20150615

EL AMIGO DE ALBERTE

Alberte Quiroga Nogueira, hijo de Brandán, editor que hizo alguna fortuna durante años y de Carmiña, profesora de primaria, era profesor de Literatura, natural y vecino de Santiago y habitual durante años, en verano, en la playa de Samil en Vigo. Lo que se dice un hombre como tantos. Llegó un momento en que se sintió cansado. Cansado de trabajar sin gran satisfacción; eso lo dijo a Benxamin, confidente y amigo de la infancia; cansado de frustraciones que se le habían acumulado en los últimos años; como su empresa editorial por la asfixia financiera, pese al tiempo que el banco hizo negocio con él; de seguir intentando mejorar la cosas con su militancia política, y cansado de tanta frustración con sus relaciones personales en general. Él, que vivía solo, limitaba su actividad atendiendo a sus dos hijos cuando éstos reparaban en su padre, y a sus aficiones favoritas. Por eso, rompiendo sus hábitos, un buen día, estando paseando por las calles de Santiago y pensando como siempre sobre su vida, se paró, miró a los soportales de la Rúa do Vilar por donde pasaba, como si mirara al mar;  sin ser consciente donde estaba y abstraído con el fluir de sus pensamientos. Así estuvo mirando con los ojos inertes, hasta que le vino a la cabeza una imagen: La plaza de la Ciudad Vieja de Praga. Le parecía ver la Iglesia de Nuestra señora frente al Tyn. Solía ver la exposición del pintor decorativo Alfons Mucha.  Era Alberte muy aficionado a la cartelería de los pintores del siglo XIX y principio del XX.  Le gustaba la escultura del monumento de Jan Hus, con sus figuras tumbadas y las que levantaban los documentos que fueron la prueba de la reforma protestante que él defendió. Alberte recordó las anotaciones para sus escritos con todo cuanto veía: las tenía  en cuenta cuando escribía. Se acordó de las cervezas que se tomaba en la cervecería Kolkovna. Cuando llegaba a sus puertas verdes, le gustaba pararse para recordar sus días con su amiga Mirka, la hija del profesor Janik Svoboda; que trabajaba en París, terminaban siempre allí a tomar cervezas y hablar. Echaba de menos sus conversaciones sobre música de lo que Mirka era una experta… Estaba pensando en estas cosas, cuando volvió a su realidad, allí en los soportales de la Rúa do Vilar. Siguió paseando y, un poco más tarde, se le vio pasar a un establecimiento de loterías. Echó a la Primitiva y a Euromillones, que fue la que le dio la fortuna la semana siguiente. Con una cuenta corriente llena de dinero, rompiendo las costuras de su capacidad de gasto, que era bien corta por su costumbre de ahorrar, decidió cerrar con llave su piso en Santiago y largarse a Praga. Pronto descubrió que no hay cosa más evidente que la condición de un nuevo rico. Debía ser por la cara que debía poner, ausente de preocupación por el precio, o la ropa de excelente calidad de la que se había aficionado pronto, que deslumbraba con su lustre y prestancia. El caso es que comprobó igualmente que el trato que se le daba era muy otro del de antes de su fortuna. No era ni mejor, que era lo que cabria esperar según él, ni peor, porque llegó a la conclusión de que era consecuencia de la educación, que nunca le faltó, no, era  solo distinto. En los aeropuertos que paró disfrutaba de su nueva aventura: la vuelta a Praga.
