20140826

ARTURO O EL SISTEMA


En el verano de 2020, me visitó. Apuramos el día en mi casa del campo  mi amigo Arturo y yo; sentados en el borde de la alberca. Terminaba de caer la tarde y la brisa de poniente acariciaba con su fresco, luego de estar toda la tarde con una enorme fiebre estival abrasando todo, los rastrojos, las encinas perdidas entre ellos y las huertas que se recogían con el follaje de las hortalizas que fueron regadas de madrugada. En el  soto, esperaban los pájaros para salir a sus últimas tareas antes de recogerse para la parada nocturna. Las chicharras empezaban a callar y no estaba lejos el momento en que los grillos cogieran el relevo. Mi amigo tenía a su lado un vaso frío con gin tonic y, no se si sería por eso o por la euforia que da el fresco de la brisa y el empezar a respirar el aire puro de la sierra, que terminaba por hacerme sus últimas confidencias.  Metimos los pies en el agua y eso fue el punto de partida para seguir con nuestra animada conversación. Cuando me hablaba, tenía la mirada perdida en el horizonte y, llegado un momento, paró y señalando al cielo dijo:- Mira, Arturo, la gran estrella con la que comparto el nombre. Efectivamente,  brillaba cada segundo con más fuerza, mientras el sol acababa de ocultarse por poniente, Aún había claridad. –Pienso que esta estrella me trae suerte cuando me van las cosas mal. Dijo, mirándome a los ojos. Luego siguió con la mirada perdida y contó una de sus confidencias:
- Hace algun tiempo, abría el buzón de  la casa de Chamberí en Madrid, un día del mes de Agosto de 2017; tenía una carta de la Seguridad Social. Decían que suspendían el pago de la pensión de jubilación por efecto de una comunicación del Ministerio de Administraciones Públicas en el que me acusaban de haber incurrido en fraude de ley y se me abría expediente de diligencias previas, por posible infracción penal. Como es natural, el mundo se me cayó encima, y no podía creer semejante disparate del que era victima, provocándome insolvencia, sino que tendría que preparar, posiblemente, defensa jurídica ante los tribunales. Esa semana estuve llamando por teléfono al Instituto de la Seguridad Social y al Ministerio de Administraciones Públicas. Dijeron que la resolución tomada tenía la base en los datos del sistema informático. Los datos los administraba en los dos casos dos empresas de servicios, a las que se les había encomendado después del proceso de privatización de años atrás. Tomé el primer AVE a Madrid, y estuve tres días averiguando de donde sacaban la conclusión de que no tenía el titulo de Licenciado en Derecho, que me sirvió para sacar la oposición del grupo A de la Administración y empezar mi carrera administrativa. Para consolarme, decían siempre que solo reclamarían los cuatro últimos años de sueldo, más el importe de las prestaciones de la Seguridad Social que hubiera tenido, pues los demás estaban prescritos, según ellos. Me quedé más tranquilo pensando que con el fondo de la Mutualidad de la Abogacía, podría aguantar el envite, pero tendría que llamarles y remitirles la solicitud de retirar una renta mensual mayor. Cuando hablé con ellos, dijeron que iban a mandar una carta comunicando que el fondo de la pensión de la Mutualidad estaba retenido por el Juzgado, como medida cautelar, para garantizar la reclamación que me hacían. En la empresa que gestionaba los fondos del archivo de la Universidad dijeron que en su sistema, puesto que habían sido digitalizados, solo figuraba mi expediente académico, y en él, constaba que me faltaba una asignatura para acabar la carrera: Derecho Internacional Privado. Llevaba yo mi título, firmado y la certificación de tener todas aprobadas, pero el empleado de la empresa  dijo que eso para él no servía, que solo tenía valor lo que había en el sistema digitalizado. De poco sirvió decirles lo que ordenaba la ley sobre el valor de los documentos públicos: solo servía para ellos el sistema. Así pues tendría que ir a juicio. Pero sin la pensión, ni las rentas de la Mutualidad no podría pagar las tasas judiciales, y sin abonar éstas, no accedería a ir a juicio. La justicia gratuita la denegaron por la información del sistema de Hacienda: figuraba el fondo de la pensión de la Mutualidad, y no había referencia a la retención judicial.  Fui a ver al juez y contestó que como posiblemente habría un juicio penal tendría que hacer valer mi reclamación y la documentación en ese momento, que posiblemente me atenderían. Pero no tenía abogado, por no poder pagarlo y los amigos abogados que tenía, todos estaban jubilados, impedidos o muertos. Mientras, me esperaban tres o cuatro años de espera sin ninguna renta con la que vivir, cuando estaba a punto de suicidarme, de esa pesadilla desperté. Si era una pesadilla. Pero pese a todo eso, ante el temor de que me pudiera ocurrir algo así intento guardar algo de dinero en casa todos los meses por si pudiera ocurrir esa locura. 
– Me hizo un impacto tremendo la historia de  Arturo, porque en ese mismo momento me di cuenta que todo lo que me iba diciendo tomaba carta de veracidad y su posibilidad no era remota sino que podría ocurrir;  y más concretamente a mí, ese disparate  kafkiano. – Arturo, esa pesadilla es posible, lo creo.
Las ondas del agua de la alberca, al mover las piernas dentro de ella, acompañaban con su imagen el momento más parecido a un mal sueño. Desde el corazón se fue extendiendo una sensación de angustia que no era capaz de desechar, pese que trataba de repetir dentro de mi cabeza: solo es una pesadilla, no puede ser realDías después, pregunté por los archivos de la Universidad y al parecer estaban retirados y desordenados en un almacén, después de haber sido dañados por una inundación en las lluvias del 2016 que anegaron los archivos históricos de la Complutense. Así que solo había dos cosas para defender la realidad: el sistema informático y los documentos que tenía en casa. Podría tener el mismo tratamiento que vio Arturo en su sueño. Dejamos de hablar del tema y procuramos observar las estrellas con el telescopio. La aplicación de la red, nos facilitó el seguimiento de las constelaciones visibles. Cuando llegó la hora de dormir, tomé un tranquilizante: no podía pegar ojo.

