20141026

ENCUENTRO EN PRAGA



Llegó Vladislav al aeropuerto de Praga (Ruzyne) a las diez de la mañana. Bajo el nombre del mismo, en checo, Praha, una hilera de taxis amarillos esperaba a los viajeros. El bullicio le aturdía, o quizá fuera el extraño viaje que acababa de hacer; parecía hacerlo a ciegas. Desde que salió de Barcelona estuvo suspendido, ensimismado en sus pensamientos durante todo el viaje. De esas veces en las que se mueve uno como un autómata: En el viaje, no dudó en ningún momento de cada uno de los movimientos que tenía que hacer, como si supiera ir; pero en este caso era algo extraño, ya que normalmente eso ocurre cuando se hace un recorrido habitual, que se tiene memorizado  y la mente, de manera subconsciente te guía sin error por el mismo camino, en este caso era la primera vez que iba a Praga. Su padre, checo, había hecho el recorrido múltiples veces, pero él, nunca salió de Barcelona, salvo para ir de vacaciones por la costa y dos veces que estuvo en Madrid. Debía ser memoria genética. Desde que murió su padre nunca se le había ocurrido ir a la República Checa. Y ahora, estaba allí.
Fue por culpa de Oriol, su compañero de Facultad que le había convencido de que lo hiciera. No hacía más que dar vueltas al asunto,  desde que salió de su casa hasta el aeropuerto: en el metro, cuando miraba a los viajeros, intentando distraer el tiempo como solía hacer, pensaba en ello; cuando tomó asiento en el Prat, esperando la salida del avión, mientras daba vueltas a un correoso sanwich de jamón y queso; volvía a pensar en la misma historia; que no traía tranquilidad, solo inquietud por momentos. Dudas hasta la obsesión: solo el recuerdo de su padre le parecía mover. Volvió a recordar como empezó todo:
Un martes de abril, en el bar Pinoxo, de la Boquería, hablando con él de su trabajo en Nueva York, no sabía muy bien porqué, pero se puso serio y con algo de reserva le dijo: -Oye Vlad  tengo unas enormes dudas desde que conocí a un viejecito en mi casa de la Frederick Douglas S. Boulevard. Un día que estaba sentado en la escalera, llegó de la calle y me saludó, como siempre, muy afectuoso; conversamos y cuando quise darme cuenta estaba en su apartamento del primer piso y me estaba enseñando sus cosas. Vivía solo, había llegado a EEUU desde Europa después de la segunda guerra mundial, en 1946. Venía huyendo de los servicios de inteligencia nazis que le tenían fichado por haber sido testigo en más de un procedimiento judicial contra militares implicados en genocidio. Escondió su nombre bajo otro que le dieron los del Pentágono. Se hacía llamar Peter Moore. Me estuvo enseñando todos sus recuerdos; tenía fotos de su familia, especialmente de su hijo que partió hace cuarenta años hacia Europa. Era reportero freelance para la revista Life. Desapareció en 1970 y no volvió a América. Luego le dijeron que pudo haber tenido un accidente, pero los de la embajada nunca concretaron la información. Pasó toda su vida buscándole. Me enseñó fotos de él y me quedé sorprendido: se parecía a ti, Vlad, era igual. La misma cara, el mismo nombre y la misma expresión. Claro, me dije que tú no podías ser porque del que te hablo parece ser que nació en 1947 y tú naciste en 1979. Pero créeme era igual. Cuando hablaba de él, delante de su foto, con los ojos húmedos, no hacía mas que repetir: Mé dítě, můj malý a připravena dítě, Vlad. Pobre hombre, me dio mucha lástima. No hace mucho me escribió una carta diciéndome que había vuelto a Europa y se había instalado en Praga. Vivía en la calle Ostrovni. Desde que volví no he hecho más que darle vueltas al asunto y, como sé que tu padre tenía el mismo nombre que tu, he pensado si podría ser el viejecito tu abuelo. – Verás, todo eso que me dices me deja un poco inquieto, no solo por lo que has contado, sino porque mi padre tuvo un accidente en 1970, y perdió la memoria. Siempre pensaba que sería checo porque hablaba más en checo que en inglés. Por eso los del hospital pensaron que era checo. El Ministerio de Exteriores le facilitó el estatuto de exiliado y se quedó a vivir aquí. Aquí nací yo y hemos vivido en Barcelona juntos con mi madre hasta que fallecieron los dos. Con eso que me dices me dejas en la incertidumbre por si el viejecito, que decía aquellas palabras en checo: mi niño, mi pequeño y listo niño Vlad, podría ser, como dices, mi abuelo. Así pues estoy pensado que me armaré de valor y viajaré hasta Praga por si lo localizo. No puedo estar con la inquietud esa.
No puedo estar con la inquietud esa, repetía cuando llamó a un taxi que le debía llevar al hotel. Le dijo al taxista en checo que le llevara despacio; quería conocer a fondo la ciudad. Así lo hizo el taxista que llegó hasta provocar la impaciencia de alguno por la cumplida tarea de lentitud que le habían pedido. Hasta que llegaron a su destino. Subió a la habitación, cogió la guía y plano de la ciudad y sin más preámbulos cogió otro taxi y se dirigió hasta su nuevo destino: la casa de la esquina, anotado el número, de la calle Ostrovni. Tomó un café en el Café Restaurante Becher y cometió el error de querer tranquilizarse con una excitante taza cargada de cafeína: los nervios le explotaban. Se levantó decidido y se dirigió a la casa. Al entrar salía una señora a la que preguntó: - ¿Mister Peter Moore? Le miró de arriba abajo escrutándole y contestó lacónicamente en alemán: - Erste links. Subió hasta el primero andando por la escalera y se dirigió hacia la puerta de la izquierda, llamó a un timbre antiguo, de los que se da vueltas a una palomilla haciendo sonar una campanilla. Paso un rato en la penumbra del rellano. Volvió a llamar. Oyó una voz muy débil y al momento pudo percibir unos pasos que se arrastraban. Se abrió la puerta y apareció un viejecito de mediana estatura, con gafas en la punta de la nariz, que levantando los ojos dijo. - Co chtějí? Se dirigió Vladislav a él en ingles y le dijo: -Mister Moore? El anciano se encasquetó bien las gafas; se le quedó mirando fijamente y no contestaba. Su cara se fue mudando y parecía que la sangre le estaba haciendo subir el color de la cara, que antes era muy blanca. Empezó a temblar. Al cabo de un momento dijo débilmente Vla…Vla…Vlad?  Los ojos del pobre viejo no le engañaron: los reconoció familiares, eran verdes intensos: como los de su padre, que, según él, los tenía el suyo.