Miró más de una vez a sus billetes de avión y la reserva del Hotel. Estudiaba de manera intensiva con un librico que compró para aprender checo en lenguaje coloquial que le hacía parecer un opositor rezando en la cafetería del Aeropuerto Internacional de Santiago, antes Lavacolla, o en el de Barajas en Madrid.  Llevaba bien prieta la cartera de piel, con un buen fajo de papeles con la información de los pisos que había visto en las inmobiliarias de Praga. Tres días más tarde estaba pasando el umbral de uno de ellos: una buhardilla en la calle Nerudova, cerca de la Iglesia de san Nicolás. Otros tres días más y ya tenía todos los servicios que le hacía falta, entre ellos, internet. Para tranquilidad de sus hijos todos los días, a la caída de la tarde, hablaba con ellos con el Skipe y veía sus caras, dato fundamental para saber si estaban bien o no; y al séptimo día, después de cenar en el centro, se recogió en su piso y tras ver unas películas se quedó dormido en el sofá. Eran las dos y media de la madrugada cuando se despertó con un ruido que venía de la cocina. Fue a ver que era y no vio nada, creyó que había dado un golpe la puerta del armario bajo, donde guardaba las cosas de la limpieza, posiblemente por el aire. ¿Por el aire? ¿Qué aire? Estaban todas las ventanas cerradas. Pero... ¿de donde salían las rachas de aire frío que venían de vez en cuando? Que cosa mas rara, pensó. Con el cansancio que tenía, bebió un vaso de agua y se fue a la cama. Le costó desvestirse, se enredaba con la ropa una y otra vez. Pensó que estaba demasiado dormido y no acertaba. Cuando se vio tumbado y arropado en la cama, respiró profundamente y apagó la luz. Nunca debió hacerlo. Un ruido chirriante, penetrante empezó a oír cada vez más fuerte: ¡Chirrrisss! ¡chirrrisss! chirrrisss, chirrrisss… Se incorporó súbitamente y encendió la luz. No había nada. Sin embargo un golpe de aire helado le dio en la cara. Tan fuerte que le torció tanto el cuello que le dolió mucho el golpe. Sin pensarlo mucho, y sin saber porqué, dio un grito fuerte diciendo: - ¡Quien esta ahí! Al momento el aire desapareció. El piso volvió al silencio de la noche y parecía tranquilo. Una hora después, cuando se le pasó el susto, y por el cansancio, se durmió.
El martes siguiente al incidente nocturno, a las cinco de la mañana, volvió a ocurrir lo mismo, el ruido chirriante, el golpe de aire helado en la cara, torciéndole el cuello y el abandono de aquella fuerza y aire frío cuando él dio una voz preguntando lo mismo que la otra vez:- ¡Quién esta ahí! No sabía que estaba ocurriendo, intuía que podía ser un espíritu que le estaba asustando por alguna causa, pero lo cierto es que no podía asegurar, no sabía, qué pudiera ser y porqué ocurría. Su capacidad de aguante se estaba mermando y no estaba tranquilo, por lo que no podía descansar lo necesario. Alberte seguía con su vida habitual, con sus hábitos recién adquiridos: ir al centro, desayunar en la Kavàrna Slavia (Cafetería Slavia) donde leía los periódicos con el portátil, y luego visitar alguno de los museos o palacios de la ciudad o, simplemente, conocer su variada arquitectura. Empezaba a habituarse a los sucesos nocturnos, cuando un domingo que se acostó más tarde, después de haber quedado y cenado con su amiga Mirka en el centro, a las cuatro de la mañana, volvió a ocurrir lo mismo de otras veces pero esta vez mucho más fuerte. Llegó el momento en el que él, entre asustado y cabreado dijo, esta vez mucho más fuerte: ¡QUIÉN ESTA AHIIII!? Una voz conocida, pero con debilidad en su tono, le contestó: -Soy Bieto, tu compañero del trabajo, quiero que me devuelvas el dinero que te presté, trece mil pesetas, y que no se si es que no te acuerdas o que te haces el loco y, pese a que tienes dinero, no lo quieres devolver. ¡Devuélvemelo! – ¡Cojones Bieto! ¿Y para eso te has venido hasta Praga? cuando ni siquiera te lo puedo devolver, porque, no se si te has dado cuenta, pero… ¡estas muerto, joder! ¿Cómo quieres que te lo devuelva? – Pues… en misas… para que tenga mejor suerte, ¡en misas! – Joder Bieto, sabía que eras un meapilas, pero llegar e esto…tiene mérito.

