernard me dijo con mucho interés que fuera a su casa de Bad Reichenhall, cerca de Salzburgo, en julio de 1998. Tanteaba para ver si me sentía en casa allí, en su caserón del XVIII. El tío Bernard era mi segundo padre y no dudé ni un momento: cogí el Ford Anglia  su regalo que restauré, y a ventanilla abierta, hice tranquilo el viaje. Me encantaba ver los verdes campos en el mes de julio, cosa rara en Madrid. Mi vida por entonces, tuvo bastantes fracasos y más de una desgracia personal. En esa década murieron mis padres por lo que pasé a otra forma de vivir en la que hay que afrontar al mundo sin su protección. Estaba muy ilusionado por llegar. Sabía por el tío Bernard múltiples historias, vinculadas a aquella hermosa parte de Austria. De alguna manera era heredero de los fabuladores del Imperio Austro-húngaro. Llegué a Bad Reichenhall a las cinco de la tarde y subí por la estrecha carretera, oliendo a pino, que llegaba hasta su casa, disfrutando del momento y del Ford Anglia que  divertía conducirlo. Me recibieron, al pie de la escalera de piedra de la entrada, Kerstin y Luther, los encargados de llevar el mantenimiento de la casa y tenerla preparada para el tío Bernard. Me vieron subir con el coche desde la entrada del valle y bajaron a esperarme. Eran muy cariñosos conmigo.
Tomé un refrigerio preparado en la terraza y después quedé somnoliento en el viejo sofá de mimbre del tío, acariciado por la brisa de aquellas alturas. Cuando despabilé y quise leer, era tarde, y, sin cenar, me acosté en la enorme cama mullida del cuarto que prepararon para mí, en la última planta, desde donde se veía el gran valle.
A la mañana siguiente, como quería el tío, estuve viendo con detenimiento toda la casa. Siempre intrigaba, pero nunca había tenido la oportunidad de conocerla a fondo. Es una casa antigua llena de historia familiar, siempre con sorpresas; y tuve una en el desván. Había de todo, una cabra montesa disecada, sillones del siglo XIX desvencijados, esperando una restauración a fondo, una sillería auténtica y valiosa de Thonet, que estaba en muy buen estado;  y cuadros de gran calidad de la época romántica. Después de un rato metido entre todos aquellos trastos, muchos de ellos  valiosos, acabé abriendo un baúl iluminado por los rayos del sol que se manifestaba espectral por el polvillo en suspensión, y en el que no encontré ropa, sino cajas de cartón con estampados al agua. En ella, había de todo, contratos, facturas, compras, relación de venta de ganado, de grano, de fruta. No faltaba nada. Una de ellas, permenecía cerrada con cinta roja y sellada con lacre;  me intrigó. Llamé por teléfono al tío y le dije si la podía abrir. Se quedó en silencio un rato al otro lado de la línea. Al seguir insistiendo, luego, escuchando su respiración, dijo: -Ábrela. Se que harás buen uso de su contenido. Y colgó.
