20160330

EL TIO JONAS



Conocí a un muchacho de once años, Isidro, que vivía en la calle Juanelo, bocacalle de la de Embajadores, donde se había criado y en su juventud no salió nunca del barrio, salvo dos veces que le llevaron en tren a la Sierra a casa de una tía de su madre que vivía en Montejo.  De escasa estatura, tan delgado como imaginativo, con ojos verde oscuro, grandes, que pareciera tragarse el mundo, solía estar en la calle hasta que la luz se iba por Cascorro. A esa edad en la que aún se está aprendiendo a vivir, pasaba el día en juego continúo y, para desesperación de su madre, María, viuda de recaudador y hermana del carpintero Jonás, no solía abrir mucho los libros y escribía menos cuentas que un zapatero remendón que, como es sabido solían poner la facturas en un clavo y de ahí solo se movían para el último recuento. Lo que más le atraía era ir a ver a su tío Jonás a su taller de carpintero en el principal de una casa de la calle Rodas de cuyo número no me acuerdo y, en segundo lugar, ir al cine. Por eso, buscaba cualquier excusa para visitar a su tío y se quedaba, a la vuelta, en su calle de Juanelo, viendo los fotogramas en el cine Odeón.
Así las cosas,  de lunes a viernes, con alguna falta, al volver por la tarde del Instituto en la calle de Toledo, con un bocadillo de sardinas o una onza de chocolate, que más parecía una porción de la madre Tierra que el extracto de la semilla de cacao, bajaba por Embajadores hasta llegar a Rodas y acercarse  al taller de su tío, allí, abría conversación en la que él preguntaba y el carpintero respondía, sin dejar de cepillar la madera, hoyar con la barrena o darle vueltas al bote de la cola de pescado. Sin darse cuenta, el chico aprendía y el tío disfrutaba del sobrino haciéndole más corto el trabajo.  Un día, antes de cerrar el taller, a las ocho, Jonás le contó una historia que, según él, era la de un viejo carpintero que habría vivido allí en los tiempos del Rey Carlos III. – Mira Isidro, ¿ves ese cuartillo que hay detrás, donde guardo las maderas, pinturas y barnices? Pues ahí mismo dormía el Isaac el Salamanquino, un judío así llamado, porque era de Salamanca, en un jergón con colchón de paja y unas viejas mantas de Zamora que de puro sucias se les había cambiado las hilaturas en pardo oscuro. En una caja de madera de haya, con una cerradura muy compleja, guardaba sus dineros y las pocas cosas de valor que tenía, que escondía bajo las maderas de la tarima que tenía sueltas cinco, y abrochaba con dos pasadores en los extremos, disimulados por un grueso rodapié.  Cocinaba su comida en la galería que da al corral, esa que ves ahí, por el que entra el sol hasta que decide irse por el Parque del Moro, que es por donde dicen ordenó Felipe V que debía salir a la caída de la tarde. Cuentan que cuando alguien le caía bien, y veía buen trabajo, le dejaba a la caída de la tarde una moneda de oro en esa viga que cae del techo y que aguanta la maestra de techo, justo en ese hueco cuadrado que esta tapado; eso que ves que no es otra cosa que una puertecilla que encaja en el hueco. Como ves, está remachada con las cabezas de cuatro clavos de puerta y que en realidad no la sujetan, pues están cortados por dentro, sino que dan esa apariencia: mira, ¿ves? -Cogió la madera cuadrada y la extrajo del hueco dejándolo a la vista. – Cuando compré esta carpintería al anterior carpintero, el maestro Fidel, extrañado por esto que parecía una pieza de refuerzo de la viga, abrí la pequeña hornacina sin encontrar nada. Sin embargo, dos semanas más tarde, cuando leí en un libro muy viejo, que compré en la travesía de San Ginés la leyenda del carpintero judío que dejaba una moneda de oro en su local de carpintería del bajo Madrid sin precisar el sitio, al que lo ocupara y ofreciera todo lo que su capacidad y bondad diera. Volví a abrirla y me encontré esta moneda. -Se fue Jonás hasta el cajón que tenía en un estante y le enseñó una moneda de medio escudo de oro de Felipe V.
 -Como ves, hasta en los lugares más humildes puede ocurrir prodigios. Pero no pienses que esto se repite, no. He mirado muchas veces después y ya no hay nada.
Isidro siguió con sus costumbres y cuando acabó el bachiller, viendo su madre que no había manera ni dineros para que continuara estudios, consultando con su hermano, acordaron que el chico había de aprender el oficio de carpintero y así quedarse con la carpintería cuando faltase su tío Jonás. Eso hicieron y después de aquel verano en el que estuvo de nuevo en Montejo disfrutando de vacaciones, se incorporó al trabajo como aprendiz en la carpintería de Jonás. Al principio le aburría tener que tensar las cuerdas de la sierra, darle a la azuela para desbastar, y ordenar las cajas de clavos, tornillos y remaches para pasar las horas con la gubia y el formón trabajando listones que no iban a servir para nada, sino que se los daba su tío para soltar la mano. No tardó en coger la afición al trabajo cuando terminó un taburete por entero y salió bien. Pasaron semanas, meses y algún año para que Isidro cogiera oficio y se repartiera el trabajo con Jonás que disfrutaba viendo progresar al sobrino, que acostumbraba al cerrar a las ocho de la tarde, antes de echar la llave, y sin que le viera el tío, por darle vergüenza, abrir la hornacina por si le ponía el judío una moneda como la de su tío. Nunca veía nada.
Pasaron los años, su tío murió; y no dejaba Isidro de mirar al salir sin resultado alguno. Hasta que le propusieron un empleo en una fábrica de muebles como maestro ebanista. Cerró y vendió la vieja carpintería de la calle de Rodas. Un día, pasados dos años, echaba en falta la tranquilidad y trabajo bien hecho en la vieja carpintería, y habiendo ahorrado suficiente dinero, se puso en contacto con el dueño y le propuso volver a comprarla. Antes de cerrar el trato, le dio la llave el dueño y se fue a verla.