 Alberte, lo gastó en misas y Bieto no le volvió a molestar. 
(Publicado el diario La Tribuna de Ciudad Real el 13 de junio de 2015)

AIDEN



1. A seis días del comienzo del verano, en el año de 1215 hubo mucho movimiento de tropas y gente que llenaban los caminos. Venían de Londres, otros, por las demas rutas, llegaban a Runnymede  en costante trasiego de hombres, muchos de ellos con armas, que confluian hasta la explanada cerca del bosque. Precisamente allí es donde, en el bosque, encontré escondido entre macizos de helechos a Aiden. Era un hombrecillo de no más de dos cuartas que pese a su escaso tamaño no mostraba temor alguno cuando me vió. Antes bien parecía tranquilo y  con sus ojos negros muy brillantes fijados en los míos, hizo ver que quería ser sincero conmigo. Comprendí que lo que dijo no era necedad, ni fantasía sino que llevaba una gran verdad. Por lo que decía la gente y las noticias que se iban diciendo llegué a pensar que pudiera haber peligro si me quedaba allí. Era una mañana blanca de luz, Eiden me dijo, mientras cogia musgo para el arreglo de su hueco en la copa del árbol, que no importa cambiar para progresar o para tomar la vida de otra forma, lo importante, decía, es no olvidar quien eres y cómo eres. Eso me dejó perplejo, pues esperaba que diera explicación a cuanto estaba pasando, pero no fue así, me quedé pensando en sus palabras mientras él parecía estar absorto en su ocupación,  pero, cuando menos lo esperaba y deshaciendo mis dudas sobre si me prestaba atención, después de un tiempo dijo: - No temas John,  aunque va a venir el rey, habrá de resolverse todo conforme a lo que espera el pueblo, los nobles y el clero. Lo va a rubricar con su sello y eso va a generar tranquilidad a muchos, durante un tiempo. El necesario para que tú marches a Francia, hasta aquel lugar en el que te dejen vivir tranquilo. – Pero Aiden, ¿No hay manera de influir para que se vayan cumpliendo los compromisos? – Mira John, yo no soy nadie importante, ni tengo poder alguno para enderezar lo que los hombres vayan a hacer. Solo sé antes de que ocurran lo que va a ocurrir, me da mano para ayudar a algunos que tienen buena disposición, como lo eres tú. Hazme caso y estarás tranquilo.
Llegó el rey, como anticipó Aiden y en la gran reunión de la explanada, con caballeros con sus tropas, clérigos y mucha gente del pueblo llano, se comprometió a la firma y sellado de normas para dar más libertad al pueblo y garantías para vivir en mayor tranquilidad y fortuna. Fue llamada la Carta Magna, pues grande fue. Sellado el compromiso, inmediatamente, me fui a Francia. El rey terminó por romper su compromiso.
2. El martes 14 de julio de 1789, Jean Applincourt se despertó muy temprano: fueron las voces de los vecinos los que le alertaron de que algo estaba ocurriendo. Desde el domingo habia corrido la voz de que habían destituido al ministro de Finanzas, Necker. Todos decían que los más contrarios a la Asamblea nacional estaban cogiendo el poder y se preveía una represión inmediata. Jean salió de Ivry-sur-Seine poco después de las nueve, tenía que traer de París un carro de lodos para su tierra. Se había presentado en abril la reclamación del Consejo Municipal por el excesivo coste de estos lodos, paro aún no se había dado solución a ello.
Cuando iba por el camino, paró a descansar a la sombra de un castaño cerca de la ribera del río. Tomando un poco de queso con pan, le llamó alguien la atención chistando desde un cañaveral cercano. Se acercó y vió a un hombrecillo de no más de dos cuartas que con sus ojos negros brillantes le miraba con mucha atención y le llamaba moviendo el dedo índice para que se acercara. En el breve espacio de tiempo que empleó en acercarse, recordó el manuscrito de la familia con la vieja historia que contaba  un antepasado inglés al que se le apareció un hobrecillo igual y le había dicho que se viniera para Francia. Nada más llegar hasta él, le dijo: -Soy Aiden, esta tarde va a haber una revuelta en París, tienes dos opciones, ir y participar, para lo que nadie te puede garantizar que sobrevivas, o irte de París a tiempo y quedarte en tu casa de Ivry. Si haces lo primero, y sobrevives, puedes tener el reconocimiento de la Asamblea Nacional que ha de tomar mayor fuerza a partir de hoy. Si haces lo segundo, nadie te va a garantizar que sobrevivas y te costará sacar renta suficiente para tu familia. Elige y recuerda: no importa cambiar para progresar o para tomar la vida de otra forma, lo importante es no olvidar quien eres y como eres.
Cuando iba a preguntarle de donde venía y si podía hacer algo por él, vió como se escondía en el cañaveral y al ir a buscarlo no lo encontró. No se oyó ruido alguno, parecía como si se hubiera esfumado. Llegó a París a dos horas antes del mediodía y a tiempo para cargar los lodos para el abono de su tierra.
En la cantina donde estuvo almorzando a las once se enteró de lo que había dicho Camille Desmoulins, conocido francmasón de la logia de las Nueve Hermanas ante una gran muchedumbre, subido a una mesa y con una pistola en la mano pidiendo, que antes de que masacraran al pueblo, había que tomar las armas. Dijeron que a las diez de la mañana habían cogido del Hötel des Inválides mosquetes, cañones y morteros. Las municiones habían de tomarlas de La Bastilla. Sin saber cómo, y recordando las palabras de Aiden, se le vió a las once treinta con una gran muchedumbre armada frente a la puerta de La Bastilla con un mosquete en la mano. Varias negociaciones se hicieron con el alcaide de la prisión, todas infructuosas. No se sabe muy bien quién disparó primero, pero se inició fuego cruzado. Los atacantes dispararon con los cañones cogidos en Des Inválides contra el puente levadizo y las puertas. El alcaide  Launay al ver cien muertos por el fuego iniciado capituló a las cinco de la tarde. Rindió la plaza al comprender que sus tropas no podían resistir mucho más tiempo en esa situación y abrieron las puertas del patio interior. Los atacantes tomaron la fortaleza hacia las cinco y media. Liberaron a los siete prisioneros encarcelados allí y se apoderaron de la pólvora y la munición. Él fue el que le quitó el gorro y el sable al alcaide, que le sirvió para acreditar que estuvo alli, en el momento que se tomaba el emblema de la represión sobre el pueblo y empezó la Revolución. Pudo vivir muchos años con prosperidad y familia.

