20150908

EL CAPITÁN EN EGIPTO


Urbicain. Domingo, 15 de septiembre de 1985.
 Llegué a París, al aeropuerto de Orly ayer por la mañana, a las ocho treinta.  Me esperaba Maurice Levallois Pinaud, arqueólogo y profesor en un colegio privado de Nancy. Lo conocí en Bruselas en un congreso sobre Arqueología. Él participaba en uno de los grupos. Siempre se interesó por los pequeños hallazgos de patrimonio histórico y artístico de especial valor. Pensaba que es importante advertir de ello en la educación cívica: se pierde la sociedad gran información sobre la historia. Nos pusimos en contacto cuando avisaron desde París a Maurice que había una pieza del antiguo Egipto que fue traída a Francia por un capitán de las tropas napoleónicas. Maurice hizo señas desde la abarrotada sala de espera cuando llegué con las maletas. Si no lo hubiera hecho, no lo reconozco. Había cambiado mucho su aspecto. Barba larga muy canosa, pelo largo con muchas ondas, que no recordaba las tuviera, lo hacían irreconocible. Detrás de tanto pelo estaba el Maurice que yo conocía. Jovial, agradable y muy inteligente. Me llevó del brazo hasta la cafetería del aeropuerto donde nos despachamos un café con varios croisants de mantequilla bien calentitos, acabados de hacer. Enseguida empezó a interrogar sobre mis experiencias en Egipto y pasó al asunto: - Alberto, aun no la he visto, solo me ha hecho una descripción un compañero del Louvre y creo que es una preciosa pieza que, al parecer, pudiera ser del faraón Jaba o Mesocris, según el nombre de Horus o de Manetón, de la III dinastía, y citado por Eratóstenes. – Pero eso es una noticia excepcional ¿No? Mesocris esta datado entre 2640 y 2637 antes de Cristo. Hay pocos datos de esa dinastía y mucho menos de Mesocris. ¿Cómo presuponen eso? – Si te digo la verdad no tengo ni idea. Pero lo que quieren de nosotros es que sigamos la pista del capitán de caballería que se la trajo de Egipto y sus descendientes, que tienen la pieza y la documentación. – Bueno, sigamos la pista, ¿no? –Claro, claro. Va a ser una investigación muy interesante.
Fuimos hasta el hotel que habían reservado y, después de asearme, le acompañé hasta el despacho del arqueólogo del Louvre, que tenía en la Universidad de la Sorbona. Estuvimos viendo el expediente de diligencias de investigación que había abierto en el museo y en él había copia de los documentos que la familia del capitán de caballería Antoine Fablet, -así se llamaba- que guardaban como un tesoro en su casa. Realmente, el representante de la familia era un profesor de Historia, Lambert Fablet, que vivía en el 8 de la Avenida Félix Faure de París, descendiente del capitán, los otros miembros de la familia eran dos viejecitas de ochenta y seis y noventa años, tías del profesor que estaban en una Residencia de las afueras de la ciudad. Sacamos copias de los documentos y hablamos de la pieza depositada por expreso deseo del propietario. Era un reposacabezas de bronce que figuraba un león en reposo y con una depresión en el lomo para poner la cabeza. Este objeto funerario era de una extraordinaria belleza. No es de extrañar la figura del león pues en la época en la que vivió  Jaba/Mesocris el Sahara aún era una fértil llanura en su mayor parte en la que habitaban todos los animales propios de la sabana africana y el león era considerado el más fuerte. En la base de la pieza había una inscripción en egipcio que hacía mención a la propiedad de Mesocris.
Esa noche en el hotel miré al cielo y no se veían ni Vega, ni Daneb o Altair. Eché de menos no verlas. Noches atrás estuve con ellas en la terraza de casa, pude ver completas sus constelaciones: Lira, Cisne y Águila; desde la habitación del hotel, leyendo las cartas y documentos que hablaban de la expedición del Napoleón a Egipto me acordé de ellas. El capitán Fablet, llegó a Egipto en la nave al mando de Villeneuve. Habían partido el 17 de mayo de 1798. Luego estuvo a las órdenes del Murat en la batalla de las Pirámides, cargando contra los mamelucos.  Una vez tomado El Cairo, una tarde que estuvo de permiso, compró la figura junto con otros recuerdos de cestería, en Asenet, un comerciante que vendía cualquier cosa para regalos. No le costó ninguna moneda, solo la cambió por un macuto de campaña que llevaba él para llevar sus pertenencias. Un dato para investigar: medidas en varas (70/10/40) y un camino real. Contaba en una de sus cartas que la figura del león, reposacabezas regio, le había inquietado más de una vez, porque se había despertado algunas noches con pesadillas terribles en las que veía el asesinato de un joven, al que degollaban y desangraban como a una res. En un dossier adjunto, el arqueólogo del Louvre, Thibault, decía que al parecer este es el motivo por el que el profesor  de Historia, Fablet, descendiente del capitán y actual poseedor de la pieza heredada de la familia, pudiera haberle movido para hablar con el Louvre y exponer su posesión para dejarlo en depósito en el museo. Había dicho que no quería tener en su casa ni un día más esa pieza, pues le trastornaba mucho, ya que una de sus hijas, de seis años,  tenía también las pesadillas que tuvo el capitán Fablet. Estuvo muy interesado Thibault, el arqueólogo del Louvre, en que le describiera la hija del profesor los detalles de sus pesadillas y sin que la niña hubiera leído las cartas del militar napoleónico. Inexplicablemente contaba la vida del antiguo Egipto con una gran cantidad de detalles, tanto de vestimenta como  descriptiva de los utensilios y su nombre que no podían aseverar si fueran ciertos o no, puesto hasta ese momento se desconocía casi todo de aquella dinastía tan antigua. Incluso, una noche, pronunció palabras que podrían corresponder al lenguaje del antiguo reino al que pertenecía Jaba/ Mesocris. Una noche la niña habló del nombre de Mesocris varias veces y finalmente caía en un llanto seco del que le costaba mucho salir hasta que no despertaba realmente de su pesadilla. En otros folios caligrafiados por el propio capitán Fablet, éste daba detalles de sus pesadillas, con expresión de la delación y traición que condujo al asesinato que veía en sus sueños.  Por todo ello el militar se dedicó en su vuelta a Francia al estudio de la historia antigua, localizando, en una biblioteca de Burdeos, documentación en la que Eratóstenes, científico del los siglos tercero y segundo antes de Cristo, amigo de Arquímedes, hacía mención a este rey o faraón del antiguo Egipto.
Al día siguiente, fuimos Maurice Levallois y yo al nº 8 de la Avenida Félix Faure, a saludar y cambiar impresiones con el profesor Lambert Fablet.-Hice investigaciones sobre  Jaba/Mesocris. Pero no encontré gran cosa – Nos dijo. Efectivamente, no sabía mucho que no supiéramos nosotros ya. Pero dio detalles de las descripciones que hacía su hija en sus pesadillas, que grabó y reprodujo en un dossier que era del que tenía copia.

