20150727

EL AGUA EN LA ESCOLLERA



El velero, hacia su tercera bordada para salir de la ría de Navia. El agua de la ría rumoreaba con el empuje del casco; el viento nordeste era débil y como era costumbre a esas horas se dirigía hacia el vacío que producía el aire caliente de tierra que subía por las montañas cercanas. El domingo amaneció claro con el sol de julio sacando los colores más vivos de la naturaleza, en ese momento, algunas nubes se atrevían a acercarse. En el velero el tripulante, Casio, manejó con destreza las maniobras de navegación de ceñida. Su acompañante Martín, sentado, se limitaba a cambiar de babor a estribor, según se terciaba el barloventeo. No perdía el momento, atento estaba, pero la cabeza la tenía en otro lado. Le había venido a la cabeza las vacaciones de verano en la costa cuando terminó el cuarto curso de carrera.  Eran otros tiempos; llevaba el transistor Zenith que le habían traído unos tíos de Estados Unidos, pocos había por entonces. Con él le trajeron su afición más fuerte por la música del momento. Oía todos los programas de música de rock y popular. Le parecía oír a Silvia – Veo que te gusta navegar. Yo vengo con mi tío a pescar siempre que puedo, me encanta el mar y navegar. Especialmente cuando hay que hacerlo barloventeando, o de bolina, que es lo mismo. – Su tío Antolin, que le había invitado a subir a su balandro, les observaba y sonreía.  Silvia le miraba con mucho interés -¿Ves como se ve la estela del barco en el agua? Solo es el aire que se junta con el mar, pero hace verlo como una estela de una estrella fugaz que se viera de día. Me has dicho que te gusta la música, a mí también, pero te agradezco que hayas apagado la radio portátil. Oír el rumor del agua contra el casco es algo que nunca se debe perder uno. Forma parte de la magia especial de la navegación a vela. Las olas, que parecen la respiración de mar nos mecen como la hacía nuestra madre cuando éramos bebés, nadie no lo ha dicho, pero en cuanto lo sientes, la memoria remota de esos días primeros de nuestra vida se vuelve a recuperar y con ello, la enorme tranquilidad que nos daba el regazo de nuestra madre. El mar parece una segunda madre, enorme, grandiosa, y a la que hay que respetar como a toda la naturaleza, de la que hemos salido. ¿Te estoy soltando un rollo? – ¡No, por favor Silvia, me encanta oír tu pasión por todo esto!. Creo que a mi tambien me apasiona. Luego, cuando volvamos, me encantaría volver a verte, no quiero que desaparezcas, ¿Si? – Vale, luego quedamos. – Quedaron, y acabaron por no poder estar el uno sin el otro. Compartieron todo en aquel verano. Todo; hasta que se acabó el verano y Martín tuvo que volver a Santiago a estudiar el último curso de la carrera. Se escribían, pero el vio como se cortó la correpondencia sin ninguna explicación. Nunca supo que fue la madre de ella la que le escondió las cartas, ni que se mudaron a vivir a Oviedo. Casio le despertó de su ensimismamiento y le dijo: ¡Cuidao con el palo! - Un golpe de viento hizo que se ciñera con rapidez y se cambiara a babor. Martín, se preguntaba que habría sido de Silvia. Ajenos los dos tripulantes del velero.
 Aida, sentada en la última roca de la escollera junto al agua, unidas sus rodillas, abrazaba sus piernas, recogidas como si fueran el último tesoro de su vida. El agua de la ría acariciaba la escollera por un suave oleaje, el mes de julio simulaba estar en primavera: brisa fresca, nubes ensombrecidas sobre las montañas y  jugando a esconder el sol por momentos en las calles de Navia. No pensaba Aida en la tranquilidad, simplemente la sentía. El silencio, que respeta la queda música de la brisa, del aire del nordeste que venía del Cantábrico, la alejaba de las voces de la gente, la irritaban. Vio acercarse el velero, en ese momento se acordó de lo que le dijo Bras: - Qué quieres que te diga chica, yo no soy de grandes  ambiciones, no tengo especial interés en hacerme rico pero si me gustaría que me diera mi padre el barco de vela que tiene. Es  de madera, de construcción tradicional y vela latina, ya sabes esa que es como un triangulo isósceles, todo blanco,  que cuando la empuja el viento cobra vida y acelera el pulso de la navegación, en silencio, solo ocupado por el roce de las olas contra el casco, semejante al que hacen las acequias grandes cuando corren ladera abajo, serpenteando por la montaña y haciendo cantar cristalina música. Si Aida eso es lo que más me interesa de mi modo de vivir. Pero, ¡chica! qué mejor manera de vivir es, que la que aprendes apreciando las pequeñas cosas de la vida: la naturaleza, la música, la ciencia, el arte y el teatro y el cine. Ya te dije Aida que me gustaste por que eres una chica sencilla, muy inteligente, delicada y femenina y que aprecias también las cosas que yo estimo muy importantes. Estoy muy a gusto a tu lado, me siento bien, confío mucho en ti, porque creo que eres muy noble y peleas por las cosas que crees importantes. No hay muchas chicas que hagan todo eso como tú lo haces. Si, me siento muy a gusto contigo y eso, ¡Geniecillo!, que si tienes geniecillo, ya lo sabes tu, es lo que puede hacer, si tu quieres, que nos entendamos en una buena relación, puede ser la condición necesaria para vivir juntos todo el tiempo de nuestra vida. Aida recordaba estas palabras de Bras muchas veces en los últimos días. Esas, y las que contenía el mensaje que había recibido en su correo, después de un largo silencio en el que no contestaba a sus llamadas, ni a los mensajes de washapp,  y tampoco a sus mensajes SMS. Desde que se fue a Holanda, para desarrollar el doctorado en Físicas, con un máster,  su relación se fue debilitando poco a poco. Primero empezó llamando cada vez menos y sin decir nada de relevancia sobre ellos, como si solo fueran amigos. Hoy, ya no espera Aida nada da nuevo de él. Ve llegar al velero y mira a unos de los dos hombres de los que van navegando. El que esta sentado en el centro. Se miran y piensa Aida si su padre  habría sido así, Su madre nunca le explicó como era, parecía que le hacía daño pensar en ello. Pero por otro lado nunca habló mal de él. Solo que no lo volvió a ver más después de aquél verano. De pronto, Aida se levantó y fue subiendo por las piedras de la escollera hasta el paseo de la playa. Más arriba cogió el coche y se fue a su casa. Vio a su madre en el patio y sin pensarlo dos veces le dijo: - ¿Por que dejaste de tener contacto con mi padre? ¿No le querías? – Niña, dejó de escribirme y mi madre me dijo que se enteró del embarazo y por eso lo hizo. – ¿Y tu creíste a la abuela y ya está?, ¡Pero bueno! ¿No dijiste que le querías mucho? ¿Que confiabas el él?, Ya sabes cómo es la abuela, lo que piensa ella es lo que vale, lo que piensen los demás le trae al fresco. Solo respeta a alguien cuando se le enfrenta,  ¿o no? – Si hija pero, ¿cómo se le iba a ocurrir a mi madre algo que me perjudicara? – Pues ¡ocurriéndosele! Parece mentira, llevas más tiempo con ella que yo y parece que la conozco más y mejor yo que tu. ¡Espabila Silvia, que tu madre es una mujer muy… peculiar! Seguro que sí te escribió y ella te escondió las cartas, ¿apuestas? ¡Seguro! ¡Anda, que como aparezcan las cartas un día, la habremos cagado, todos, un rato! Bueno, déjalo. Ya no creo que tenga la cosa remedio.