3. La advertencia de Aiden se volvió a repetir muchos,  muchos años después, cuando se le apareció a Juan Applincourt, catedratico de Metereología Aplicada, experto en Modelización numérica. Eran las seis de la tarde del domingo 15 de junio de 2003. Estaba dando un paseo con su hijo de cuatro años, Andrés, por el Retiro madrileño y entre dos macizos de hortensias apareció Aiden. Esta vez además le indicó que el clima iba a cambiar drásticamente, que siguiera la evolución del Ártico. Dos días depués fue al psiquiatra a ver si estaba teniendo alucinaciones y podría estar con alguna patología. Le mandó unos ansiolíticos. Dos días más tarde el psiquiatra fue a Picos de Europa de vacaciones y se le apareció Aiden que le dio un buen repaso advirtiéndole que su ciencia era muy escasa y él, temerario por descartar lo que desconoce. Dejó la Psiquiatría. 
(Publicado el el diario La Tribuna de Ciudad Real el 6 de junio de 2015)

EL SUEÑO DE GAWEN


Se removió Gawen bajo el edredón de plumas y a tientas intentó coger el vaso de la mesita de noche. Aun no había amanecido, la claridad empezaba a sentirse encima del camino de Lindsaig. Se incorporó y bebió unos tragos del agua helada del vaso. Después de restregarse la cara con las manos se levantó de un salto. Se aseó y encendió la lumbre de la cocina; cuando sus hierros empezaron a desprender su calor, acercó el cacillo para calentar la leche. Al lado fue friendo un huevo con la grasa de las dos lonchas de bacon. La radio empezó pronto a dar las noticias del frente. Miró al aparador, aun estaban las cartas por las que le denegaron el alistamiento: problemas con la vista, decían. Para abrirle la cabeza a alguien no hace falta mucha vista y sí poco cerebro, pensó. Una hora más tarde estaba en el acantilado cogiendo huevos de frailecillos. La cubierta vegetal verdeaba con su color quemado por el frío. Las provisiones llegaban cada vez más tarde. Cogió malvas para la comida, y guardaría algunas para los ungüentos. Cuando sonó el segundo estampido de su carabina Sten, no solo cayó una perdiz roja, sino que oyó como le llamaban de lejos. Miró y era una chica. Cuando se acercó vio que era atractiva, morena, de unos treinta y seis años. – ¿Eres Gawen? –Dijo ofreciéndole la mano. Él se limitó a afirmar con la cabeza y  se la estrechó; le dio pie a ella para seguir presentándose.- Soy Robina, Robina Mac Angus. Estoy con mi tía, en su casa, en Lindsaig. Me dijo que eres el único vecino por estos parajes. Yo vivo con mis padres en Glasgow, pero están asustados por los bombardeos  y me han mandado aquí con tía Lilias. ¿Te importa que me quede contigo? Me ha dicho mi tía que me podías enseñar esta comarca. Quizá te pueda  ayudar a recoger provisiones y así me enseñas; podría coger para nosotras, ¿te parece bien? Si hace falta me traigo una carabina que tiene ella. – No chica, no es necesario, con esta tenemos bastante, si se me acaban las municiones, otro día te traes tu. – De acuerdo. – ¿Has estudiado algo? ¿Trabajas? Con estas preguntas Gawen empezó a hacerse un poco la idea de quien y cómo era la chica. Poco después ya sabían los dos, más o menos, todas sus vidas. Se sentaron en una roca cerca del acantilado, mientras la  fría brisa fuerte de aquél día movía el pelo de Robina y las alas del sombrero de piel de él. Miraban hacia el mar, seguían hablando y poco a poco, se encontraron totalmente indefensos ante las preguntas del otro que cada vez eran más personales. - Me caes bien Gawen. Tienes una mirada limpia y tu voz es la de una persona sensible y sincera. Me siento fatal con esta locura de guerra, procuro que mis padres y mi tía no se den cuenta de mi preocupación. Robina miraba al horizonte y cada frase la dejaba salir seguida con una larga pausa. -Llegado a este término solo quiero alcanzar  mis pequeñas metas: vivir tranquila, leer, oír música y seguir con el ensayo que había empezado sobre la enuresis  infantil. Ahora tengo más difícil consultar literatura médica, pero de vez en cuando me acercaré a Glasgow a la biblioteca.