Contó Vladislav la historia a su abuelo, y no hizo falta mucho para reconocerlo, llevaba las fotos de su padre y el abuelo, al verlas, asintió llorando.

20141019

LA CUEVA


Me dijo mi amigo Marco que le costaba venir a ver a su padre. No por su divorcio, que eso ya lo tenía superado hacia muchos años, sino porque en su casa se sentía mal. Pier Luigi, el padre de Marco vino a España hace treinta años; buen enólogo, le gustó vivir aquí y sin saber cual fue la causa terminó quedándose a vivir  en Manzanares. Le gustaba el buen vino y, según él, la vida de las gentes donde se hace buen vino. Quizá esa fue una posible razón puesto que ponía buena cara cuando lo decía. Pero el problema de Marco con la casa de su padre tardó en contarlo y al fin lo hizo.
Me llamó preocupado y quedamos a tomar unas cañas. Sonrió cuando me vio sentado en el bar y comprendí que tenía confianza en que le pudiera ayudar. Nos dimos un abrazo y se quedó agarrado a mi como quien se sujeta y supone es su mejor ayuda. Nos sentamos y sin más preámbulos empezó a contar: -Tenía cinco años cuando vine la primera vez a casa de mi padre, mi hermana cuatro. Vivimos la primera semana muy felices al reencontrarnos con él después del divorcio; mi madre nos mandó a España comprendiendo que no podíamos estar sin contacto mucho tiempo. A partir de esos días veníamos en Navidad y verano unos días y la verdad es que intentábamos pasarlo bien los tres. Pero hubo un hecho que nos traía a mi hermana y a mi angustiados. Al tercer día de estar con él, y pese a la prohibición que nos había hecho, conseguimos la llave que escondía en la cocina y abrimos la puerta que desde el vestíbulo daba paso a la cueva que ocupaba los bajos de la casa. Nos quedamos los dos en la puerta mirando hacia abajo, nos mirábamos callados y volvíamos a mirar hacia la oscura oquedad que se veía en el fondo de la escalera. Una brisa fría, muy fría y un penetrante olor a humedad no daban precisamente argumentos para animarse a bajar. Por otra parte, la llave de la luz, de aquellas antiguas de cerámica blanca con el resorte giratorio en madera, estaba en el lado derecho de la abertura de la cueva al final de la escalera. Ninguno de los dos se atrevía a llegar hasta allí y encender la luz; yo, que era el mayor, después de un buen rato, y por hacerme el valiente, bajé corriendo y encendí la luz; aguanté un rato; hasta que, mirando a mi hermana, le dije con un miedo pánico que me invadía el cuerpo y el vello erizado: ¿lo has visto ya? Me bastó que asintiera con la cabeza para apagar la luz y salir corriendo para arriba. Cerramos la puerta y una vez que estuvo la llave echada nos quedamos más tranquilos. Mi hermana, que siempre ha sido muy sincera, me dijo amarrándome fuerte el brazo: -Marco me da mucho miedo ese sitio… mucho. Le confesé a que a mi también me daba. Pero no le dije que cuando estaba abajo, con la mano puesta en el interruptor de la luz, oí, muy quedo, desde dentro una voz de hombre que decía: …Hée garçonnn… Nunca he tenido más miedo en mi vida. Sabía francés, puesto que lo había estudiado en Scuola Primaria, en Roma, y sé que significaba: oye chicooo… Desde aquel día tenía terror, no solo de mirar hacia debajo de la cueva, pese a que mi hermana insistía todos los días y algunas días dos y mas veces,  en abrir la puerta y asomarnos. Me resistía a decirle lo que había oído aquel día porque era más pequeña y si yo estaba aterrorizado ella lo estaría más.