Me quedé pensativo un momento, cavilaba si podía ser algo delicado que pudiera herirle, pero recordando la decisión firme de su voz, cuando dijo, ábrela, rompí el sello de lacre y retiré la cinta. La abrí y allí había una carta, con el papel amarillo por la oxidación del tiempo, manchada de sangre, una condecoración: la Cruz de Hierro de la Gran Guerra del 14, un recorte de periódico, y un oficio del mariscal  Paul von Hindenburg. Cogí la carta, la desdoblé y leí:
Querida Maud Jenell:
Hoy es un día excelente, maravilloso. Me acaban de decir que el Mariscal francés  Foch, Erzberger, jefe de la delegación alemana, el de la marina británica, el Contralmirante Hope, Primer Lord del Mar y el almirante Wemyss, junto con otros delegados, han firmado el 11 de noviembre, en un vagón de tren, nº 2.419 D,  el Armisticio. La guerra sangrienta, ha terminado. No quiero pensar más en ello mi querida MJ, solo quiero pensar en ti. Que es empezar a vivir como antes, aunque se me haya olvidado casi todo lo que era esa vida feliz. Cuando llorabas, porque me venía, te persuadí de que estaría bien guardado con esta compañía. Imbécil de mí. Sabía que mentía, pero no sabía que me quedaría solo. Todos mis amigos se los llevó esta maldita guerra. Sabias que no podía evitar venir. ¡Cuánto te echo de menos MJ! Mi mundo, el que tengo conmigo, es para ti. Eres tú. Ahora no se si me seguirán gustando los fuegos artificiales de las fiestas de Salzburgo, que veíamos desde la terraza. Todas las explosiones me aterran. Pero no solo esta en mi cabeza toda esa mierda, también pienso en tus ojos, que asoman tu preciosa inteligencia, en tu voz, tus labios, MJ, y en tus piernas. Créeme, hace mucho que  no las veo; igual me da un patatús cuando las vea. Ya casi me daba cuando las veía asomar por la puerta del coche. Solo pensar en ti me recupero de esta debilidad tan grande que tengo. Comí agujas de pino para curar el escorbuto que me empezaba a roer las encías. Lo cierto es que me sujetó eso. Desde la terraza también veíamos las tormentas. ¡Cuánto me gustaban y que poco me gustan ahora! Supongo que recuperaré contigo todo aquello que nos apasionaba. El capitán me regaló, antes de morir por la gangrena, un libro de obras de Shakespeare, lo  escondía entre el forro de la casaca. Volveremos a ver teatro, que tanto te gustaba y que me contagiaste el entusiasmo por él. Pero sobre todo, pienso en abrazarte fuerte, en la encrucijada del camino a la montaña, donde me diste el primer abrazo y el primer beso. Maud te quiero con locura y solo pienso en el viaje hasta allí. Besos. Ray.
Me quedé pensando en aquella hermosa carta. El recorte de periódico tenía una foto del día del armisticio en las calles de Salzburgo. Una pareja de viandantes se besaban. El oficio del mariscal Hindenburg decía: Lamentamos comunicarles el heroico fallecimiento del Sargento Raymond Werner, caído en acción heroica por arma de fuego de un enloquecido combatiente búlgaro que, ignorando el armisticio, pretendía arrasar su batallón con una pieza de artillería. Le damos la Cruz de Hierro, máxima condecoración al valor, concedida, y sus pertenencias personales. Nuestras sentidas condolencias.
Ray murió el mismo día de la carta, luego de ver en la foto del periódico a Maud besándose con un joven en la Kapitelplatz. Luego, salvaba la vida de sus compañeros de pelotón y a su batallón, cuando estaban en retirada por la paz, acallando el cañón enemigo. Maud estuvo en la Kapitelplatz, con su primo alemán, recién llegado del frente occidental.

En el sobre, el tio Bernard anotó a lápiz: Eifersucht tötet liebt. Der Wert ist nur ein Akt der Verzweiflung. (Los celos matan al que ama. El valor es solo un acto de desesperación).
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 19 de julio de 2014)

20140716

LA CAJA DE LATA


Cuando salió Gregorio de la obra era ya las siete de la tarde. Momentos antes se oía en el tajo: – ¡Manolo! ¿Limpiaste la herramienta? Le dijo a su compañero –Si jodío, eres más pesao que las vacas lecheras. ¿No te dije hace un rato que me ponía con ello? Pues ya está. Mientras esto decía, Manolo se estaba lavando las manos en el bidón que tenían en la tercera planta, lleno de agua y Gregorio, se cambiaba en el rincón con los pantalones que llevaba para ir a la calle, con parches, pero limpios. Se miraba las manos, cuarteadas, con los dedos torcidos por la artrosis.  Luego bajaron juntos por la escalera, que aún no estaba terminada y saltaban de listón en listón para no escurrirse por donde luego debían poner los peldaños. – Manolo, ¿Cuándo nos dan esta semana la paga?, el sábado es fiesta. – Pues me dijo el jefe que nos la daría el viernes por la mañana, que iba al banco y traería los sobres. – Bueno está. Estamos a mitad del mes y ya estamos tiesos. Joder, esto es el cuento de nunca acabar, ¡Coño! – Anda y no te quejes, que otros no tiene ni esto. –Si, eso es verdad. Bueno hasta mañana Manolo. Así se despedía Gregorio momentos antes de coger la bicicleta vieja y con el hatillo donde llevaba vacía la tartera de la comida.