-Silvia, se quedó pensativa y pálida, su cara era la expresión viva de la duda. Aida se fue a su cuarto y hablando entre dientes: ¡Cuantos necios hay en el mundo!
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 25 de julio de 2015)

LA LEYENDA DEL RÍO MEIRO



Un día que estábamos en la ribera del río Navia, mi amigo Berto, hábil navegante a vela, con una cerveza en la mano, tumbados en el prado y mirando la copa de un castaño en flor, me contó una historia que paso a relatar, con el detalle que la memoria me pueda dar y la habilidad que pueda tener en ello.
Abrán Coviella, natural de Cacabelos, marido de Bersinda Cuendías era muy mayor cuando se vio en  un grave aprieto el viernes 10 de julio de 1953; el día en que, por Radio Nacional al mediodía, hablaron desde Londres sobre las consecuencias de la bomba atómica. Lo oyó Abrán en el bar El Avenida, en Navia. Fue entonces cuando le empezó la descomposición. Marchó a su casa, desde la que se veía toda la ría, y a la caída de la tarde, mandó recado con Sidro, un homón que segaba el prado a cambio de dejarle el tercio. Cuando se lo dijo, Sidro puso cara de susto y le dijo: -Abrán, si estás malu dígalo ya, que no es mu claro. - Con poca voz y menos fuerzas le replicó: - Nun toi bien, no. -Su hijo Resto vivía abajo, junto al puerto, donde trabajaba en el Astillero. Pallí se fue Sidro para darle el aviso. Subió al punto Resto apurando la potencia de su moto Guzzi y, cuando llegó, se encontró al padre tumbado en el escaño con la cara blanca como la cal. -¡Ostias padre! ¿qué le pasó? – Ven Resto, ven, que te quiero dicir algo. – Le decía esto moviendo los dedos de su huesuda mano hacia él, indicándole que se acercara. Él, al verle tan mal, se acercó todo lo que pudo y prestó atención a lo que le dijo: - Estoy malo, no tengo fuerzas y antes de que sea más tarde quiero decirte una cosa que tengo guardada desde hace mucho tiempo. Mira nenín, desde hace muchos años, tres después de la guerra, guardo en secreto un muy mal día que tuve cuando fui a pescar roballizas, allá arriba, donde el Meiro rodea El Monticón y un poco antes de que se junte  el Castadel. La tarde se estaba echando… -Al llegar aquí, Abran respiró mas profundamente; los ojos, antes secos, se le llenaron de lágrimas, parecía tragar saliva y miraba de vez en cuando hacia el techo con cara de angustia y continuó: - Era tarde cumplida y las sombras de la noche que se acercaban aun no habían acabado con la luz del día. De pronto una luz azul muy fuerte salió por el este como si quisiera amanecer, cuando lo que tocaba era la de atardecer. Bajó hasta los fresnos y hayas aguas arriba y solo vi un resplandor que fue menguando… Acababa de echar la caña cuando oí la voz de  un neñu… Salió… de entre unos abedules. Parecía que jugaba con alguien, o quizá… se escondía… Oí la voz de un hombre, sería su padre a lo lejos que parecía llamarle… y el neñu, se agachaba tras unos brotes de fresno y callaba. De pronto, oí chapoteo en el agua del río y vi moverse algo que removía la corriente hacia la orilla donde estaba agachado el guaje. A dos metros de la orilla se paró aquello que removía el río. No le di más atención y me fijaba en el neno que seguía como escondido, hasta que, de improviso, a una velocidad grande hacia la orilla, que no sé qué animal podría nadar así sobre el agua, apareció una cosa que no sabría decir, por muchos años que viva, qué podría ser o a qué se parecía. Lo tenía a una distancia cercana como daquí al carballo ese que hay cerca del galpón. Era más grande que un hombre, tenía unos agujeros en lo que parecía una nariz chata en la  cara y ojos como los de un llagarto, la piel era verde oscura y con escamas raras, manos parecidas a las nuestras y patas como las aves que nadan, pero cuando corría por la ribera del río juntaba las uñas como gatu, en zarpa. ¡Así iba corriendo hasta que llegó al neno, lo cogió, y dándose la vuelta y mirando a todos lados, salió otra vez corriendo y se volvió a meter en el río Meiro y… se lo llevó!..sí sí, se lo llevó al neno ¡Dios santo!, ¡se llevó a la criatura y yo nun pude fer nada! Dí una voz, pero solo conseguí que fuera más deprisa y desapareciera antes. Estaba muertu de miedo. Recogí todas las cosas y  vine paquí, pa Navia con la intención de pedir ayuda, pero conforme venía, pensaba y me dije: Abrán, no te va a creer naide y te van a echar la culpa de que el neno haya desaparecido, o que le hayas matado tú. Así que después de dar muchas vueltas me callé. Sí, sí, me callé. Ya sabes como las gastaban los guardias entonces, y lo poco que se resistían a echarle la culpa a un pobre desgraciáu como yo, así es que me callé.  Supe al día siguiente que el padre lo estuvo buscando toda la noche, y que al día siguiente una partida de la Guardia Civil lo buscó con gente del pueblo, pero no apareció ni vivo ni muertu. Si recuerdo que, esa noche, por el sur a la altura de Coaña, vi subir la luz azul que se hacía más pequeña hasta que desapareció. Resto, dime si me comprendes, si crees que tu padre hizo bien con no dicir nada. Todos estos años he estado sin vivir, muchas noches se me vuelve a aparecer en sueños el monstruo ese, que como un mal demonio se llevó a la creatura; esas noches me pregunto que pasaría con el pobre neno, si se ahogaría, lo haría cachos o si le sacaría las mantecas. Ya sabes que se dicen cosas de monstruos y malos hombres que facen cosas así… Este no era hombre, era más bien demonio y es una maldición que vuelva a mis sueños y no me deje reposo en los años que pasaron. Me pregunto si será un castigo por haber cogido aquellas cosas del naufragio en la playa de La Figueira en enero de un mal año. Dime Resto, ¿Qué piensas? – ¿Que voy a pensar padre?: que hiciste bien al no decir nada, si llegas a decirlo igual te habían dado garrote o te habrían dejado en la cárcel toda tu vida, siendo inocente. Hiciste bien. Y no te preocupes, descansa, que avisaré al médico. Estas mal y no hay que perder el tiempo hablando ahora. Quédate tranquilo que ahora vengo, voy a por el médico. Se queda contigo Sidro. ¿Quieres algo? ¿Un vaso de leche? ¿De agua? – Agua, Resto, agua. Tengo la boca seca.

