20141227

UNA VIEJA HISTORIA



La tía Albertina de Jaime, mi amigo de la guerra, (como digo yo al haber compartido la mili), era mujer abierta de gran expresividad y con una alegría con la que podría alegrar medio país, no tenía empacho en abrir su casa a cuantos amigos tenía, y a los amigos de sus hijos y parientes. Vivía en un caserón muy hermoso de la calle Abajo, en Hervás, y no me extrañaría que fuera una de tantas personas, descendiente de aquellos judíos que se confesaron conversos para salvar vidas y haciendas. Ella tenía muy claro que lo más importante de la vida es vivir, y estar conforme con sus ideas y creencias, sean las que fueren, y defiende su fuero por encima de cualquier eventualidad. Más de una vez había dicho que para defender la vida y la libertad, es menester cualquier medio, preferiblemente pacífico, pero si éste no era posible: con uñas y dientes. Era mujer guapa, había sido rubia y, aunque aun le quedaban algunos rizos, se le había trocado en un blanco inmaculado; ojos azules, limpísima, y preocupada siempre de oler bien. Pese a sus bien contados sesenta y dos años, tenía una piel algo morena, tersa y admirable. Hace años, un día de diciembre, con una cuarta de nieve en las calles y un frío polar, estuvimos Jaime y yo alojados en su casa. Por la mañana, cuando llegamos procedentes de Madrid, nos salió a recibir con el mandil puesto, secándose las manos y su esplendida sonrisa asomando por la cara. Como siempre, repeinada, limpia y perfumada. Nos colmó a besos, muy sonoros, con los que quería demostrar el afecto que nos tenía. Nos cogió del brazo a los dos y nos llevó dentro.  Pasamos el equipaje hasta el zaguán y un olorcillo a escabeche inundaba el bajo de la casa.
Poco después, desde el final de la escalera, cuando estábamos abriendo la maleta en nuestros cuartos, nos dio una voz: - Chicooos, ¡aliviad, que os voy a llevar a un sitio a tomar unas cañitas muy ricas!
No sé si fue porque los días de nevada el sonido se propaga mejor, o por la luz intensa que entraba por el ventanal de la escalera o por el silencio que llenaba de tranquilidad todo el pueblo, pero por un momento pensé que aquel podía ser un buen sitio en el que vivir. Pensé en la expulsión que siglos atrás hizo que cientos de judíos tuvieran que irse de la comarca por motivos de su religión y el dolor intenso que debieron sentir en aquellos momentos de abandonar casas tan hermosas como aquella, de sus tierras, de la tranquila vida que habían vivido ellos y sus antepasados, luego, desarraigados de su país. Me dio una inmensa pena.
Bajamos Jaime y yo hasta donde nos esperaba la tía Albertina, pues así la tomé yo desde el primer día que la conocí. Se abrigó con un oscuro gabán de lana cuyo paño ella misma había hecho en el telar que tenía en una de las salas de abajo donde pasaba muchas horas trabajándolos, bajo el tibio calor del sol y una chimenea que chisporroteaba siempre en el rincón, en los fríos días de invierno. Los tres, forrados con gruesas prendas de abrigo anduvimos por el pueblo, doblamos la calle y Jaime preguntó donde íbamos, a lo que Albertina respondió que a la Tapería de la calle del Convento. Mi amigo contestó: – Ah, claro, ya sé donde es.
Paseamos un rato por las estrechas calles empedradas, entre sus casas de vieja construcción medieval, asomando las costaneras de madera de castaño con sus nervaduras al descubierto desgastadas por el paso del tiempo, apretados ladrillos de tejar y otras con sus sillares de granito haciéndose fuertes en las esquinas y ventanas. Todas hablaban, y parecían hacerlo en ladino, llamando a sus antiguos propietarios perdidos por el tiempo y la persecución. Llegamos finamente a la Tapería y nos pusimos tibios de cerveza y buenas tapas que apenas dejaban hueco para la comida, hasta que la tía Albertina mandó parar e irnos a comer, temiendo que la hartura en el tapeo acabara con las ganas en la comida que había preparado.
-Jaime, hijo, ¿cómo es que no vienes más por esta que es tu casa también? Venid los dos. –Dijo la tía,  con algo de nostalgia en sus palabras. – Sabes que siempre me dais una alegría cuando os veo venir.
-Ya lo se tía.-Dijo Jaime- La verdad es que me encanta estar contigo. Ya sabes que a mi madre le gustaba venir también con su hermana y si no lo hago más a menudo es por el jodío trabajo que me tiene trabado más de la cuenta. Pero te aseguro que lo haré más a menudo. Y, si puedo, con él, que ya sabes que nos llevamos muy bien y siempre tenemos de lo que hablar y de lo que discutir.
 Me miró sonriendo y yo no tuve por más que afirmar con la cabeza. Luego pensé en estos ofrecimientos y cavilé más de la cuenta, pues aunque no soy muy partidario de los compromisos en los que hay incertidumbre en cumplir, me inclinaba a dejar claro que me era muy grato volver cuantas veces fueran propicias.
Por aquel entonces estaba yo escribiendo a caballo entre Madrid y Bruselas donde solía refugiarme y aislarme para que me cundiera el trabajo.  Así pues, necesitado de un lugar más cercano y con el cariño que me daba, yo también le dije a la tia Albertina que volvería pronto. Me premió con una espléndida sonrisa.
Dimos cuenta de un guiso de berenjenas y el pescado en escabeche con limón que con unos buñuelos de manzana, con aroma de moscatel, después de comer, nos hicieron caer en el sofá junto al fuego con el estómago lleno y satisfecho.
Nos contó Albertina viejas historias de la ciudad de Hervás, que así la llamaba.  Aun humeaba el café cuando después de reposar la comida, Albertina se disculpó para ir abajo, al sótano, a hacer unas obligaciones, según dijo. Cuando había pasado un rato, mientras estaba dormido Jaime en el sofá, calentándose a la lumbre, oí una voz que parecía tía Albertina que hablaba con alguien. Me levanté sin hacer ruido y fui acercándome hacia el origen de aquella voz. Si, era de la tía Albertina y venía del sótano. Conforme me acercaba oía: Pon paz, bien y bendición et gracia y merced y piedades sobre nos y sobre Ysrael tu pueblo, y bendizenos a todos en uno con luz de tu presencia. Distes a nos, Adonay, nuestro dio, ley y vida y bendición, amor, merced y iustedad, y piedades y bien; et paz y bien en tus ojos para bendezir a tu pueblo Ysrael; bendito tu, Adonay, bendición de su pueblo Ysrael con paz.