El trayecto de vuelta ya se lo conocía de memoria, cogió la Ronda, y al llegar hasta el parque, se metió por el camino de las viviendas anejas y así acortó para salir a la carretera de Puertollano. Terminado el trayecto del parque, se cambió hacia el lado derecho de la carretera y siguió su camino de vuelta a su casa.
No muy lejos de allí, en el garaje de la Comisaría, Isidro, el guardia de asalto, se estaba enfundando las botas altas de cuero que había lustrado su mujer, Antonia, y terminaba de vestirse para hacer el servicio de tarde. El turno le tocaba a él a las siete. Terminado el tramite, cogió las alforjas de cuero y se dirigió a la moto DKW, con la que hacia el servicio. - ¡Cabo! ¿Tiene alguna cosa para mí? Me voy al servicio. – No. No nada, ves con Dios. Le contestó Lorenzo el cabo. Dicho esto, arrancó la moto y salió con tranquilidad  para coger, un poco después, la Ronda de Calatrava y seguir por la de Granada, Cisneros y llegar hasta el Garaje Ford donde le echó gasolina a la moto, y le firmaron el vale. Miró hacia delante, respiró profundo y dijo: - ¡El mundo es tuyo Isidro! Se montó en la moto y llamado la atención en los pocos viandantes que había con las explosiones del tubo de escape, se fue hacia la carretera de Puertollano. Al llegar al acceso al Parque Gasset desde las Casas baratas, vio circular a un muchacho en bicicleta y al llegar junto a él, le echo el alto. Pararon los dos y aparcando la moto con la patilla, llegó hasta el chico y le espetó – A ver, ¡la chapa del Ayuntamiento! El muchacho, en puro nervio, contestó: - No la llevo. Mi padre la iba a comprar mañana. El guardia, sacó del bolsillo el talón de las multas y le puso una de 25 pesetas. Que como todo el mundo de alguna edad sabe, en aquel año, 1955, era una pasta. –Jodeee - Dijo el chico desesperado. - Mi padre me va a dar una somanta de palos. He cogido la bici sin su permiso. – Bueno, - dijo Isidro, estirando el cuello y tomando una postura de superioridad- No te sanciono por ello, ni te voy a hacer atestado por hurto de la bici. Por esta vez pase, pero la multa de 25 pesetas no te la quita... ni que viniera el mismo Molovny con el balón debajo del brazo. (Se refería, claro está, a Molowny el delantero goleador del Real Madrid). – Anda chico, tira para adelante y no se te ocurra circular sin la licencia.
Después de eso, el guardia siguió su camino por la carretera y, sin mucha prisa se adentro en La Poblachuela. Al llegar a la altura de la huerta de Chamorro, vio en la cuneta una caja de lata de carne de membrillo, de las de Puente Genil, con las ilustraciones muy borrosas por el oxido y las abolladuras; en un estado muy malo. Paró la moto se acerco con ella hasta el borde de la carretera y después de mirarla un rato, dijo- ¡Bah! Una mierda de la lata. ¡Que la limpien los de Obras Públicas! Siguió su camino.
