20151215

EL DUENDE DE LA HUERTA

Hace mucho tiempo me contaron una historia que tenía olvidada en el rincón de la memoria, donde se guardan los buenos recuerdos que se sacan a la luz sólo cuando hay alguna frase o palabra que nos la hace presente. Empezó un día de julio en que las chicharras estaban muy laboriosas y haciendo vibrar con sus canciones monocordes a los árboles. El sol de la tarde había dejado unas horas largas, calientes, muy calientes, haciendo que el amarillo dorado de los rastrojos parecieran un manto triunfal de luz, enardeciendo de color a los álamos negros del contorno, el verdor alegre de los nogales y de las higueras que bordeaban la noria de una huerta perdida en el confín de las sierras cercanas. Un cernícalo revoloteaba por las cercanías buscando alguna presa. Escondidos, los verderones se hacían llamadas quedo, muy quedo, intuyendo al ave de presa. La orientación, el sentido del magnetismo de la tierra, con su sensibilidad adquirida por naturaleza, lo daba en el suelo, lejos de toda mirada, un escarabajo pelotero  que llevaba su bola de estiércol que había cogido de la cuadra, donde sesteaba el borrico con el frescor del suelo mojado y la paja húmeda.
Bajo la umbría de la higuera más grande, escondido entre la espesura de las matas de hinojo y las cañas que la rodeaban, estaba adormecido Genarín, el hijo mayor del hortelano que hacía sus siestas allí, lejos de la cocina donde sus padres y sus dos hermanos más pequeños solían quedar dormidos; en un poyo, su padre, Juan Andrés, y su hermano Julio, y en el otro, su madre, Julia, con Pepillo, el más pequeño. Habían dejado que el mayor se fuera a la sombra de la higuera, para evitar las peleas por los sitios entre los hermanos, y él, estaba conforme, pues allí solía soltar su imaginación hasta que el calor y la digestión acababan por rendirle y cerraba los párpados hasta dormirse. Posiblemente era el canto de las chicharras el que le daba pié para el sueño, o la frescura que le llegaba de la reguera próxima, con los lomos cargados de espesa grama de un verdor extraordinario, raro para el duro verano que hacía siempre en esas fechas. Así pues, como era habitual, Genarín estaba dormido finalmente con la expresión dulce del último sueño imaginado en su sonrisa.
A las seis y media se había levantado su madre, Julia, para preparar el burro que iba a uncir en la noria. Antes que nada fue a ver si su hijo Genarin estaba donde se le suponía y no había ningún problema. Llegando a la explanada delante de la noria, cogiendo todo el aire de sus pulmones le llamó: - ¡Genariiiiiiiinn! El chico, se despertó de sus dulce sueño y restregándose los ojos e incorporándose de su lecho de hierba le contestó: -¿Quéee quieree usteee, mamaaaaa? – Venga, haragán, ya está bien de hacer el perro niño, ven a ayudarme con el burro. – Bueno mama, ya voy. Pero antes quiero decirle algo: ¿me va a llevar papa a Carrión cuando se vaya con la moto, luego? – Ni moto, ni na, ya te lo digo yo. Tienes que quedarte aquí a ayudarme a regar y luego a dar de comer a los animales, ya te lo digo: no. –Pero mama, si el Julio y el Pepillo te pueden ayudar entre los dos. Mama, que yo quiero ver los caballos de la finca a donde va papa, que me ha dicho que son muy hermosos y a mi me gustan mucho, andaa mama. Que no. Ya esta dicho. Otro día que se vaya con la tartana, te llevará, pero hoy no, y sanseacabó la discusión, no me canses, ¿he dicho bien? – Vaaale mama.
Media hora después, terminaba de dar vueltas el burro en la noria, se había asomado Julia al pozo y vio que ya estaba apurado. Desunció al animal y bajó por la senda de la noria llevándole de ronzal hasta la cuadra. No hubo que insistirle al burro, demasiado sabía que, liberado del duro trabajo de arrastrar con la noria el enorme peso de la maroma cargada de agua en sus canjilones, le esperaba una buena ración de paja con algo de cebada mezclada entre medias y un cubo de agua fresca. Habiendo dejado al animal, Julia llegó hasta la alberca con el azadón en la mano y, tirando del tapón, empezó a correr el agua por la reguera que llevaba el agua a la huerta. Genarín le siguió, más bien entristecido por el fracaso de su petición. Estuvieron regando hasta que terminaron las últimas tablas de calabacines. Para entonces la humedad de la huerta era ya grande y el sol se acababa de retirar por el horizonte agigantando su esfera incendiada con un cálido y tembloroso amarillo anaranjado. La brisa del atardecer empezó a correr con el aire templado de poniente. Movía las matas de tomates y su olorcillo intenso llenó toda la huerta y el perfumado aroma de la albahaca. Julia se echó la azada al hombro y se retiró cansada a su casa. Genarín estaba agachado jugando con una hoja del peral haciéndole navegar en las aguas remansadas de la última tabla. La brisa la movía como un barco a la deriva. Ensimismado en el juego  no oyó el ruido de unas pequeñas pisadas que andurreaban, con algunas pausas, de alguien que se acercaba. Se pararon a la altura de las altas matas de los tomates en rama que subían por los tutores. Soplaba Genarín a su improvisado barco cuando oyó con claridad una vocecilla atiplada que le decía: -Hola chico, he  oído lo que te ha dicho tu madre. No deberías entristecerte por no haber ido con tu padre. Como te he estado observando, y sé que eres buena persona, te puedo dar una compensación. El chico dio un respingo y se levantó asustado. Intentó echar a correr pero sus piernas, que temblaban, no le respondían. Veía solo una sombra con la silueta de un hombrecillo, al que solo se distinguía los ojos como pequeñas ascuas de color azul brillante.  A duras penas y, más que para seguir la conversación, como para intentar evitar el enojo del visitante extraño, le dijo: -¿Quien es usted? - Soy Lutin, hijo de Lutin, y Darde. Vivo por estas tierras antes de que vinierais vosotros, y no nos gusta importunar a nadie en su vida, pero al oír lo que te decía tu madre no he podido quedarme sin hacer nada y, con el permiso de mi tío, el viejo Sacz, he decidió verte y darte algún tipo de solución a tu problema. Estas cosas frustradas se guardan toda la vida y terminan por ser una carga para los padres cuando son mayores, que la recuerdan mejor que el que la sufre. – No, no se preocupe usted, si ya se me ha pasado, de verdad, se me ha pasado, no se preocupe. – No me preocupa, pero si quiero hacer que tu no le des una carga permanente a tu madre cuando sea mayor y os recordéis este momento en el que te negó ir a ver a los caballos; así pues te digo que esta noche, le susurraré a tus padres al oído, cuando estén dormidos, que te lleven a la ganadería de caballos que tanto quieres ver. El chico, no sabía que decir, y finalmente solo dijo una palabra: - Vale.

A la mañana siguiente Juan Andrés, el padre, le dijo a la madre que había soñado que iban a la finca de Carrión y que deberían ir para que los chicos vieran los caballos. Genarín, a la vuelta, atardeciendo, casi de noche de aquel domingo del viaje, fue a la huerta y en el mismo sitio donde le habló el duende, dijo dando una voz: ¡Graciaaas! Entre la espesura de los tomates se oyó la vocecilla que decía: ¡De nada, chico!  