Dentro de una enorme tinaja de vino, cuya boca estaba accesible por una escalerilla, estaba tía Albertina en una especie de capilla con ilustraciones hebreas, rezando en ladino. Cuando me oyó, volvió la cabeza y sonrió. Hizo una reverencia y salió de allí, cerrando la boca de la tinaja. Me cogió del brazo y contó: -Este es el lugar retirado donde mi familia y todos nuestros antepasados hemos seguido rezando a Dios por el rito hebreo desde el siglo XV, cuando el edicto de los Reyes Católicos nos obligó a esconder nuestras creencias; ahora, que se puede hacer abiertamente, lo suelo hacer así en memoria de los que tanto sufrieron. Me dio un beso y subimos compartiendo el secreto familiar. Eso me unió más a ella.
(Publicado en el diario  La Tribuna de Ciudad Real el 27 de diciembre de 2014)

EL AJUSTE DE UN ECTOPLASMA



Se paró Simón García pensativo en el quicio de la puerta. Miró hacia dentro de su piso echando un último vistazo a sus cosas del salón donde tenía los papeles que había ordenado. Hizo memoria y, tras unos
momentos de reflexión, miró hacia arriba como si hiciera balance de todas sus consideraciones y dándose la vuelta cerró con la llave, dejando zanjada su despedida.
Llegó hasta el hospital, sin dejar antes de comprar el periódico como hacía a diario. Entró en Urgencias y en pocos minutos estaba metido en un box tumbado, mirando y reconociendo todas las formas geométricas del techo. Más allá, dos camas a la derecha, una señora que había confesado su procedencia de un pueblo de los Montes se quejaba con tan amargos lamentos como exagerados: no convencían y más parecía oficio de plañidera que producto de un atentico e inevitable sufrimiento.
Su hija, con voz tan fuerte como innecesaria se hacía hacer oír por toda la sala: -Mama, no se queje usté, que no es pa tanto… ni que la estuvieran matando… usté ha tenío cosas más fuertes en su vida… Por otro lado, a modo de coro, un abuelo se empeñaba en sacarse sus adentros cada vez que tosía y, como es natural, lo remataba con un ¡hay! que no era más que el punto final de cada golpe de tos. Instante después parecía festejarlo con una ventosidad. Así fue pasando la mañana con sus extracciones de sangre, interrogatorios sobre cómo le dio el dolor con cada uno de los médicos que fueron llegando y oyendo a las enfermeras sobre las cualidades y lo rico que esta el jamón.
Finalmente por la tarde, y en vista de sus dolencias lo pasaron a planta, donde le destinaron a una habitación donde estaba un paisano muy animoso; pasó las horas hasta que a le dieron el alta y se quedó solo.
Las vueltas que dio en la cama no le servían para gran cosa salvo para dar cuenta de todas las últimas cosas que le habían sucedido. Echó la vista atrás hasta el día en que su corazón le dijo: basta, y lo tuvieron que arreglar de alguna manera. Los disgustos de su trabajo, el hundimiento de su empresa, la ausencia de compañía, debió de ser la causa de estar en aquel cuarto, boca arriba, con un horroroso pijama, que más parecía uniforme carcelario, y haberse puesto en manos de gente extraña, muy profesional que se empeñaban en dar una explicación técnica sobre sus males que apenas acomodaban al lenguaje de la calle. Entró en turno una enfermera muy mal encarada que se permitió la licencia de estar en todo momento tratándole como si fuera un deficiente mental, eso sí, convencida estaba que lo hacía con todo su afecto maternal, pero el resultado era malo. Un operario retiró las monedas del aparato de recaudar para ver la televisión, y pensó, cosas de la experiencia de los años, que de aquel cepillo algún monaguillo podía estar haciendo una sisa.
Oyó por la noche como un hombre internado, agricultor, que ya se encargó él de decirlo más de una vez, le echaba la bronca a su mujer porque quería arroparle por la noche. Salieron las ostias a relucir, la familia y hasta las divinidades de las que el muy obtuso se fue acordando en sus ataques de ira, pero aun así se oía la voz tenue de su mujer que le recriminaba cariñosamente su comportamiento. Para su conformidad y a modo de invocación se le oyó decir: ¡Qué hombre este! Una mujer de edad que estaba al principio de la galería, Concha,-así la llamó una auxiliar-, se dedicaba a recorrer todas las habitaciones para enterarse de los males de cada uno y luego hacer el guiso en su cabeza y servirlo a la concurrencia, con algún saborcillo de intención.
Lo peor le vino algo después cuando subieron desde urgencias al abuelo que conoció allí. Volvió a su casa empeñado en que en el hospital no hacía nada, pues él creía tener un triste catarro, pero tuvo que volver con dolor fuerte en el pecho y con el volante del ingreso en cardiología.
Este buen hombre seguía con su costumbre de toser cuando le daban de beber y cuando comía, sacándose sus adentros como ya dije.
Simón fue llamado de improviso a la mañana siguiente a hacer una prueba de esfuerzo. Lo llevaron en silla de ruedas paseándole por todo el hospital enseñando su miseria, su horrendo pijama, la cara de circunstancias y de debilidad que no podía disimular. Unos le miraban con compasión, otros con curiosidad y otros, como entomólogo que mira a un insecto antes de pincharlo en su colección. No mejoró esto el ánimo de Simón, antes bien lo mermaba; aun así, no sé de donde, pero sacaba fuerzas para contestar con dignidad las preguntas que le hacían y aun para tomar a broma su situación. Cuando terminaba de hacer alguna acción resolutiva o terminaban los tratamientos se le oía decir en voz baja: -pis, pas.
Le pusieron a andar por ese extraño pasillo que se mueve y que no va a ninguna parte, con la advertencia de que si sentía dolor que avisara. No había llegado a dar la vuelta a una imaginaria manzana, cuando sintió un golpe en el pecho y calló sobre la cinta en movimiento retorciéndose por el empuje de ésta. Se lo llevaron para reanimar, pero fue baldío el esfuerzo. Sus días habían terminado.
Esa noche en la sala de cardiología, cuando acababan de dar las doce y los televisores se les fue misteriosamente el volumen, estaba de nuevo el agricultor echándole la bronca a su mujer, ella le intentaba calmar como siempre y le solicitaba si quería algo. Cando él soltó un feo insulto a la mujer, sonó un fuerte guantazo y la cara del agricultor se dobló y casi se desnuca. Cuando inició a decir: - ¡me caguen!.. Otro fuerte guantazo sonó, sin verse mano alguna que lo diera, y esta vez le dobló la cara hacia el otro lado. No volvió a rechistar en su vida.
A las dos de la madrugada fue la señora Concha le que al oído le dijeron con mucho sigilo: -es usted una jodía cotilla y se la van a llevar los demonios. ¡Corríjase! Media hora más tarde, el abuelo de las toses sintió oír: -prepárese abuelo que vamos a jugar al dominó y dejará de hacer guarrerías con las toses. Al día siguiente se lo encontraron muerto. Parece ser que una enfermera recibió un capón cuando estaba sola en el control y otra un beso cuando terminó su turno. Al punto se oyó en la galería: -Pis, pas.
(Publicado en el diario  La Tribuna de Ciudad Real el 20 de diciembre de 2014)