La puerta de la casa del médico estaba cerrada; dijeron los vecinos que se había ido a la consulta y hasta allí se fue el hijo de Abrán sin tardar para avisarle. Eso fue lo que hizo y después de atender a una chica con la que estaba, sin más problema salieron los dos, médico y Resto, el uno con su coche y el otro con la Guzzi que tardaron poco en llegar hasta Abrán. Se lo encontraron muy débil. Dijo el médico que era del corazón, le puso una pastilla debajo de la lengua y pareció despabilar un poco. Volvió a llamar con la mano a su hijo y, esta vez al oído le dijo: -No lleves a los nenos al río Meiro. No los lleves, nunca, me oyes...¡Nunca! al río Meiro…
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 18 de julio de 2015)

LA CASA AMARILLA

Urbicain. 19 de septiembre de 1974 jueves.
El miércoles, 15 de mayo recibí carta de Lorian de Salignac, mi compañero de estudios en la Universidad de la Sorbona en Paris. Recordaba nuestros días del 68 y mandaba un paquete con fotos y documentación que había recogido. Me invitaba a que fuera con él a Arles en julio. Tenía mucho interés en que hicieramos una investigación en los muros de una casa, para averiguar si podría haber tenido modificaciones que pudieran ser, posiblemente, un antiguo escondrijo escondiendo objetos u objetos que tuviera gran valor histórico o artístico. En todo caso una investigación de interés. Lorian me daba su teléfono y pedía que le llamara; aceptara o no: quería hablar conmigo.
Como pedía, le llamé ese mismo día y ante mis tibias escusas, que venían por mis obligaciones en la Universidad, dijo que no me apresurara. Sabía de mi trabajo universitario y de que siempre me gusta ser serio con mis compromisos. Dijo una cosa que cambió mi postura inicial: -Alberto te estoy hablando de una investigación en un lugar que seguro te va interesar: ¡En el número 2 de la Place Lamartine en Arlés! -¿Y? – Le dije, no sabiendo muy bien a qué se refería. –Alberto… ¡es la casa donde estuvo viviendo Vincent Van Gogh! Eso evidentemente disipó todas mis dudas. Además, Lorian  tenía reservadas habitaciones en el Hotel D’Arlatan en el 26 Rue du Sauvage y autorización de los propietarios de la casa del número 2 de la Place Lamartine, más conocida como La Casa Amarilla, todo para la semana del 8 al 14 de julio, con posibilidad de ampliar tiempo. Así pues, como todo ello era totalmente compatible con mi trabajo en la Universidad, le dije que sí, que iría y así lo hice: el sábado 6 de julio llegué hasta Arlés en el Citroen DS Tiburón. El viaje hasta la Junquera fue entretenido y fui disfrutando del paisaje. Sin embargo, a partir de allí, y una vez que  me fui adentrando en la Provenza fue una autentico disfrute. Llegué a Arlés, allí esperaba Lorian y empezamos a hablar del asunto en la cafetería del hotel D’Arlatan. Dijo que estuvo alojado en la Casa Amarilla unos días y uno de los empleados de la panadería más cercana, que había sido albañil durante muchos años, le enseñó las habitaciones donde estuvo viviendo Vincent Van Gogh. El el dormitorio próximo al que figura en el cuadro del pintor, que era donde dormía él, en una de sus paredes, habían observado señales inequívocas de que se habría hecho obra hacía tiempo para reformar parte del lienzo de pared, concretamente una superficie de 50 por 60 centímetros.  Quería que lo viera yo por si mi opinión de arqueólogo pudiera ser buena para convencer a las autoridades para una investigación que propiciara remover lo presuntamente hecho y ver que había detrás y si esa obra pudiera haber sido hecha entre el 21 de febrero de 1888, fecha de la llegada a Arlés de Van Gogh y mayo de 1889, fecha de su reclusión en en el asilo de San Remy de Provence. Quedamos Lorian y yo en recabar documentación para poder sacar información sobre la vida del pintor, entre la que se incluyó las cartas a su hermano Theo. Le expliqué que para hacer una ejecución como la que proponía, no bastaba las meras suposiciones sino indicios serios, con base documental que dieran base para esperar una hallazgo de especial valor.