Dos semanas después, los dos parecía que no podían vivir el uno sin el otro. Mas tarde, a él le militarizaron y tenía que hacer informes, con la radio, de las naves y aviones que pudiera avistar desde la costa. Pesa a todas las dificultades vivían felices ajenos a todo el mundo.
Una tarde de junio de 1949, cuando ya había terminado la guerra,  estaba ella leyendo en la misma roca de la costa, donde se sentaron la primera vez juntos, él terminaba de coger plantas para provisiones y medicinales, así como otras para alimentar los animales de su pequeño corral; se acercó Gawen por detrás y le dio un suave beso en el cogote. - ¿Que lees? – “Muerte de un viajante”  de Arthur Miller. Es una obra de teatro en la que cuenta las miserias de un viajante  al que todo le va mal, solo tiene un orgullo, una caña de pescar muy especial, exclusiva, que le había dado su padre, como su gran tesoro: como aquella no la tenía nadie. Es una emocionante historia de la sensibilidad humana en la que trasciende  como extraordinario la posesión de algo exclusivo, lo que para otros tiene poco valor. – Eso, me recuerda el tesoro que tengo en casa que me dio mi padre. Luego te lo enseño. – No, luego no, ahora ¡vamos!
 Al llegar a la casa de Gawen, este bajó de arriba de un armario una caja de cartón que puso sobre la mesa, la abrió y Robina se quedó mirando su contenido, al momento le miró varias veces y luego le dijo: - ¿Es una gaita? – Si, pero una muy especial, es una gaita romana del siglo XVII; es decir, una gaita como la hacían los romanos pero hecha aquí, en ese tiempo. -Mientras esto decía la iba sacando con cuidado y la piel con la que estaba hecha parecía estar en buenas condiciones, suave. No solo eso, sino que se la puso en posición y al momento estaba tocando  Scotland The Brave. (Escocia valiente) Cuando terminó la miró con los ojos brillantes, como cogido por una gran emoción y se puso a tocar The Brown Haired Maiden. (La doncella del pelo marrón). Terminó y ella le miró sonriendo. – Tú eres mi doncella del pelo castaño.- Le dijo. Ella le abrazó.
Dos semanas más tardes ella se fue a Glasgow a trabajar en la Facultad de Medicina. Sus padres se oponían a que siguiera con Gawen: solo tenía el trabajo que le dejaron del ejército para medir la meteorología. Él, después de pensar  que no podía vivir sin ella, la siguió la semana siguiente; salió de su casa de Fearnoch y llegó a Glasgow a un piso que le cedió el hermano de su abuelo, Gais Mac Coinich. Fue hasta la Facultad para verla; no pudo hablar con ella, solo la vio a través del cristal de la puerta de la clase donde estaba, le sonrió y le mando un beso con la mano e hizo un gesto haciendo rotar el índice como que quería verle después. Pasaron los días y ella tardó en llamarle.

Robina, a la tercera semana después recibió la visita de un abogado; traía el testamento de Gawen. Le dejaba a ella todos sus bienes.  Le entregó la caja con la gaita romana y una carta. Un infarto acabó con él. En la carta había unas palabras de Shakespere en el que había subrayado algunos versos cuando Romeo decía: … En mi favor está el manto de la noche, que me sustrae de su vista; y con tal de que me ames, poco me importa que me hallen en este sitio. Vale más que mi vida sea victima de un odio que el que se retarde la muerte sin tu amor. A veces, demorarse es perder.
(Publicado el el diario La Tribuna de Ciudad Real el 30 de mayo de 2015)