Abrió la vieja puerta de madera maciza y vio el interior todo lleno de polvo y tierra. Aún tenía la mesa de trabajo en el mismo sitio donde él la dejó, cubierta de suciedad, algo de escombros y palomina, prueba de que por el cristal roto de la ventana habrían entrado las palomas. Cogió una vieja escoba y estuvo barriendo todo y limpiando lo que pudo. Antes de salir, miró en la hornacina y no había nada. Sonrió. Al día siguiente, volviendo del notario donde firmó y cerró la compra, llegó a la carpintería con utensilios de limpieza y la dejó preparada para llevar herramientas y material para empezar a la semana siguiente. Al ir a cerrar de nuevo, volvió a mirar en la pequeña hornacina y, esta vez sí. Había una moneda de Felipe V de medio escudo de oro. Al parecer, para el judío, había Isidro dado toda su capacidad y bondad en ese momento. Pero cuando su madre murió años después, le confesó que la moneda que le enseñó su tío la puso él. Isidro, desde entonces se pregunta: ¿quién me puso la mía si mi madre no tenía llave?

EL ESPECTADOR INMOVIL



La tarde del martes llegó plomiza. El bochorno de la tormenta que se avecinaba había calentado los adoquines de la cuesta de Embajadores a tal temperatura que, de estar limpios, se podría freír un huevo al instante. Balcones y ventanas de las casas, que fueron mudos espectadores de la revuelta contra los franceses, de las intrigas del ministro Calomarde, mostraban ese día su fatiga, como perro que saca la lengua para refrigerarse: se veían entornadas con sus cortinas cayendo inmóviles sin dar señal de brisa alguna; el olor a pescado podrido del Mercado de San Fernando se hacía insoportable con el aire caliente que parecía quedarse para siempre. Con gran sofoco y bajo su vieja gorra blanca de visera, subía Damián con tiempo suficiente para llegar al comienzo de la película, una de las dos del programa doble del cine San Cayetano. Al llegar al estrechamiento de la calle, le pareció sentir que la temperatura no era tan agobiante, incluso que le llegaba algún golpe de aire más frío: enseguida lo comprendió. El portal de una de las casas de la acera derecha por donde subía, estaba abierto y, desde dentro, se veía la puerta de par en par de un sótano de donde salía la brisa fresca. Paró un momento para refrescarse y continuó la subida hasta el cine. Sonrió la muchacha de la taquilla al darle la entrada y por el hueco le llegó el aroma de Ozonopino del ambientador. Pasó despacio al vestíbulo del cine y se detuvo ante los fotogramas de cartón de la película que quería ver primero: Crónica Familiar, de Valerio Zurlini. Se detuvo a er un primer plano de Serena Vergano. Pasó al cine. El acomodador lo llevó por la sala, sorprendentemente llena, en la que la temperatura, agradable, y el ambientador le hizo olvidar el olor a pescado podrido. Comprendió al instante que su idea de aliviarse del calor la compartían muchos. El acomodador con su formal uniforme color carmín le enseñó con la linterna el asiento donde sentarse, junto a un hombre que parecía cumplir a rajatabla la hora de la siesta. Terminaba la segunda película, Bésame, tonto, comedia americana con Kim Novak y Dean Martin. A Damián le dio por pensar en lo que daría por dormir como el espectador vecino. También se reconoció a si mismo que su afición de ir al cine era conocer mundo y vivir aventuras sin riesgo alguno sentado en la butaca. No lograba entender cómo se estaba agobiando tanto con todo lo que le pasaba. Harto de estar encerrado en una habitación todo el día estudiando los temas de la oposición, deprimido por la espantada de Mercedes, su novia, que decía entender su esfuerzo por superar las oposiciones para asegurarse trabajo estable y, sin embargo, no dejaba de pedirle salir todos los días. No había terminado de preparar el tema 10 de Economía, pero la fatiga le estaba superando. Pensaba distraerse antes de retomar el estudio a las diez, después de cenar. – Damián, - le había dicho