Ayer llegué a la ciudad, desde el campo, y en mi buzón, entre las cartas había tres, una de la Seguridad Social, otra del Banco y la última del Ministerio de Administraciones Públicas.  Llevo cuatro horas mirándolas encima de la mesa del ordenador: no soy capaz de abrirlas. Finalmente, llamé a Arturo para que las abra él, tiene llave de casa. Yo me voy al campo. Me tranquiliza ver a la lagartija del parterre, yendo y viniendo sin problema alguno. No soy capaz de nada y todo el cuerpo lo tengo temblando… Igual no es nada…
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 23 de agosto de 2014).

20140812

EL LOBO


Clareaba el día cuando Juan Nepumoceno se fue hasta el corral. Abrió el candado y dejó colgada la cadena, colgaba también la constelación de Orión cayendo por poniente, desapareciendo poco a poco, como se desvanecían las sombras por el alba que iba creciendo. Ovejas y cabras se amontonaban en la estrecha puerta del corral, con ganas de llegar primeras a campo abierto, hasta la sierra. Con el morral a los hombros Juan cerró el corral y, con su cayado, las siguió por la calle principal de la aldea, tranquilo, andando a su paso y mirando a Calmo, su perro de muchas razas y de ninguna, pero fuerte como un mastín. Un silbido se oyó en aquella mañana de agosto y seguidamente la voz de Juan: - ¡Calmo! Vamos a la sierra. Le dijo, como si el perro le estuviera entendiendo. - ¡Derecha! El animal corrió al lado izquierdo del rebaño y, con dos ladridos, todo él se giró a la derecha por la salida hacia la sierra.
Miraba Juan al cayado y recordaba cuando en octubre ató la pequeña rama de olivo para que, al crecer recta tuviera la curvatura en su parte superior. Un metro ochenta centímetros de madera dura y fuerte, con un rebaje curvado en la parte gruesa de abajo. Le habían dicho en la aldea el día anterior que Eleuterio había visto al lobo. Sabía que las cosas no eran así. De chico le contaron historias del lobo, que despertaron imaginación y miedo en sus pesadillas: como perro negro, de dientes marcados por encías rojas; aullando cerca del pueblo, en las noches de invierno y ojos tintos en sangre. Pero sabía ahora que las cosas no eran así, ni tenía la saliva venenosa del que tiene la muerte por oficio, ni era negro, y no fue un lobo el que se comió al abuelo de Desi, la tendera, en un mes de noviembre de posguerra: bajaba del monte con un haz de leña a la espalda, para la cocina y calentarse en los días fríos como cuchillos. Si, sabía ahora que las cosas no habían sido así. Al abuelo de Desi no le mató el lobo, sino un balazo que tenía en el cuello, ni se lo comió el lobo.  Sino ¡los lobos! Porque sabía Juan que los lobos nunca van a atacar solos. Sino agavillados, juntos, entendiéndose para distraer unos a la victima, mientras el que está más a mano ataca. Sabía que el lobo, solo, nunca ataca, sino que si ve a la presa, aúlla y llama a los otros que no están muy lejos.
Entretenido con estas cosas iba cavilando Juan cuando pasaban por la boca de la cortada, una hoz cerrada en la que todos los sonidos se hacen más cercanos y los responde el eco si son fuertes. Subieron por la trocha, pasando por los majuelos,  que doraban sus uvas blancas,  por el cauce del arroyo Piedras negras, seco por el estiaje, con los hinojos granando y el espliego seco por la calentura de un mes de agosto que no terminaba de refrescar y torraba toda esa ladera; fuera de la humedad de los barrancos y arroyos que daban, aun así, vida a la menta y a los juncales.
Llegaron a la cortada más amplia, luego de haberse parado todo el día en donde aún verdeaba algo,  y allí les esperaba el aprisco que el había hecho con palos de chaparros y cubriendo la cerca de alambre con un tupido muro de ramas entretejidas. Al mediodía vio a una bandada de buitres sobrevolando el cielo mas arriba, cerca de la fuente seca. Algún animal muerto habrían visto. Los chillidos de los halcones se oían penetrando por los rincones de la cortada, devolviéndolos el eco. Le dio por pensar en lo solo que estaba y en la escasa defensa de que disponía. No había traído la escopeta de dos pistones de su abuelo. No terminó de creer que hubiera lobos en la sierra. Sin conejos, por aquella enfermedad tan mala, no quedaba uno, los zorros ya se fueron y los lobos hacía años que no se tenía noticia de ataque alguno al ganado. Solo se quedan si tienen comida, si no la hay, se van a otro lado donde la haya.
Después de dar cuenta a un poco de tasajo, un tomate y queso, de los que se había provisto para dos días, llevó al rebaño hasta la charca de la Fuente Seca y una vez que habían bebido las bajó otra vez hacia el aprisco. En el camino de ida y vuelta vio algo que le empezó a preocupar y darle para pensar. Había visto pasar dos conejos y una liebre. Y se dijo: pues si ya hay comida, igual es verdad que hay lobos…