Nunca sabré donde termina la ciencia y empieza la imaginación del cerebro. ¿O desconocemos realmente si éste nos advierte de la realidad? 
(Publicado el el diario La Tribuna de Ciudad Real el 5 de septiembre de 2015).

ENTRE EL VAPOR DEL TREN



El metro llegó hasta la estación de Delicias; se abrieron las puertas y Susana miró a un lado y otro: solo había una viejecita que llevaba un esportillo de esparto en el que asomaban largas hojas de unas cebollas. Se preguntó cómo llevaba eso a esas horas la buena señora. ¿Vendría de comprarlas?  Siguió su camino. Subió por las escaleras y ascendió al ruido de la calle. Compró dos cupones de los ciegos y los guardó en el bolso detrás del forro de satén. En el kiosco, que estaba cerrando, pidió tabaco, una caja de cerillas y el Informaciones. Los titulares decían: “Gromyko se entrevista con MacMillan para ir eliminando diferencias con los países occidentales” Pensó que aquello le interesaba poco, por no decir nada. Se fue a las páginas de sucesos y leyó una noticia breve: “Encuentran al asesino del crimen del estraperlista de Ciudad Real”. No había duda: el estraperlista era Dámaso. Acusaban del crimen a un habitual de la navaja que había trabajado en un desolladero. Había cometido, antes de esa acusación, ocho asesinatos. Todos ellos de gente sin un duro y que tenían una cosa en común: su carácter contestón. Seis mujeres y dos hombres. Pensó que hasta ahora estaba algo tranquila, después del tiempo que había pasado; ahora, con más razón, lo estaba  mucho más: caso zanjado. Mientras bajaba por el acceso de la Estación de Delicias, sorteando a dos taxis, se le acercó un joven con pantalón bombacho. –Señorita, perdone usted, ¿tiene hora? - Las nueve y cincuenta minutos. – Gracias guapa.  Se marchó sonriendo hacia la Estación.  Dentro, fue Susana hasta la Cantina. – ¿Me sirve un café con leche? - ¡Como no! –Dijo el camarero. -Ahora mismo.  La cafetera  Faema empezó a bufar mientras hojeaba tranquila el periódico. Esa tranquilidad apaciguó al revisor que la miraba con  cara inquisitorial cuando la vio sin equipaje. Al verla así, se atrevió a preguntar con  inusual exceso de confianza, como si se tratara de una amistad del barrio: ¡Qué! ¿A Lisboa de vacaciones? – Ella le miró a los ojos y contestó muy escueta: -Algo así. Sonrió y fue bastante para cerrar las dudas de aquel hombre avinagrado. Siguió por el andén y al pasar junto a la máquina del tren, entre el vapor que desprendía, vio salir del otro lado al muchacho de pantalón bombacho que la abordó antes. Con una amplia sonrisa, dijo al pasar a su lado: - ¡Hola!.  Subió a su vagón de  Wagons-Lits Cook y se arrellanó en el asiento del departamento. Las camas aun no las habían bajado y seguían escondidas en las paredes laterales. Se quitó los zapatos de tacón y movió los dedos de los pies: empezó a sentir un espeso sueño. A los cinco minutos estaba dormida cabeceando sobre su pecho. Levantaba la cabeza con cada golpe de vencida y hacía como si quisiera despertarse; pero los párpados apenas llegaban a levantar todo  su recorrido. Soñaba con su viaje de escapada que años antes hizo hasta Madrid huyendo de Dámaso, o mejor dicho, de su vida en aquella casa oscura de la calle de la Palma, donde la exprimían hasta el alma. Con el choque de las uniones de los vagones despertó: el tren se ponía en marcha. Eran las veintidós horas cuarenta minutos y por la megafonía anunciaban la salida: Tren  408, con destino Badajoz y Lisboa esta procediendo a su salida. Pocos minutos después una noche negra envolvía al tren y decidió ir al coche Restaurante a tomar algo. Sentada en la mitad del vagón, pidió al camarero el menú y más tarde daba cuenta de una tortilla francesa con copa de vino tinto y un crujiente pan que le devolvieron los ánimos abandonados. Se decía: “Susana no seas tonta, se supone que te vas lejos para emprender una nueva vida, ¡anda chica déjate de tristezas y anímate!, Tienes pasta para vivir como una reina durante un buen tiempo y el idioma portugués no es tan difícil; además mujer, los portugueses nos entienden a la mil maravillas. ¿No es eso lo que dijo la señora Marcela?” después de las consideraciones que se hizo, y de la cena que terminó con un flan casero y un whisky con hielo,  se fumó un Reno mentolado que le dio entretenimiento, mientras veía subir las volutas de humo. Se iba a levantar para ir a su departamento cuando vio llegar hasta el comedor al muchacho que había visto en la Estación. Se acercó sonriendo y con toda naturalidad se dirigió a ella: - Hola otra vez chica guapa, perdona si te molesto, pero si no tienes inconveniente, me gustaría convidarte a una copa, ¿te apetece algo? Ella le miró sonriendo y después de estudiarlo detenidamente le contestó: -¿Porqué no? Un whisky con hielo. – ¿Alguno en especial? No, con que sea escocés, me vale. No me gusta esa mierda americana que hacen con carbón vegetal.
Se sentaron los dos juntos y, antes de que les sirvieran, estaban hablando directamente: - ¿A dónde vas? ¿A Badajoz? – No, a Lisboa. Mi madre es portuguesa y vive allí. Yo nací en Madrid, pero nos fuimos a vivir a Portugal cuando murió mi padre. Él tenía pasta y mi madre, que heredó lo mas gordo de su patrimonio, decidió que nos fuéramos a Lisboa: allí es donde vivimos. Cuando cumplí los diez y siete me mandó a estudiar Derecho a la Complutense de Madrid, donde estoy durante el curso en un Colegio Mayor, pero ahora que han suspendido las clases por no sé qué fiesta o por obras, o por las dos cosas; que yo no me quise enterar bien, tengo unos días para juntar con el fin de semana y me voy a Lisboa. Estudio el cuarto curso así que el año que viene, si se me da bien, y créeme, hasta ahora voy sacando los cursos sin especial problema, terminaré la carrera y veremos qué es lo que hago, si… oposiciones… o me dedico a hacer el burro como abogado. ¿Y tú, chica guapa, vas a Badajoz? – No, - Se rió con ganas – Tampoco voy a Badajoz, también voy a Lisboa. Me voy a ver cómo se vive allí. Estoy cansada de dar tumbos en Madrid. Tengo lo suficiente para empezar y aguantar un tiempo y ya encontraré un trabajo con el que vivir. Para mí todo va a ser nuevo y algo de miedo me da, pero no me acobardo nunca por estas cosas. Bueno si no te parece mal, te doy mi teléfono y quedamos en Lisboa. Te voy enseñando la ciudad y las cosas de allí.  - ¿No eres muy joven para salir con una mujer bastante mayor que tu? – Bueno a mí no me importa, y si a ti no te importa tampoco, a los demás que les den. Me caes muy bien, y me gustas mucho. No solo porque eres muy guapa, sino  sino porque eres inteligente, tienes ese aire tristón que llevas como si el mundo te fuera totalmente ajeno. Pareces buena persona. Eso, para mí, es una manera de que parezcas atractiva que, junto con las piernas tan bonitas que tienes, no creo que haya nada más que me atraiga más. – No, ¡si el chico no se corta! – Dijo como si se lo explicara a alguien imaginario.-En otras circunstancias y con otra clase de hombre, y tu, parece que lo eres,  me resultaría desagradable, pero contigo, no sé porqué, me caes bien, muy bien. Eres natural, inteligente y sin complejos. Me gusta.