Mercedes- es que te metes a estudiar y luego te quejas de que tu vida no tiene grandes alicientes. Que te gustaría vivir hechos relevantes y aventuras, de esas que solo les ocurren a muy pocas personas. Pero desengáñate Damián, a la gente corriente como tú y como yo no nos ocurren cosas que sean especiales, relevantes y trascendentes, solo los hechos normales que viven la mayoría. – Jo, Mercedes. Solo quiero estr tranquilo. Estos días estoy muy agobiado por los exámenes, se me ha acabado el dinero que me mandó mi padre y no quiero pedirle más, no está muy boyante él ahora; y me cuesta mucho no verte y estar, aunque sea solo un minuto, contigo. Entiendo lo que me dices y es razonable, pero tú sabes que a las personas imaginativas como tú y como yo nos encantaría vivir alguna que otra aventura en la que nos pueda subir la adrenalina, aunque sea un poco. – Vale, vale, pues te dejo. Me voy a Cercedilla. Adiós.  Mercedes no solía despedirse diciendo adiós, sino con un hasta luego o nos vemos, pero cuando se enfadaba, decía adiós. -Bueno, pensó, me distraeré con el cine. Por eso, envidiaba la tranquilidad con la que dormía el espectador de al lado suyo. Así se le olvidaría sus frustraciones.
A las ocho menos cuarto, terminó la segunda película y encendieron las luces. Una muchacha de la fila de delante que había mirado hacia atrás lanzó a la sala un grito desgarrador. Vino corriendo el acomodador y señalaron al espectador que parecía dormir. Estaba muerto. Volvió sobre sus pasos el acomodador y desde la oficina llamó a la policía. Cerraron el cine. Llegaron los agentes de lo que la gente llamaban “la Secreta”, tomaron nota del carnet de identidad de los presentes en el cine y a Damián y a otro que estaba en el otro lado del muerto se los llevaron a la Comisaría. Le tomaron declaración; dijo que no conocía al muerto y que creía que estaba dormido. Sin embargo, le detuvieron y le metieron en el calabozo hasta que se supiera la causa de la muerte. No estaba muy lejos la morgue, pero se demoró el informe del forense hasta mediada la madrugada. A las cinco y media, sonó un portazo de la puerta metálica de los calabozos. Llegó el inspector de policía con una copia del informe y Damián se levantó del catre donde se había echado para intentar descansar. - ¿Damián Cosme González Benavente? - ¿Sí? - Mire Damián, le vamos a soltar. La autopsia ha determinado que murió por muerte natural. Aun así, seguirá la investigación, al parecer el muerto es una personalidad de la política internacional y hay que agotar todas las posibilidades. Le avisaremos, no vaya de viaje a ningún lado.
Bajaba Damián hacia el Paseo del Prado, andando sin prisas, disfrutando del fresco de la madrugada. Vio la luz amarillenta de la cafetería de la Plaza de Carlos V y se dirigió hacia ella para tomar algo caliente. Pasó un repartidor de prensa con una Isocarro que paró junto a la cafetería y el quiosco de prensa. Echó un vistazo a los titulares y compró el Diario Madrid. Había un titular que resaltaba sobre los demás: Muere en un cine de Lavapiés un funcionario de EEUU que acababa de llegar a Madrid de Congreso Internacional del Desarme. Se cree que podría estar relacionado con la prueba de la explosión de un ingenio termonuclear en la atmosfera. Según la autopsia, pudiera parecer muerte natural, pero se extraña la policía de que un diabético, como al parecer era el fallecido, tuviera tal alto contenido de azúcar, por una ingesta reciente. Al parecer se vio antes de la hora entrar en el cine, en la pastelería de Cascorro a un ruso que compró una docena de Rellenos de crema, especialidad de la casa. No tenía el muerto ninguno de esos pasteles al momento de morir.  En su estómago si había restos de ellos. ¿Suicidio? ¿Asesinato? (se preguntaba el periódico).

-Se los comió todos, seguro. - Dijo en voz alta Damián, mientras leía. -Están tan buenos que crean adición. Buena forma de morir. Bueno, pues ya tengo una aventura que contar.