Lorian estuvo desde aquél día empeñado en las búsqueda de antecedentes y se desesperó por la escasa información que pudo conseguir del tiempo que estuvo Vincent Van Gogh en aquella casa. Pero esta frustración terminó por cambiarla, dada su habitual habilidad para enfrentarse a las dificultades, con las gestiones que hizo con la propiedad para que le dieran permiso para hacer una calicata en la pared a la que me refería. Lo cierto es que, un buen día, de aquellos en los que estuvimos en Arlés, se presentó muy temprano con un oficial albañil; subimos al cuarto de la casa amarilla y, con una somera explicación que le dí al operario, y las advertencias de los cuidados que debía tener para evitar daños irreparables, empezó con un cortafríos a dar pequeños golpes en el lugar señalado. Vimos cómo el muro no tenía, detrás del yeso, piedra alguna, lo que ya era un buen indicio, puesto que el resto de él, si las tenía. Después de unos minutos en los que fue aumentando el agujero que se iba haciendo, vimos que cedía la argamasa y dejaba lugar para un espacio hueco. Iluminamos el interior con una linterna y no parecía haber nada. Lorian, que se impacientaba, me miraba con ansiedad como interrogándome sobre si quisiera que se abriera más el hueco.  después de estudiar las posibilidades y ante la evidencia de no verse objeto alguno en el interior por la zona que iluminaba la linterna; autorice al albañil que prosiguiera el trabajo.
En ese momento me acordé de aquel incidente que me ocurrió en la excavación de una tumba en el Valle de los Reyes, cerca de Luxor, en la que la ansiedad hizo que me precipitara y metí la mano: estuve a punto de que me picara una escorpión, con el consiguiente susto y neurosis que cogí, y todavía me dura, hacia esas situaciones. Desde entonces tengo un temor arraigado a los huecos oscuros. En este caso, en un inmueble dentro de una ciudad y un primer piso es muy improbable que pasara algo semejante, pero el miedo es una cosa que no suele atender a razonamientos:  por eso, corriendo el riesgo de dañar algún objeto oculto di mi autorización para proseguir.

Con el cuarto golpe del cortafrío, cayó el cascote mas grande del lienzo de ocultación que habían superpuesto a una especie de hornacina y quedó a la vista todo su contenido. Había un pequeño paquete envuelto en papel atado con una vieja cuerda de bramante bastante deteriorada y todo cubierto por goterones de yeso y polvo que debieron depositarse al cerrar la hornacina. Me miró Lorian con cara de excitación y, con las manos, le hice una señal para que lo cogiera. Así lo hizo y minutos después estábamos despidiendo al albañil, al que Lorian pagó de manera tan generosa que se fue dando las gracias y repitiendo varias veces que si queríamos algo más que le avisáramos. Nos sentamos cerca de una vieja mesa que teníamos disponible y tuve que lidiar con la dificultad de desenvolver el paquete con mucho cuidado y los requerimientos de Lorian que se le agolpaban los nervios. Al despejar el último pliegue se descubrió su secreto: No eran cartas de Van Gogh, que hubiera guardado allí, ni de Gauguin, ni tampoco documentación que nos diera nueva e interesante información sobre los dos grandes artistas. Era un taco de billetes de Napoleón III. Me preguntó Lorian si con ese dinero pudiera haberse librado Vincent Van Gogh de la extrema pobreza en la que pasó allí sus días, sujeto al dinero que le mandaba de vez en cuando su hermano Theo. -No lo creo. -Le dije. - Ese dinero quedó sin valor cuando fue depuesto el Emperador por la Tercera República. Tapamos el agujero y liquidamos  el asunto comiendo en un buen restaurant, con una bullabesa y confit de pato... que nos quitó de raíz la frustración.