Unos minutos después pasaba por allí Gregorio el oficial segunda albañil, al que me refería antes, pedaleando cansinamente, tanto por el enorme cansancio que llevaba a sus costillas después de haber trabajado como un burro de carga todo el día, como por la bicicleta, que tenía todo oxidado, los radios estaban desajustados e iba rozando la rueda trasera con la horquilla, lo que le frenaba constantemente; pero él, no estaba para arreglos, sino para llegar a su casa enseguida. Al pasar por el tramo de cuneta en el que estaba la caja de lata, se quedó mirando y dejando de pedalear, la bici se fue parando por a poco hasta quedar al lado del hallazgo. Dejó la bici, se acercó y la cogió. Vio que pesaba algo más que una lata vacía y la intentó abrir. Pero entre el oxido y las abolladuras, la jodía caja de lata no se dejaba mirar sus interiores, hasta que con una tirón fuerte del albañil, ¡se abrió de improviso! Unos papeles salieron volando. Cuando se fijó con detenimiento en ellos, se dio cuanta que aran billetes de mil pesetas. Los recogió todo alterado. Mirando para un lado y otro, por si había algún testigo del descubrimiento y, sin más, la metió en la bolsa del hatillo, junto a la tartera y, montando en la bici, salió como alma que lleva el diablo. Ya dije que iba cansino, pedaleando antes, pero ahora se le olvidó el cansancio y cualquier otra cosa que le limitara. Llegó a su casa en escasamente diez minutos. Dejó la bici en la cuadra, junto al borrico, se metió en la casa y cuando le preguntó Eloisa, su mujer, que le pasaba, lo más que dijo, antes de meterse a solas en su cuarto, fue: –Cosas mías.
Al contar el dinero, comprobó que había 500.000 pesetas. Las guardó, sin decirle nada a nadie y fue gastando el dinero de poco en poco e ingresando en la cartilla alguna cantidad todos los meses. Se compró un piso en la capital, una moto Guzzi, para ir a trabajar y les dio estudios a sus tres hijos, sin más problemas. Muchos años mas tarde, uno de sus hijos, que era ya funcionario municipal, le dijo un día: - papa, ¿de donde sacaste tú el dinero para darnos estudios y compra la casa?- Gregorio, se le quedó mirando, con su cara de jubilado, lleno de canas y lustroso por el descanso y le espetó: - Naa… una lata. No quieras saberlo… ya te digo… una lata… Y así quedó
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 12 de julio de 2014)

20140707

LA ORDALÍA

Sancie, (en castellano Sancha) mujer de Gastón, Vizconde de Bearn, solía salir las mañanas por Sauvaterre, acompañada por sus damas. Encontraban siempre tiempo, complicidad y espacios que ayudaban a escapar de la rigidez del palacio. La localidad de Sauveterre de Bearn, en Francia, en 1170, era un feudo mas, heredado de las clientelas romanas. Así, siempre había señor y sayones o sometidos. Estos eran protegidos de aquél y el señor, dueño de los tributos y levas o reclutamiento obligatorio para sus ejércitos.
Sancie no tenía especialmente interesante su vida. Gastón V, se iba a guerrear y la dejaba sola allí, consciente de que no era lo más principal para él. Por eso no fue extraño que desconfiaran de ella cuando quedó embarazada. No les ajustaban demasiado bien las cuentas de que hubiera sido el vizconde el causante de su gravidez. Nunca se supo si hubo otra causa, aunque todo quedó entre ella y Anter, mozo venido del valle del Roncal que la acompañó para su protección en el cortejo que la devolvió a Bearn por orden del rey Sancho de Navarra, su hermano. Digo esto porque un abate difundió una leyenda sobre la desdichada Sancie. En 1170 la señora de Bearn, recibió la noticia del fallecimiento de su marido cuando estaba encinta. La gente del pueblo llano vio en este embarazo la esperanza de la descendencia del vizconde. Así pues, día tras día, fue aumentando la confianza en el niño que había de venir para la estabilidad y tranquilidad de la población. No en balde, en aquella época, si faltaba el señor podía haber situaciones críticas, incluso conflicto militar, con los derechos de herencia y poder del señorío; y, como no, si había situaciones críticas, los que habían de pasarlo peor eran los del pueblo llano, no tanto los nobles.