ASTRA



No había viento y, sin embargo, la puerta gruesa de la entrada de la casa dio un tremendo portazo. Era Susi que llegaba del trabajo. - ¡Pero chica! ¿Cómo es que vienes a estas horas? – Nada Juan, porque estoy muy cabreada. No me digas nada ahora, no. No quiero hablar en este momento. Más tarde. Ahora, no aguanto interrogatorios. Luego hablamos ¿Vale? – Vale, vale, vale chica. ¡No hay más que hablar!
Juan sabía que cuando Susi le llamaba Juan, algo serio pasaba. Siempre le llamaba Juanito, o Johnny, o Jota, nunca Juan. La estuvo observando dar vueltas por el cuarto de baño, lavarse la cara, atusarse el pelo, ir a la cocina, beber agua, prepararse un café con leche y terminar sentándose en el comedorcillo con el cigarro en la mano observando las volutas de humo subiendo hacia la lámpara de flecos; en la mesa dejó el paquete de Bisonte y la caja de cerillas de papel encerado de C.A.F. Juan, pensativo, dejó pasar un espeso instante. Luego la miró y dijo: - Susi, salgo un momento. Enseguida vengo. – Vale. Hasta luego.
Mientras bajaba en el ascensor, vio cómo subía un hombre con gabardina y sombrero de fieltro negro por la escalera. Le siguió con la vista por los cristales hasta que se oyó cómo entraba en el séptimo. Despejó su preocupación. Salió a la Glorieta de Bilbao y se dirigió al metro, cogió el tren hasta Callao. Salió a la plaza, se paró y respiró profundamente varias veces. Cruzó y se dirigió a la cafetería donde trabajaba Susi. Al entrar, Gregorio le miró y le hizo una señal para que callara mientras se sentaba Juan. Minutos después se acercó y con la servilleta en el brazo dijo en tono alto para que le oyeran desde dentro: - ¿Que se le ofrece al señor? Juan pidió: -Un café negro. El camarero, cuando se aseguró que no le oían, cambió la conversación: - Susi se fue hace más de media hora. - Juan asintió. – Tuvo una buena con el jefe. Es mala persona el jefe. Le estuvo diciendo cosas a Susi… que no se las debe de decir a nadie… y menos a una mujer como Susi. Es una mierda de chulo y se cree que puede tratar a toas las mujeres como trata a sus chicas de su bar de Cascorro, ya sabes… la mierda esa que tiene el jefe llena de chicas de mal vivir. No
oí todo lo que le dijo, pero creo que la estuvo acosando un buen rato hasta que Susi explotó y le cantó las cuarenta. El la amenazó, eso sí lo oí bien, ¡vaya que si lo oí! buenas voces dio el muy cabrito, la dijo que la mataba si no hacía lo que quería él. Ese tío es peligroso, créeme Juan; ¡mucho cuidao!
Más tarde, desde la ventanilla de la planta superior del autobús vio Juan cómo daba la vuelta y tomaba la Gran Vía camino de Alcalá. El cartel de Cinzano que ocupaba el lateral del enorme coche resaltaba su presencia en la calle con poco tránsito. Un Ford ranchera pasó junto al autobús en dirección contraria. Lo conducía una chica como Susi. Su recuerdo incrementó la ira que llevaba Juan, que era mucha. Pensó cómo protegerla. Al llegar cerca de la calle Antonio Acuña, se bajó en la parada más próxima. Se sumergió en la muchedumbre de la calle y llegó andando hasta la casa donde vivió su padre. Tres meses hacía que no entraba en ella. Desde que murió, llegar hasta allí era muy doloroso. Al abrir la puerta del piso, sintió enorme soledad en las habitaciones. La muerte de su padre llenaba el piso que en otro tiempo fue alegre. Parecía invadirlo la muerte, parecieran los muebles muertos, los armarios con ropa, también muerta. Despojos cadavéricos privados de la vida que se fue con su dueño. Sobreponiéndose, fue hasta la mesilla de noche del cuarto de su padre y, del cajón, cogió un envoltorio que parecía pesar. Sin abrirlo, lo metió en el bolsillo de la gabardina; abrió la puertecilla de abajo, la del bacín que no había, cogió dos cajas de cartón pesadas, se caló el sombrero y, saliendo, cerró la puerta del piso como el que se deshace de una pesadilla. Tomó el metro y se refugió en su gabardina levantando el cuello, tirando del ala del sombrero delantera hacia abajo. Desde el rincón de la puerta del vagón del metro intentó tranquilizarse y pensar en cómo afrontar la amenaza grave que se cernía sobre la persona que más quería: Susi. Pasaban las estaciones; cuando llegaba el tren y partía hacia la siguiente, la velocidad aliviaba la ansiedad que le invadía. Subió las escaleras del metro en la estación de Bilbao despacio. Seguía ocupado en la preparación de la seguridad de su chica. Entró en casa y, al llegar al piso, abrió con cuidado la puerta y para que no se inquietara,
la llamó en voz alta: - ¿Susiii? –Hola Juan, estoy en el salón. – ¿Qué tal estás, chica? - Un poco más tranquila, ahora que has llegado. ¿Dónde has estado? – Fui a ver a tus compañeros del trabajo. Estuve hablando con Gregorio. No te preocupes, no vas a ir más allí. Llamaré al mierda ese de tu jefe, y no te va a amenazar más. Ya te buscaré otro trabajo lejos de él. – Juan, es que si te enfrentas a él te puede hacer daño, no sabes cómo las gasta, está loco. Un día amenazó a una de sus chicas del bar de Cascorro, que se quería ir de allí y, como no le hizo caso, a los dos días se la encontraron entre las vías del tren cerca de Delicias, muerta a cuchilladas. – Jopé Susi, si llego a saber que te metías en ese antro, te busco otra cosa. No te preocupes ya encontraremos algo en el que estés bien. Ahora, yo me encargaré de que nadie te inquiete. Cuando vayas a salir dímelo y tenme informado donde te encuentras y si tienes algún problema. Dejaré el Simca 1000 dispuesto por si tengo que ir deprisa a donde te encuentres.
A las dos de la madrugada del viernes siguiente, llamó Susi a Juan que estaba en el trabajo en la sala Pasapoga. Juan cogió el coche y fue a toda velocidad hasta allí. No esperó al ascensor: subió por la escalera de madera los escalones de dos en dos procurando no hacer ruido. Al llegar a la cuarta planta oyó como entraban en la casa y subían andando el jefe de Susi y un matón con cara de tuercebotas. Abrió Juan el piso y en silencio le hizo señas a Susi de que le siguiera. Dio un toque al piso de la viuda del Cuarto A y le pidió que se quedara allí. Llamó a la policía y esperó a los que venían en el rellano. Aparecieron por la escalera del tercero. El jefe miró hacia arriba y le vio. Sacó una pistola del bolsillo. Una docena de tiros de pistola se oyeron en el inmueble que resonaron por el hueco del ascensor. Los dos asaltantes se veían tendidos en los escalones, entre dos charcos de sangre. Uno boca abajo y el otro con la cabeza torcida y los pies hacia arriba. Sonó la sirena de la policía. Cinco minutos después, se llevaban a Juan a la Comisaría. Lo soltaron. Tenía permiso de armas de la pistola Astra A-50, Constable de su padre, que regularizó al sacar el permiso de vigilante del trabajo. Acabaron los problemas de Susi y de Juan. Gregorio, que se hizo con la cafetería de Callao, lo dijo muy expresivo: muerto el perro se acabó la rabia.