(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 4 de julio de 2015)

20150705

LA BACINILLA


La bacinilla bajo la cama se hacía notar, callada, más de la cuenta. Todo el cuarto se llenó de sus sordos gritos y el sueño se abotargaba con los vapores del amoniaco. Susana se levantó y la vació. La tiró por la ventana hasta oír que se rompía. La madrugada del lunes 20 de enero, oscuro y frío enero, cargada estaba de silencios apenas rotos con el silbido del tren correo, marcando la hora sin puntualidad. La calle Ciruela brilló con el relente de la noche en los oscuros adoquines de basalto. Subían los viajeros por la calle hablando fuerte, olvidaban la madrugada. Ajenos a la conversación que se oía quedo en el rincón de la callejuela de su izquierda: – Me dijiste Dámaso que vendrías a por mí. Cuando te he visto aparecer por la puerta, me puse muy contenta, estaba convencida de que venías a eso, y ahora me dices que espere, que espere otros seis meses más en esa casa que es para mí una maldición. No espero más Dámaso, ya me has dado muchas largas. Lo hiciste….no, no no, no digas nada déjame que termine de lo que te quiero decir, luego me cuentas lo que quieras, pero…déjame Dámaso, déjame que termine. Vine por ti aquí, cuando me diste la primera palabra, ¿te acuerdas? Fue en la calle de Huertas, cuando salimos de la casa de Echegaray. Entonces te creí de verdad, me pareciste un hombre cabal y de los que cumplen su palabra. Y además con esos ojos brujos que tienes no podía más que creerte, pero ya ves, vine…y me volviste a prometer, ¿Cuándo fue? ¿Hace dos años? Y ni por esas, largas, largas y largas. Ya no aguanto más. Me voy. No se a donde pero me voy. Todo lo mas lejos que me dé lo que tengo en el bolso. Así que…adiós. –Bueno ¿puedo hablar ya? Se que te sientes engañada pero sabes, por que te lo he ido diciendo, de los problemas que he tenido y sigo teniendo. Yo no me puedo mover así como así. La policía me tiene fichao. Tenía fichao a mi padre y ahora me tiene a mí. Lo suyo fue cosa del estraperlo como ya te dije, pero lo mío es simplemente porque soy el hijo de mi padre. Pero no me voy a escudar en eso. Si no te he retirao ya es porque no me van bien las cosas y yo quiero que vivamos bien. Mira Susana sabes que me gustas mucho y te he cogido mucho cariño. Pero un hombre debe hacerse cargo de su chica y si no puede pues se jode y hasta que no lo puede hacer hay que esperar. Tengo a la vista unas mercancías que vienen de Portugal y yo las voy a traer de Badajoz, me van a dar mucho dinero.- ¡Otra vez estraperlo Dámaso!, díme, ¿otra vez? – Bueno Susi no es así del todo, es solo mercancía, que se compra allí mas barata y se trae aquí y se gana muy buen dinero y ya está. Lo que pasa es que no se hace de otra manera porque con los impuestos y los permisos se va el capital. – Bueno Dámaso, no quiero que me digas más, se acabó, y me voy. No quiero verte más, me haces sufrir mucho y la vida que llevo me tiene hecha una ruina, quiero hacer mi vida normal, trabajar donde sea, en una carnicería o en el campo criando cerdos como hacía con mis padres, que bien se me daba criarlos, vacunarlos, caparlos y matarlos y salir adelante. Además, a ti ya te consolará la Paqui que bien te tiene cogido, cuando ella quiere. Adiós Dámaso, déjame… me voy al tren: voy a llegar tarde. – No te vayas, que no, no quiero que me dejes, yo soy lo suficiente hombre para sacarte a ti de todo eso que me dices. Si te vas… no se lo que haría, no puedo quedarme tan tranquilo, no te vayas, anda Susi. Mira que si lo haces ¡me voy a cabrear! Y sabes que cuando me cabreo me da por dar trancazos, que bien lo sabes tu, ¿a que sí? – Adiós Dámaso, me voy.  Dámaso la cogió del brazo y acercó la cara a la suya respirando fuerte, como lo solía hacer cuando se ponía fuera de sí.
Sonó el silbato del tren; ya había llegado, pararía diez minutos. La campana del convento cercano sonó a maitines. Más de uno sin darse cuenta se removió en la cama apurando las últimas horas de la noche. El sereno abría la puerta al farmacéutico en la esquina con la plaza: llegaba de Madrid con la furgoneta DKW llena de mercancías y se le habían olvidado las llaves. No quería despertar a la familia –Bueno, señor boticario, ya sabe que cuando lo necesite otra vez estoy por aquí. No tiene más que avisarme.- Muchas gracias. Lo tendré en cuenta, pero no creo que se me olviden las llaves otra vez. Buenas noches, Otilio. - Buenas noches señor boticario. Que descanse.
Empezó a llover. Una menuda lluvia, que más parecía niebla que lluvia, estaba haciendo desaparecer los contornos de las casas del fondo de la calle. Todo era humedad y el agua desleía los colores de la pintura. Otilio dejó un momento el chuzo apoyado en la pared y se abrigó con una capa de lona encerada que llevaba colgada de uno de los brazos, tapó la gorra con una bolsa impermeable y cogiendo el chuzo empezó a subir por la calle Ciruela. El reloj del Ayuntamiento empezó con su carillón a tocar la melodía Westminster y dar las campanadas de las seis. La persiana metálica de la pastelería  se levantó y desde dentro se veía al pastelero empezar a ordenar y colocar algunos confites del día anterior. Otilio vió como se metía dentro a hacer los pasteles del día. Más adelante estaba descargando un camión Pegaso las cajas de tabaco en el almacén del distribuidor.  Cuando llegó hasta el número 9 le abordó una viejecita que iba a misa a San Pedro. – Señor sereno, quería hablar con usted, ¿no ha oído usted nada? - ¿Qué tenía que oír señora María? – Unos lamentos. Lamentos muy penosos que se han oído cerca de mi casa, y vivo allí, cerca de aquella esquina, mi cuarto es el de la ventana que esta cerca de la esquina. ¿De verdad no lo ha oído usted? – No señora no he oído nada. De toas maneras no se procupe iré a ver qué es lo pueda haber pasao, no se procupe. – Muchas gracias señor sereno. Buenos días. –Buenos días señora.
El sereno siguió su camino cansino, subiendo por la acera de la izquierda. Al llegar a la bocacalle primera, no vio nada en principio. Se adentro por el empedrado del callejón y, teniendo tan poca luz, encendió la linterna que llevaba. Siguió andando; en un rincón vio un bulto en el suelo. Al llegar se confirmó el miedo que le iba entrando. Era un hombre. Parecía muerto, yacía tumbado retorcido entre un charco de sangre. Tocó el silbato de alarma y salió corriendo a avisar.
A las seis y media rodeaban al muerto cuatro policías, un forense y el juez de guardia. Tomó este la palabra después de esperar la inspección del forense que permanecía agachado: - Manuel ¿esta degollado, no?  - Si, una pelea, aquí hay una navaja limpia y además juraría que el que lo ha hecho tenía el pulso firme. Debe ser alguien con práctica médica o algo así. El corte es firme. – Hombre o mujer, ¿qué opinas? – Con toda seguridad hombre. Una práctica así es difícil que la tenga una mujer.