Estuvieron hablando de sus cosas durante una hora y luego se retiraron a sus apartamentos. Hasta que él, llamó al suyo y pasaron la noche juntos. Nunca el trayecto Madrid-Lisboa se hizo tan corto. 

Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 28 de agosto de 2015) 

LAS COSAS DE DIOMEDES



Cuando llegó en tren a Villamanin aquel jueves, cinco de marzo, que llovía a cántaros, nadie reparó en él. Llevaba una maleta de madera atada con una correa de cuero vieja pero fuerte. Calada la boina hasta las cejas como si quisiera ocultar la cara, abrigo de paño viejo y un vetusto macuto militar que ya lo habían reparado varias veces: aun se mantenía con una buena estética, de resultas, casi familiar. Había viajado al final del vagón, escondido en el rincón de la izquierda y no soltó palabra en el recorrido,  incluso cuando le preguntaron contestó con movimientos de cabeza y gestos con la cara, lo suficientemente significativos, como para dar la respuesta por buena. Fue el último en bajar y, a paso corto, cogió el camino hasta llegar a su destino: el 3 de la calle Santa Rita. Una casa de piedra con las ventanas acabadas en ladrillo macizo rojo; si bien, las abiertas posteriormente eran de toda suerte de tamaño y remate, por lo que la casa no llevaba en sus haberes nada de estética ni de proporción. Eso sí, dentro se ofrecía lo suficientemente confortable para los días fríos,  y los calurosos, que eran los menos. Con el llavín, que le habían dado el propietario anterior, abrió la puerta principal y lo que vio por dentro no le complació especialmente: seguía siendo un desastre como el exterior. Algunos muebles había y, como le habían prometido, en un armario muy viejo que antes fue aparador, se veían por las cristaleras limpias, la ropa de cama, cocina y baño, limpia y bien planchada: era todo lo que precisaba por el momento. Hizo la cama en una turca del piso superior y allí se tendió  para dar descanso a sus viejos huesos y algo de tranquilidad a su cabeza. Una hora después, conseguidas las dos cosas cayó rendido y durmió profundamente.
 Eran las siete de la mañana cuando oyó a un gallo cantar cerca y que llamaban a la puerta con golpes fuertes. Una voz de hombre, cascada y algo ronca, le llamó: - ¡Diomedeees! ¿Está usted aquí Diomedees? Se levantó, se embutió los pantalones y bajó a ver quien era. Al abrir la puerta vió a un hombre tan mayor como él que sin dar los buenos días, lo primero que dijo fue: ¿Es usted Diomedes Basiliopolos? Si yo soy, pero es Vasilopoulos. Es griego ¡sabe? – Ah, bueno, será así, señor Basiliopulos. Me encargó el señor notario de León que le atendiera, no se preocupe, ya estoy pagao. Como habrá visto, mi Luci le ha dejado la ropa limpia en el armario. Si va a la cocina, allí hay un poco de cecina, pan, leche  y unos huevos para ir tirando. ¡Que sea bienvenido! Si se le ofrece algo dígamelo, vivo tres casas más para allá. Pregunte por Isacio y ya le diran por donde paro. – Muchas gracias Isacio. Es usted muy amable. Le tendré en cuenta. Pero ¿me puede decir si hay algún albañil  cerca? me haría falta uno para hacer unas reparaciones. –Si, si, Juanín el de la Lucrecia hace de todo, ya se lo mando. –Muchas gracias Isacio. Hasta luego. - Vaya con Dios señor Diomedes. No hay más que mandar. Ya sabe donde estoy.