LA LIBERACIÓN DEL GASCÓN



Lucien, el gascón que vino luchar por su señora, Leonor de Aquitania, tan cansado estaba que, como si quisiera bañarse en sus recuerdos, escurrió su cuerpo sobre la montura que le servía de apoyo al pie de una encina y, entornando los ojos, comenzó a cantar muy bajo los versos de una canción aprendida del último juglar con el que estuvo: “lesa, e tu non lesas de amar…” (…te deja y tú no le dejas de amar…) Al momento quedó dormido. En una jornada estaría en Al-Arak, con el rey Alfonso y, su suerte, podría estar echada.
En sueños, se vio en las orillas del río Gabas despertando de una cabezada leve tras la comida con Adnette. Los zorzales andaban vigilando a la pareja, intrusos en aquel remanso solitario, bajo la sombra de los fresnos en la que los rayos del sol se filtraban amarilleando la pradera de la ribera. Dormida estaba ella y a él le dio por pensar en su inmediato futuro. Debía partir hacia el paso de los Pirineos pronto para incorporarse a las fuerzas de gascones que debían ir a servir a la reina Leonor. Habían quedado que en el mes de abril debían acudir al valle de Valdizarbe, en Puente la Reina. Pero, ¡cómo ir sin Adnette! Ella no podía ir, pues él debía incorporase al ejército gascón; mas le iba a romper el corazón si se iba. No podía el mozo dejar de cumplir el compromiso de su padre de servir a doña Leonor, como buen vasallo, y él lo asumió a su muerte. Se lo diría ya. Mejor cuanto antes. Se desperezó Adnette sonriendo con sus hermosos ojos verdes y no pudo más que aplazar el darle la noticia. No podía romper su feliz día.
Al día siguiente Lucien mientras venía de comprar cinco gansos en el mercado, vio al posadero que se le acercaba. – Lucien, voy un momento a comprar verduras al mercado. Lleva los gansos al corral y luego hablamos. Creo que es hora de que lo hagamos. – De acuerdo, hasta luego.
Llegó el momento de hablar y Lucien le confesó a Jean, el posadero, que dos días después se marcharía para incorporarse al ejercito de la reina. Explicó sus razones y él las comprendió. Le ofreció que, cuando volviera, si se casaba con Adnette, dejaría la posada para ellos. Se lo agradeció y se
dieron un abrazo. Fue inmediatamente a verla y contó la conversación con su padre. Como se vuelve el cielo luminoso de un día de mayo, brillante, alegre y feliz, en tormenta oscura y preocupante, así se trocó la cara de Adnette. Su llanto no ocultaba la desesperación. El abrazo de Lucien, ni los besos que le dio, sirvieron para sofocar su tristeza desesperada. Él le cogió la cara y mirándola a los ojos dijo: - te prometo que si la fortuna me acompaña y logro liberar el compromiso que mi padre dio a la reina Leonor y vivo para ello, volveré para estar contigo donde tú quieras. Te lo juro.
Dos días después con el atillo y su arco al hombro, partió a caballo hacia los Pirineos. Al llegar a Bergerac, en la posada donde se alojó, coincidió con otro gascón. Jules de Clairac, que llevaba su misma ruta, aunque lo hacía voluntario buscando una renta fija, aunque fuera pequeña, acudiendo a la leva. Iba huyendo de la justicia por haber tirado al río al alguacil de su pueblo, que estaba acosando a su prima. Se hicieron amigos y a los dos días partían por el camino de Santiago hacia Navarra. Era Lucien el que se encargaba de cazar con el arco las piezas que habrían de servir para la comida y Jules el que las guisaba. Al llegar a Saint Jean-Pied-de- Port, descansaron antes en la ribera de La Nive de Bèherobie. Comieron dos pichones que habían asado por la mañana y se dispusieron a pasar las murallas de la población donde pagaron el