Así pues, día tras día, seguían todos la marcha del embarazo y agasajaban a Sancie cuando la veían pasear por la ciudad. Hasta que llegó el día en que le vinieron los dolores de parto y corrió la voz por todos. Llegaron médicos disponibles en las ciudades próximas y siguieron de cerca la marcha del nacimiento. Cuando llegó el momento del alumbramiento, los médicos se dieron cuenta que algo no iba bien. Así fue, el niño no tuvo buen parto y parece ser, según decían, que incluso vino mal, deforme. Nada mas nacer murió. Cuando esto se supo, corrió el rumor, posiblemente difundido por alguien con torcido interés, y no precisamente en que asumiera el poder la vizcondesa, de que ella había matado al niño. No acertaron al enterrar al niño en lugar oculto, por vergüenza de su nacimiento anormal. Por todo esto el rumor fue creciendo y llegó hasta su hermano, Sancho VI de Navarra. Acudió a Sauveterre para conocer de primera mano los hechos y una vez allí,  compelido por las circunstancias y creyendo lo mejor para salvar la influencia en toda la Gascuña, recomendado por los obispos consejeros que se hicieron oír, no se le ocurrió mejor remedio que acudir a las costumbres antiguas, y así resolvió someterla a una Ordalía o Juicio de Dios.
Cuando se supo esto, llego al conocimiento de Anter, el joven navarro, desde su partida de Navarra, guardia personal de Sancie. Nada más saberlo, Anter demudó su color y le pareció que los cielos como su interior se sometían a un tempestuoso tormento. Angustiado, lleno de  gran temor, fundado, de que su señora, a la que tanto quería, estaba en  trance de morir con toda probabilidad. Porque la Ordalía consistía en que iba a ser arrojada desde lo alto del puente de Sauveterre, atada de pies y manos al lecho del río Oloron, que no solo era profundo sino que, en esos días, llevaba una corriente muy viva. Si moría, sería razón de que era culpable de la muerte del niño, si sobrevivía, era probada su inocencia. Así las cosas, se preparó el lugar para dar la solemnidad precisa, con un estrado donde se oficiaría misa antes del juicio de Dios.
Mientras Anter, enloquecido por las noticias salió del castillo y estuvo dando vueltas por la ciudad como si estuviera encerrado en un inmenso calabozo, y anduvo de calle en calle para pensar qué podría hacer por su señora. Liberarla era imposible, ya que estaba custodiada por los guardias del rey Sancho. Mientras esto hacía, en una de las calles más recónditas del burgo, vio como unos chicos jugaban a la pelota con una vejiga de cordero curtida e hinchada. Le pareció muy ingenioso el instrumento de juego y quedó pensativo.
Llegó el día del proceso y del sometimiento a la ordalía. Allí, en el puente, las piedras de su fábrica quedaron iluminadas por los colores de los vestidos de oficiar de los obispos, el rojo de los monaguillos y las blancas albas de curas y auxiliares. Los caballeros también iban con todas sus galas y estandartes, y a Sancie la vistieron con túnica blanca de algodón fino que, si bien aliviaba el peso, la hacia tiritar de frío y del pánico que no podía disimular. Llevaba las manos atadas y al llegar al estrado le ataron los tobillos mientras las lágrimas hicieron brillara su hermosa cara. Cuando todo estuvo preparado, dos guardias del rey la levantaron como si fuera una criatura, se acercaron al pretil del puente y, a la voz del obispo, la arrojaron al río Oloron. Tardó tiempo en llegar al agua, la altura era mucha y el golpe que dio en el agua auguró que la pobre mujer no tendría muchas posibilidades de sobrevivir con sus extremidades atadas. Algún grito se oyó entre el público que presenciaba aquel funesto espectáculo. Pero después se hizo un silencio profundo, como las aguas que la habían engullido y de la que solo se oía su fragor. Esperaron un tiempo y pasados cinco minutos, suficientes para que una persona quede ahogada, empezaron a cerrar el acto y levantar la sentencia. Hasta que se oyó un grito: -¡Allííí!, ¡en el recodooo!.. Efectivamente, en una distancia de tres tiros de flecha, estaba Sancie, nadando viva.