LAS TROMPETAS DE TUTANKAMON




El mismo día en que encontró en su libro de Física lo que parecía unos ideogramas, Aniceto Magadán Pastur - joven de Pola de Lena, en Asturias, hijo del picador Beneitu Magadán y de Arcadia Pastur, al que refería en el relato anterior (“La lámpara de carburo”)-, se puso en contacto por correo electrónico con su amigo James Peter Nowak,  americano que estudiaba en la Universidad de Nueva York (NYU)  y miembro asociado de la American Society for Psychical Research, en el que decía: - Querido amigo James, ayer viernes día 20, ocurrió algo extraordinario, una vez que anocheció y debido al frío que tuvimos por la bajada brusca de temperatura, más un viento fuerte, tomé un caldo caliente y me fui a acostar. Siempre termino en esos momentos leyendo algo para coger el sueño un poco mejor. Esta vez fue el libro de Física de Sears para repasar algunos conceptos. Una hora después, con la casa en silencio, la energía eléctrica se apagó. No había ningún foco de luz, tampoco en la calle ni en el pueblo. Te comenté que tuve unas experiencias raras días antes, con objetos desplazados y extrañas voces. Aparecieron las voces o extraños sonidos de nuevo e intenté recurrir a encender algúna luz que solucionara e hiciera desaparecer los extraños fenómenos. Sin linterna, ni cerillas o mechero de gas, me acordé que tenía en el cuarto una lámpara de carburo de calcio y un viejo mechero de chispa y mecha; usando el vaso de agua que tenía para beber, encendí la lámpara y felizmente las voces o sonidos desaparecieron. Como te conté, ya había ocurrido de manera parecida antes, sin embargo, esta vez hubo más: esta mañana alguien imprimió en el libro de Física lo que parecía unos ideogramas o extraños signos distribuidos en líneas verticales. Te mando una foto escaneada de ellos por si me los puedes descifrar con ayuda. Ya me contarás. Un abrazo: Aniceto.
No quedó satisfecho el muchacho con haber contado a su amigo lo que había ocurrido, sino que, fiel a su permanente curiosidad, estuvo buscando en Internet posibles informaciones sobre escrituras o signos. Estaba un poco perdido sobre los términos de búsqueda y aunque le dedicó bastante tiempo, no encontró nada. A la semana siguiente James Nowak contestó: - Hola Aniceto. Es apasionante todo lo que me contaste en el último correo. Como pediste, he hecho averiguaciones. La escritura de las inscripciones del libro son pictogramas muy parecidos, por su morfología, a escrituras cuneiformes de las civilizaciones acadia, elamita, hitita y luvita. Estuve hablando con un profesor de la Universidad experto en lenguas antiguas y pudo traducir el mensaje esencial que contenían los pictogramas. Más o menos, y con algún margen de error, dicen: Buscad con la palabra de Tesla. Hemos hablado más de una vez de Nikola Tesla. Recordarás que le criticaron ferozmente, como si se tratara de un ignorante, cuando expuso su teoría sobre la Teoría Dinámica de la Gravedad, que contradecía lo dicho por Albert Einstein. (Parece ser que la tiene declarada secreta el ejército)  Las invenciones de Tesla estaban basadas en el estudio de ondas. Consideró que el sonido, la luz, el calor, los rayos-X y las ondas de radio son todos fenómenos relacionados y que podrían ser estudiados usando la misma clase de matemáticas. Sus diferencias con Einstein sugieren que lo extendió a la gravedad. Recientemente se demostró que él tenía razón. Un estudio de pérdida de energía en una estrella pulsar de doble neutrones, llamada PSR 1913 + 16 probó que existen las ondas de gravedad. Seguiremos por ese camino amigo.- Aniceto le contestó: - Si James, esa es la ruta de investigación que debemos seguir, recuerda los documentos de distintas civilizaciones antiguas, con tecnología capaz de construir monumentos enormes, transportar y levantar bloques de piedra de hasta 300 toneladas, con una precisión difícil de entender, sin marcas de cuerdas, ni poleas, ni ninguna otra ayuda para hacerlo. Eso indica que controlaban y manejaban la gravedad: haría que el peso de los objetos no fuera un problema para manejarlos. Recuerda la toma de Jericó, a 28 km de Jerusalén. Supuestamente Dios le dijo a Josué (el sucesor de Moisés), que sitiara la ciudad durante seis días, acompañado de siete sacerdotes con cuernos de carnero, seguidos del Arca de la Alianza. Al séptimo día, cuando el sonido de los cuernos de carnero retumbaron en los muros de Jericó, estos cedieron. Luego, las ondas de sonido, de alguna manera, se convirtieron en fuerza.  El ex-astronauta de la NASA, Taylor Wang, experto sobre las ondas de sonido, ha resuelto que si se concentra en un muro una resonancia de forma continua, y se ampliara su efecto, ésta cedería y explosionaría, ya que la resonancia, lo que hace es acumular grandes cantidades de energía, que si se alimenta de forma continuada, puede acabar destruyendo todo. Con lo de Tesla debemos encontrar la frecuencia de las ondas de sonido que puedan hacer manejable la fuerza de la gravedad. En 1.922, el arqueólogo americano Howard Carter, descubrió la tumba de Tutankamón, como sabes, donde encontraron dos trompetas, una de plata y otra de bronce. En el Museo de El Cairo, cuando una de ellas estaba siendo limpiada en 1.954, alguien intentó soplarla, y en ese mismo momento la electricidad de todo el Alto Egipto falló. En 1.974, limpiándola de nuevo, y no teniendo constancia el personal del Museo, del anterior evento ocurrido 20 años antes, fue soplada de nuevo, y el poder energético se vino abajo, esta vez sólo en la región del Gran Cairo. Estos sucesos aparecen en los documentos archivados en la estación generadora de electricidad, de la caída inexplicable a cero ocurrida en aquel tiempo, y también en los artículos de los periódicos egipcios de aquel día. Esa tecnología sónica, no solo ha sido empleada en el pasado como arma de destrucción, sino, parece ser, para levantar monumentos megalíticos y bloques de piedra, que aún hoy, nos parece inexplicable y un misterio cómo pudieron hacerlo.¿Dónde incidía?: en la fuerza de la gravedad.

 Siguieron sus investigaciones los dos jóvenes durante un año. Un día de espléndida primavera, Aniceto, al volver a su casa, encontró su cuarto revuelto. Desaparecieron las carpetas donde guardaba sus apuntes, sus libros comentados y todo el material documental de su ordenador. Cuando intentó contactar con su amigo James Nowak, le dijeron que había desaparecido. No lo pudo localizar, ni con la ayuda de la Embajada americana. Aniceto sin embargo, siguió investigando. Esta vez lo guardaba en cuadernos en papel en un falso fondo de su escritorio. Hizo una réplica de plata de una de las trompetas de Tutankamon. Apareció una piedra de cuatro toneladas encima de la esquina norte de un teito en Somiedo. Nadie sabía cómo había llegado allí.

20151204

LA LÁMPARA DE CARBURO


Aniceto Magadán Pastur nació y vivía en Pola de Lena, en Asturias. Hijo del picador Beneitu Magadán y de Arcadia Pastur, asentadora de hortalizas y frutas en el Mercado de la calle Santa Cristina; era un muchacho algo retraído y taciturno. No es que fuera falto, como decían más de un necio del entorno de conocidos y amigos, todo lo contrario, tenía una inteligencia fuera de lo común. Prueba de ello es que con ocho años ya había terminado el bachiller, aficionado a las ciencias y conocía y hablaba el francés y el inglés. Gracias a eso se escribía con este último idioma con James Peter Nowak, un americano que estudiaba en la Universidad de Nueva York (NYU)  y miembro asociado de la American Society for Psychical Research; al que conoció, participando en un test de Física que le facilitó don Tanasio Martín, profesor en Oviedo. No le era difícil la correspondencia, y sus opiniones e investigaciones eran de mucho interés para Nowak. Estaban en aquellos días indagando los dos sobre la influencia de las ondas de sonido en el magnetismo natural y gastaban folios y folios en intercambiar sus avances y retrocesos en la investigación que habían emprendido. Arcadia, su madre, que no era mala mujer, aunque algo cargante con todo aquello que no entendía y que suponía un gasto, no hacía más que darle la lata por el dinero en papel y los costes postales que suponían la correspondencia, cada vez más frecuente. Oyéndola todos los días con la perorata que daba al hijo, su padre, Beneitu, picador de la mina de Hunosa, pensionista  y retirado como consecuencia de los cierres, tuvo el acierto, y la visión de futuro, de comprarle un ordenador al chico, de los usados que subastaron en la mina. Fue así como Aniceto en poco más de una semana aprendió a manejar el ordenador con unas clases de informática que tomó en Oviedo; llegó finalmente a su casa con cuenta de correo electrónico, Se puso al día desde su casa con la ADSL que contrataron. Ya no oiría más las quejas de su madre, aunque no terminaba de creerse que los correos electrónicos no le fueran a costar algunos dineros. Pero como parece que lo suyo y natural era lamentarse y quejarse de casi todo, enseguida empezó a hacerlo con la larga ocupación que hacía el hijo de la línea de teléfono con sus sesiones de Internet. Pero fue poco tiempo: dejó de hacerlo cuando un martes, acabando noviembre, le dijo Aniceto a su madre: -Mama, puedes estar quejándote de que ocupe la línea todo lo que  quieras, pero haré uso  suficientemente razonable y a horas en que la gente de bien no suele llamar, para que te despaches con tus amigas a gusto. –Nada más que hablar. Ya no hubo pendencia alguna. Con ello parecía que todo estaba en orden y que Aniceto desarrollaría sus estudios de Física con su amigo Nowak sin más. Pronto sabría el chico que las cosas no iban a ser así de tranquilas. Sin saber cómo ni porqué, los enseres de su cuarto, donde tenía una mesa con los papeles de estudio y el ordenador, todas las mañanas, aparecían fuera del sitio donde las había dejado él. Estamos hablando de un muchacho que tenía una memoria fotográfica y una inteligencia fuera de lo normal. El primer día pensó que habría sido su madre que estaría buscando algo, pero no, no fue ella ni tampoco su padre. Por ello, después de la primera semana en la que cada día ocurría lo mismo, se angustió mucho. No quería decírselo a sus padres para no preocuparles. Sufría su preocupación en silencio. Lo peor era que pensaba si pudiera estar desvariando: oía voces en la oscuridad de la noche, y, cuando encendía una luz, desaparecían, se desvanecían. Lo mismo ocurría con cualquier destello de la calle: no volvían a oírse. Así fueron pasando algunos días hasta que el viernes 20 de noviembre de 1999, a la caída de la tarde, la anochecida parecía que se apresuraba muy deprisa; el viento azotaba a rachas la casa familiar; las contraventanas soltaron sus amarres y golpeaban la pared asustándolos y dándoles permanente ocupación abriendo las ventanas para volverlas a amarrar. Un frío cortante como cuchillo hizo que Beneitu encendiera en el comedor la estufa de carbón, pues la casa era puro hielo. Aniceto, después de calentarse al lado de la estufa y tomarse un caldo caliente, se despidió de sus padres y subió a su cuarto. Como hacía ya todos los días repasó las cosas que estimaba más, de la mesa y del cuarto: la colección de novelas de Julio Verne, los apuntes de encima de la mesa, los juguetes que conservó, un viejo tirachinas, la antigua lámpara de carburo que le regaló el abuelo, el saquito de piedrecitas de carburo de calcio, la caja de pinturas de acuarelas, los comics del Teniente Blueberry, y Moebius, el estante con los libros y apuntes de matemáticas, Física y Química y la caja de puros donde guardaba el encendedor Chisquero de mecha del abuelo. Conforme con la revisión de todo, se puso el pijama y se acostó. Cogió el libro de Francis W. Sears sobre Física y empezó a leer a la luz de la lámpara de la mesilla de noche. El viento se había calmado, tranquilizando la noche. Apenas oía a sus padres que iniciaban la retirada a dormir. En unos minutos leía con tanta atención que quedó totalmente abstraído. A los veintidós minutos, la luz se fue en su cuarto, en la calle, y por toda la población. Un silencio profundo y absoluto le hizo pensar que no oía. Pero sí, dejó el libro a tientas en la mesilla de noche con cuidado para no tirar el vaso de agua y oyó el roce con la mesilla cuando lo dejaba. Pasó media hora y en la calle seguía sin luz. Empezó a oír las voces. No entendía nada, parecía un lenguaje que semejaba los sonidos cortos dentales de las aves: - ¡Tchick! ¡tchiock! ¡tchieck!...  Eran varios sujetos, pues, con distintos timbres de voz parecían dialogar y contestarse. Sintió que le agarraban del brazo y le tocaban el pelo y la piel, que lo tenía totalmente erizados, pelo y vello, por todo el cuerpo, por el miedo pánico que le aterrorizaba. No tenía nada en el cuarto para encender una luz: ni linterna, ni cerillas ni mechero de gas: nada. Mientras pensaba en ello  se acordó de la lámpara de carburo del abuelo y cómo encenderla: con el Chisquero. Mientras le tocaban y agarraban sin mucha fuerza y, a tientas, cogió el Chisquero y desenroscó la lámpara; echó el vaso de agua dentro del depósito superior, y en el de abajo metió las piedras de carburo de calcio, la cerró; esperó unos minutos mientras tiritaba y castañeteaba los dientes, del terror que le tenía cogido. Pasados esos instantes, dio un golpe a la rueda el Chisquero y saltó la chispa: se encendió el gas acetileno de la combustión del carburo, que salía por la boquilla de cerámica, iluminando el cuarto. Desaparecieron las voces y no le volvieron a tocar. Dejó que se agotara el gas. Para entonces, había vuelto la luz.