portazgo y fueron a buscar hospedaje. Al día siguiente partían para pasar por las montañas hasta Roncesvalles. Cargados con un queso y pan, aliviaron el camino dando trote a los caballos, hasta que las empinadas cuestas les hicieron alternar cabalgaduras con ir andando llevando a los caballos del ronzal. Doblando el camino, subiendo por una de ellas, por encima del río Luzaide, vieron cómo cuatro hombres armados bajaban desde poniente dando voces amenazando con disparar con sus arcos si no les daban todo el dinero que llevaran. Jules y Lucien se escondieron detrás de unas gruesas hayas. Se vio su arco, tensas las cuerdas y, de un violento y súbito disparo, la flecha cortó como cuchillo el aire del bosque, rompiendo el silencio: cayó de un golpe en el pecho uno de los forajidos. Los otros no esperaron al segundo disparo. Volvieron sobre sus pasos remontando el talud a toda prisa. Siguieron los dos gascones su camino, vigilando por si volvían.
Llegaron felizmente a Roncesvalles donde encontraron a otros gascones que llevaban el mismo camino que ellos. Lucien partió al día siguiente, y Jules se quedó por cuidar de una fiebre que había cogido el día anterior un viejo amigo suyo de un pueblo vecino.
Por Biscarretum, en una piedra, al lado de la entrada de la Iglesia, en el soportal, lloró amargamente Lucien por la soledad que sentía, y allí le dio fuerzas para seguir un labriego, cuando le dijo: - “Rapaz, el mundo es tuyo si lo quieres, es menester que eches un poco de coraje en tu bolsa.” Confesó Lucien que lo haría, y hasta el momento, no le había faltado. Algo quebrantado estaba, porque seguía acordándose no solo de Adnette, sino de su madre, y sus hermanos, que eran lo que más quería. Pero seguiría con coraje.
Luego de varias semanas, y obedeciendo los gascones las órdenes de la reina, llegó hasta su primera gran batalla, al frente de la contienda de los ejércitos del Alfonso y Al Mansur, para lo que estaba en las proximidades de Qal'at Rabah, camino de al-Arak.
La faltriquera, la llevaba él muy escondida en el jubón; minúscula, en ella llevaba una moneda de oro y varias de plata que retenía para las emergencias cuando viajaba solo. En esos momentos, no precisaba gran cosa. Los gastos corrían a cargo del alférez Don Diego. Le había tomado un gran afecto y cuando se dirigía a él, lo hacía como recordaba hacía con su padre. Reconocía su autoridad. Descansaban bajo un soto de encinas hasta seguir el camino. Al punto, tal y como si quisiera bañarse en sus recuerdos escurrió su cuerpo sobre la montura que le servía de apoyo y, entornando los ojos, le pareció oír cantar muy bajo el estribillo de una canción aprendida de un juglar: “…lesa, e tu non lesas de amar…” (te deja y tú no le dejas de amar…)
Despertó. El grito del vigía les advertía de la proximidad de una partida de Zenetas, bereberes al mando de Yusuf al Mansur que acosaba la próxima fortaleza de al-Arak.
A la caída de la tarde, por las llanuras próximas a Qal´at Rabah, en un soto de encinas prietas de espesura, recostado en el tronco de una de ellas, yacía Lucien con el hombro desollado por un tajo de alfanje auxiliado por su compañero Jules. A dos metros lo que quedaba de la unidad de arqueros, con el alférez maltrecho al frente. Hizo una señal con la mano a don Diego para que se acercara y, al oído, dijo. –Dejo… sin cumplir mi promesa de volver con Adnette y mi familia, a los que quiero; ahora… que he cumplido mi compromiso… y el de mi padre. Veo… la muerte acercarse; volveré si mi espíritu y el señor Jesús lo permiten. Mi señor alférez…doy gracias a todos por vuestra ayuda. Nos… veremos.