PRIMERA PLANA EN ROJO

En el taco del calendario de la Redacción, que se podía ver desde el pasillo, la hoja decía: día, 24 de mayo, jueves; más arriba en números: 1956; el Corazón de Jesús en el cartón del taco tenía la mirada perdida, como si estuviera en otras cosas. Pasó Julio de Sosa, con el cigarro pendiente del labio, a la sala donde aún no habían llegado los compañeros. Las cinco de la tarde. El sol proyectaba un foco trapezoidal sobre el suelo donde las baldosas enseñaban los dibujos geométricos de su cenefa, las del centro de la sala apenas se veían con el fuerte claroscuro que el sol imponía. Se sentó derrengado en el sillón de su mesa. El sopor de la digestión de unas alubias le estaba abotargando aún y la soñarrera era evidente. Buscó entre sus papeles y al momento estaba escribiendo en su máquina Underwood, El sonido uniforme del teclado no tardó en agravar el sueño que le estaba invadiendo. Paró un momento, se restregó la cara con las manos y echó la cabeza para atrás. Se quedó pensativo y, al momento, miró hacia la ventana; se fue hasta ella; la abrió y una brisa fresca empezó a entrar a la sala de Redacción, con ella, el fragante aroma de un cinamomo que debía estar no muy lejos. Oyó Julio que en el piso de abajo abrían la puerta principal del Diario, alguien venía hablando con otro, oyó las pisadas subiendo la escalera y al momento se despejó la incógnita: eran Luis y Suso que se incorporaban al trabajo. Mientras se acercaba él a la bombona del agua, junto al perchero, se saludaron levantado las manos y los tres, al minuto después, como autómatas,  empezaron a escribir en sus máquinas. – ¡Suso!- dijo Julio- ¿Estuviste tú el otro día en la feria del pueblo? Dicen que hubo gresca con el Gobernador ¿Siii? – Hombre, gresca, gresca, lo que se dice gresca no, pero sí hubo un pique del señorito con las palabras del cura. Aprovechó la ocasión para soltar que los dineros del arreglo de la Iglesia aun no habían ido al pueblo. Y lo peor es que sacó lo de los cuartos del arreglo de la carretera, por donde no pasa ni la Santa Compaña, pero es donde está la casa de campo del Presidente. Cuando lo oyó él se removió con bastante cabreo y se largó de la Iglesia. El gobernador se fue luego sin despedirse del cura y parece ser que no le van a dar un duro. – Jodeee, pues ya la ha liado es señor cura.-Dijo Julio - ¡Nooo que va!, - replicó Suso- eso lo arregla el obispo en un pis pas. Luis que estaba oyéndolos atento se salió del tema, cogiendo al vuelo la ultima frase de su compañero. – Quien me la ha liado bien es un gilipollas que me sacó de la carretera, ayer al atardecer; por la carretera del pantano de Proserpina viniendo para acá: un imbécil, en dirección contraria, con un Panhard verde claro, a poco me embiste; tuve que dar un volantazo y me salí de la carretera. Aun me dura el susto. – Julio, se le encaró escéptico y le dijo: -¿Como sabias que era un Panhard? Aquí no hay de esos. – Los conozco, los padres de la novia que tuve en Burdeos tenían uno igual.
Seguían escribiendo sus crónicas y noticias del periódico del día siguiente, cuando de improviso el teletipo se puso en marcha, los tres pararon, se miraron, y el más nervioso, Julio, se levantó como un resorte y se fue hasta él. El telex, escupía su papel a golpe de sus anotaciones como  ametralladora.  Agarró el sifón de la mesa y se sirvió un chorreón con ginebra en uno de los vasos que esperaban boca abajo. Leía mientras se echaba la bebida y su cara se fue cambiando de inexpresiva a de excesiva atención. Acercó la cabeza para leer mejor. – ¿Que dice? Le interrogó Luis con cara de no disimular su curiosidad. Julio levantó la mano sin decir nada pero entendieron que les hacía callar; que esperaran. El telex paró y él arrancó el texto. Se puso a leerlo con detenimiento. Miró a los dos, todo excitado, se atropellaba con las palabras: - Ve… venga chicos tenemos materia para unos cu …cuantos días. Jodé, jodé, jodé, ¡han matado a un diputado en su casa!; ¿has traído el coche Suso? – Sí, está abajo. Llama al director, Luis y dile que vamos a coger información en la casa del diputado, en la policía y en la Morgue. Dejad todo, ya vendremos para terminar lo demás más tarde.
Bajaron las escaleras  saltando los escalones de dos en dos y en unos minutos estaban de camino para sus destinos. Llegaron a la Comisaría; les dijeron que había muerto un diputado provincial, un escopetazo de caza en el vientre. Habían usado un cojin para silenciar el disparo... Resultó ser Claudio, amigo de estudios de Luis. Fueron a su casa y luego de dar el pésame a sus padres, que no sabían nada de que tuviera enemigos su hijo, ni que estuviera en problemas económicos. Se despidieron y fueron a la Morgue. Julio se encargó de hacer las fotos del muerto, cubierto con una sábana manchada en sangre, con la Kodak de la Redacción.
Cuando volvieron al periódico iban haciendo cábalas sobre el incidente. Julio, que le gustaba hacer de detective cuando había cualquier enigma, se puso a especular. – Vamos a ver, si damos por bueno lo que dicen los viejos del muerto, habría que descartar un asesinato por venganza o por asuntos políticos, y también por motivos económicos, así que nos queda el móvil pasional. – Joder Julio, -dijo Luis- deja de hacer de policía, que para eso ya están ellos. Además Claudio era un tío muy corto con las mujeres y algo tímido. Que yo sepa no salía con nadie. Se pasaba últimamente sus ratos libres viajando. – No te fíes de los cortos; bueno vale, pero en estas cosas de los asesinatos, los móviles son los que son, basta con descartar todos menos el último que será el que conduzca al asesino.
Volvieron a la redacción y el Director repartió el trabajo. Al día siguiente salía el camión de reparto con los periódicos, en la primera plana figuraba la foto de la Morgue que hizo Julio, aunque era en blanco y negro, la mancha de sangre se definía claramente y se comía la página, diríase que la mancha en negro y gris de la sangre, se grababa en la mente de lector en rojo.
Al día siguiente sonó el teléfono de la Redacción cuando, como siempre y puntual, estaba Julio solo. - ¿Si? Si es la redacción, soy Julio, señor Comisario. Si. Ya, ya…. No si yo había pensado en eso. Descartando enemigos conocidos, motivos económicos… solo queda el pasional ¿no? Si…si… ¿A Burdeos? Si parece ser que viajaba bastante, según sé. Pues mire, busque un coche Panhard verde claro, la otra noche se le vio circular a toda velocidad por Proserpina. Ese coche es raro aquí. Es francés. Si, si. De nada.