Dos meses después,  en el corral de la casa había treinta y dos cabras  y un gallinero con dos docenas de gallinas, cuatro gansos, además de siete conejos en sus jaulas. Bajo cubierta, en parte del sobrao, un palomar al que se accedía por el resto de la cámara.  Todos los días, festivos y laborables salían Diomedes y las cabras camino de la montaña, hacia los terrenos que tenía cerca de arroyo Formigoso. Abría la cerca, pasaban animales y pastor; una vez cerrada, él se dirigía a unas piedras donde se sentaba cada día. Del zurrón, sacaba un libro y leía con un lápiz en la mano, del que hacía uso de vez en cuando, para subrayar o para anotar al margen cuanto se le ocurría. Allí estaba precisamente cuando llegaron unos niños que bajaban de la montaña con sus padres, que le abordaron  interesándose por las cabras. Los padres se presentaron y él con sus movimientos de cabeza y sus gestos le contestó a cuanto le dijeron. – Creo que hemos oído hablar de usted, soy Carmen. Es Diomedes,¿ no? –Afirmó él con la cabeza.- Me han dicho que es usted lector habitual, ¿no es así? – Afirmó de igual manera. – Tengo curiosidad por su lectura… Mi marido dice que leerá usted novelas policíacas o del Oeste y yo digo que literatura clásica; ¿nos acercamos alguno? –Vasilopoulos, rompió su silencio y dijo lacónicamente: - Literatura en general. Literatura. – Ella le miró con cara de incredulidad y sonriendo maliciosamente siguió su interrogatorio. - Bueno, casi he acertado. Yo estoy leyendo Cuentos completos de Chejov, es una preciosa edición que me han regalado de  Editorial Aguilar. ¿Los conoce? – Si. Pero esa edición no me gusta especialmente, la traducción del ruso por E. Podgursky, no es demasiado ajustada al castellano. La leí hace años y hay demasiadas variables entre las dos, créame, el traductor del ruso al griego eran correcto, vivió muchos años en Rusia, era muy distinto a esa traducción  de Podgursky. Las obras maestras de un genio como Chejov, deben traducirse y ser fieles con el original. – Bueno, pero Diomedes, usted no puede asegurarlo. ¿Sabe usted ruso? – Si, fui yo mismo quien lo tradujo al griego en 1961. - ¡Ah..! Bueno… eso es otra cosa…. Bueno nos vamos, nos alegramos de conocerle, ¿verdad Goyo? –Si claro, hasta otra don Diomedes. Un placer.

Bajaban por el camino los dos diciendo: -¡Y que lo ha traducido..! Desde ese día, los vecinos de Vasilopoulos le miraban de otra forma. Ya no era un cabrero como otro cualquiera sino un extraño hombre ilustrado al que le tenían un cierto respeto. Volvía todos los días a la montaña  el cabrero donde pasaba toda la jornada; bajo un castaño que daba la sombra tendida sobre el prado, muy cerca del arroyo, se sentaba Diomedes Vasilopoulos a repasar su libros y de vez en cuando levantaba la cabeza de la lectura y se alejaba hasta la  cadena montañosa de Vourinos que cubre el este de las unidades regionales de Grevena y del sur de Kozani, en Grecia. Le parecía oír los tiros desde el valle, cuando hostigaban ellos a las fuerzas alemanas en la Η Κατοχή, (I Katochi) que es como se decía en griego a la Ocupación. Allí perdió a todos sus compañeros, desde allí recibió la noticia del fusilamiento de toda su familia como represalia por las bajas que producían ellos, los partisanos. 1941 fue un año malo y siguió siendo malo todo hasta 1944.  Cuando terminó la guerra cogió un barco de vela y se vino para Occidente, donde llegó al puerto de Roses, en Girona, y vendió el velero. Muchos kilómetros de silencios, de encuentros con sus recuerdos y con la calma que le producía las pequeñas cosas de la vida: andar, comprar en el mercado, escribir, y anotar todo los que se veía y quería comentar. Sí, desde aquel castaño frondoso, en las pausas de su lectura, volvía un día tras otro, a tratar de vivir con sus recuerdos, con la vida que le fue cruel. Quería hacer algo para que su vida fuera algo positiva, creativa. Lo más que podía hacer es revivir en aquellas montañas sus encuentros con el destino y ver cómo la naturaleza seguía su curso, ajena a todo lo que nos preocupa. Iba por la mañana; volvía al caer la tarde. Así vivió Vasilopoulos sin hacer mal a nadie, dando lo que podía dar, y no esperando nada más que lo que le era suficiente. Callaba, pero sus gestos, su cara, lo decían todo.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 22 de agosto de 2015).