Un día que estaba solo en la casa, y convencido que a lo mejor había sido imaginaciones mías, cogí la llave de la cueva en la cocina y abrí la puerta, luego de un buen rato de quedarme en el quicio, agarrado al cerco mirando y buscando el momento de armarme de valor y bajar hasta el interruptor, finalmente lo hice; y llegue hasta allí atreviéndome a iniciar mi entrada dentro de la cueva. Di mis primeros pasos despacio y aunque el frío era tan intenso que se podía ver el vapor de mi respiración con la iluminación de las bombillas de la cueva, y la humedad era intensa, con un elevado olor a hongos, no pasaba de momento nada, seguí andando. Había unas viejas tinajas vacías de la bodega que hubo allí; junto a ellas, trastos guardados desde hacía tiempo, por la cantidad de polvo y telarañas que los cubrían. Arreos de las caballerías: colleras, horquillas, cinchas de cuero y bocados; las medidas de dos celemines y, una fanega; una zafra y tres alcuzas. Entretenido estaba con la contemplación de esos utensilios viejos, pero de mucho interés, cuando noté como alguien me ponía una mano en la cara y me decía: - Pardonnez-moi, mon garçon, ne panique, mais vous pouvez aviser pour le général Liger-Belair, est resté enfermé dans cette grotte? déjà je ne peux rien faire. No te quiero decir como salté del susto y corrí como un desesperado hacia la escalera. Conforme corría, notaba cómo alguien me sujetaba por la camisa e intentaba sujetarme, pero si te digo la verdad, nadie hubiera podido realmente retenerme allí, saqué fuerzas de donde no había y en tres saltos llegué hasta arriba, cerrando la puerta y echando la llave. Estuve descompuesto todo el día, mi hermana no hacía más que interrogarme y no estaba dispuesto a decirle nada. Cuando llegó mi padre se dio cuenta que algo me pasaba y me preguntó si estaba malo o me había pasado algo. No me extraña, cuando estuve vomitando en el baño, me vi en el espejo y estaba no se si blanco o cerúleo, era la viva cara de un muerto, hasta yo mismo me sorprendía del mal aspecto que tenía. Cuando me empezó a subir la fiebre no tuve más remedio que decírselo a mi padre. Mientras se lo contaba, me miraba y pude ver cómo le asomaban algunas lágrimas en sus ojos. Me hizo callar cuando iba por la mitad del relato de lo que pasó y sujetándome la cara con una caricia me dijo: - Mira Marco, cuando os dije que no quería que vierais y bajarais a la cueva es porque eso que te ha pasado a ti ya me había pasado a mi.   Nada más comprar la casa, el segundo día bajé solo. Y el espíritu del francés me habló en parecidos términos. También me asusté. Otros días me armé de valor y bajé; considerando que al fin y al cabo solo quiere hablar y que le hagamos un favor. No sabe que esta en otro siglo, que el general Liger-Belair, al que se refiere, era del siglo XIX y la guerra de la Independencia la ganaron los españoles expulsando a los franceses. Así se lo dije varias veces, pero no se si es porque mi francés es malo o porque no quiere enterarse de que esta muerto, sigue pidiendo ayuda. No te preocupes, es inofensivo y como no nos hace falta la cueva salvo para refrescar el vino, no debemos entrar y así estaremos tranquilos.