Dos días después detenían al padre de la antigua novia de Luis, que se había cargado al diputado. Había violado a su hija, luego de acosarla durante meses. No hizo falta mucho más para coger al pájaro.
(Publicado en el diario La Tribua de Ciudad Real el 23 de mayo de 2015)

EL HERRERO

En junio de 1863, la herrería junto a río tomó otra cara después de una visita. Más o menos esto es lo que pasó, y así lo contó en un librico, un testigo de aquello: Las breves aguas del arroyo Linares son las que dan sonoridad a la ribera donde está la herrería. Peio, hijo de Carlos Maturana y de Dolores Sánchez, hombre taciturno y callado, llegó hasta la herrería  como todos los días, a las ocho y media de la mañana, apoyado en su vara de avellano, despacio, sin prisa alguna conocida, pues nadie le había visto en la situación de apremiarse por algo; y por ello, según dijo a Cirilo, su amigo de la mili, se debía la tranquilidad de oir a los pájaros, cuyo canto creía conocer uno por uno, incluso el porqué lo hacían, observando su ir y venir. La herrería, es pequeña, una habitación de tres por cuatro metros, donde se oye el Linares rumorear sus aguas con claridad meridiana y el ventanuco abierto;  construcción popular con gruesos muros de piedra unidos con argamasa y una cubierta de teja árabe de líneas sin mucha recta, pero sin dejar entrar gota. Fuera, apilada la leña de brezo, y dentro, dos sacos de antracita, todo el combustible para el fuego de forja. Mas unos utensilios de hierro fuera de uso y falta de espacio, esperando a darles forma.
El martes 3 de junio de aquel año, 1863, llegó a caballo un caballero, que se plantó junto a la puerta. Desde lo alto del caballo, algo altivo, le dijo al herrero: -Buenos días mozo, ¿puedes atenderme?  Tuvo que repetir sus palabras pues estaba en ese momento Peio dando vueltas la piedra de amolar sacando filo a una guadaña que le había dejado Jonás, el hijo del sacristán que la precisaba para segar el prado. Con el ruido de la muela no lo oyó la primera vez; la segunda, habiendo alzado la voz el caballero y él haciendo pausa en su trabajo, miró hacia la puerta y dijo: -Ya vooy. Buenos días. – Mire mozo, me han dicho en Sangüesa que no hay mejor herrero que usted para calzar los caballos. Tengo un cuidado exquisito en que mis caballos esten bien calzados, porque un caballo con los cascos buenos nunca fallan y llegan donde quieren, así que he vengo, aprovechando una visita que debía hacer a mis tierras en este valle y quiero que me atiendas. – Bueno, pues si lo tiene a bien bajar del animal,  le hecho un ojo a los cascos y ya le digo. Callado, con el mandil de cuero dando aire a su andar, se fue hasta el caballo y cuando hubo bajado el jinete, agarró una por una, doblándolas, las patas entre sus piernas y después de limpiar los cascos, dejo de mirar y dijo: - Mire usted señor, este caballo ha estado algo descuidado, tiene las herraduras descolocadas y sin haber saneado antes la uña. Cuando usted quiera se le hace una limpieza y se le colocan las piezas en su lugar sin dañar al animal. –Bien, espero a que vengan a por mí dentro de un rato, lo dejo y esta tarde lo recogeré. ¿Estará? – A media tarde, señor. Tengo que terminar unos llavines que me encargaron ayer y no debo retrasarlos. – De acuerdo, pues a media tarde. Hasta pronto.
Peio se puso a trabajar con los llavines que ya tenía desbravados y a medio día solo le quedaba uno. Se fué a comer a casa, subiendo por la cuesta de la Iglesia y en unos minutos estaba dando cuenta de un cocido con dos pichones calientes que había dejado cociendo en fuego lento toda la mañana. En su casa, entraba poca gente, contada, y eso era una de las cosas que guardaba con gran rigor, no quería que su intimidad fuera quebrada por nadie.