20141214

EL COCHE DE PEDALES



Oyó Lucía a su madre llegar a su cuarto. Abrió las contraventanas y le dijo: Lucía mi niña, levanta. Hoy tenemos muchas cosas que hacer, venga, vamos ,vamos, vamos, ¡que estás de vacaciones!.. Ella abrió los ojos y sacó las manos de detrás del embozo de su cama. Su pelo estaba revuelto y, sin embargo, su cara estaba preciosa como siempre y aún más graciosa con los ojos hinchados por el sueño. Traía Susana, su madre, el vestido de la niña que dejó encima de la silla y cogiéndola en brazos, dándole besos, se la llevó hasta el baño. Lavada, peinada y perfumada se sentó ella en la cocina para desayunar. - ¿Lucía, que le vas a pedir a los Reyes Magos? Dijo su madre sin mirarla, mientras atendía al cazo que calentaba la leche. Lucía se puso a mirar al techo pensativa. La luz de la ventana era intensa. El sol entraba con fuerza en la casa aquella mañana de diciembre en la que aun se veía en algunas casas salir el humo de las chimeneas con olor al azufrado humo del carbón. En Santiago de Compostela había hecho unos días una pausa y no llovía, atendía más a la niebla que llegaba desde las cuencas de los ríos empujada hacia abajo por la densidad del aire frío. En la radio, cantaba Lola Flores aquella canción en la que decía dar azuquita, canela y clavo a la pava. Lucía se despertó de su ensimismamiento y le dijo a su madre: -Mamá, ¿le has dado tu eso al pavo del corral? – ¿A qué te refieres nena? –Lo que dice esa señora de la canción: azuquita, canela y un clavo. – Ja ja ja, que chica ésta, que cosas se le ocurren… no rica no, solo maíz, y va que chuta.
Abrieron la puerta de la casa y madre e hija se fueron hacia el centro de la ciudad, a perderse por las estrechas ruas, haciendo sonar las suelas de sus zapatos sobre las húmedas piedras del viejo granito. Estuvieron dando vueltas y comprando todo los que precisaba para la comida y algunos dulces para después. Lucía se empeñaba en pegar las narices en los escaparates cuyas luces hacían salir los colores de cuantas cosas estaban a la venta.  Su madre se paró a hablar con una pareja de amigos, Marta, pariente suya, y José Juan compañero de trabajo y se distrajeron más de la cuenta, sin advertir que Lucía se escapaba por una de las calles cercanas. Cuando repararon en la niña la empezaron a buscar muy preocupados, angustiadas la madre y su amiga. Después que pasaron unos minutos, Marta la vio, como no, con la nariz pegada en un escaparate del que salía una luz especial. Era una juguetería en la que, desde allí, se veían extendidos por el suelo, como continuación de los que se veían desde la calle, cientos de juguetes;  de madera pintada de vivos colores: trenes, patines, marionetas articuladas, construcciones geométricas, animales con el rabo de cuerda de esparto, y muchos más. – ¡Lucía, pero chiquilla, cómo se te ocurre venir hasta aquí sin decir nada! ¡Tu madre esta muy preocupada! Lucía, parecía no escuchar nada, tenía la vista fija en uno de los juguetes más grandes, al que señalaba con el dedo y repetía con mucho interés: -Ese, ese, ese, ese lo quiero. Me lo pido, ¡ese me lo pido! –Pero Lucía rica ¡si eso es un coche de pedales que es para niños, no para una niña como tu! – No, no, no; es para niñas también y yo quiero uno. Se lo contó Marta a su madre y desde ese día, cada vez que salían de compras o de paseo, Lucía tiraba de la mano de su madre para ir a ver su coche de pedales. Verde, con las ruedas con un ribete blanco que le daba más fuerza a la goma, el asiento acolchado en tela negra y un volante metálico negro en el que Lucía soñaba poner sus manos a guiar.
Un día hubo una refriega con su primo Manuel: porque él también quería el coche de pedales y decía que lo había pedido antes que ella, que en modo alguno estaba dispuesta a reconocer. Lucía desde el día que vio el coche de pedales ya no tuvo descanso. Cogía las sillas pequeñas y les daba la vuelta para hacerse a la idea que era un coche de pedales, para eso cogía el plato de la maceta de la Planta del Dinero que movía a un lado y otro como si fuera un volante. La miraba su madre y llegó a hablar con su padre por si era posible que le echaran los Reyes Magos el coche de pedales. A su padre no le gustó mucho a idea y zanjo el asunto no muy bien: -¡Por Dios Susana! ¿Una niña jugando con un coche? ¿Pero te has vuelto loca? La niña tiene que jugar con cosas de niña, muñecas y cosas de esas. Además Susana, ¿tú sabes la pasta que cuesta el cochecito? ¡Nada menos que 450 Pesetas! Vamos... Que no estoy dispuesto a dar ese dineral por darle el capricho a la niña. Nos hace falta para cosas más importantes. Ves pensado otra cosa que le pueda gustar; ya le diremos que los Reyes no tenían el coche de pedales. ¿Vale? – Bueno. Pero no es ningun disparate, o si no, ¿Cómo es que te has enterado que cuesta eso? ¡Anda, dílo! ¿Tanteabas comprarselo, no?  - Yoo, no, me lo ha dicho mi hermano que fue a preguntar para Manuel.
Llegó el día de Reyes Magos, y cuando se levantó la niña para ver sus regalos, el coche no estaba. Había una muñeca, una cocinita con sus trastos en miniatura, un saltador con sonajeros en las empuñaduras y un muñeco de madera, con brazos y piernas abiertas como si fuera una doble pinza de colores, que, al ponerlo en una escalerita de madera, bajaba por ella dando vueltas cabeza abajo; caramelos, pinturas y cuentos. El coche de pedales, pero rojo, se lo echaron a su primo Manuel, que para eso su padre tenía el riñón bien cubierto.
No hace mucho, un día de Navidad que había caído un hermosa y copiosa nevada, paseaba Lucía con su marido por la Plaza Mayor de Madrid, donde vivían. Sus hijos se habían independizado y ellos vivian en un pequeño apartamento, un ático, en el barrio de Chamberí. Además de tomarse un chocolate en San Ginés, querían comprar algunas cosas para el pequeño Belén, antes de que vinieran sus hijos a cenar en Nochebuena.  Contaban, detrás de sus bufandas que les protegía de un intenso frío, los días de Reyes cuando eran chicos. Lucía contó su vieja historia del coche de pedales verde. - ¿Cuantas veces me lo has contado? Dijo el marido. – No se, unas cuantas. Que quieres que te diga, fue mi frustración de niña.