Al día siguiente, en el libro de Física vio unos signos extraños que se sucedían de arriba abajo en columnas. No eran ideogramas conocidos. Pero eso, es otra historia, que ya contaré. 

EL ÚLTIMO DÍA DE MONSIEUR DACHEUX

El viejo Panhard conducido por Jules Durot corría a más velocidad de lo habitual por la campiña de Grasse.  Al lado, reclinado a la derecha, iba su tío Armand, el hermano de su madre. No decía nada. Con sus flacas piernas recogidas en postura casi fetal, manos juntas, puños cerrados y mirada perdida. Apenas se podía oír una leve queja de vez en cuando.   - Tío, aguante usted que ya llegamos… Llegaron al 15 de la Avenue des Broussailles, salieron los enfermeros con una camilla avisados por Jules minutos antes y lo metieron en el Hospital de Cannes.
Por el pasillo inferior, el anciano tío vivía en otro tiempo: -¡Armand! ¡Armand! ¡Por Dios  padre! ¿Dónde esta el niño? ¿Sabe usted donde se ha ido el niño? –No lo sé; creía que estaba con vosotros. ¿Cómo dejáis a la criatura que se vaya solo? ¡Vamos!, ¡vamos!  A ver… estará jugando fuera de la casa. – ¡Armand! ¡Armand!
 Llamaban, pero no podía contestar, tragué agua y los pies pesaban y tiraron hacia el fondo de la bassin; manoteaba, pero no podía evitar hundirme. Oía el ruido sordo de alguien que se echaba al agua y nadaba hacia mí. Era la tía Monique. Cogió mis brazos y, en un momento, tosía y vomitaba el agua en el brocal de la bassin. Madre me comía a besos y lloraba. Desde ese día quise mucho a la tía. Fui a su casa en Le Tignet  después de aquellos días. Tres años después, en Le Tignet: días preciosos de aventuras, felices y mi amistad con Marceline. Con mi imaginación y la suya, sí…días hermosos: aquella noche entre las higueras del huerto, con el perfume de los tomates y los pepinos, albahaca, salvia, menta y calabacines; sentados en el suelo lleno de grama fresca...todo muy agradable en esos días de calor fuerte; nos preguntamos como se llamarían las estrellas más grandes que hacían grupos; (el abuelo Jonás se las sabía todas y otro día nos lo dijo). Esa noche  y el beso de Marceline con su boca fresca, dulce. No sabía que eso pudiera perturbarme tanto; y no era malo, que vá, todo lo contrario, era muy emocionante… y hermoso. Soñaba Armand y se sentía con Marceline.
-Aguante usted tío, no se le ocurra morir, que solo le tengo a usted, y me hace falta. Venga tío que usted nunca fue un arrugao, ¡échele valor y coraje tío! Decía Jules a su oído ayudando a empujar la camilla.
Pensaba el viejo Armand Dacheux: -En el pajar de la casa en ruinas del vecino de la tía Monique, cogimos Marceline, Gastón y yo los pichones que luego preparó la tía para comer, asados con pasas y setas. El aleteo de las palomas… nos asustó siempre. Volvíamos… no sé por qué. Pichones y susto. El aleteo: parecía sentir un ser extraño con la muerte en la mano. ¡Qué tontería! Solo eran palomas asustadas. Claro que Gastón nos contó que, en esa casa, mataron con la bayoneta a un alemán; y lo tiraron  a una bocamina. Fusilaron a cinco del pueblo en represalia. Decían que el alemán se aparecía por la noche en aquella casa preguntando por su pueblo, Oyten, en Bremen. Por eso, cuando íbamos a por los pichones no tardábamos ni cinco minutos y acabamos corriendo con el menor ruido.
Desde entonces mis pesadillas eran con el alemán muerto.
Llevaban a Armand por los pasillos hacia los boxes de observación. El viejo Armand con la boca abierta, los pómulos salientes, las mejillas y las cuencas de los ojos, moradas, hundidas y los ojos a medio cerrar. Los médicos que se acercaban le auscultaban, le miraban las pupilas y los enfermeros no decían nada, solo movían la cabeza cuando habían pasado, negando con la cabeza.
 Mientras, seguía cavilando el buen Armand: - Lloré en el funeral de padre. Nunca hubiera creído que él se iría tan pronto. Desde ese momento, no solo me hice cargo de la familia sino de los hermanos cuando se fueron uno tras otro. El día que fui al taller del alfarero Vincent Duriez había un olor desagradable y permanente a arcilla húmeda, desde el principio; padre dijo que agradeciera que me diera una oportunidad monsieur Vincent para aprender el oficio como aprendiz. Cuando recibí mi primera paga y vi mi primera maceta bien hecha, decidí que ese era mi oficio. Sesenta años haciendo de alfarero con una buena clientela y prestigio. Fue bueno. El maestro Vincent fue buena persona pese al genio insoportable que sacaba cuando menos se esperaba, era entonces cuando comprendí porqué tenía la nariz aguileña grande, en punta y los ojos, que en ese momento se le abrían más de lo habitual, mostraba las encías y agarrotaba las manos. Daba algo de miedo oírle hablar así, o lo que era peor, gritar con su voz estridente y fuerte. Luego, en cuestión de minutos, cuando la sangre se le bajaba, se entristecía y a los cinco minutos pedía perdón a quien fuera que hubiese sido atropellado por aquella furia. No, no era mala persona y ayudó a todo el mundo de la manera más generosa: en silencio. Aprendí el oficio con él, como un padre y, una semana antes de morir, quizá lo presentía, dijo que el taller debía ser mío, y lo cumplió: en el testamento me lo dejó, además de su casa. Le vi feliz el día que me presentó a sus parientes en aquella comida en primavera de 1938, sobre todo cuando me presentó a Claudia, que entonces aun vivía en Italia con sus padres. Ahora entiendo porqué me dejó a mi la casa y no a ella, que era su sobrina. Tenía la intención entonces de adoptarme si morían mis padres, como ocurrió en 1945. Para entonces ya me había casado con Claudia, daba lo mismo. Pero como todo lo que hacía, lo tenía previsto todo. ¡Claudia!: ¿te acuerdas de que te enfadaste porque en la boda, tu tío me hacía más caso a mí que a ti? Ya te lo dije: no era porque me quisiera más, no; me dijo al oído que te cuidara y fuera buen marido que si no vendría desde el Infierno con unas brasas a quemarme el culo. ¡Que hombre monsieur Vincent! Como cuando echó de su casa a una partida de alemanes que querían registrarla. No sé que les diría en alemán; lo aprendió en el campo de prisioneros en la primera Gran Guerra; los alemanes de aquella partida se fueron asustados. Llevaba en la mano la Medialuna de barro con la que se modela platos y cuencos. Por su carácter me lo recordó luego al general Maurice Challe, cuando estuve en Argel a su servicio. La guerra de la independencia fue una tragedia para muchos de nosotros, esencialmente para los musulmanes “harkis” que nos ayudaron en la lucha y que luego represaliaron. Pero mejor olvidar todo eso. No siento ningún orgullo por haber estado allí. Se quejaron los hijos de que no les contara nada de esa guerra… pero nada de lo que viví era para recordar. Mis hijos… que pronto se fueron. Desde entonces solo con Jules he podido sentir la alegría de vivir. Es un buen sobrino, o hijo, que para mí los es. Seguro que madre estaría de acuerdo conmigo. ¡Madre!.. ¿dónde estás madre? Ah, ya te oigo…te he hecho tu lebrillo con flores.

¿Cómo esta mi tío doctor? Le miraba el médico con gesto serio. Negó con la cabeza. ¡Pobre tío Armand! Mi tío… mi querido tío. Descansa tío… Le beso en la frente antes de despedirse.