La alegría fue inmensa, Dios había declarado la inocencia de la señora y todos la aclamaron.

Tres días después, recibió Sancie en sus aposentos la visita de Anter al que había llamado. Cuando estuvieron solos le dijo: -Gracias Anter, te debo la vida. Al desatarme, darme el aire de la vejiga  de vaca y la caña con  la que pude respirar, me dio el aliento que solo un buen amigo puede dar. Yo no maté al niño. Tú eres un buen hombre y tu ingenio te honra. – No me las de señora, solo con haberla ayudado estoy feliz. Y así vivieron los dos, cerca, y haciendo buena su compañía.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 5 de julio de 2014).

20140702

VIAJE NOCTURNO


A las cinco de la tarde llegaba el hijo del notario, Denis, a su casa en la Rue San-Martin. Entro por la gran portada verde y subió dando saltitos por el vestíbulo para ir a coger el ascensor. En el principal, el vecino Louis tenía la ventana del interior abierta y se oía la Quinta Sinfonía de Mahler a todo volumen. Imaginó Denis que vivía una película de misterio. Simuló esconderse en el quicio de la puerta de la señora Agnès. Cuando se abrió el ascensor, mirando para un lado y otro, como si temiera algún peligro, saltó rápido dentro. Le dio con prisa al botón y permaneció pegado al rincón junto a la puerta hasta que se cerró de nuevo y empezó a subir. Se relajó y descolgó la cartera sujetándola por los tirantes. Llevaba los libros de las clases de recuperación. Nada más abrir la puerta, siguió su representación hasta que le abrieron la puerta de su casa. Después de soltar: ¡hola! a Delphine, que comía una manzana por el pasillo a la vez que leía su libro de cálculo, esta le contestó sin mirarle con un: ¡hola gusano! La cartera quedó tirada en el sofá del salón, con los libros reventando el cierre, y la gorra del último mundial de fútbol calló encima del teléfono. Se derrumbó en uno de los sillones, sacando el móvil del bolsillo y se puso a jugar con una aplicación de aventuras.
Cuando terminó de estudiar Delphine, se fue al cuarto de Denis y allí lo encontró. Nada más entrar, sin esperar un solo momento, le espetó al chico: -Oye gusano me ha dicho papá que te enseñe donde están los libros que puedes leer. Creo que habló contigo y quedasteis en que empezarías uno hoy mismo. El chico puso cara de fastidio pero se levantó y la siguió hasta el despacho grande de su padre, donde estaba la gran estantería con todos los libros de la casa. Delphine se fue hasta el estante segundo del extremo izquierdo y, poniéndose las gafas, empezó a buscar algún título que debía tener en mente. Después de un breve rato dijo con resolución: - ¡”Lucky Starr 1” de Asimov! Mira gusano, papá me dijo que te diera la “Isla del Tesoro” de Stevenson, que va de piratas, pero creo que este te va a gustar más, es un viajero del espacio que va a Marte a investigar unos asesinatos. ¿Te vale? Es muy interesante y seguro que luego te gustará leer las otras obras en las  que continúan las aventuras interestelares. – Bueno… dijo como concediéndole la sugerencia, pero con los ojos llenos de curiosidad por lo que le acababan de descubrir.