Lo cierto – me dijo Marco- es que cuando mi padre vendió la casa, recuperamos la tranquilidad. No lo contamos por increíble,  pero me sigue angustiando. Me pregunto si el francés encerrado en la cueva lo dejo allí no vivo, sino muerto, un vecino de Manzanares, que no se conformó con el hospedaje que daban a las tropas francesas, pese a la mala historia que les atribuyen.  Ahora que te lo he contado me siento mejor.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 18 de octubre de 2014).

20141012

UNA SEMANA EN GLOBO



Don Felipe le dijo: - ¿Otra vez malo Gregorio? - Otra vez malo, sentenció su madre. Mientras esto decía el doctor, había abierto el maletín de fuelle y soltaba una bocanada muy densa de humo sin soltar el cigarro. El cuarto ya estaba con una intensa neblina azul por el tabaco, trazaba una recta gruesa sacando la geometría de la luz del balcón cercano. Pidió una cuchara sopera y al momento se la dieron. Dijo que abriera la boca, insistiendo dos veces que debía abrirla más. El miedo al daño ya conocido agarrotaba al chico. Y así fue, con un aggggh, y una arcada, el médico le vio la garganta y él lo volvió a pasar mal. – Bueno, efectivamente tiene muy irritada la garganta. Vamos a ver chico, tus axilas. Su madre le cogió de las mangas del pijama y tiró de ellas. Se quedó con el torso desnudo. Le levantó las manos y confirmó: - Si, es escarlatina, tiene las líneas rojas… ¿ve? Y toda la piel que tiene enrojecida  al presionarla se vuelve blanca; son ásperas al tocarlas. En fin, chico que tienes que guardar cama unos días y no te muevas ni te desarropes, ¿vale? - ¿Que hay que darle, don Felipe? Dijo su madre.
Le voy a dar la receta para que le dispensen penicilina. Es cara, pero si hay algún problema para hacerse con ella, me lo dicen. ¿De acuerdo? – Gracias don Felipe. Ya veremos como lo hacemos. Hablaré con mi hermano el farmacéutico.
Acompañó su madre hasta la planta de abajo al medico para despedirlo, mientras el chico, recostado en la cama volvió a sentir lo que había alarmado a su madre. Tan pronto veía los objetos del cuarto muy pequeños como muy grandes. O eso imaginaba. La fiebre alta le hacía delirar. No encontraba postura para sentirse bien... Se incorporó y cogió el libro: Cinco semanas en globo de Julio Verne. Quería mirar las ilustraciones; pero lejos de entretenerle, estimulaban sus delirios. Comenzó a leer: El día 14 de enero de 1862 había asistido un numeroso auditorio a la sesión de la Real  Sociedad Geográfica de Londres, plaza de Waterloo, 3. El presidente, sir Francis M... comunicaba a sus ilustres colegas… Siguió leyendo durante un largo rato y cayó dormido, respirando profundamente.
A la mañana siguiente, llamaron desde la planta baja,  con voz clara: - Gregorio, soy Dick, te espero aquí abajo, date prisa, no tenemos mucho tiempo, nos espera Fergusson. Tu madre te ha dejado la bolsa con tus cosas, según me ha dicho. Si te hace falta algo más, cógelo. El viaje va a ser largo. Date prisa, te espero aquí. ¡Ah! Y un jersey: hará frío.
Pero si estoy sudando… (Pensó) Se levantó de un salto, se puso calzoncillos, pantalón y cuando terminaba de vestirse, a la pata coja empezó a ponerse calcetines y zapatos, mientras miraba la bolsa que le había dicho. Su excitación era mucha, no sabía que coger más, ¿quizá el silbato? ¿O la brújula que le regalaron por su cumpleaños?… el doctor Fergusson o Kennedy llevarían una, pero sería bueno tener una para él. La metió en la bolsa junto con el silbato. Bajaba por la escalera,  y se paró; pensó en don Felipe, la enfermedad de no se qué, de la penicilina, pero se dijo: me siento bien, tengo calor pero creo que estoy bien, además ellos me cuidarán si empeoro. Llegó al vestíbulo y allí estaba: Dick Kennedy, un autentico gigante escocés según pensó, pelirrojo, con su palidez quemada por el sol, que, en su cara, el enrojecimiento de sus mejillas destacaban aun más; sonreía, le estaba alargando la mano para coger su bolsa o para llevarle directamente hasta el coche de caballos: cerrado, brillante, de color verde oscuro, del llamado “de carruajes”, subieron cerrando la puerta y con un bastón dio Dick dos golpes en el techo; el cochero restalló el látigo y se pusieron en marcha.  Dick seguía sonriendo mirando al chico, él, estaba sobrecogido por la emoción y el habitáculo del coche se balanceaba con los baches de la ruta. – ¿Conoces a Samuel Fergusson, Goyo? - Creo que si, dijo. Mintiendo avergonzado de confesar que no le conocía, sólo de leer sus aventuras. – Bueno, verás, aunque a veces sea un poco gruñón, es un buen tipo. Siguieron en animada conversación durante media hora hasta que llegando a campo abierto, cerca de dos grandes encinas, allí estaba Fergusson, al pie de un enorme aerostato que se movía, por la brisa que había, en un baile lento.