LA VISITA DEL RESTAURADOR

El 16 de noviembre en el ventanal del taller de Andrés, en la calle del Olivar, se veían reflejadas las nubes algodonosas del día, que iban desapareciendo en un cielo de azul metálico intenso. Cuando pasó por la calle Irene vio el reflejo de cielo en el cristal y a Andrés trabajando dentro, para lo que había encendido la luz amarillenta de la tulipa de porcelana que colgaba del techo, encima de la mesa de trabajo, algo sucia por el polvo del serrín. Estaba repasando suavemente con el cepillo de madera pequeño y se auxiliaba con la gubia;  acariciaba la madera una y otra vez apara comprobar la textura de la que estaba preparando de una bancada. Sonrió Irene. Día frío, de luz deslumbrante al que no acompañaba el viento que soplaba, no muy fuerte, pero calando su baja temperatura hasta los huesos. Miró hacia arriba y volvió a leer Andrés Rui. Restaurador. Se decidió a entrar. Sonó la campanilla y Andrés, cuando la vio, sonriendo le dijo: -Hola chica, me alegro de verte. Has escogido un mal día para salir. –Hola Andrés. ¿Tienes mucho trabajo hoy? – Alguno hay, pero, ¿por qué lo dices? ¿Se te ocurre alguna cosa? ¿Tal vez que salgamos más tarde a tomar unas cañas, eh chica? – No pensaba en eso, sino si te iba a entretener; pero ahora que lo dices, si te apetece y puedes, me parece bien: ¿quedamos a las nueve en el bar de Argumosa, en El Automático? – Si puedo; vale, allí estaré. Pero dime: ¿cómo te va a ti, chica? –Bien, hoy libro. Estuve todo el fin de semana trabajando y con problemas, pero ya pasó todo. Creo que me vendrán bien esas cañas. – Bueno pues quedamos allí. –Vale, te dejo. Hasta luego.- Hasta luego chica.
A las nueve vio a Andrés que había llegado al bar y se sentaba en la mesa del fondo. Lo veía frotándose las manos escocidas y repasando una  tirita que se habría puesto en el dedo índice de la mano izquierda para contener la hemorragia de un corte. Le preguntaría por eso. El ruido de las voces de los clientes del local turbaba un poco. Él sacó su agenda y estubo tomando notas. Cuando estaba en ello, levantó la cabeza al ver de reojo que alguien se había acercado a su mesa: Irene, sonriendo, habló primero. – Hola chico. ¿Has pedido ya? – Andrés sonrió al oír que ella le llamaba como solía hacerlo él a ella. –No, estaba esperando a que llegaras para hacerlo. Siéntate. Levantó la cabeza, y llamó la atención de un camarero que se acercó y le pidió las cañas. – Bueno Irene, cuéntame, ¿qué problemas tuviste el fin de semana? – Ah, ¿eso? Que quieres que te diga. Me tocaba el turno, como te dije y un tío cansino, no se si estaría algo trompa, pero seguro que habría bebido algo más de lo debido, estuvo toda la tarde dándome la vara. Primero haciéndose el gracioso, luego dos horas más tarde volviendo para invitarme a cenar con él, y ante mi negativa, se fue y antes de acabar del trabajo al día siguiente, volvió con las mismas y luego, ante mi negativa, montó un número violento dando voces y resistiéndose ante los de seguridad que se lo llevaron a la calle; parece que lo tranquilizaron. Ya no ha vuelto. – Bueno mejor así. Supongo que te habrás preocupado mucho. Lo siento. Si tienes otra vez problemas de esos me avisas y me llevo el formón gordo y le arranco los ojos como si fueran unos bígaros, ¿eh? – Irene soltó una carcajada, luego, zanjó el asunto: - mejor no. No creo que haga falta. – Le miraba entre complacida y embelesada y cuando se dio cuenta que se estaba ruborizando. Calló unos segundos y cambió de tema. Se quedaron algo más de una hora hablando. Se contaron todo lo que querían saber el uno del otro y parecían estar algo más que una amistad superficial. La Plaza de Lavapiés  empezó a tener otro sentido para Irene. Ella pasaba por allí todos los días desde su casa, en la calle del Olmo, hasta la estación del Metro y a la vuelta del trabajo, del Metro hasta su casa. Podía bajar por la calle Ave María, como hacía muchas veces antes, pero desde que le presentaron a Andrés en Melo`s, la noche del sábado 14 de noviembre de 1998 había cambiado de itinerario y siempre bajaba por Olivar. Para verle, y si podía, saludarle. No era mucho, pero no sabía cómo llegar a más por conocerlo: le gustaba.

El día de la lotería de Navidad con niebla. La contaminación había bajado y dejó el aire limpio, salvo por el olor del aceite quemado por los churros fritos de un bar. Bajaban por la calle del Olivar Irene y su amiga Sofía, cuerpo erguido, hacia atrás por la cuesta: iban charlando, riendo y elevando la voz a veces para poner énfasis en sus palabras. Como una mayoría de españoles, perdían el pudor y contaban sus intimidades, en voz alta, al ir con alguien de confianza; como si la calle, el Metro o cualquier sitio público fuera un lugar neutral y aséptico. – Tienes que repetir y venir más días a casa Sofía. Vemos una peli y con las que tenemos, pasamos un buen rato en casa. ¿No me digas que no es una buena forma de acabar después de ir de copas por el barrio, no? – Ya te digo Irene, lo he pasado genial. Nunca me olvido de las Zapatillas de Melo`s,: ¡que ricas! ¿cómo las harán? ¿es jamón york? Y el queso, ¿es francés?- No tía no, el jamón es lacón gallego cocido y el queso de Tetilla? – Pues están geniales. – Ya te digo. Casi mejor que George Clooney. – Bueno, bueno, no sé, no sé. Reían con ganas. – Por cierto, Irene, ¿que pasa contigo con el chico ese que trabaja por aquí? ¿Cómo se llamaba? –Andrés – Eso, Andrés. Me hablas mucho de él y me parece que te gusta cantidad, ¿a que sí? No me digas que no, que te veo los ojillos cada vez que hablas de él. – No, nada, de verdad, nada. Solo nos saludamos y nada más cuando nos vemos. – ¿Y cuando os veis?- No, bueno, vernos, vernos, nunca, solo he estado con él cuando me lo presentaron un sábado en Melo`s y, después, solo lo veo en su taller ahí abajo cuando paso. - ¿Ahí abajo tía? ¿dónde? ¿dónde? –Ahí abajo, ahora pasaremos por delante. Ya te digo. - ¿Es mono?, anda ¡dime que sí! –Bueno sí me gusta pero ya sabes que a mi me da corte presentarme y hacerme la encontradiza, ¡joder! digo yo que los hombres deben hacer un poco si le interesas ¿no? – Bueno chica me estas contando las cosas… como dando vueltas, pero a mí me dices lo que hay ¿te gusta el Andrés? ¡anda! ¡dílo! – Bueno sí me gusta, pero no le conozco mucho. – ¿Quieres que le hagamos en unos minutos una visita? –No, no tía me da mucho corte. – ¡Qué corte ni que niño muerto! , mira, pasamos por delante, echas un vistazo, y si está solo, me aprietas la mano y pasamos a saludarle. ¡Qué demonios! A lo mejor me gusta también a mí... - ¡Oyeee tu! No te pases...- vale pues vamos. En el ventanal del taller de Andrés se veían reflejadas las nubes algodonosas del día; iban desapareciendo en un cielo azul metálico intenso… Pasaron, lo saludaron y quedaron para ir al Automático a tomar unas cañas. Era la primera vez que iba Irene a quedar con él. Luego, vendrían más. Lo que había pensado ella antes, tantas veces antes, parecía premonición. Cosas de la imaginación

PASARON LAS CIGARRAS

No hace mucho que volvieron a cantar las cigarras, me lo recordó cuando volví a ver pasear por la calle Larga a don Juan. Hacía mucho que no leo veía. Alguna vez pensé si habría fallecido, pero, como siempre decía él, moriría cuando tuviera las maletas hechas. No debía tenerlas aún. Las tardes de julio son  muy duras en nuestra ciudad y en julio hubo unos días de calor muy duro también en el Puerto. Tan duro, que oí por primera vez a una cigarra que cantaba desde el estípite de unas de las palmeras de la plaza. Aquel día hablé con él. Siempre ha sido así, e inevitable cuando estoy allí. Las cigarras, se quedan a la sombra de los troncos de los árboles  con un calor infernal que levanta el aire temblando desde suelo hasta hacer que se mueva el horizonte. Luz teñida del oro de los rastrojos, de pajas recién cortadas. Porque desde tiempo inmemorial se ha utilizado la paja entre otras cosas para defenderse del poderoso sol del estío. Como con los sombreros canotier, como el que usa en verano don Juan para protegerse de sol.
Seguí de cerca a don Juan por la calle Larga del Puerto de Santa María; quería observarle ese día con sus andares lentos pero firmes, marcando con los pies las diez y cuarto. Sabía que pararía a tomar café y leer la prensa en un velador del bar Manolo. Ahora, mediado el otoño, iba elegante como siempre: con su traje escocés, impecable de trenzado de espina o herringbone, de buen tweed Harris en marrón tostado; su sombrero con una pequeña pluma y ala corta, que llevaba ladeado como los caballeros de principio del siglo pasado. Desde dentro del bar le recibieron con una cierta alegría y respeto: -Buenos días don “Huann”, ¿lo de siempre?- Él afirmó con la cabeza mientras se sentaba. El camarero dijo a su compañero: - Café con “lesche” y tostá con colorá, para don “Huann”-. Aproveché el momento para saludarlo y él señaló al asiento para que me sentara. Sonrió, y apoyándose con las dos manos en su bastón me dijo acercando su cara: - Tenía ganas de verte perillán. Hace mucho que no nos vemos y sabes que me gusta tu compañía y conversación. Tienes lo suficiente para que no nos aburramos los dos y me encanta que me sorprendas con algo nuevo por aprender.- Bueno Juan, soy yo el que aprendo siempre algo de ti. Siempre cosas interesantes y muy útiles. Tu vida es un compendio extenso de aventuras y crónicas que deberían estar ya recogidas en un buen libro, créeme, sería muy interesante y útil para más de un joven de estos tiempos. Pero lo que yo quería decirte, sobre todo, es que también tenía ganas de verte y que me contaras aquello que me dejaste a medias en aquellos abrasadores días de verano en que comenté que había visto a una cigarra. – ¡Ah, si, es verdad! fue aquel diez y siete de julio en el que estuve comprando Oloroso en la bodega de las Siete Esquinas,  de Grandt. Pues es verdad, y si no me acuerdo mal creo que hablábamos de cuando mi padre me encomendó la bodega familiar. Fue un quince de junio. Ese día mi madre cumplía años y tuvimos una fiesta en la familia. Vinieron todos: tíos, sobrinos y una buena porción de amigos de la familia. Luego de la comida, que la hicimos en la sala de recepción de la bodega; que nos pareció bien por lo amplia que era, pero mi padre la eligió por lo que tenía preparado. A los postres, cuando todos tenían la andorga llena y los colores de la cara subidos por los vinos que tomamos con generosidad, tomó la palabra y soltó el escopetazo: El niño se haría cargo de la bodega y la viña. El niño era yo, que acababa de terminar la carrera el año anterior, días antes llegué de Londres donde estuve estudiando Derecho Internacional y puliendo el idioma. Tenía 24 años. Se hizo un silencio largo. Nadie lo esperábamos, salvo mi madre, que ya lo sabía y estaba la muy tuna sonriéndome desde por la mañana temprano. Pero luego fueron reaccionando y se tranquilizaron cuando mi padre les dijo que estaría conmigo un año para ponerme a día de todo. Desde ese día me hice cargo de la bodega y tomé decisiones que mi padre nunca me tuvo que rectificar. Ha sido en estos años cuando el viñedo se ha mejorado con la ayuda de un experto viticultor que me traje de la competencia y de buenos enólogos que han mejorado los caldos y levantaron aun más el prestigio de la bodega. He estado 60 años al frente del negocio hasta que mi nieta terminó Administración de Empresas y Enología en Burdeos. Así, pude pasarle la gestión sin problemas, pero no tanto por los títulos como por lista. Su padre, hombre bueno como el pan y responsable como pocos, trabajó conmigo pero no tenía coraje para hacerlo; como él mismo me confesó  más de una vez, cuando pensaba que se la iba a pasar a él. Le agradecí su decisión. Desde luego no serviría para político, que como sabes más de uno se meten a cargos públicos sin tener aptitudes para ello. Ahora mi querido amigo, me hace ilusión ver a la nieta hacer su trabajo, que -y se acercó para decírmelo- ahora que no nos oye nadie… ¡lo hace mejor que yo!