Susana miraba por la ventanilla del tren correo. Amanecía. Terminaba su pesadilla con la hermosa luz rosada del día. No sentía remordimientos, él sacó la navaja antes. Era su vida. (Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 4 de julio de 2015). 

LA PETACA

La citación del notario de la plaza de Josep Pla de Figueres rompió la mañana de un sábado primavera. La subió Montse dando varias voces por la escalera. - ¡Niño, una carta del notario para ti! Se recogió en su estudio, abrió la ventana, y dejó que el olor del jazmín entrara en la habitación. Sentado en la mecedora abrió el sobre. Cuando lo leyó su cara cambio de expresión y de color. Se levantó y se volvió a sentar, esta vez en el sillón de mimbre junto a la mesa. Su tía Matilde había muerto. Nadie le llamó. Las lágrimas empezaron a correr por su mejilla. Movía la cabeza para un lado y otro, no para negar sino como si quisiera quitarse de encima la angustia que le embargaba. Sosegado después, llamó al teléfono del notario. – Buenos días, soy Bernat Dosrius Gelcem, me han mandado ustedes una carta en relación con el testamento de mi tía Matilde Dosrius Ribelles, quisiera que me dijeran a qué hora puedo ir el día 25, viernes. – Buenos días, espere que lo miro… ah si, la sucesión de doña Matilde Dosrius, bien… me ha dicho el notario que vengan a las 10.30.- De acuerdo allí estaré. Bernat se quedó mirando el móvil y un momento después estaba llamando a su hermano. – ¿Roger? ¿Sabías que la tía Matilde ha muerto? – Ah si, joder tío, me enteré muy tarde, me llamó Berta  cuando ya estaba preparado el entierro, murió de un infarto; te llamé al fijo pero no me cogiste el teléfono. No te iba a dar tiempo. Perdona que no te lo haya dicho antes, pero se me fue de la cabeza, tengo un follón tremendo con la cuenta de Sabater, que me ha tenido ocupado todo este tiempo. Joder, hermano, perdona, pero se me olvidó. – Eres un cenutrio Roger, siempre te ha importado un pijo todas las cosas de la familia y estas obsesionado con ese trabajo tuyo de publicidad, propaganda… ¡o la mierda que sea! ¿Has recibido una carta de la notaría de aquí, de la Plaza Pla? – Pues no sé, si, ahora que lo dices creo que recibí algo ayer, espera… si, tengo aquí un sobre de él, ¿Qué es? -¡Qué huevos tienes! Te importa todo una mierda. Un día te vas a llevar un disgusto... Bueno léela. Estamos citados el viernes 25, a las 10.30. Es para que nos lean el testamento, el notario tiene el encargo de hacer efectiva las últimas voluntades de la tía.
 Llegó el viernes. El despacho del notario tomaba luces entre espesas cortinas de damasco: dibujaban el perfil del fedatario que cobraba vida con el sol iluminando tanto a él como a la escritura que tenía entre sus manos. Leyó el testamento y después de la introducción de rigor y las instrucciones al albacea, llegó el momento de sus disposiciones: Tía Matilde le dejaba una petaca llena, de raro tabaco, y un  papel con tinta  azul; con letra inglesa, aprendida en Casterton, escribió: “lo hemos hablado y disfrutado muchas veces. Por el contenido, sabrás que te dejo el continente mejor que tengo: sus años son su aprecio: tuyos para tu suerte. Si no lo aciertas en una semana, quedará para obras de beneficencia. Se que eres listo, y que mereces lo mejor”.El apartamento,  de Madrid, se lo dejaba a su hermano Roger. Eso si estaba bien claro.
La risa de su hermano cuando salían le hirió profundamente. Parecía que se estaba mofando de haber sido premiado por la tía Matilde. Ella nunca se había privado de reconocer que su favorito era Bernat. No solo porque era el que siempre se acordaba de su santo y cumpleaños, sino que la visitaba con frecuencia y acudía a verla y a solucionarle los problemas domésticos cuando era necesario; la llevó al médico, y al  hospital cuando tuvo la operación. Estaba amargado, no por la herencia extraña sino porque no haber estado con ella en sus últimos momentos. Mandó a la mierda a su hermano, que seguía con una sonrisa cruel y  se fue a su casa, no sin antes quedar con el notario, para darle contestación. Le dio la petaca y el escrito, pistas de su herencia para dar solución al enigma o acertijo que la tía Matilde le había propuesto para  conocer su herencia.