DESVENTURAS DEL LIBRERO VASUALDO



Contaba  el otro día que tranquilo quedó Manuel Vasualdo, librero y aficionado a la lectura sin trabas ni censuras, cuando sus amigos le trajeron los ejemplares del libro Tratados sobre el Gobierno Civil de John Locke, prohibido por su contenido político. Él  los escondió en su lugar secreto y esperó a que se tranquilizara la investigación de la Justicia bajo acusación de traición. Manuel Vasualdo, era abogado cuyo título obtuvo en Santiago de Compostela; oficio que ejerció como ayudante de don José Mariño, abogado y fiscal. Poco le duró este oficio de jurisperito: su manera de ser sencilla y su sensibilidad no le facilitaban ejercerlo sin tener día de malos tragos y meses en los que su escasa renta se menguara por ayudar a parientes y menesterosos a los que se prestaba con diligencia para aliviar sus pleitos y multas, de las que él daba cumplida satisfacción sacando de su bolsillo lo que en los de ellos no había. Aprovechó las rentas que heredó a la muerte de su padre para entrar en el comercio de libros en el que se sentía muy a gusto y no encontraba tanta preocupación como en el oficio anterior. Abrió un establecimiento donde vendía libros en la Rúa Da Caldeirería, muy bien dotado de fondos que recibía de todas las ciudades del país y también del extranjero, por amistades que conoció en los viajes que hizo siendo mozo: allí le mandó su padre para estudiar y aprender. Su ordenada cabeza también se reflejaba en el orden de las grandes estanterías de madera de carballo llenas de libros,  y su extraordinario gusto por el arte  en los muebles decorados por el maestro carpintero Lucas Ferro Casaveiro. Por estas cosas y su exquisita educación, tenía muy buena fama en Santiago, que unido a los fondos de libros en materia religiosa, parecía dejarle fuera de toda sospecha de actividades delictivas. Por otra parte tenía una gran amistad con el padre jesuita Francisco Javier Ortuondo, formado en el colegio de la Compañía en Viena, junto a la Catedral de San Esteban, y posteriormente con sede en Roma, donde prestaba apoyo al General de los jesuitas. Ortuondo era un hombre muy abierto de pensamiento y además de experto de latín, -idioma con el que se carteaba con Manuel- griego, árabe, además se expresaba con facilidad en inglés y francés. Era precisamente por esta vía por la que le llegaba a Manuel Vasualdo, traducidos, los libros que se iban publicando tanto en Inglaterra como en la Francia que despertaba a la Ilustración. Recibidos los libros, Vasualdo se encargaba de hacer pequeñas ediciones clandestinas con la imprenta del buen amigo Pedro Frais, presbítero, que en cuestión de letras no se andaba con escrúpulos. Su frase más conocida, y que repetía, era: “El conocimiento lleva a Dios y la ignorancia a la oscuridad donde reside el Maligno”. Así pues, en su comercio de libros, Manuel Vasualdo, hijo y nieto de hombres de letras, tenía como tesoro no solo lo más actual de aquel año 1753 sino también lo que no era accesible al haber sido incluido en el Índice por ser peligroso para el Reino. En sus dos lugares escondidos del comercio y de su domicilio, tenía obras de Locke, de las que ya comenté en otro momento, y de David Hume, también de todo tipo de ciencias de extraordinario interés, como los que contenían la Chronologica et astronómica elementa, e palatinae biblioteca eteribus libris versa, explota et scholiis expolita. De Mohamed Alfraganus, de gran valor para el conocimiento de astronomía. Vivía Manuel con tranquilidad, pero sabedor de los riesgos que corría; aun así era felíz por ser consciente de la gran ayuda que suponía  el conocimiento para el progreso del país. Después de haberse tranquilizado la investigación por el conocimiento que habrían tenido del Libro de Locke,  a las doce de la mañana del jueves veintitres de agosto de aquel año, le llegó un billete de  don Bartolomé Fandiño, Procurador General, para que acudiera a su despacho a responder sobre algunas cuestiones de interés relacionadas con su oficio. Al momento, dejó dispuesto todo en su comercio y se fue a cumplimentar la citación. Le abrió la puerta del despacho en la galería de arriba un ujier con librea, levita roja y chaleco del mismo color, con entorchados dorados y calzas blancas con puntillas, que debía pensar que su rica vestimenta le daba más importancia de la que tenía, y acostumbrado de ver en el edificio gente a la que la justicia tenía en sospecha, él miraba de torcido, con gesto tan torvo que parecía más juez que el que estaba tras la puerta: se limitó a decir secamente, una vez que se identificó: - Pase, el señor Procurador General le recibe ahora, procure guardar el respeto que se debe… Manuel, le miró como quien lo hace a las gárgolas de una catedral y contestó con el mismo tono: -Eso haré, gracias.