No me arrepiento de mis silencios, porque gracias a ellos nadie sabe de mis aventuras, de mis grandes cosas, ni de mis amores. Las aventuras, fueron muchas y casi todas con ocasión de los viajes a América y  Asia En Japón, donde encontré personas que me hicieron ser mejor. Pero eso ya te lo contaré otro día si cabe. Mis logros son el tesoro que guardo para mí, y los amores que tuve en la juventud no fueron lo afortunados que hubiera esperado, pero de las tres que recuerdo más, solo tengo buenos recuerdos y agradecimiento por haberme dado la humanidad que pudiera tener, que es la suficiente para sentirme bien y conforme con la gente. La primera, Clara, una italiana que conocí en San Giminiano, cuando fui a Italia con el  Citroën dos caballos que compré con la parte de la herencia que me dejó mi abuelo. Era inteligente y tenía la piel pulcra y suave, preciosa, y aun así destacaba por su carácter y sonrisa que me hacía sentir todos los días como si estuviera de fiesta. La segunda, Sofie, francesa de la plaza de los Vosgos de París. Chica extraordinariamente inteligente, muy tímida pero con un sentido de la honestidad que me enseñó a vivir los días sin ceder la honra para nada. Y la tercera. Mi mujer, Libertad, con la que me casé después de la guerra, luego de haber compartido los momentos mas terribles que he vivido y en los que ella tuvo carácter para hacernos a los dos que los días podrían venir mejores, como pasó luego. Bueno chico, ya he hablado demasiado, vamos a danos un paseo y lo terminamos con una manzanilla con unas tortitas de camarones, que como sabes no las perdono. - Dimos el paseo, y tomamos los vinos. Fue la última vez que lo vi. Su mujer, Libertad, cuando  fui a verla me dio una papelillo doblado que había escrito él para mí antes de morir. De su puño y letra decía: Te espero para seguir hablando de nuestras cosas y de libros, allá donde yo vaya, que no lo sé. Pero…no te des mucha prisa. Apura tu vida que bien lo mereces. Un abrazo.

DIBUJILLOS DEL SORDO

Las calzadas de las calles de Madrid se vieron brillantes con la escarcha derretida y con una grisácea y luminosa luz entre la niebla el 13 de enero nada más amanecer. Las ventanas del Parador de la Cruz en la calle de Toledo, cerradas, comenzaban a dar cuenta de su vida interior. Agricio abrió el ventanal de su cuarto y se asomó a la calle. Era buen día: su onomástica y además se compraría algo hermoso; al día siguiente, temprano, el viaje de vuelta a Córdoba. Se aseó en el lavabo. Cuando bajó a desayunar al comedor, lleno de viajeros que partían de viaje en una galera de retorno para Barcelona encontró sitio en la mesa. Anastasia, la cocinera no daba abasto para freír huevos en el fogón. Junto a la fuente llena de rebanadas grandes de pan, Anastasia, la cocinera manchega del Parador, freía los huevos como nadie; todos los viajeros los pedían como especialidad. Su misterio estaba en que los hacía como en su tierra, Socuéllamos, con ajo y algo de pimentón. No había más misterio; si lo había, éste estaba, en la mano para la temperatura del aceite y el tiempo. – ¡Dos huevos para don Agricio! ¡Y un tazón de chocolate!- Dijo. Él esperó en la mesa, leyendo el Diario de Avisos de Madrid, único periódico supuestamente particular; aunque todos pensaron que era servil al Gobierno, como La Gaceta de Madrid, que ese no disimulaba, porque lo era. Agricio lo sabía  como todos pero buscaba información para sus compras. Había confirmado su viaje para Córdoba con el mozo del parador que estaba encargado de las plazas de viajeros en la galera y de las arrobas de mercancías. Mozo que en ese momento le daba lustre a la galera lavando los laterales; sacándole brillo al verde oscuro de su pintura. Oyó Agricio a dos que charlaban cuando reparó en dos informaciones que le interesaron mucho: La primera decía: En la calle de Alcalá, esquina á la de Cedaceros, cuarto entresuelo, de la casa núm. 5, se vende con la mayor equidad una colección de pinturas de los mejores autores. Y la segunda: En el de la Cruz á las 7 de la noche, la Esclava de su Galán, comedia de Lope de Vega Carpio, en 3 actos: a continuación se bailará el bolero por Mariana Castilla y Antonio Fabiani; y se dará fin con un  divertido sainete. Anotó en su cuadernillo de hule las dos cosas y con ello cerró su lectura. Cuando terminaba de tomar su tazón de chocolate, oyó decir a los que tenía al lado, viajeros de Barcelona: -  Pues en la calle Chinchilla, n º 11, cuarto 2º, interior, ha arribat una altra remesa de paño segoviano,  i els seus preus: blau 54 reals i 43 reals, un negre 48, 46, 45 i gris a 34 i 36 – 44. Serà suficient per a dos mesos. He acordat per bescanvi amb el meu. – No pierdes una Ricard,- dijo su compadre- te vienes con tus paños y ya tienes el trueque: ¡paño segoviano!
Se levantó Agricio y se fue a la calle; bajo el faldón de la chaqueta, la bolsa con sus cuartos y la libretilla de hule para no olvidar las direcciones. Llegó hasta la Plazuela del Ángel,  desde allí, esquivando coches birlochos, carros y caballos que transitaban, hasta la calle de la Cruz donde encontró abierto el teatro y también el despacho de billetes; compró uno para esa noche. Con él en su bolsa, anduvo por la calle de la Cruz, luego  la calle Sevilla, hasta llegar a Alcalá esquina a Cedaceros donde decía el Diario de Avisos vendían una colección de pinturas de los mejores autores. En el número 5 subió hasta el entresuelo, allí se fue hasta el cuarto donde le abrió un hombre llamado Cayetano, sesentón, locuaz y dicharachero: pensaría que comportarse así era bueno para el negocio. – Pase, pase amigo tiene usted mi bienvenida, le voy a enseñar las pinturas que tengo a la venta y usted decidirá si el precio es equitativo o no. Creo que lo es, son hermosas y si me desprendo de ellas es por aliviar la tesorería de la familia que con los tiempos que corren no anda muy holgada, y créame, es mejor y más preciada la tranquilidad de las almas que el patrimonio, por muy importante y hermoso que sea.- Bueno señor – dijo Agricio- estoy seguro que el aviso del diario es certero; veamos pues, si es usted tan amable.- No lo dude Señor, son de primeras y prestigiosas figuras de este arte como verá usted ahora. Le pasó a una sala donde tenía los cuadros apilados en el suelo, contra la pared y separados con unas mantas muleras para protegerlos. Enseñó todos y cada uno, y no vio Agricio nada de particular y los autores  no parecían muy conocidos, hasta que llegó a uno de cincuenta centímetros de largo por treinta de de ancho que perecía estar firmado por Bayeu. En él se detuvo don Cayetano y triunfalmente se lo explicó: - Aquí tiene usted nada más y nada menos un cuadro del gran Bayeu, Don Francisco, ilustre pintor de la Corte del rey Carlos IV y muy estimado por su majestad don Fernando VII. Es una obra de gran valor que representa un boceto para los frescos del Palacio de La Granja de San Ildefonso. Se lo vendo a un precio muy rebajado, por las necesidades que ya le conté, por solo 150 reales. Si le place su compra le vendo además junto al cuadro del gran Bayeu unos “dibujillos del sordo”, su cuñado, don Francisco de Goya, que bueno es, aunque no tanto como Bayeu en mi modesta opinión. Estos dibujos hechos al grabado, pertenecen a las colecciones de Disparates y Desastres de la Guerra, en total 22 de los primeros y 20 de los segundos, que no son todos, pero están en muy buen estado. Se los dejo todos ellos en 54 reales, que aunque es bastante, creo que es equitativo, se alegrará de quedarse con el lote. – Agricio se quedó pensativo unos momentos, incluso se cogió la barbilla para dar más importancia la momento y a darle seriedad a su meditación de la compra como se lo presentaba don Cayetano. Pasados esos momentos, que fueron tres minutos y al vendedor se le antojaron tres horas, Agricio levantó la cabeza y mirándolo con firmeza le habló de esta manera: - Mire usted don Cayetano, podríamos hacer lo que se presta a muchos, como es el arte del regateo, pero soy persona que se precia de tomarse las cosas con seriedad y no voy a hacer ese extraño arte, así que ponderados los objetos de compra y sus precios, me parecen, como decía el aviso, equitativos. Así que… ¡venga esa mano que estoy de acuerdo! – Se abrió en una gran sonrisa el gentil vendedor, le dio la mano, y después Agricio le pagó los 204 reales. Cogió el cuadro y los grabados que Cayetano envolvió en un paño, atados con cuerda.