Habiendo recogido al ganado en el aprisco a la caída de la tarde, se sentó en la piedra que tenía cerca de la choza, cenó como comió y, cuando estaba pelando con la navaja un melocotón, le pareció oír animales rondando por la parte alta de la cortada. Nada más anochecer, se tumbó junto a la piedra, a la luz de la luna, oyendo la radio que le hacía compañía. A las once y cuarto de la noche, medio adormilado, los oyó la primera vez. Un profundo y prolongado aullido se propagó por todas las paredes de la cortada. Después le siguieron otros: eran lobos. Juan, aun con nervios y miedo, resolvió ir a la puerta del aprisco y poner varias ramas que estaban preparadas al lado para dejar todo bien oculto. Calmo se puso a su lado y estaba ladrando nervioso. No tardaron mucho en bajar. En cinco minutos escasos los vio venir por el cauce del arroyo seco. Eran cinco. Cogió a Calmo por el collar y le dijo: - ¡Tú a mi lado! ¿Me oyes? El perro le miró y como si le entendiera, dejo de tirar hacia donde venían y se quedaron juntos. Juan sacó la navaja grande, la abrió y la colocó en el rebaje del cayado. La ató fuerte y cogiendo el cayado por el otro extremo, se puso con èl adelante dispuesto a la defensa. Como él sabía, los lobos se dispusieron en abanico, sin poder abarcar a sus espaldas que las tenía del lado del aprisco. Enseñaban los dientes y amagaban constantemente para ver si se descuidaban, Juan y su perro. Un lobo atacó a Calmo y otro le siguió en el ataque, pero antes de que llegara donde se repartían dentelladas lobo y perro, Juan con la Navaja le asestó un golpe mortal al lobo que venía, rajándole la barriga. Gritó el lobo de dolor y los demás le miraron. Sin pensárselo dos veces se retiraron hacia el arroyo a unos treinta metros. Juan cogió al lobo agonizante de las patas y  se lo arrojó a los demás lobos. Se tiraron como fieras y se fueron llevando a dentelladas los despojos de su compañero. No volvieron en toda la noche. A la madrugada, Juan bajó con el ganado hasta la aldea. No dijo nada a nadie, era cosa suya. Solo que al día siguiente, subió con la escopeta de pistones.
(Publicado en el periódico La TRibuna de Ciudad Real el 9 de agosto de 2014).

20140807

EL ENIGMA DE PAKAL


Urbicain. 22 marzo 2008. Un día primaveral en el  2003, salía de un pequeño hotel del Paseo del Prado, en Madrid;  luego de dar cuenta de unos huevos fritos con bacon. Rompí la prohibición del médico y de mis hijos sobre las grasas. Olía a primavera, no había duda. El Parque Botánico vecino: lleno de aromas de polución natural. Compré el periódico y crucé la calle con una brisa fresquita en la cara, andando tranquilo, hasta la Cuesta de Moyano, a las tiendas de libros. Allí me detuve en los grupos de libros viejos sin clasificar. Serían las once de la mañana cuando di con un libro especial que me llamó la atención: Era un trabajo académico de un alumno de la Universidad de México. Trataba de las ruinas olmecas, toltecas y mayas. El libro tenía anotaciones a lápiz, algunas en negro y otras en azul o rojo. Fui al principio y vi una dedicatoria del autor de la tesis a un amigo, con una referencia en las que se daba las señas del profesor Alberto Ruz de L`huillier. Compré el libro por 15 pesetas y fui a dar un paseo por el próximo Retiro. Poco después, bajo un castaño, sentado en un banco, ojeaba el libro. Hablaba de las excavaciones de Ruz en las Tumba del príncipe Pakal en Palenque. Cuando llegué al hotel, después del almuerzo, estuve leyendo con detenimiento el libro. Llegué e la conclusión que era solo un libro académico en el que se veía claramente la influencia de Ruz. Cuando terminé de leerlo, noté que la contraportada era más gruesa que la de la portada. La estuve mirando con detenimiento y vi que en la parte de dentro estaba levantado el papel con dibujos al agua que completaba la encuadernación y que hacía practicable el interior a modo de bolsillo. Dentro había un papel. Lo saqué; era una carta del arqueólogo mexicano Alberto Ruz de L`luillier.  