Llegó la Nochebuena y después de cenar fueron todos al cuarto de los padres donde encima de la cama estaban puestos los regalos. Alli había una enorme caja que estaba envuelta en un papel rojo. En él había un cartelito con el nombre de Lucía. Lo abrió y era un coche de pedales verde, como el que pidió de chica, pero hecho a escala mayor de manera que ella podía subirse y darle a los pedales. Lo había mandado hacer su marido y ella, como no, se subió y se dio unas vueltecitas por el apartamento.
(Publicado en el diario  La Tribuna de Ciudad Real el 13 de diciembre de 2014)

20141207

EL IMBORNAL



En una ciudad de la Mancha, cuyo nombre no es menester mencionar, paseaba por una calle adyacente a su plaza Mayor, Doloritas, una señora que venía de la misa de ocho de la Catedral. Iba abstraída en animada conversación por el móvil con su hermana Justa, viuda como ella, y con la que compartía a diario su agenda. Levantada la cabeza, recogido el bolso bajo el sobaco, y mirada perdida. Para ella, no existía la calle por la que andaba como una autómata, estaba más en rebatir los argumentos de Justa sobre la conveniencia de ir a visitar a su amiga del colegio, Edu (Eduvigis en realidad), discrepando por la  razón: que le había hecho un feo cuando acudieron a saludar al Obispo. Cometió  Edu el grave error de hacerse la graciosa a su costa, y claro, le sentó fatal.  Cuando más énfasis ponía en sus razones para no ir a verla, creyendo que lo más conveniente era esperar un tiempo para que Edu le pidiera perdón por su atropello,  de improviso, y cuando pasaba por el borde de le acera al lado de un imbornal, de éste salió una voz que con firmeza, voz grave, como si Morgan Freeman hablara, le dijo: - ¡Cuidado que eres bruja Doloritas! La voz del imbornal aumentada por la cavidad subterránea, como si de una gran tinaja fuera, hizo que diera un respingo que le hizo saltar hacia dentro de la acera, y gritar un ¡AAAAHHGG!; con la mala fortuna que al caer del salto se rompió un tacón de los zapatos que tanto le gustaban, unos Curapíes que compró, no se sabe bien cuando, y que eran de su gusto; eso hizo que el susto, el disgusto y la desgracia aún mas grande.  Los viandantes la miraron sorprendidos, tanto de su salto, como de su grito espeluznante y de la especie de baile con movimiento de caderas al romperse el tacón que no hubiera superado una bailarina egipcia; tratándose como era ella una señora, seria, con ropa seria, gorrito con lazo gris serio y a la que le habían caído ya bastantes años sobre sus espaldas, sin haber movido ni un músculo ni ejercicio desde que cumplió los cuarenta y nueve, convencida como estaba de que cumplir los cincuenta la convertía en una señora.
Ella interrogó a los que estaban a su lado: - Lo han oído ustedes eh, eh? Uno de ello tomó la palabra y educadamente le contestó: - ¿qué es lo que teníamos que haber oído señora? – Lo que me ha dicho alguien desde el imbornal, ¿no? ¿No lo han oído? – Señora yo no he oído nada ¿y vosotros? –dijo volviendo la cara hacia los que le acompañaban. Ellos negaron con la cabeza. – Pues se ha oído bien fuerte, vamos, pero bien fuerte. Bueno… ¡Está bien!
Nada más que llegar a su casa, le contó el susto a su hermana mientras se tomaba su Pipermint, con pelos y señales; Justa, la estuvo interrogando para enterarse de su historia con todo detalle. Lo que hizo, sin olvidar dato alguno, e incluso adornando con algunos más que se fue inventando, sin tener conciencia de que así lo hacía. Iba en su propia naturaleza, que le pedía algo más que una historia interesante.
 Al día siguiente no fue en la misma calle donde se dio el susto sino en la de la pescadería donde había ido a comprar un verdel para la comida. Al pasar por uno de sus imbornales, la misma voz que el día anterior le habló esta vez, y dijo: - ¡Doloritas, pedazo de bruja, como no te corrijas vas a ir al puto infierno! El salto en esta ocasión no tuvo malas consecuencias para los tacones de sus zapatos sino que al retroceder del brinco que dio, se topó con la farola nueva del Ayuntamiento que, nada más llegar hasta ella, se dio en la frente que había protegido con el antebrazo sin mucho éxito, y la hizo rebotar hasta el mismo borde de la acera donde estaba el imbornal. Al verse junto a la boca negra entre rejillas, le parecieron fauces dentadas y levantando las manos echó a correr gritando: -¡Socorro, aaaahgg!
Al llegar a su casa y contarle las nuevas a su hermana, tomando sus copitas de Pipermint que decía calmarle los nervios, ésta le convenció de ir a la Comisaría a denunciarlo. Estaban convencidas de que algún sinvergüenza del Ayuntamiento, que debía trabajar en el alcantarillado, la estaba acosando. Allí la escucharon con atención, eso si, abriendo mucho los ojos, mirándola como a enajenada y, después de redactar la denuncia, acordó y prometió el cabo que la atendió que preguntaría en el Ayuntamiento si en esas calles había operarios trabajando. Por la tarde llamó a las señoras y les aseguró que no había nadie en esas calles operando en el servicio y que además, en esos tramos, no cabía nadie en el alcantarillado pues su luz era muy pequeña. Quedaron las dos con  más frustración que disgusto. Doloritas por no encontrar castigo para el dueño de la voz y Justa porque lo que era una historia interesante se trocó en fantasía que necesitaba tratamiento.  Trató con mucha delicadeza de explicarle que a lo peor había tenido algunas alucinaciones, a lo que Doloritas reaccionó con mucho enfado: - ¿Yo loca?, ¿que estas diciendo? ¿Que estoy loca? ¡Vamos, vamos, vamos! No lo esperaba de ti, Justa. ¡Vamos! ¡Que decirle eso a tu hermana...! Te juro que lo oí como te estoy oyendo a ti, y salía del hueco maloliente del imbornal… Claro… (Empezó a hacer pucheros, restregándose los ojos con sumo cuidado para escenificar su dolida reacción) ya no puedo contar contigo…