Llegó Agricio al parador contento con la compra de sus obras de arte que guardó en su cuarto en el armario con la ropa, ocultándolas. Esa noche estuvo en el teatro disfrutando de su última noche. Al día siguiente partió con la galera a Córdoba. Cuando llegó días después, le enseñó a un buen amigo y profesor de pintura sus adquisiciones. Se maravilló con el Bayeu y el precio de adquisición, pero quedó totalmente asombrado por los grabados. –Agricio,-dijo- has adquirido unas obras maestras de Goya, mejor que Bayeu, qué duda cabe, por el precio de una levita. Jamás encontrarás una cosa más ventajosa en tu vida.  Y así fue.   

AQUÍ EN STAFFIN



No me acuerdo cuando vine aquí, sé que traía todo lo que dijeron como necesario y algunas cosas más que yo considero inseparables. No sé porqué me acordé de mis viajes por la Nacional-536 y la N-120, por Carucedo, O Barco o Quiroga. En esos momentos sentía el olor a caldo gallego o a cocido revocando desde las chimeneas sus vapores por el viento. Poco tiene que ver con esto. No veía apenas población alguna en bastante tiempo y solo alguna casa aislada de vez en cuando.  Ben me trajo en su Land Rover de 1964. Duro como las piedras pero  marchando como el primer día, como suele decir él. Buen chico Ben. Fue él quien me recomendó para venir aquí. El profesor Dristan MacAllan colaborador de la Universidad de Glasgow hizo el resto. Por mis estudios sobre el Atlántico me invitó a colaborar con él. Me ha proporcionado el dinero para la asistencia técnica, con él podré estar aquí un año mínimo haciendo el trabajo. El bamboleo del coche adormecía y parecía soñar el viaje. Dentro del coche, caliente, pero fuera: un día de perros. Lo tenía limpio Ben, muy limpio y daba gusto viajar con él. Llegamos hasta Staffin, Ben me dejó en el hospedaje hasta que encontrara otra cosa: en Hallaig Guest House, una casa nueva. Subí a la habitación y después de descargar la vejiga me asomé por el lucernario que daba luz detrás del inodoro. El verde oscuro de la cubierta vegetal, propia de las islas Hébridas, llenaba todo mi horizonte: tierra de fría estepa, de hielo y nieve. El cielo en ese momento estaba tranquilo, pero el servicio meteorológico  decía que iba a empeorar. Coloqué mis cosas, salí a dar una vuelta y debía presentarme a la gente con la que iba a vivir en Staffin, son pocos. No tardé en recogerme  con los primeros vientos fuertes. El mar se oía fuerte por toda la bahía. Pensé que en la casa era en el único sitio donde tenía que estar. Las cuatro y media de la tarde; cualquiera de mi tierra habría pensado que estábamos en las nueve de la noche, o quizá más. Cené un poco de caldo y me acosté enseguida. Antes de cerrar los ojos di una última lectura al monitor donde tenía la recepción de lecturas de las boyas que me habían encomendado. Aparentemente estaba dentro de lo normal en un día de temporal. Encendí las alarmas de sonido y me acosté. Pensé en ella, en Julia. Terminé dormido.

-Parece que te ha gustado esta isla, Bieito, quedamos a las siete y ya son y media. ¡Levántate gandul! ¡Venga! Era Ben. Me dormí más de la cuenta. Fui rápido a la ducha y tomé un poco de café caliente con una tostada. Mientras, miraba la pantalla con la lectura de las boyas. Había en el panel una mayoría de ellas de color naranja, estaba dando los datos de una bajada de temperatura muy apreciable. Mientras estaba tomado notas y sacando una copia con la impresora sonó la primera alarma. -¡Ben, mira esto, acaba de saltar una en rojo! Llegó corriendo y nada más verlo me miró con ojos asustados. –Bieito ¿es lo que estoy pensando? – Sospecho que sí. Tendremos que llamar a Dristan. – Sí; prepara los datos, yo me ocupo de recopilar los de esta noche para ver la evolución. Saltaron en rojo mas de la mitad.
Cuando pusimos la televisión avisan que  en una extensa zona en el Océano Atlántico norte había una anomalía fría de temperatura superficial que ha llamado la atención de los climatólogos de todo el mundo. Confirma nuestras muestras y el pronóstico. Un brusco descenso de la media en estas fechas; se situa bajo Groenlandia e Islandia. La National Oceanic and Atmospheric Administration (NOAA) confirman los datos, no había error: es una zona con muchas boyas y muy muestreada. La fusión del hielo de los ríos de Canadá y Siberia y el deshielo de Groenlandia ha provocado una desaceleración de la corriente Termo-halina. Es un debilitamiento de ésta corriente cálida que ahora llega a las costas occidentales de Europa; como algunos modelos climáticos a largo plazo preveían.
-Bieito, me acaba de decir Dristan que estemos pendientes de las mediciones y si se empeora el tiempo, que nos vayamos a Portree. Allí están preparando un dispositivo para una posible evacuación si llega el caso. – ¿Pero tan mal lo ven, y tan pronto? – Sí, dice que tiene contacto con la NOAA y no descartan nada, incluso unas bajadas de temperaturas muy drásticas más adelante, cuando vaya terminando octubre.- ¿Como cuanto de drásticas? – Eso le he preguntado yo, y me ha contestado que todo lo peor que nos imaginemos. – Bueno pues voy recogiendo. Poco tiempo voy a estar aquí. Me estaba gustando esto. Me hacía falta un sitio tranquilo y alejado. Pero bueno, haremos lo que nos dicen.
Estuvimos ocupados todo el día recogiendo los equipos y cuando terminamos ya era de noche. Cenamos los dos en el hotel y Ben durmió en mi habitación en una supletoria que nos dejaron. A las seis de la mañana sonó el teléfono – Síí? – Contesté yo bastante preocupado. –¿Bieito? Soy Dristan. Estáis ya en Portree? –No, aun no, estuvimos recogiendo los equipos y se nos hizo la noche. – ¡Pero muchachos! Coged inmediatamente el coche y marchad a Portree. Tenéis que estar en ese punto para hacer el seguimiento de las boyas desde allí y por si hay que hacer la evacuación, ¡por favor! - Como hay temporal nos quedamos a dormir, pero no te preocupes, inmediatamente salimos para allá. – De acuerdo, llamadme si hay algún problema.

Cogimos el coche en media hora y tomamos la carretera A-855 a Portree. Cuando pasamos por el lago Melth, empezó a nevar con fuerza. Dijo Ben que llevaba el coche neumáticos de invierno, con clavos, lo que me tranquilizó un poco.  Ben me miró, me debió ver cara de preocupado porque, inmediatamente, se puso a silbar Scotland the Brave, la canción tradicional escocesa. Habían pasado treinta minutos y aun no habíamos llegado a Portree, la nevada nos reducía la velocidad y solo nos podíamos orientar por los postes que señalaban el límite de la carretera.  Arreció la ventisca y llegó un momento en que el nivel de la nieve era ya muy alto. Dos minutos después el Land Rover tenía mucha dificultad para seguir rodando. Terminó por pararse. Miré si había cobertura de móvil y vi que había solo una rayita en el teléfono. Mandé un SMS a Dristan explicando nuestros problemas. Nos pusimos una manta tapándonos y esperamos la respuesta. Cinco minutos después me contestó diciendo que mandarían un camión quitanieves a sacarnos de allí a nosotros y a los que se habían quedado en Staffin. Cuando llegó la quitanieves Ben no contestó cuando le avisé. Estaba muy mal, con una hipotermia muy fuerte.  Lo cambié a mi asiento y me puse yo a conducir, el coche arrancó sin gran problema. Seguí la ruta y en diez minutos estábamos en Portree donde atendieron a Ben. Al día siguiente nos iban a evacuar. Volví a acordarme de ella, de Julia. Siempre lo hago cuando me siento solo.  Ahora tendré que volver a casa, en Galicia; esto, está muy mal. Esperemos que haya avión. Se veía venir: nadie hizo caso.

COMENZÓ CON EL SOLOMILLO DE CORZO

Cruzamos la calle hacia el hotel y, en ese mismo momento, se cerraban las nubes acudiendo las sombras cuando, un coche, posiblemente un antiguo Daimler, estuvo a punto de atropellarnos. Tiré de ella con fuerza y en dos zancadas estábamos en la puerta y una más, en el vestíbulo. Un penetrante olor a café llenaba toda la  recepción: procedía de la sala contigua, donde había bastante gente tomándolo en las mesas. Aun no habían prohibido fumar y el humo tamizaba la luz que entraba desde las ventanas. En una mesa, solo, estaba Franz. Nos vio enseguida y nos invitó haciendo unas señas para que nos sentáramos con él: así lo hicimos. Después de ver como humeaba mi café, y estando todos servidos, Franz nos lo dijo: -Tenéis que quedaros. No solo han cerrado la frontera sino que la policía está todo el día en la calle buscando viajeros clandestinos. No conviene discutir con ellos; creo que están tan asustados como nosotros y un hombre con poder y asustado es mejor tenerle lejos. Mañana posiblemente estará todo más tranquilo. Allí nos quedamos.  Pensé en que iba a hacer y me decía: hoy ya no sé si sería capaz de volver. Las mañanas cuando amanecen, nos son familiares. Tengo todo lo que podía ambicionar. Nunca creí que podría vivir en otro lado; pero con Marie todo ha sido fácil. Aquel día que cruzamos al hotel, un día cualquiera, en un lugar de paso y… todo cambió. Nadie esperaba esto, pero en Baviera no impiden a nadie que pueda vivir y conforme, eso me dijo Franz un día que no recuerdo. Hoy cobra sentido. Más tarde, alargada la reunión, nos sirvieron solomillo de corzo. Llenamos los estómagos con alegría y terminamos con aguardiente de cerezas. Acordamos Marie y yo ir allá. Nos fuimos al caserón de Franz con las maletas. Cenamos allí y a altas horas de la noche nos quedamos solos Franz y yo. Escribía muy bien y muchas veces nos ayudábamos mutuamente para superar nuestros vicios de escritura. Siempre decía que su mejor tesoro eran sus libros. En su casa no tenía muchos. Aunque aseguró que tenia de su familia una buena biblioteca. No dormí mucho, aunque descansé lo suficiente después de la tensión del día anterior. Al amanecer, abrí la ventana que daba a las montañas y todo estaba nevado, llamé a Marie, nos abrazamos y en ese momento cogimos fuerzas para vivir todo este tiempo, juntos.