Bartolomé Fandiño estaba arrellanado en un sillón que debía ser harto duro e incómodo y por su cara pensó Manuel que el asunto le resultaba fastidioso. – Señor Vasualdo, se ha abierto causa de indagación en la fiscalía, por la presunta circulación por la ciudad de libros y documentos que supondrían un peligro para el Reino. Sé de lo bien nutrida que tiene la tienda de libros de todo orden, por eso le comunico que se personará allí un escribano de la fiscalía con ayuda de dos empleados para hacer supervisión de los que allí se hallaren. Pienso que esto, más que traerle preocupación le debe dar la tranquilidad, que siempre un buen comerciante y cumplidor de la ley pretende, así pues, en dos días allí estarán. No se preocupe que ya sé que usted es respetuoso y buen cristiano y no hemos de encontrar gran cosa, pero, piense que la única manera de que se alejen las sombras de sospecha sobre su oficio es que la justicia le exonere públicamente de toda duda. – Se les recibirá con las mejores atenciones, don Bartolomé, y están todos mis fondos de libros a su disposición. No se preocupe. – Así pues volvió Manuel a su casa, con bastante preocupación porque ahora le tocaba a él dejar fuera de toda duda que su actividad era correcta. Dos días después se hizo la revisión de su comercio y se levantó Acta de lo que habían observado. En la copia del la misma, que le pasaron al día siguiente, decían que habían encontrado libros sospechosos, que pudieran ser por su contenido de especial peligro para el Reino. Eran de Filosofía de Aristóteles, de Geometría de Pitágoras y de Arquímedes, editados por profesores de la Universidad de Palencia y la Summa contra Gentiles de Tomás de Aquino, edición en Italiano. Fue precisamente por este último libro por lo que le abrieron causa, que debieron cerrar a la semana siguiente cuando intervino como testigo el regidor don José Ozores, conde Priego, que advirtió del disparate de la causa al Procurador General, que ni se había molestado en leer los motivos de la misma. Le costó una reprimenda de don Domingo Estévez, canónigo de la catedral con el que confesaba todas las semanas. Lo dicho: la ignorancia conduce a la oscuridad y ésta a todos los males (que es como decía el presbítero que cabría definir al Maligno). Añadiría: y la indolencia. 
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 15 de agosto de 2015)

EL AMIGO DE ANDRÉS DE ANTELO


El molino de dos piedras negreras que sacaba energía del Río de Sar, con renta anual de novecientos un reales y veintiséis maravedís, daba a Andrés de Antelo, su propietario, lo suficiente para vivir holgadamente sin tener que hacer sisa alguna, pues ni la necesidad ni su propia honradez lo permitían. Él vivía en la Parroquia de Sar, que está a medio cuarto de legua de Santiago de Compostela. Eran tiempos de cambios: desde Madrid, Fernando VI dio suficiente licencia para que los aires de la ilustración que ya corrían por Francia y por el resto de los países de Europa, hicieran el camino del progreso más asequible, que no quita que hubiera resistencia de grandes propietarios que veían peligro en que la gente como Andrés tuviera algo de luces para su mejor gobierno. El nueve de agosto, miércoles de 1752, le llegó un recado al molinero de su amigo Manuel Vasualdo, comerciante de libros, en el que le citaba el día 11 para despachar asuntos de interés común. No especificaba el asunto, lo que le dio por pensar que alguna reserva había. En la última visita que hizo a su casa de Santiago, había conocido a Ygnés de Neira, tendera de grosura,  y a Domingo Antonio Salgado, librero y encuadernador con los que habían quedado en reunirse para hablar de la lectura de libros en los que tenían gran afición, y la discreción que debían tener para su cuidado, tanto para sus rentas como para su afición a las letras, que era mucha la que tenían todos al parecer. Desde que recibió el recado, anduvo inquieto porque no era muy preciso y a Andrés siempre le gustaban las cosas claras, así que las imprecisas le traían bastante inquietud y desasosiego. Se dio algo de prisa con algunas moliendas que tenía pedidas y aunque una de ellas era del Párroco de la Colegiata de Sar, que podría esperar, según le dijo, pues aun tenía provisión de harina y tenía para algo más de una semana. Estaba en ese momento con la molienda de José do Bao de Marzoa, Ministro de Ciudad y Alcaldes que, aunque no se lo había dicho, ya se encargaba él de apresurarse para que no hubiera queja del tal señor. Por ello, a última hora de la tarde del día 10, y con el sol dando las últimas terminó el trabajo, quedándose más tranquilo y dispuso sus cosas para salir al día siguiente por la mañana temprano sin demora alguna. En el morral de cuero metió su bolsa de lápices y una carpeta de papel para anotar todo lo que le fuera de interés, junto con el último libro que le había dejado para leer: Los Tratados sobre el  Gobierno Civil de John Locke, libro que había publicado anónimamente el autor y en el que discrepaba y refutaba la tesis de Robert Filmer, en su libro Patriarcha, sobre el derecho divino de los reyes para el gobierno de las naciones. Guardaba el libro Andrés como un tesoro pero también como una prenda tan peligrosa como de alto riesgo para su vida. No le inquietaban las autoridades locales y guardias que le podrían encontrar en posesión del libro, los que, en su opinión, tenían menos conocimiento e ilustración que una tórtola, sino  de que cayera en manos de algún clérigo, ducho en latines y filosofía que sí conocían la obra de Locke. La mañana se había levantado algo gris y cargada de agua. Una brisa que venía del Atlántico traía perfumes de los árboles cercanos y del boj que se encontraba en el borde del camino, el andar de caballo, le hacía balancearse y con el cansancio que llevaba se adormecía en algunos momentos, y como iba pensando en sus asuntos le hicieron olvidarse del camino, de lo que le iba salvando su caballo, Parvo, que así le había puesto por lo inocentón que le parecía, pues conocía de memoria la ida hasta el centro de Santiago. Así fue hasta llegar a la Plaza de Fonseca donde paró Parvo y desde allí él le dio riendas para llegar a la casa de Manuel Vasualdo.