Justa no se dio por vencida y con tiento, y algunos besos, finalmente la convenció de ir al médico. Esperaron a que finalizara la consulta para entrar a la visita y explicarle al galeno las historias que les traían en vilo. Don Julián, (que así se llamaba el médico) las abrasó con preguntas, con un tono que parecía muy trascendente y de gran importancia y que sin que lo advirtieran algunas de ellas fueron: ¿Toma medicinas? ¿Hace bien la digestión? ¿Tiene gases? Y finalmente: ¿bebe algo de alcohol? A lo que las dos al unísono respondieron: Si unas copitas de Pipermint que nos gusta mucho. ¿Cuántas? – Bueno…-dijo Justa. –Ella se toma tres al día, mañana tarde y noche. Muy pequeñas… ¿sabe? La verdad es que no eran tres, ni seis, sino algo más de la docena, puesto que si a ella le gustaba el Pipermint, a Doloritas, le volvía loca. Por eso tenía buenas chapetas en las mejillas y la nariz enrojecida, con sus venillas y todo. El Médico fue tajante - ¡Se acabó el Pipermint! ¡Señora, se esta usted intoxicando! (que era la forma culta de decirle que  se estaba alcoholizando y veía y oía alucinaciones). Salieron las dos del brazo cogidas y Doloritas con cara de haber cometido un grave crimen. No salió en varios meses de su casa y su desintoxicación fue curada con croquetas, que tanto le gustaban a Doloritas y que suplieron al Pipermint, con la consecuencia de ponerse como un tonel. Pero ya no volvieron a hablarle desde los imbornales.
(Publicado el 6 de diciembre de 2014 en el diario La Tribuna de Ciudad Real)

20141202

SUEÑOS DEL VIEJECITO



Las campanas, no sé  de qué iglesia, avisaron que llegaría puntual todos los días a la plaza Mayor. Cuando estoy abrochando la bicicleta a las barras del aparcamiento, repaso lo que voy a hacer inmediatamente: comprar el periódico y ordeñar el banco, si es que las ubres de las que dispongo no están secas.  Nunca se me ocurre hacer una inspección de la república, que ya hay tiempo todo el día para eso y, pese a que la rutina siempre es la misma, espero, día a día, que ninguno sea igual; que alguna sorpresa pueda prepararse, y eso desde que alborea y abro los ojos. Por eso, cuando  minutos después de todo lo que decía, estaba sentado en la cafetería, viendo las volutas del vapor del café caliente subiendo entre la luz templada de las lámparas, llegando hasta a mí el penetrante olor a café recién molido, pensé  que ese día algo iba a suceder. Como suele ocurrir, las grandes experiencias vienen siempre precedidas y como consecuencia de hechos sencillos.
Leía el periódico cuando me dio Max los buenos días, sonriendo, llegando hasta mi con su andar lento, pensando los pasos, titubeando alguna vez. – El martes me llamó mi amigo Roberto, - dijo - no sé si lo llagaste a conocer, era director de cine en el Reino Unido, como era común en aquel tiempo se puso un nombre en inglés, ya sabes de a quien me estoy refiriendo. -Al decir esto, sonreía Max. – Bueno, pues me dijo que vendría, quedé con él aquí; así que, si te parece bien, y no tienes nada que hacer, le esperamos.  Verás que es un tío excepcional, de esos de los que ya no hay. – Me parece bien Max. – Le dije. Pedí otro café para él y seguimos hablando esperando al director de cine.
A la media hora apareció por la puerta un viejecito mirando hacia todos los lados, buscando a alguien. En cuanto lo vio Max, se levantó de la mesa y le llamó: -¡Roberto aquí! Nos vio y sonriendo se acercó con los mismos pasos de Max, lento, titubeante. Con algún temblor en la mano, posiblemente algo de Parkinson, pero llegó; se sentó, y después de los saludos de rigor, empezó a hablar como si fuera un libro abierto; nunca mejor dicho. Arrellanándose en el sillón, habló:
-En una cafetería de la Avenida de los Capuchinos, más lujosa y grande que ésta, pero con el mismo aroma de café, me encontré de sopetón, en París, con una preciosidad que siempre me ha tenido embobado, incluso ahora en su recuerdo: Gene Tierney. Andaba sobre el entarimado con sus tacones tan suavemente como si fuera en zapatillas de felpa, con andares delicados, sonrisa perdida y gentil, y mirando hacia delante con la convicción de una persona inteligente, segura. Se sentó en una mesa al lado del ventanal. Pidió un café y encendió un cigarrillo. Las volutas de humo del tabaco hacían aun más irreal a aquella maravillosa mujer. Cuando me miró, sonrió y me hizo una seña para que me acercara. Me saludó muy cariñosa y recordaba mi nombre, desde que nos vimos en el rodaje de “El embrujo de Shangai”. Entonces yo estaba de ayudante, buscando exteriores y colaboraba en aquella película. Era un encanto. Eso que llaman amor platónico es lo que desde aquel día me incendió el corazón y me ha servido de motor para vivir con ilusión y con energía, para superarme. Me dolieron mucho sus desventuras, tanto la tragedia de aquella niña que tuvo, con retraso mental, sordomuda y ciega; le contagió de rubéola una admiradora durante su embarazo; como sus amores desventurados ulteriores. Sin embargo, hasta su muerte en Houston en noviembre de 1991, seguía con mi amor platónico. En aquel día, en la cafetería de París, hablamos como dos camaradas y, sin saber cómo, nos entendíamos tan perfectamente que pareciera que hubiéramos sido amigos íntimos desde hacía mucho y, como os digo, solo habíamos hablado dos veces y las dos, apenas dos horas, en cada vez. Desde el ventanal de aquella cafetería, vimos el bullicio de aquella avenida de París con el encanto que siempre ha tenido la bien llamada la Ciudad Luz. Reímos en un momento en que ella propuso hacer vivir a los transeúntes una vida imaginada, poniendo a prueba nuestra imaginación. Ella la tenía  portentosa y su buen oficio de actriz ponían un carácter de veracidad a las pequeñas historias que estuvimos imaginando; así estuvimos casi dos horas hasta que se presentaron Dana Andrews y Clifton Webb, compañeros en el reparto de “Laura”. Dijeron que estaban en Paris para presentar la película. Andrews nació en una granja de Collins (Misissipi). Era el tercero de los trece hijos que tuvo el reverendo baptista Charles Forrest Andrews. En realidad se llamaba Carver de primer nombre, pero decidieron en Hollywood que apareciera el segundo, Dana, como principal. Por otra parte, Clifton Webb, con su refinada forma de ser, actuado siempre como un gentleman, No entraba en conflicto nunca con ninguna mujer. A él solo le interesaba su madre, vamos era lo que se dice un hijo devoto. Posiblemente por el escaso interés que mostraba por el sexo contrario, muy común en estos casos. Tenía una conversación muy culta y entretenida y se podía estar con él  horas y horas sin aburrirse uno. Siempre me llevé bien con él, aunque no se porqué, posiblemente con su sensibilidad, se debió dar cuenta de mi devoción por Gene Tierney y se mostraba sardónico conmigo cuando conversamos aquel día. Acabamos los tres en el Trocadero mas tarde, intentando ver las estrellas sobre la Torre Eiffel. Dana llevaba una petaca con Bourbon y brindamos por un futuro venturoso y por vernos otra vez. Ella al despedirse me besó y desde entonces… ¡estoy flotando!
 Por desgracia, nada de eso volvió a ocurrir, ellos se fueron a Estados Unidos y yo me fui a Inglaterra donde finalmente hice una aceptable carrera de ayudante de dirección que me sirvió para hacer películas mas tarde. Pero retomando lo que os contaba, después de tantos años y de haber tenido experiencias extraordinarias que colmaron mis sueños de juventud, lo que me queda ahora que soy un viejecito, que tengo mis nervios y fuerzas en retirada, es mi recuerdo de Gene Tierney, de la que tengo todas sus películas en DVD y las veo en mi casa en una pequeña salita de proyección que he montado, donde vuelvo a resucitar aquellos buenos momentos. Y… perdonadme el rollo que os he dado por haceros partícipe de mis recuerdos, hablar de ello hace que vuelvan con más fuerza y eso es… ¡cojonudo!