Lo cierto es que Denis, cogió el libro y se fue al sillón del salón y hundiéndose en él, empezó a leer. Le trajeron la cena y aún estaba leyendo; no separaba la vista de las hojas del libro, estaba totalmente abstraído y empezaban a asomar en los carrillos unas chapetas bien marcadas. - ¡Gusanoo! – dijo Delphine. - Te dejo aquí la cena, no te dejes nada que luego me echan la bronca a mí ¿me oyes? –Siii, pesadaa, ya te he oído. Dicho esto se levanto y, como si no hubiera comido en dos semanas, así acabó con la cena. Acto seguido se fue hasta el sillón y siguió leyendo. No le duró demasiado porque a las 22 horas llegó su padre y después de escuchar las explicaciones de Delphine, llegó hasta Denis y dándole un beso en la frente le dijo. Te dejo media hora, después... ¡a la cama! ¿Vale hijo? Denis le miró y sonriéndole  dijo con una sonrisa: Vaaaleee…
El cuarto de Denis era una de las buhardillas del piso. Desde allí veía cerca el Palais Royal y a lo lejos la Torre Eiffel y el Parque del Campo de Marte. La ventana la dejaba abierta en las noches de verano como aquella. Su cama era una antigua pieza de casa de sus abuelos, muy alta que más parecía una carroza que un sitio para dormir. Pero era muy confortable. Se tumbó en ella y cuando pasó un cuarto de hora, empezó asentir un sueño que cerraba sus ojos. Se durmió. Pero no pasó mucho hasta que oyó un ruido en el tejado. Abrió los ojos, sorprendido, algo asustado, y con una curiosidad extrema. En el lado derecho de la ventana apareció la silueta de una persona. O eso parecía. – Sin cuidado, señor Denis, no tema nada. –Dijo. La cara se le iluminó a la silueta y vio a una persona muy extraña. Tenía la nariz muy aplastada, fina, como si fuera de tela de seda. Los ojos de un color amarillento. -Sé que quiere comprobar como es la galaxia. Me mandan los del Consejo para, satisfacerle. Soy Drulock, a su servicio. Denis no sabía que hacer pero confuso, solo se le ocurrió preguntar: - Pero... ¿como iría a ver todo eso? - No se preocupe, esta todo dispuesto. Yo le llevo a la Impulsora y una vez dentro partiremos. Dicho esto, se quitó del pecho una pequeña escarapela metálica de color azul cobalto, y accionó un resorte que tenía oculta; pasó y cogió a Denis como si fuera de papel y lo acopló en unas abrazaderas que tenía detrás en su traje de un metal muy suave y blando y, una vez amarrado, flotando en el aire se lo llevó subiendo. Veía Denis a Paris como se iba alejando; como la torre Eiffel se iba haciendo cada vez mas pequeña y cuando solo era la ciudad un montón de ascuas, se paró. Levantó Drulock la mano y donde solo había estrellas encima, se descubrió una enorme nave que quedaba oculta por un invisible velo que la ocultaba haciéndola transparente, como un vidrio lo que hacia ver el firmamento. Pasaron por una puerta de energía que parecía agua espesa, verde. Una vez dentro, lo acopló en un departamento desde el que se veía todo el exterior. Se le encogió el estómago cuando notó que estaban acelerando a una gran velocidad. En unos minutos, sobre una alfombra luminosa que serpenteba por el espacio, vio pasar las constelaciones que mejor conocía: Cisne, Libra, Escorpio, Orión… así estuvo durante mas de una hora y cuando seguía adentrándose en su aventura estelar, de improviso pareció que la Impulsora, como la había llamado el visitante, dio un golpe que fue acompañado por una explosión sorda y del cambio brisco de la velocidad, perdió la consciencia.
A las 7.45 de la mañana despertó en su cama. Estaba en la casa de su padre, en la Rue San-Martin de París. Pensó en su aventura estelar y concluyó que había soñado ese viaje, por la impresión que le hizo los viajes de Lucky Starr, el personaje de Asimov. Un sueño más.

Cuando se levantó de la cama y estaba cogiendo sus cosas para ir al baño se quedó petrificado, lleno de estupor y asombro: Encima de la descalzadora, junto a la ventana, estaba la escarapela que se quitó el visitante. 
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 28 de junio de 2014)