Después de dar lo golpes con la aldaba en la puerta, salió al momento Asunta la chica que servía con Manuel y le saludó con una sonrisa tan generosa que él dio por buena en ese momento la visita. Para un molinero viudo y que vivía solo, estas cosas le alegraban más de lo que era común. - ¿Qué tal don Andrés? Buenos días. Pase, pase usted que siempre es bien recibido en esta casa. Le espera don Manuel en el cuarto de los libros. Ya sabe usted donde está. -Gracias niña, eres muy amable conmigo. Siempre te lo tengo que agradecer, que en estos tiempos, en los que mucha gente tiene tanta falta de lo necesario, no abunda quien tenga un solo momento para ser gentil. Gracias niña, voy con don Manuel. Llamó a la puerta de roble de la biblioteca donde el comerciante de libros le esperaba. - ¿Andrés? Pasa, pasa, te estaba esperando. Ya me ha dicho Asunta que te había visto desde las ventanas de arriba y ha bajado corriendo para avisarme. Esa chiquilla se pone loca de contenta cada vez que te ve, será menester que andes con tiento con ella, no vaya a ser que te veas metido en algo más que una pasajera amistad...ja, ja, ja. -Gracias Manuel. - No me digas esas cosas, que para un molinero solitario, le pudiera hacer pensar en algo más que esperanza y ya sabes que, a mi edad, las esperanzas metidas entre mujeres suelen terminar en insatisfacciones. Pero vamos a lo que me has llamado, ¿que asuntos son esos y qué es lo que te inquieta, como para hacer tanta reserva? - Bueno ya conoces a Ygnés de Neira, la amiga que te presenté que es tendera de grosura, y a la que le vendo y le presto algún libro que otro de los que me veo más interesado. El otro día oyó en su puesto de venta a una vecina comentando con otra que su marido le había dicho que la justicia estaba buscando unas personas que tenían la traducción de un libro de un inglés, sobre el gobierno de la nación prohibido. Los buscaba para dar con ellos por traición. Así es que te agradezco que traigas el libro. De la edición de cuarenta ejemplares yo tenía seis, el que traes, dos que les presté a Ygnés y Domingo de Estaban y los tres que tengo guardados. En esto estaban, cuando se oyeron golpes en la aldaba de la puerta, se miraron con preocupación y miedo: eran Ygnés y Domingo que traían los otros dos libros que faltaban. -Gracias por traer los libros, ya os contará el motivo de pedirlos. Andrés os lo explicará. Ahora os pido que vayáis a vuestras casas y me encargo de ocultarlos. Así no os comprometo en conocer donde los dejo, ni tendréis que mentir si os preguntan. Se fueron los tres, luego de despedirse y Manuel Vasualdo abrió en el muro de la ventana cubierto de madera, un resorte disimulado en  un adorno en forma de estrella de tres puntas. En aquel pequeño habitáculo depositó los libros y cerró de la misma manera. Se sentó y pensó que difícil era el ejercicio de pensar, cuando afecta a las viejas creencias de tiempos pasados y superados por el pensamiento.
(Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 8 de agosto de 2015)