NEFTALÍ


En un pueblo de la meseta, Medina, donde los fríos de invierno templan a la gente y el calor del estío hacen aplanar el ánimo. Uno de esos lugares de Castilla con un cielo enorme que parece haber caído encima de toda la tierra en los confines del horizonte, engrandeciendo la vista humana, simulando parecer no tener fin nunca; en ese lugar, nació y vivió Neftalí. Hijo de María Isabel, que murió a resultas del parto, y del maestro de obras, José Schuman López, que aprendió el oficio como su padre. Schuman apellido que trajo su bisabuelo, un francés que llegó hasta el pueblo huyendo de los disturbios de religión, por su condición de judío, compró una vieja casa y se instaló con la familia. Sí, José, el hombre callado, poco dado a expresar sus sentimientos, culto, austero y honrado que todos respetaban, nunca fue religioso, que en aquellos tiempos solía ser una carga para las relaciones sociales, y eso, tenía su mérito. Su hijo Neftalí, al que educó el padre en el estudio, la lectura, la austeridad, honestidad y el trabajo, sin que su padre se opusiera, siendo muy joven, empezó como carpintero haciendo trabajos para la empresa de su padre. Tanta dedicación al trabajo tenía que, disfrutando de él, olvidaba el tiempo y no veía cuando debía terminar la jornada, superando en cada trabajo el oficio, día a día. Llegó en día que, viéndose en la necesidad de más y en la obligación de aprender el oficio de ebanista, con esa intención, fue unos meses a Madrid al taller de uno de los mejores del oficio. Volvió luego al pueblo y en poco tiempo cobró fama y crédito por la finura y arte de su trabajo, no solo allí, sino en su comarca y finalmente, también en la capital.  El padre además de su buen hacer como maestro de obras se benefició  del oficio de su hijo; ampliaron el negocio y cuando llegó José la edad del retiro, quiso pasar la empresa a Neftalí, pero él sin dudar un momento dijo: - Padre, agradezco mucho su decisión, pero no he nacido para llevar obras ni para administrar bien una empresa; no quiero arruinar lo que con tanto trabajo ha levantado usted. Véndala y disfrute de la vida, que bien se lo ha ganado. - Entendiendo las razones de Neftalí, así lo hizo. Cinco meses después, murió José y, lejos de lo que se podía suponer, dejó en herencia a su hijo Neftalí la casa familiar, una pequeña huerta en la ribera del rio Sequillo con muy buenos frutales y nogales, y dos mil pesetas en su cartilla de la Caja de Ahorros. Los familiares se extrañaron de que no dejara más, puesto que había llevado el abuelo José vida muy sencilla sin gastar mucho, antes bien, vivía como si solo dispusiera de su pequeña pensión, suponiendo que el dinero por la venta de la empresa, algo más de sesenta millones, lo tendría guardado. Pero parecía que no fue así.   Puso a su nombre la casa Neftalí y sabiendo de la humanidad de su padre, que siempre atendía al que no tenía, dijo a todos los familiares, tíos maternos y primos, que su padre había hecho lo correcto, disponer de lo suyo.
 La casa permanecía desde entonces entera después de haber pasado por ella muchos años duros para la gente de su familia. Sus muros sólidos, de aparejo toledano con un par de verdugadas de ladrillo que marcan las líneas de su horizontalidad, muestran desde el principio de la calle su extraordinario porte y el arraigo de la familia Schuman. Las ventanas, pequeñas, se hicieron precisamente para aguantar el duro frío invernal y el agobiante calor del verano de la meseta. Siempre fue la casa el elemento de unión familiar que dio seguridad a los miembros que vivieron y aún viven en ella.