-Pero señor, ¿y en todos esos años que ha vivido en Baviera pensó alguna vez en acabar solo aquí, en Las Rozas? – No. Pero la vida, siempre da sorpresas, y no siempre buenas. –Ah. ¿Pero lograron salir de allí? - Sí pero no fue fácil. Mira Diego, siempre estuve preocupado de joven en preparar mi futuro con planes y sopesando expectativas sobre que habría de hacer para ser feliz, para conseguir todo lo que ambicionaba. Bueno, pues nunca han salido los planes, ni las expectativas eran como había previsto. La vida  es imprevisible. Por eso, desde que salimos del hotel Altstadt en Salzburgo, hasta que llegamos al caserón de Franz en Baviera ninguno supimos qué nos esperaba después, nos movimos solo por el instinto de supervivencia y con la generosidad de los amigos. Franz se fue dos semanas después a Suiza, donde estuvo viviendo hasta hace dos años en que falleció. Vivió fabricando agujas para los relojes de Cuco de gran calidad: las hacía con madera de ciruelo, con enchufe de latón muy bueno; se las pedían desde todos los lugares del mundo, tanto para la fabricación de relojes como para repuestos. Se casó con una suiza del cantón italiano, Gina, con la que tuvo tres hijos que mantienen su pequeña fábrica de repuestos de relojes de Cuco. Salió de Baviera por seguridad, le dieron aviso de que la GESTAPO le podía estar buscando. Antes de irse me vendió su casa, en la que estuve viviendo hasta 1995. Al despedirse dijo muy risueño: - Vivirás feliz en esta casa, pero te dará una gran alegría cuando empieces a olvidarla, te lo digo para que la cuides siempre. Fue de mis padres y te la encomiendo a ti, mi mejor amigo, que siempre te he considerado mi hermano.

Marie y yo estuvimos viviendo de la agricultura y la ganadería. Lo peor fue  en, y después de la guerra, que hubo muchas dificultades pero al fin salimos adelante. En todo este tiempo no he dejado de escribir, y tres veces el año nos hemos ido a la casa de Baviera en la que está viviendo nuestro hijo Günter que estudia ingeniería mecánica, allí en Alemania. Vinimos a España por motivos de salud, necesitamos los dos un clima menos húmedo. Marie, mejoró de sus dolencias reumáticas pero no pudo con el maldito tumor que acabó con ella. Mañana, sin falta cogeré el coche y me iré a Baviera.  Cerraré esta casa pensando por si no vuelvo. Tengo todo arreglado. Pero tengo que ir, Günter me ha dicho que han encontrado un maderamen extraño, como si fuera una puerta, en la pared del estudio cuando descubrieron el paramento para un arreglo de humedades. Le dije que lo descubriera pero quiere que esté presente yo. Parece que tiene algo escrito que esta muy borroso. A mi edad Diego solo importa lo esencial. Por haber conocido tanto y de haber errado tanto. Solo importa el afecto. Eres un buen chico, y como tengo confianza en tí te cuento todas estas cosas. Te diré como me va allí en Baviera. Mandaré mensajes con todo lo que te pueda contar. Sabes que para la edad que tengo uso el ordenador con soltura. Me viene bien, no tengo que ir a correos, ni comprar sobres, ni esperar varios días a que llegue. Así que ya te contaré, debes estar atento a tu correo, sí, ya te contaré.


Esto es lo que hablamos Diego y yo antes de partir de Las Rozas. Lo que hice el miércoles cinco de octubre. El año de  2005 fue el que cambió de nuevo mi vida, como aquel 1945 en que salimos por pies de aquel hotel  de Salzburgo y nos fuimos a Baviera, o cuando en 1995 nos vinimos a España, a Las Rozas. Hice el viaje de mi vuelta muy tranquilo. Me hubiera gustado disfrutar de la comida un poco más;  en Clermont-Ferrand me recomendaron  Aligot y la Tartiflete, típicas en Auvergne. Me gustó, pero me arrepentí después: muy rico todo pero demasiado fuertes para mi estómago; pero lo bastante bueno como para hablar de ello. Al llegar a mi destino, me estaba esperando Günter a la entrada de la casa. Nos abrazamos y enseguida me contó lo del descubrimiento. Fuimos a verlo. Estaba muy nervioso por ver lo que hubiera. En el panel de madera descubierto estuve viendo la inscripción. Conseguí leer lo que decía antes de que se estropeara al levantar las maderas, decía: Meine Bücher sind meine Welt, und es ist alles was Sie brauchen. Que venía a decir: Mis libros son mi mundo, y es todo lo que preciso. Detrás estaba la biblioteca de la familia de Franz. Tenía razón, cuando ya tenía casi olvidada la casa, me acababa de dar una gran alegría. Más de dos mil títulos, muchos de ellos antiguos, y desclasificados, alegraron mis días.

LA LUZ DE BRETAÑA

A las 8.20 del día 23 de septiembre se cumplía el equinoccio. Es el día  en que las horas de la noche eran las mismas que del día. Había llegado a Pont-Aven y abría la ventana del cuarto que ocupaba en la casa del nº 18 de Rue des Meunierès. Mi abuelo me lo dijo en una ocasión: para pintar debes aprender de los maestros, deberías estar cerca de ellos o, si no puedes o están ya fallecidos, de los sitios donde estuvieron cuando pintaron los cuadros en los que te ves más próximo. Decía esto cuando andábamos por el paseo de la Argentina en el Parque del Retiro de Madrid. Siempre lo tuve en cuenta. Así que cuando me cansé de estudiar lo que no quería, cuando terminé la carrera de Letras que hice por tener algo más de ilustración, desoyendo lo que me repetían mis padres, dejé de trabajar en su empresa, compré más cosas para mi equipo de pintura hasta considerarlo completo (nunca lo está, bien es verdad), me subí a mi querido Fiat Tipo y me vine a Francia. Conociendo el abuelo cómo soy y cómo son mis padres, me dejó lo suficiente para poder vivir con lo imprescindible si tener que depender de mis padres.
Salí a pasear por Pont-Aven y vi a varias niñas que parecían las pequeñas bretonas de Gauguin, no llevaban el traje típico pero jugaban entre ellas de manera parecida. La luz de sus trajes y la de la hierba que ya empezaba a estar quemada, amarilleada por el frío, trajeron la imagen del cuadro. No me había equivocado al venir aquí, mi abuelo tenía razón. Sin embargo no tengo aún la fe necesaria para lograr una expresión que conecte con el post-impresionismo expresionista de Paul Gauguin; ¿qué me falta? –pensaba- no lo sé. Pues si lo supiera ya me habría aplicado en pintar tal y como me gustaría, para conseguir lo que busco. A mediodía acabé en el restaurante Les Ajoncs d'or  para comer, no me sentía con ganas para cocinar en casa.  Terminé amodorrado por los vapores del vino, del licor que me sirvieron después y por el suculento maigret de pato, que, unido a la nube de tabaco que me envolvía –no encontré mesa para no fumadores- me puso en un estado de turbación general y sin embargo de bienestar, que me animó a dar un paseo por la ribera del río. Parecía que alguien me iba empujando, tal es así como sentía que el cuerpo se movía, más allá de las fuerzas que ponía yo en las piernas para moverlo. Me apoyé en la barandilla cerca de la gran rueda del molino, con la vista fija en el agua escurriendo desde sus palas. Hacía fresco pero no me di cuenta que me estaba enfriando hasta que noté un gran escalofrío y tiritona. Volví rápido hasta la casa donde me hospedaba en Meunierès. Cuando llegué a la casa, desde la calle vi la cara de un hombre con perilla y bigote, que me era conocido, que pasaba fugazmente por la ventana de unos de los cuartos que ocupaba yo. Me preocupé. Subí hasta mis habitaciones y no había nadie. Pregunté si había venido alguien preguntando por mí y me dijeron que no.  Tenía la cabeza muy cargada y sentí calor ahora, cuando fui a refrescar la cara, me di cuenta que tenía rojas las mejillas y los ojos brillaban casi lagrimeando: tenía fiebre. Tomé una aspirina y me acosté. A la luz de la lámpara de la mesita de noche empecé a leer donde lo había dejado Los Misterios de Marsella de Èmile Zola, en una vieja edición de bolsillo de Bruguera. El capítulo: El señor Sauvaire, maese Ganapán. Cuando llegué al momento en que conoce a Teresa Armanda, oí una voz de hombre que me hablaba al oído: - Tienes que comprar azul Prusia, con ese que tienes no vas a conseguir nada. Hazme caso: azul Prusia. - Empecé a ponerme muy nervioso, temblaba de la fiebre y  me sentí en ese momento totalmente desprotegido, indefenso. Me levanté y empecé a dar vueltas por las dos habitaciones como si fuera un animal encerrado. Asustado. Fui a beber agua, por si me tranquilizaba, y algo hizo el agua que empecé a reflexionar y a tranquilizarme. Posiblemente era un puro delirio ocasionado por la fiebre. No era la primera vez que me pasaba algo así. Recordé que de niño tuve pesadillas que viví intensamente hasta levantarme dando gritos de la cama, con más de cuarenta grados de fiebre y después de haber estado una tarde entera viajando por los mares de Asia con una novela de Salgari. Así pues, debía ser una mera alucinación. Conforme parecía estar pero, sin darme cuenta, me vi de rodillas junto a la caja de pinturas comprobando cual era el azul que estaba usando: era azul cobalto. Tenía razón la voz que había oído, con ese color no podía llegar hasta las luces que pretendía conseguir en Pont-Aven. Pero, ¿no había quedado en que era una alucinación? ¿Que hacía yo allí llegando a conclusiones como si la voz fuera real y me lo hubiera advertido? La verdad, estaba totalmente confundido y con una inquietud que no era normal. La fiebre parecía remitir y el sueño y el cansancio hizo el resto. Acabé rendido y dormido.
Oí voces desde la calle y abrí los ojos, la ventana estaba cerrada pero desde su rendija veía las sombras de la gente que pasaba proyectadas en el techo. Lo que decían no me llegaba con claridad pero si pude distinguir  las palabras de un hombre con voz grave que le decía a otro: - Henry Bacon supo ver la luz de esta tierra, Gauguin lo entendió. Solo hay que dar luz de alegría a la melancolía natural de Bretaña. ¿Color clave? No lo sé, posiblemente otro que no sea el azul cobalto del Mediterráneo. – Lo que le contestó el otro no llegué a entenderlo. Me levanté recuperado aunque algo débil. Es precisamente esta debilidad la que me despierta la sensibilidad para dibujar y pintar. Después de desayunar en la Creperie du Port cogí mis bártulos y me dirigí a un prado cercano. Tomé un punto desde el que se veía descender una muralla baja de piedras bordeando el camino que llegaba mas abajo hacia la ribera del Aven. El olor de la trementina cuando la destapé y del aceite de lino terminó de hacerme concentrar en el trabajo. Despacio, más de lo habitual, fui desplegando los fondos con los colores vivos pero tamizados que me pedía el cuadro. Septiembre se agotaba y la tranquilidad de Pont-Aven, mis trabajos de pintura y la lejanía de mis viejos problemas con la familia, me ayudaban a estar tranquilo, posiblemente feliz.