Roberto el amigo de Max, no nos dio el rollo, como dijo, sino que nos contó una hermosa historia, de la que nunca podríamos haber sospechado  de la que pudiera ser protagonista aquel viejecito que entró en la cafetería con sus pequeños pasos, una bufanda raída, y la nariz y las mejillas encarnadas por el frío.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 29 de noviembre de 2014)

UNA BROMA INTERESANTE


-El cinco; arriba. Dijo el interventor cuando subía al tren. Encima de su cabeza se podía leer en aquel vagón azul oscuro; Int. Wagons-Lits-Cook. En la plataforma miró los periódicos en el expositor. Cogió el diario Hürriyet y leyó: Lunes, dos de mayo de 1960. Si es de hoy. Se llevó un ejemplar. Por algunas ventanillas levantadas entraba la brisa de aquel hermoso día de primavera y el olor a la carbonilla se disipaba a rachas con el de algún cinamomo, que habría, no muy lejos, al otro lado de la Estación. Se sentó en el sillón abatible de madera junto a la pequeña mesa del departamento. El silencio duró poco. Llegaron las pisadas sobre el entarimado del pasillo y las conversaciones en inglés, turco y francés. Marc inició la lectura de los titulares del día. Se dormía sobre el periódico. El silbido del tren le despejó. Se frotó con a dos manos la cara y se asomó a la ventanilla. Diez minutos despues se oyó la voz del Jefe de Estación: ¡Kalkış Orient Express, bir dakika! ¡Departure of the Orient Express, a minute!; después, varios resoplidos de vapor de la máquina, la Estación pareció moverse; pero no, era el tren que se ponía en marcha. Próxima estación: Sofía.
Pensaba Marc que ya iba siendo la hora de retirarse a su casa, en la tranquilidad de Begur. Le parecía oír a María, su hermana, tocar el piano. Sabía ella lo que le gustaba oír las piezas de jazz favoritas. Las tocaba de maravilla: dulcemente, con sentimiento, dejando que las notas flotaran por el entorno, como invisibles entes con vida propia: hablando de sentimientos, de tristeza, de prontos de una alegría firme, relajante. Maria no quiso saber nada de las recomendaciones de su padre, más bien órdenes; y él agradeció que así fuera, que desobedeciera, pues descubrió el talento de su hija, con la música. Se le saltaron las lágrimas cuando la vio la primera vez dando clases en el conservatorio de Girona, desde la ventana, quieto, callado, descubrió las maravillosas manos de su hija. Nunca más le dijo lo que tenía que hacer. Jamás le dijo nada, para ella no fue un triunfo, sino solo orgullo que terminó compartiendo su padre. Marc pensó lo lejos que estaba aún de Begur. Se empezó a deprimir y sin esperar más, se levantó y se fue al comedor. Se sentó en una mesa y mientras venía el camarero se entretuvo en pasar el dedo anular por el pespunte del almidonado mantel blanco, pensativo, con la cabeza baja. De chico le gustaba subir a la torre a ver el mar. Ahora ya no sería igual, la torre ya no parecería tener la altura de entonces. No entendía la vida y el mundo como lo entiende ahora. - ¿Le gusta el mantel? Desde la mesa de al lado una mujer de unos cuarenta años le estaba mirando y sonreía. – ¿Me lo dice a mí? Dijo Marc. –Perdone si le he molestado, pero es raro ver a un hombre entreteniéndose con el borde de un mantel. – No, no; no me ha molestado, es que estaba abstraído y a veces tengo esa manía de pasar el dedo por superficies delicadas. Bueno, la verdad… el borde del mantel, con este pequeño encaje parece, ahora que caigo, que es… ya me entiende… como si perteneciera ropa interior… - Ja, ja qué cosas tiene usted. O al revés pudiera