-¡Fergussoooon!  Gritó Dick Kennedy desde la ventanilla cuando se acercaban. - ¡Traigo al chicooo! Cuando bajaron del coche Samuel Fergusson, el ilustre y conocido explorador de la Real Sociedad Geográfica de Londres, en la Plaza Waterloo nº 3, sonreía sujetándose la mano izquierda con el dedo pulgar en la axila del chaleco de tweed marrón. Le saludó revolviéndole el pelo con la mano derecha, y acto seguido ordenó resuelto: -Vamos a bordo, esta todo preparado. Subieron a la barquilla del globo y soltando lastre y las cuerdas, el aerostato empezó a subir. Al momento se veía la ciudad donde había nacido Gregorio, en medio de la meseta central, como una maqueta de las que había visto en el colegio de Arquitectos cuando fue con su padre. Pero mucho más espectacular y natural, casi como un belén, - pensó cuando estaba mucho mas arriba, y guardaba silencio con los ojos abiertos como platos. – Fergusson dijo: Goyo; Me permites que te llame así ¿no? Así te llama tu familia ¿no? – Si. Dijo él. Pues bueno, como estarás intrigado te digo cual es nuestro destino, vamos a corregir los datos de una cordillera de los Alpes; para eso emplearemos en el viaje aproximadamente una semana de ida y otra de vuelta, dormiremos en la población más cercana antes del anochecer, mientras, me ayudarás a censar las aves que vayamos viendo, describiendo su naturaleza y dimensiones; ¿te has traído un cuaderno? – No. Es que no sabía que había que traer uno, dijo lamentándose. – Bueno no te preocupes, te daremos uno, tenemos. Al segundo día Fergusson advirtió: me estoy dando cuenta de que esos cumulonibus traen agua y algo más que agua, vamos a tener problemas. –Mientras miraba a unas nubes enormes ensombrecidas y que iban acercándose muy rápido. – ¡Dick, ráaapido!, ¡ves soltando aire que vamos a tener problemaaaas! –Gritó abalanzándose sobre el equipamiento que empezó a amarrar con fuerza y deprisa. Un rayo rajó el cielo con un estruendo que hizo templar el firmamento y atronó los oídos de los tres viajeros. Al momento, el globo empezó a bajar deprisa por la suelta del aire, y el fuerte viento que estaba haciendo; mientras daba vueltas como un trompo, empujado por el temporal. La cara de los tres era la imagen del terror, temían por su vida. El chico agarrado a las cuerdas del equipamiento oyó una voz conocida: - ¡Goyo! ¡Goyo! ¡Ricooo! ¿Qué te pasa? Era la voz de su madre. Abrió los ojos que tenía cerrados y la vio. Estaba en su cama, en su cuarto, sudando. Había tenido un sueño que terminaba en pesadilla. Respiró aliviado.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 11 de octubre de 2014)