Cumplidas las tres de la tarde estaba ya, al pie del arroyo Linares, junto a la herrería, tomándose unas bayas del monte que recogió la tarde del domingo y guardadas en un frasco con un almibar de vino tinto. Terminadas la bayas, se fue al trabajo y a media tarde había terminado el llavín que le faltaba y herrando el caballo del visitante. En eso estaba, acabando con la tercera, cuando oyó los cascos de un caballo y al momento lo vio llegar a la puerta. Salió; el jinete que no conocía, se dirigió a él con estas palabras: -Me manda el señor Marqués que quedó con usted para herrar al caballo, ¿lo tiene? – No, aún no, me falta la otra pata. El herrero, previendo problemas en el futuro, puesto  que era prudente pero no tonto, le sacó de inmediato la identificación completa del Marqués a aquél hombre que venía con el encargo, y de cuyo nombre y apellido no viene al caso,   –Bueno, pues yo se lo digo al amo, creo que vendrá a por él más tarde. Hasta luego. No tardó mucho Peio en acabar con el herraje del animal, así que siguió trabajando con unas tenazas que le había encargado el cura. Estaba declinando la tarde, y las sombras de la montaña se alargaban por todo el valle; cuando Peio estaba apagando el fuego y colocando las herramientas en su sitio llegó el Marqués. Luego de los saludos, vió el arreglo del caballo y quedó muy contento con el calzado. – Bueno ya me dirá cuanto le debo y si sería posible que viniera a Sangüesa unos días a arreglarme los caballos que tengo allí. Podría tener más clientes y sacar un buen dinero con ello. Peio, le miró a los ojos y, después de una pausa pensando, dijo entre dientes: Tempo forse verrà chàle ruine, delle italiche moli, insultino gli armenti… (Traducido es: Tiempo tal vez vendrá en que ultrajen los rebaños las ruinas de las itálicas moles…)  El marqués, se quedó estupefacto, no se si pensativo, sorprendido, sin saber si estaba siendo injuriado, asombrado o intrigado con las palabras en voz baja oidas pero nítidamente entendidas. Después de un momento de estudiar al herrero,  medio sonriendo solo pudo articular como quien desentraña una adivinanza:- ¡Petrarca! Peio, que se puso algo rojo por comprobar que su cita había sido tomada en serio, sonriendo también, contestó: No, ¡Giacomo Leopardi, Canto primero, “A un vincitore nel pallone”. Se quedó sin palabras el Marqués, y se preguntaba como aquél humilde herrero podía tener conocimiento de un autor de poesía italiana del principio de  siglo y citar unos versos suyos aplicándolos a una conversación corriente. ¿Quién era este buen hombre? Al momento, le preguntó todo esto al propìo herrero, que se presentó. – Soy Peio Maturana, estudié Letras en la Complutense de Madrid. Mi padre era abogado y mi madre profesora de piano. Tuvimos mala suerte con los negocios de mi abuelo y la ruina nos visitó para quedarse. Cuando murió mi madre, luego de hacerlo mi padre angustiado por su suerte y la cruel persecución del resto de la familia, que hizo más de lobos que de parientes, vine a la casa de mi abuela y aprendí este oficio, que me da para vivir en paz y para comprame los libros, de los que voy conociendo en mis viajes a Pamplona y ahora, vivo solo y feliz. Créame, no quiero hacerme rico, solo vivir en paz y disfrutar de la naturaleza. Se dieron la mano y Peio le invitó a su casa a tomar unas copas de Pacharán, que aceptó encantado el visitante. Allí el herrero le enseñó la habitación más grande que tenía la casa de su abuela: una enorme biblioteca desde donde Peio, salía a visitar el mundo. No fue nunca a Sangüesa a ver sus caballos, ellos fueron hasta su herrería.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 16 de mayo de 2015).