En los momentos de tranquilidad, cuando llegaba a su casa después del trabajo, donde cavilaba sobre el enigma, salía después de comer al patio, donde la tía Matilde decía se encontraba  en la gloria cuando le visitaba. Recordó las cosas que según ella, decía un pallés en el pueblo del su abuelo, San Llorenç, de la mala suerte de sentarse debajo de la higuera. Ella lo recordaba  y lo hacía: se reía a carcajadas por ello.  La verdad es que se estaba muy bien bajo la frondosa higuera, y le hacía parecer a estar en el tiempo de la Iliada y la Odisea, de las que sus historias comentaron ella y él tantas veces. Cogió la hamaca, se tumbó en ella y pensó en la posible solución los tres primeros días. Cogía la petaca, la abría y la cerraba, miraba a su interior y pensaba: ¿Petaca?.. ¿Petaca?.. ¿Tabaco?  El contenido de la petaca era el tabaco… Un tabaco rojizo… No. No se le ocurría nada que pudiera tener algo de lógica. Volvió a repasar una y otra vez la carta de la tía: “Ya sabes de mi afición… Sí, eso estaba claro. Su  afición era los jeroglíficos, los enigmas y los acertijos. Eso era algo de eso: una especie de jeroglífico con la petaca que le dejaba o un acertijo. Pero que tenía que ver una petaca con una cosa de valor, o el tabaco… Bueno, la tía Matilde siempre en sus acertijos ponía trampas para hacerlos más difíciles. Pero ¿Cuál sería la trampa? Al cuarto día ya empezaba a estresarse, no tanto por perder una herencia valiosa, que parecía, sino por no saber resolver el enigma de la tía. Después de tomar el primer sorbo del café, bajo la higuera, cogió la petaca y la abrió por enésima vez y se quedó mirando a lo que parecía tabaco. Por primera vez se le ocurrió una cosa que no había hecho hasta eso momento: acercó la nariz dentro de la petaca. ¡Aquello no olía a tabaco! ¿A qué olía? Acercó la nariz varias veces y ese olor le resultaba conocido. De pronto se le ocurrió pensar en los hábitos de la tía Matilde. Debía ser algo que ella conocía muy bien. ¿Qué sería aquello que parecían hojas secas trituradas, pero que no era tabaco? Pensó en algunas especias de las que tenía la tía en su cocina, que eran muchas… ¿orégano? No. Perejil tampoco, este era rojizo y el perejil es verde oscuro, cuando está seco, ¿salvia?..No, no. El pimiento choricero triturado es rojizo pero no huele así. De pronto cayó en la cuenta: ¡Té! Es té rojo, si claro que sí, huele a té. Vamos a ver si el té es el contenido ¿cual es su continente habitual? Una tetera, un juego de té. …El continente mejor que tengo: sus años son su aprecio… decía la carta de la tía. ¿Cuál es el juego de té mejor que tenía la tía? Recordó que le había enseñado un juego de té chino que tenía en la vitrina del salón. Estaba convencido: ese era el objeto de la herencia y que además decía la tía que era de valor. Llamó al notario y confirmó la solución. Dos meses mas tarde se subastaba en Sotheby’s el juego de té de diez piezas de Tai-Tsu (1390), dinastía Ming. El remate fue de diez millones de euros. ..Tuyos para tu suerte… dijo la tía. Y tenía razón. (Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 27 de junio de 2015).