En ella decía que no muy lejos de la tumba del Príncipe de Pakal se había encontrado  veinte petroglifos, que estaban sueltos y escondidos detrás de un sillar.  Estuvieron descifrando los logogramas y signos silábicos y advertían de que contenían información sustancial para explicar la traslación por el Universo.
Confieso que todo esto, lejos de ser muy fiable, desde el punto de vista arqueológico y científico, ofrecía sin embargo un elemento esencial para impulsarme a iniciar una investigación inmediata. Aprovechando pues que tenía la posibilidad de tomar vacaciones, y como vivo solo, llamé a mi madre y le avisé que me iba a México a disfrutarlas. Cogí todo lo imprescindible para documentarme sobre la cultura Maya; pero sabía que, lo más preciso, seguro me lo facilitaría mi amigo, y compañero de trabajos, Miguel Sotillo, que trabajaba en la Universidad de México; al que llamé para advertirle de mi llegada.
Llegué al Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México el viernes siguiente, y noté al llegar que ya no estaba para trotar mucho como cuando tenía diez años menos, así que mientras esperaba a Miguel, que me iba a recoger, estuve leyendo en la cafetería tomando un café. Allí llegó poco después y charlamos, ampliándole la información sobre lo que me traía a su país. Me miró con cara de escepticismo pero confesó luego que la carta de Ruz, era de gran interés. Partimos al hotel que había reservado y quedamos para comer en el restaurante El Convento, en el barrio de la Conchita;  y allí, en la sobremesa, dijo que para obtener la confirmación del destino de las piedras tendríamos que ir al Museo Nacional de Antropología. Eso fue lo que hicimos, y allí, no solo las vimos sino que ya estaban ordenadas en las correspondientes columnas, lo que había resultado relativamente fácil, porque encajaban los trozos de paramento donde estaban originariamente, como las piezas de un puzzle. Se preguntaban en el Museo Nacional si todos esos logogramas eran una sola serie o habría más en algún lado que explicara de manera más completa su mensaje.
La intepretación con aquellos veinte logogramas vendría a ser: con el círculo de piedras magnéticas se inicia el movimiento del rayo que eleva a Pakal a los cielos. Si, estuve desde ese día haciendo especulaciones sobre el significado de los logogramas, y con la referencia de las conclusiones a las que habría llegado Ruz y su equipo. Mi buen amigo, Miguel Sotillo, estaba también intrigado por aquel enigma. Quedamos al día siguiente para seguir discutiendo las conclusiones a las que podríamos haber llegado, pero Miguel me llamó más tarde para cambiar  la cita y concertaba otra el domingo por la mañana en el mercado de libros de segunda mano más importante, La Lagunilla, que se celebra en el Paseo de la Reforma, entre Comonfort y Jaime Nunó; me recogería en el hotel. Le había avisado un buen amigo suyo al que había estado hablando de nuestro asunto, que, en el mercado, había visto algunos libros sobre las inscripciones mayas, incluso había visto uno muy antiguo guardado entre tela maya muy vieja, y por la trama de su tejido se sabía que habría pertenecido a una mujer que sirvió a un fraile. Es conocido que por esas tramas los mayas personalizaban sus tejidos.