20141009

ACCIDENTE


El jueves uno octubre de 1974, un coche aceleraba por la recta de la pista forestal que subía hacia el puente de Rozas, cerraba la tarde y el bosque se estaba oscureciendo, ni con las luces se podía ver bien el camino a seguir; al llegar al puente, el conductor lo vio a la derecha e intentó girar. Él hizo una mueca con la cara enseñando los dientes apretados. Chirriaron los engranajes del vehículo y las ruedas sufrieron en un instante. Demasiado deprisa para evitar que se deslizaran por la tierra del camino y la gravilla hizo lo demás: salió de la pista y se fue directo hacia el río Bayones. Solo paró cuando llegó hasta una enormes zarzas y arbustos que estaban al otro lado de la ribera: el golpe fue progresivo pero, pese a abrazo de los arbustos, al dar con el talud del fondo recibió un golpe seco, duro; su cabeza giró bruscamente hacia delante y se dio un fuerte golpe con el volante; una caja de herramientas y las bolsas que iban en el asiento de atrás pasaron a su lado y golpearon el parabrisas hasta romperlo; se le apagó todo, el silencio le golpeó y no se enteró por que lo hacía. El bosque volvió a su silencio del anochecer; las llamadas de los pájaros se empezaron a oír cada vez menos, mas lejanas, el viento racheado levantó las hojas caídas y los sonidos de la naturaleza, con silencios rotos por las aves rapaces se extendió por toda aquella parte de la montaña. Ucieda, el pueblo más cercano, ni siquiera llegó a enterarse de lo que acababa de ocurrir.
- ¿Sabes lo que te digo, Adriana? Que no quisiera verme otra vez en el apuro que tuve con ella, ya sabes… la mujer es buena, muy buena y siempre, desde que yo la conozco, y eso es desde que yo era una chiquilla; se ha comportado con una bondad que se ve poco, y es de una dulzura extraordinaria; bueno, no se si el afecto que le tengo me hace exagerar algo lo que te estoy diciendo pero, es que es así, te lo juro. Mira, sin ir mas lejos, el martes pasado me la encontré en el mercadillo y, nada más verla, me acerqué a saludarla, ya sabes que yo no soy mucho de saludar pero en este caso es que me veo siempre inclinada a hablar con ella y ser cariñosa, porque ya te digo es buena muy buena; pues bueno, me acerqué y la saludé y la dije: - ¡Doña Manoli, cuanto me alegro de verla! ¿Cómo esta usted? Y ella me dijo que estaba bien. Y ya sabes por lo que ha pasado la pobre: tres veces lo han detenido y dos de ella tuvo cárcel, pero claro es un hijo y por un hijo se hace lo que sea. Bueno, pues en ese momento dije: Ya sabe usted que cuando necesite algo de mi, me llama, sabe que le di mi teléfono; y dijo: -No te preocupes guapa si lo preciso te llamo, muchas gracias. - Y, entonces digo yo: de eso nada, para buena usted, que siempre esta haciendo el bien a todos; y ya sé que como vive sola,  seguro que necesita ayuda, así que me llama y no hay más que decir, que yo acudo y, con mucho gusto, ¡ojalá y hubiera mucha gente como usted! - Y dijo ella: -gracias niña, lo tendré en cuenta. Y así nos despedimos… y te digo que el hijo, cuentan que se le ha presentado en las ultimas semanas cuatro veces borrachito perdido y otras tantas con tres avisos del juzgado de deudas que contrajo en aquel garito que montó, porque ya sabes que no estudió nada, ni se puso a trabajar hasta que tuvo los cuarenta… - Pero Silvia, por Dios, que tampoco son así las cosas, eso que montó no era un garito sino un Café; se lo arrendaron los que se fueron a Barcelona, porque si bien les daba para comer, no les llegaba para los estudios de los chicos; el