EL MIEDO DE UN HOMBRE



A las nueve y media Sócrates Bermúdez, abogado, había quedado en el Café-bar Ideal con el maestro Elías Puig i Martí. La noche era fría y húmeda, Sócrates, llegó al Café puntualmente y, como un autómata, se fue hasta la segunda mesa al lado de la pared: era su mesa habitual. Con un gesto con la mano le indicó al camarero, entendió enseguida, que le sirviera una caña. Puso el ABC sobre la mesa de mármol y leyó la cabecera: Madrid, 21 de noviembre de 1952. Se fue hasta el artículo de cabecera, que ese día era de Julián Marías titulado “Agenda”. En el centro estaba un recuadro con una efeméride recordando el aniversario del escritor Eduardo Marquina. Se enfrascó en la lectura del texto de Marías. Cuando lo estaba terminando, se oyó que abrían la puerta del Café: era Elías, su amigo, con la gabardina verde claro, el cuello levantado y mojado por la llovizna que estaba arreciando. Le hizo una seña y al momento se estaba sentando junto a él. - ¡Vaya nochecita! ¿Eh? Húmeda, fría, y negra como boca de lobo. Estoy leyendo un artículo de Julián Marías, en el que hace una serie de consideraciones y reflexiones sobre el uso de la agenda. Esta bien, y en algunas cosas le doy la razón, el usar agenda no es mas que intentar adelantarse al futuro o planificarlo, que es tanto como hacer una intromisión en el oficio de los dioses, ¿no te parece? Cuando el futuro es impredecible siempre. - Posiblemente  Sócrates, pero, en cualquier caso, no me negarás que casi siempre es útil tener a mano una. No tenemos siempre dispuesta la memoria y, eso, nos mete en más de un apuro. Pero dime, me has citado y aun no me has dicho que es lo que te preocupa. Me llamas con prisas y con misterio, ¿algún cliente conflictivo? -No, no es un cliente, es un comentario que me ha hecho el Juez de Primera Instancia. Estábamos en el curso de un juicio sobre linderos de una finca de Picón; yo llevaba al demandante. Se había metido el dueño del predio colindante metro y medio en la divisoria con lo que se ha engullido cerca de una hectárea del de mi cliente. La cosa no es un despiste, metro y medio no se hace con dos yuntas en un periquete, ni se disimula así como así. La linde, que ha desaparecido, se ha disimulado con un pataleo sobre la nueva que han hecho y con unas cuantas piedras simulando la nueva divisoria. El caso es que hemos llevado testigos, pericial y las escrituras. Como el demandado, que tiene mucho capital, se ve perdido, su abogado, ya sabes, Horacio, como casi siempre, ha hecho una autentica demostración y derroche de interposición de excepciones, para dilatar el procedimiento y buscar otras salidas, que yo, te digo la verdad, no veo por ninguna parte. Cuando terminamos la vista de hoy, el juez me hizo una seña antes de salir, me acerqué y me dijo en voz baja: Tenga cuidado con lo que hace Bermúdez, hay mala gente e influyente sobrevolando en este asunto. Sea prudente. - ¿Que seas prudentee? ¿Prudentee? ¡Pero bueno!, ¿en que país estamos? ¿Y eso te lo ha dicho un juez? Jopee, ¡mi madre! Después de trece años ¿aun estamos con las oscuridades y los terrores? --Bueno Elías, no te he llamado por todo eso que dices y que a lo mejor tienes razón; quiero que me digas si es que hay algún problema conmigo. Si has oído algo. - No Sócrates no tengo ni idea de que pueda pasar. Estaré atento y si me entero de algo ya te lo digo. - Con eso me basta. La verdad estoy bastante preocupado. Ya sabes que con los antecedentes de mi padre, sabes que era republicano, tengo que andar con cuidado siempre, pero, la verdad no se a qué se pueda referir el juez, desde luego si lo que quieren es que defraude al cliente, no lo voy a hacer. El bufete es de lo que vivo, y si hiciera alguna guarrería, mi crédito se vendría abajo. No, no lo voy a hacer, por ética, y por ser práctico. -Eso es lo que debes hacer. Bueno quedamos en eso, si me entero de algo te lo digo.
Se tomaron las cañas, como solían hacer y charlaron un buen rato sobre  las cosas que ocurrían y la última escapada que hicieron a Madrid.
Salieron a las diez y cuarto del Ideal y cada uno tomó la dirección a sus casas. Sócrates  subía por la cale Morería, totalmente desierta, La llovizna, junto con unas rachas de aire frío hacían que todo siguiera mojado. Cuando alcanzaba la mitad de la calle apareció un sujeto con un impermeable negro, sombrero negro con las alas caídas, barba de varios días y unas ojeras profundas, oscurecían las cuencas de los ojos que estaban hundidas. Se le acercó andando como si lo hiciera con las puntas de los pies y al llegar junto a él, sonriendo con una mueca exagerada que le hacía enseñar los dientes, le dijo en voz baja: - No te pases de listo, monín, ¡o verás como quema la hoja de mi navaja cuando raje la piel de tu cuello..! Dicho esto, en varios saltos, sorteando dos charcos desapareció por la calle De Enmedio. Cuando subía la escaleras de su casa se dio cuanta que las rodillas le temblaban, tal era la excitación que llevaba y el miedo que empezaba a invadirle sus pensamientos.
Varios días después, cuando estaba en el despacho hablando con uno de sus compañeros, Sócrates fue interrumpido en su conversación por la mecanógrafa que tenían en el bufete. – Don Sócrates le llaman por teléfono, no ha querido decir quien era, solo que es muy importante. –Fue a ver quien era y cogió el teléfono: -¿Diga? ¿Quién es? – Soy tu amigo de la otra noche, solo quería recordarte lo que te dije: No te pases de listo, monín, ¡o verás como quema la hoja de mi navaja cuando raje la piel de tu cuello..!  - Se quedó pálido, no sabía que decir, pero animado por la distancia y sin la presencia del que amenazaba se atrevió a hablar: - ¡Quien es usted! ¡Llamaré a la policía como siga amenazándome! ¿Me ha oído? ¡Déjeme en paz de una puta vez! –y colgó con fuerza, haciendo tal ruido que le oyeron sus compañeros. Les contó lo que pasaba y sus dudas si esas amenazas estaban unidas a la advertencia que le dio el juez. Todos callaron y al final después de varias opiniones acordaron que había que ir a la policía, pero sin hacer mención a la conversación con el juez.
Esa noche estuvo cenando con su amiga Pilar, que había venido desde Madrid a un juicio como testigo de la defensa. Ella trabajaba en la Agencia Efe y cuando le citaron le faltó tiempo para llamarle. Terminaron de cenar a las once y media; la acompañó hasta el hotel. Se despidieron y él siguió su camino hacia su casa. Al llegar a la calle Postas, hubo un apagón en la zona centro. La noche era oscura, y solo se podía ver los contornos de la calle por el resplandor que llegaba de otras zonas de la ciudad. Oyó pasos. Cuando el se paró a mirar a su alrededor, los pasos se dejaron de oír. Sus pulsaciones subieron, aceleró el paso y las pisadas volvieron a oírse y le siguieron hasta un poco antes de su casa.

Cuando habían señalado otra vista para el juicio de los linderos, Sócrates llevaba la cabeza llena de preocupación y miedo. Nada más ver al juez éste le llamó para hablar con él: -No se preocupe Bermúdez, el asunto esta resuelto. Hay compromiso de la parte demandada para allanarse y reparar el daño. - Se alivió lo suyo; y más cuando leyó en el periódico que habían detenido a un psicópata que amenazaba a la gente por la noche. El miedo, suele hacer que se unan preocupaciones en mala compañía. (Publicado en el diario La Tribuna de Ciudad Real el 1 de agosto de 2015)