ser, que alguna ropa interior parezca… ¡hecha con un mantel! Tendiendo la mano añadió: Claudine. Él la estrechó y le dijo el suyo: Marc. Se rieron y después de un rato de animada charla se juntaron en la misma mesa para comer. A Marc le cayó bien ella, le resultaba cercana, familiar, no la extrañaba nada, y eso le dio confianza. Mientras les traían algo para comer pidieron vino blanco y les trajeron una botella de Retsina. Con las copas en la mano, brindaron y  comentó: - ¿Sabía que este vino griego tiene este nombre porque desde tiempos antiguos, creo que 2.000 años, las ánforas donde lo guardaban y luego los toneles, los sellaban con resina de pino para que no entrara el aire? – Ella le miró con curiosidad, como estudiándole y dijo: No, no lo sabía, esta muy bueno. – Si buenísimo. Estuve en Grecia haciendo un trabajo para la Embajada española, casi cinco años, no hace mucho, Lo mejor de ese tiempo fue conocer la gente y entender un poco más a la de mi tierra. – Así que es usted español. Yo soy francesa, profesora de español en el Liceo, en la Provenza, en Aix-en-Provence. Estoy de vacaciones, abriendo los ojos y los oídos; me encanta ver y oír la naturaleza y a las gentes.
Fueron hablando mientras apuraban la botella de Retsina y siguieron con la comida. Terminó contando Marc la vuelta a su pueblo a retirarse. Tenía suficiente como para vivir de las rentas y estaba cansado de disgustos, trabajo estéril, y de estar viajando sin parar, como lo había hecho en los últimos veinte años. Continuaron conversando en el viaje que compartieron hasta Milán. Allí cogerían el tren hacia Barcelona y ella se bajaría en Montpellier.  Cuando estaban llegando a esta ciudad, Claudine sabía ya que él estaba bastante perdido. Marc se enteró que ella tenía una hija de tres años y que su marido había fallecido el año anterior. Se despidieron en Montpellier y prometieron escribirse y seguir conversando sobre sus vidas.

Desde que se montó en el tren de nuevo, camino de su destino, volvió a retomar su anterior vida, buscando la tranquilidad, el sosiego. Llegó por fin a Girona y allí le estaba esperando su amigo y vecino Pere que le llevó hasta el pueblo, tomando la carretera y luego el camino hasta su pequeña masía. Al llegar se paró en la puerta. Miró a Pere  y dijo: -¿Te querrás creer que tengo una especie de miedo de encontrarme con el pasado? – Si, puede ser, tiene su lógica. Contestó él. Abrió la puerta mientras le decía resuelto a Pere: - Tengo ocupación: poner en orden la casa y conseguir que esté habitable y acogedora. Mientras decía esto, e iba entrando, miró dentro y se quedo parado. Todo estaba como él creía que podía estar pero, no había ni polvo, ni olor ha guardado, ni nada que pudiera hacer pensar que llevaba veinte años cerrada.  ¡Pero bueno! ¿Qué ha pasado aquí? Esto está… ¡perfecto! Miró a su amigo y solo fue capaz de decir una palabra: ¿Quién? Obtuvo la contestación: Susi. -¿Susi? Pero si es… ¡Joder claro! Han pasado veinte años y aquella chiquilla de veintiséis años ahora tiene… cuarenta y seis. Qué chiquilla…  Unos minutos después, se presentó ella con la niña; cuando la vio, descubrió el cambio que había tenido en ese tiempo. Era la mujer que se había presentado en la Estación del Orient Express de Estambul como Claudine, estaba de vacaciones. – Como no me reconociste, pensé en gastarte una broma, dijo. Desde ese día, estuvieron juntos sin complicaciones especiales: los dos se necesitaban y la niña, hacía feliz a los dos.
(Publicado en el periódico La Tribuna de Ciudad Real el 22 de noviembre de 2014)