Volví a mis habitaciones de Meunierès y, subiendo por la escalera, me vino una premonición, algo iba a pasar. Sentado en el sillón de la habitación, con la vista puesta en el techo, pensando en cómo iba a seguir el cuadro, y los próximos que pensaba hacer, los que fui decidiendo por la ribera del Aven,  volvía a oír la misma voz que creí oír durante la fiebre pasada, la misma voz grave que oí desde la calle cuando desperté, me llamó por mi nombre y, esta vez en francés dijo claramente: - Raul, je suis Paul Gauguin, donnez vous le feu de joie à la mélancolie naturelle de Bretagne . – Si, fue lo que hice: dar luz de alegría a la melancolía natural de Bretaña. Tres meses después no me decidía cual de las tres ofertas de las tres galerías de arte de Pont-Aven le daría el contrato de venta de los cuadros. Los querían en Berlin y Nueva York.

EL FORASTERO DE GANTE


En el número 7 de la calle Oudburg de Gante  vivió Georg en la planta primera, encima del Restaurante Aspendos. Pasaba gran parte del día sentado en el salón de su piso, leyendo y viendo desde allí la vida de la calle por el gran ventanal que ocupaba prácticamente toda la pared que daba al exterior. Cuando él vivía allí, había pintado por dentro las maderas del ventanal de rojo siena, como recuerdo a su pueblo natal Costalpino, no muy lejos de Siena. Hijo de un alemán, Heindrich y de italiana de aquel pueblo, Concetta, terminó en Gante cuando tubo que emigrar en 1962. Desde aquel saloncito de apartamento del nº7 de la Calle Oudburg, viajó Georg por todos los continentes. Su insaciable afición a la lectura llenaba las horas, cuando libraba de su trabajo como revisor mecánico en la estación de ferrocarril de Sint-Pieters; una vez que se jubiló, casi todo el día. Prefería la literatura italiana, clásica y actual, pero no descuidaba otras, incluida la alemana, en la que para él era su obra favorita, El lobo estepario. Posiblemente porque él se sentía un lobo de la estepa, o por el carácter que le daba Hesse al protagonista de su novela. Así dejaba Georg que corrieran los días, los meses, las estaciones y los años, en su refugio anónimo de Gante, hasta que un jueves, 7 de octubre de 1973, recibió una llamada de teléfono. Era su prima Gina desde Costalpino. Esta fue su conversación, que no sé si es correcta cuando la reproduzco, pero creo que fue así. - Buongiorno, Giorgio, come stai? Ti chiamo perché fra tutte le persone da qui perché ieri è stato un tedesco domandando per te fra tutti le persone qui. Non so che sarà, ma mi sembra niente da buono. Qualcuno m´a detto che era in Belgio - sai tu il suo nome? Como che? da dove vieni? – dijo Georg.-  Mi sembra essere un grave problema. Guarda ti Giorgio. Parleremo poi. Baci –Se despidió Gina. Georg quedó pensativo y preocupado. ¿Quién sería ese alemán del que hablaba Gina y que preguntaba por él? En ese momento se le vino a la memoria sus conversaciones con su padre, que más de una vez le advirtió que, desde Alemania, podría venir alguien preguntando por él y a lo peor tendrían que irse lejos de Costalpino. No le explicó nada del motivo de sus temores pero quizá la clave estaría en una de las frases habituales de su padre cuando decía: - ¡la mala política alemana hace estragos! Cuando iba a morir le advirtió que si venían a por la familia, huyera. Mala gente quería su mal. Y concretó en una persona:-Si llega un hombre alto, al que le gusta el chocolate como si fuera droga: ese es el peor. Georg acabó indagando los motivos de la preocupación de su padre y, finalmente, un pariente suyo que vivía en Zurich llegó a confesarle que eran del partido nazi que, escondidos y con distinto nombre, hacían de vez en cuando una persecución a los alemanes que se fueron del país huyendo de la guerra y sus consecuencias; como era su padre.
Desde el día que le llamó Gina, estuvo Georg cavilando en la solución del grave problema que, suponía, se le acercaba. Calculó que tenía no más de una semana hasta que se le presentase el alemán que  vendría a por él. Finalmente, teniendo en cuenta la edad, en la que un cambio de domicilio, lejos de allí, no lo podría soportar, que podría serle muy difícil volver a empezar desde cero en una vida que ya tenía consolidada. Así pues, descartó la salida de su casa de la calle Oudburg, sin renunciar a sus libros, ni a las esporádicas visitas a la librería cercana donde pasar un buen rato viendo las novedades de  libros, y conversar con el librero sobre ello y de otros nuevos que solía enterarse por el periódico. Tampoco estaba dispuesto a dejar de ir a la estación de Sint-Pieters a hablar con sus antiguos compañeros, con los que terminaba comiendo arenques y unas buenas jarras de cerveza. Decidió quedarse en Gante y seguir con su vida.
Después de una semana y media, fue precisamente en uno de sus encuentros con los compañeros de la estación cuando comentó uno que un hombre alto, rubio, mayor, había preguntado por él. Como no sabía quien pudiera ser, solo dijo que sí había trabajado allí Georg, pero que no sabía donde vivía ahora. A los dos días se presentó un hombre en su casa y resultó ser un empleado de banca que le quería vender un producto, que decía bueno, pero al que despachó con mal humor por su repudio hacia los bancos.
Algo le tranquilizó a Georg que el empleado bancario no fuera a visita que temía, pero no tardó mucho en volver a preocuparse por si venía el que le advirtió su padre.
Una mañana, que cavilaba al lado del ventanal sobre las medidas a tomar si llegaba el hombre que tanto temía, se acordó de lo que dijo su padre antes de morir. Si era el que él decía, le debía gustar el chocolate con tanta pasión que  le fuera imposible privarse de un trozo o un bombón si lo tuviera en su mano. Así pues, y recordando los libros que había leído del Renacimiento, pidió a Gina que le mandara de nuevo, como casi siempre lo hacía,  el amargo chocolate Amedei Toscano y bombones hechos con él. Cuando le llegó el paquete,  estuvo en el invernadero al que solía ir en Gante, a comprar las plantas para su piso y todos los fitosanitarios necesarios. Una vez hechas esas compras se fue a un comercio de fotografía y compró una cámara y proyector Eumig de super 8. Necesitaba un elemento probatorio que dejara clara la amenaza si se producía. Lo dejó todo dispuesto, cámara y película, escondido entre los libros de su librería del salón. Dejó a la vista la caja de los bombones de chocolate Amedei Toscano.
Dos días después  llamaron a la puerta, miró por la ventanilla y se fue a la estantería donde colocó algo detrás de los libros. Apareció la temida visita. Era un hombre alto, apenas le quedaba un mechón rubio entre las canas, y sus ojos azules desprendían odio, nada más que odio. Al abrir, saludó secamente: -Buenos días, supongo que usted es Georg, el hijo del amigo Heindrich, que se fue hasta Italia hace años… ¿no es así? –Sí –dijo Georg sin más.- Bueno, bueno, bueno. Así que al fin dimos con el retoño del huidizo Heindrich. ¿Sabes para qué he venido no? O lo supones. Sí, se van a acabar tus días, hijo de la lombriz. –Sacó en ese momento una pistola Luger  y le apuntó a la cabeza. Se sentó e hizo sentar a Georg. Al hacerlo vio la caja de bombones en la mesa de centro. La abrió sin dejar un momento de apuntar. – No coja nada de ahí, se lo ruego - dijo Georg.  No le hizo caso. Cogió cuatro bombones y se los comió de dos en dos. Siguió hablando y se refirió a la grandeza del Reich y la miseria de los traidores. Seguía con los bombones. Cuando llevaba cinco minutos se le cayó la pistola de la mano y empezó a perder la estabilidad y el control de su cuerpo. Cayó de golpe al suelo y se estuvo retorciendo hasta quedar sin sentido hecho un ovillo en el suelo. 

La policía dijo que lo buscaba la Interpol. Callaron la noticia por motivos de seguridad. La película de super 8 le ayudó para evitar la acusación y el producto con nicotina para curar las plantas para quitarlo de enmedio. Le dejaron sin cargo alguno. Siguió Georg tomando arenques con sus amigos y leyendo muchos años.