Así pues el domingo por la mañana vino a recogerme Miguel y nos fuimos a La Lagunilla, impacientes y agitados por el giro que había tomado la investigación, con la esperanza de que pudiéramos completar la conclusión de nuestro enigma. Llegamos a la tienda donde el amigo de Miguel había visto el libro y cuando lo descubrimos, retirando la tela, resultó un incunable de siglo XVII. Nos miramos con asombro. No podíamos creer lo que teníamos en la mano: ¡era el libro que se daba por desaparecido de frai Jacinto Garrido!: Los meteoros de Aristóteles. Allí estaba la primera obra que descifraba lo que él llamaba escudos y que eran los logogramas mayas. Lo compramos y leímos. El significado de los que vimos en el Museo nacional era muy acertado. Su aproximación a las matemáticas y pensamiento de Aristóteles, llevaban a explicar, a su manera, la energía conseguida con la mitad de la velocidad la luz para hacer posible viajar a las estrellas. Todo esto lo recopilamos Miguel y yo en un amplio dossier que llevamos a la Universidad de México para su consideración y estudio. Vimos el paralelismo que había de lo descubierto con las tesis de Einstein: según la ecuación del campo gravitatorio, una partícula viajando a más de un 57,7% de la velocidad de la luz originará un cono de antigravedad que podría llegar a impulsar una masa hasta velocidades incluso comparables a la velocidad de la luz. La aceleración producida por esta fuerza sería además muy progresiva, permitiendo los viajes tripulados. Recibí un mes después una carta de Miguel comunicándome la desaparición de nuestro dossier y de una llamada de la embajada de EEUU preguntando por ello. Él y yo sabemos todo. Pero los trabajos para seguir la investigación de la traslación cósmica, no consta que se hayan hecho.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 2 de agosto de 2014)