tío de él, el hermano de Doña Manoli, el de la tienda de tejidos en Madrid, le avaló para el préstamo que pidió para hacerse con el Café. Pero este muchacho, no se si es que tiene mala suerte o que le hacen pagar las locuras que hizo, le pasó lo que yo me temía... la gente… es muy mala, no entraban a tomarse nada allí y así pasó que solo estaban en el Café cuatro gatos, y los que habían…los que les trae sin cuidado todo, algunos que no son muy recomendables y así ocurrió que la oportunidad que le estaban dando su madre y su tío, pese a que me consta que él se lo tomó con mucho interés y trabajo, recuerda que lo tenía siempre muy limpio, tanto por fuera como por dentro, y él lo estuvo pintando y arreglando, que eso todos lo vimos, pues ¡nada!, que no hubo manera para que pudiera vivir como una persona normal; y las deudas se le acumularon por los gastos que no podía pagar, sobre todo el pago del préstamo para lo del traspaso. Así que… ya sabes…todo lo que pasó. – Ya, si tienes razón en lo que dices Adriana pero es que creo de verdad que el que nace malo, malo se muere, y este muchacho debió nacer torcido porque desde muy pequeño ya se iba torciendo. Su madre ha penado lo suyo por su culpa y el padre, que como sabes murió cuando esperaba al tranvía en Madrid, no supo educarle y lo que hacía la pobre mujer para educarle y llevarle por lo derecho, pero el padre, que en paz descanse, la desautorizaba delante del chico y así este no había quien lo enmendara. En fin, una desgracia para la pobre doña Manolita que siempre ha sido una mujer ejemplar. Y eso que no es de las que están todos los días en misa, pero esos sí, ejemplar y modélica y nadie podrá decir que no sea buena o que no sea un modelo a seguir. Y hablando de ella: ¡mira por donde viene!
Efectivamente, la mujer de la que hablaban, doña Manolita, se acercaba a paso ligero con la cara descompuesta y con una palidez evidente. La abordó Adriana preocupada: - ¡Por dios, doña Manolita que le pasa! – Es mi hijo, me ha dejado una nota terrible. Diciendo esto le alargó un papel y Adriana lo cogió y leyó: “ Querida madre, mi buena y bondadosa madre, siempre te he dado disgustos y aunque en estos dos años últimos parecía que te iba a poder dar la alegría de ver a tu hijo con trabajo e intentando tener una familia, ya sabes lo que esta pasando, tengo deudas por todos los lados, me acosan y no me dejan vivir por todas aquellas cosas que hice hace años, que por mi ya estaba superadas pero para los demás parece que no. Te he visto llorar cuando te retiras a tu cuarto; y se que todo eso es por culpa de este hijo que no te ha dado mas que disgustos. Me voy, voy a intentar levantar mi vida en otro lado, cuanto más lejos mejor; vendí todo y tengo pagado el préstamo del tío; por eso, si lo consigo, ya te lo diría, pero si no te digo nada es que sigo peleando para conseguirlo. Muchos besos madre y cuídate mucho ya que yo no he sabido hacerlo y no podré ahora tampoco. Un abrazo y muchos besos. Tu hijo: Alejandro. - ¡Cuánto lo siento doña Manolita! pero no se preocupe, a lo mejor es lo que le conviene y, ya verá, un día vuelve para darle una alegría.

No volvió. Encontraron, una semana después, el coche escondido entre las zarzas, destrozado y el cadáver de Alejandro dentro: la cara desprendía paz y sonreía. En ese tiempo, su madre había muerto. Le dijo al médico que la asistió antes de morir: -ya verá doctor, como mi hijo Alejandro consigue lo que se propuso, y sonrió. 
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 4 de octubre de 2014).