MIEDO AL ANOCHECER

Tengo miedo que anochezca. La luz del día disipa mis terrores y con ellas aparece todo de nuevo; los colores, vuelven haciendo recobrar los volúmenes de las cosas, dando vida y realidad a lo que antes solo era un sueño; y creo así que no estoy indefenso, conjuro la soledad, y tengo compañía. Desde aquella noche inesperada de mi estancia en el distrito de Lizard, en Cornwall, mi vida no tiene sosiego. Recuerdo el principio de aquel viaje, con las oscuras rocas de  hornblenda y serpentina, la genista y el brezo de Cornwall; y finalmente el mar, un mar grande, potente, con energía titánica, que llega hasta la ensenada, cercana al lugar donde fui a parar.
 No sé, quizá porque estaba escrito así, o porque una fuerza ajena a mí me invitara a ello, llegué hasta un pueblo pequeño, Cadgwith. Es una agrupación de casas hechas con  bloques de serpentina y techos de paja oscura, perteneciente a la parroquia de Ruan Minor. Parece aquél paraje como si estuviera lejos de toda civilización. En uno de los lugares más apartados del país. Tenía la impresión  de que Cornwall, aquel lugar de brillante e inquietante luz, era un lugar oculto del mundo. Esa impresión podría venir posiblemente de la fría humedad, de la presión atmosférica  o quizá de los sombríos días que se avecinaron. Los habitantes viven de la pesca, cuando les deja un mar embravecido que está minando la costa en múltiples cavernas y acantilados, donde hay un enorme pórtico al que llaman “La Sartén del Diablo”. Paseando por allí, un vacío de extraño vértigo empuja a alejarse. En el borde más bajo de la oquedad, cuando  la observaba, vi brillar en el suelo un pequeño objeto. Su dorada luz entre las briznas de la tupida hierba me llamó la atención. Hurgué entre el verde y  cogí lo que parecía ser un medallón metálico. Lo llevé a la casa donde me alojaba, con prisa, aprovechando la luz natural que se perdía por momentos. En la casa de huéspedes, después de una concienzuda limpieza, descubrí que era un escudo de oro de Felipe II, acuñado en Amberes. La barbilla prominente del rey  sobresaliendo por encima de la armadura, junto con su conocido rictus grave no dejaba lugar a dudas. Debería haberme mostrado feliz por el hallazgo pero… presentí todo lo contrario.
La tarde se agotó. Las nubes negras de media tarde se tornaron, agrupándose, en cielo gris oscuro, plomizo, confundido con mar y tierra por una densa bruma que empapó los últimos momentos de luz.  Los graznidos de las aves sonaron estridentes. Al fondo de la ensenada, el amarillo intenso de los líquenes de las rocas mudó a ocre apagado. El mar agitaba su respiración con un bronco rugir de inusitada violencia. Cerré la contraventana y encendí la luz. La dueña, Carreigh,  trajo un caldo antes de dormir: pareció tranquilizarme pero el desasosiego seguía. En pijama y a la luz de la lámpara comencé a leer. Entre las páginas del libro leía un documento sobre la diosa Febris (la Fiebre),  hija de Saturno, que tuvo dos santuarios en Roma. La diosa de la purificación. Tenía yo necesidad de esa purificación por la sensación de decadencia y debilidad. La purificación necesaria para proseguir en paz el  recorrido por la vida. Cerré el libro. Lo dejé plegando sus hojas como si fueran las puertas de una fortaleza: despacio y con convicción. Necesitaba volar por otras latitudes en abiertos paísajes de soleada mañana; abandonar la progresiva congoja que iba invadiendo mi ánimo.  Sin embargo, solo tenía disponible un libro sobre los celtas, lo cogí sin demasiado interés. Por él me enteré que las mujeres llevaban más de quince fíbulas para sujetar el vestido, hechas de bronce; servían al parecer también como talismán. Imaginé ver la figura de una mujer celta, con el pelo trenzado, luchando en la guerra junto a los hombres, y poseyendo sus propios bienes; podía elegir a su compañero con el que vivir en igualdad. Leyendo estas cosas me vino el sueño. El cansancio pudo con la insistente tensión de una oscurecida y preocupante tarde. Apagué la luz.
Un pausado y mareante movimiento sacaba mi cabeza de la oscura habitación. No se entregaba el cuerpo al reposo. Los sentidos se agudizaron en extremo. Parecía estar en vigilia esperando algo que pudiera avecinarse. Los oídos no percibían absoluto silencio. Un zumbido grave invadía la habitación. El tacto de mi cuerpo con las sábanas y la ropa me hizo pensar que la piel se había vuelto muy fina. Los ecos oídos en la tarde de los graznidos de  gaviotas y estorninos permanecían, no sé si en mi mente o en la realidad. Abrí los ojos y me sorprendió ver en el techo el contorno de las vigas de madera. Algo, dentro de aquella habitación, estaba iluminando las sombras con una luz azulada. Incorporándome,  busqué en las rotas tinieblas el origen de aquella luz. Lo vi donde, suponía, debía estar la mesa. Me levanté y anduve por un suelo frío como el hielo hasta que llegué hasta él.  Era un círculo de luz. Me retiré aterrorizado ya que al acercarme vi, en un fogonazo, dos ojos enramados en sangre con una mirada cruel. El chillido de un pájaro que rompía el vuelo me hizo golpear mi corazón ya desbocado. Tropecé con la cama y, a tientas, con las manos temblando, encendí la vela de la palmatoria. La luz azulada fue sofocada por la cálida y parpadeante de la vela. Al acercarme comprobé que era la moneda de Felipe II la que refulgía. La cogí. Nunca debí hacerlo. Súbitamente, una voz ronca, pausada, y con una extraña sonoridad, gritaba, maldecía, con firme expresión: -¡No he recibir más pagas y socorros! -Se oía.- ¡El Rey me prendió,  pues así lo hizo y ejecutó don Diego de Orellana  Chaves! No he de cumplir yo más servicio a Don Pedro de Zubiaure. ¡Nunca más! Me mataron y sin clemencia alguna, no permitieron que viviera ni una hora más. Apuraron mi vida olvidando servicios y padecimientos ofrecidos al Rey otrora.  ¡Mala vida les quede hasta su fin! ¡Yo, Rui Alvez lo digo!
Solté la moneda, que cayó a la tarima rodando. No sabía que hacer. Abrí la ventana y cogiendo la moneda, que me seguía llenando, por su contacto, la cabeza de imágenes de sangre y un enorme sufrimiento; la arrojé con todas mis ganas hasta  donde debía estar la ensenada, oculta por las más negras sombras. Quizá acabaría en el mar.
Desde aquella noche desgraciada, no he podido descansar en sosiego, especialmente cuando llega la oscuridad de la noche. Siempre espero que acudan a mi cabeza las imágenes recurrentes de muerte y sangría, junto con el muy próximo conocimiento del pánico eterno de un hombre sorprendido por los que le mataron; por querer dejar de guerrear; por irse a su casa a intentar vivir. En algunas noches de tempestad, todavía vuelven, apareciendo ante mí, los ojos cargados en sangre que, fijamente, intentan pedir comprensión para su desesperación, a la que no le encuentra fin.

Todas las mañanas, al levantarme, cuando con la luces del día recobro la calma, pienso en mi experiencia en Cadgwith, península de Lizard y pienso si todo aquello fue producto de la fiebre, que me emboscó un día que leía, con un frío que me acuchilló el cuerpo, o una realidad que nunca puedo confesar, por temor a que se dude de mi palabra. (Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 20 de junio de 2015)