Neftalí no fue en su infancia un niño demasiado fuerte y tuvo una infancia con periodos de debilidad debido unas fiebres que tuvo a los cinco años y a sucesivas infecciones del aparato respiratorio provocadas por exceso de las vegetaciones nasales. Precisamente por esos periodos de convalecencia en cama fue aprendiendo a utilizar la cabeza en reflexiones que aumentaron su natural habilidad e inteligencia. Sus ocurrencias e invenciones que para un niño no son frecuentes ni justificadas, sorprendían por su extraordinaria resolución para su edad. Cuando un niño está en soledad muchas horas al día termina dialogando consigo mismo e imaginando mundos paralelos, le hacen pasar el tiempo en constante aventura. La lectura, remedio que suelen aplicarse los imaginativos para salir de la realidad esquiva, también le atrapó desde edad muy temprana. Así las cosas, no fue extraño que el chico se dedicara en la infancia al análisis de la gente que le rodeaba y que aprendiera escuchando y escarmentando cuando veía las respuestas que le daban.  A los ocho años, hizo a su padre para su cumpleaños una caja de madera con relieve, trabajada con sus manos, de cintas entrelazadas al estilo modernista que vio en una publicación, desbastando la tapa, con una pequeña gubia y un formón que le regalaron en un taller de carpintería del pueblo a la que solía ir para ver a los carpinteros trabajar, eso fue el despertar de su vocación. Echaba siempre de menos palabras de aliento y afecto de su padre, pero él, poco dado a estas expresiones, siempre se quedaba corto. Pensó Neftalí siempre que su padre no le quería mucho y de alguna manera echaba algún tipo de culpabilidad sobre él debido a la muerte de su madre, a la que José quería con locura. Cuando murió el padre de Neftalí, lloró por su muerte y también porque ya no habría oportunidad de que dijera que le quería. Un año después, un sábado de abril amanecido lleno de luz y primavera esplendorosa, decidió Neftalí revisar las cosas de su padre. Cogió las llaves de la habitación que usaba para despachar sus asuntos de la empresa y entró decidido a ordenar y limpiar todo lo que allí se encontraba. Corrió las espesas cortinas, abrió la ventana para que entrara la brisa matinal y empezó su tarea. Cuando había apilado todos los libros y legajos de facturas y libramientos en el suelo limpiando las estanterías del polvo acumulado, se sentó junto a la mesa de trabajo y se dispuso a ver los cajones. En el cajón central encontró con sorpresa todas las cartas que le había mandado él cuando estuvo ausente. Sus felicitaciones de cumpleaños en un paquete atado con cinta. En una antigua caja de laxante de hojalata los dientes de leche suyos junto con un billete de cinco pesetas que Neftalí le regaló a su padre cuando tenía cinco años. En otra caja, que había sido de puros, todas las notas de su bachiller y su libro de escolaridad. Finalmente, cuando abrió la puerta baja de la izquierda, bajo el cajón, allí encontró la caja que le hizo para su cumpleaños a los ocho años, en talla de madera con el relieve de cintas, que pensó él que había desaparecido o roto. Dentro había una nota que especificaba: Hecho por las manos de mi muy querido hijo Neftalí con apenas ocho años: el mejor tesoro que puede tener un padre. Para Neftalí, aquello era mucho mejor que los sesenta y cuatro millones de pesetas que figuraban en la cartilla de un Banco de Valladolid, de la que no conocía su existencia, y que encontró en el otro cajón, producto de la venta de la empresa. Eso dijo después. Si de verdad era así o no, ¡vaya usted a saber!

LAS AVENTURAS DE ANTON QUIROGA


Hace años en Porto de Eguas, terminando el invierno, a punto de primavera, las yemas de los almendros en el huerto del frade Senén empujaban a cambiar de estación. A las once de la mañana se levantó desde la fraga un vientecillo racheado que crecía por momentos. Por la vereda, iba hacia la fraga Antón Quiroga Ebert, profesor de Química en Santiago, que se sentía animoso por las copitas del orujo del frade y el día fresco, húmedo, que aliviaba su sinusitis y la respiración; eso le daba una buena noticia: no tendría que tomar aspirina para su habitual dolor de cabeza. Con un tiempo así, su madre, Angélica Ebert Salgado, maestra de escuela, le contaba historias de leyendas, anécdotas familiares y sucedidos en la comarca, cuando Antón era niño; todos, de gran interés y misterio. Daba Angélica, mujer de lectura habitual, entonación y riqueza expresiva.
En el bosque, el olor de carballos, lureiros, tejos, y piñeiros llenaron su olfato, perezoso por la inflamación de los senos de la nariz. Se sentía tan bien por eso que dio profundas inspiraciones para llenar los pulmones del perfume de la fraga. En eso estaba cuando oyó pasos y, enseguida, vio salir detrás de un loureiro a un rapaz pequeño de no más de trece años que sonreía y le ofreció un papel doblado, diciendo: - teña Antón, mo dío un hobrecillo para vostede.
No supo reaccionar ante el rapaz y su inesperado mensaje. Iba a decir algo, pero había desaparecido. Corrió por la senda de cabras que se adentraba en la fraga y se paró al oír a lo lejos, desde lo más profundo el galopar de muchos caballos, como en estampida, atronando el entorno. Cuando se alejaban, oyó una voz muy débil, femenina que decía: … primero, llevar la contraria a aquella antipática de Rita Pardo; segundo, contentar a una chica de tan agradable aspecto como Esclavitud, desempeñando en cierto modo papel de Providencia, y reconciliándola con el destino, para ella funesto e implacable desde la hora de nacer…- Para Antón, esas frases, el timbre de voz… sonaban familiares. No habría de parar hasta descubrir dónde las había oído y quien las dijo. Perdió el
interés por el paseo y volvió sobre sus pasos hasta el pueblo, sin parar ni un solo momento; aunque sin apurar el paso, pues sus pensamientos, que corrían con intensidad y repasaban su memoria una y otra vez, le hacían ir tranquilo. Más pareciera extraño sonámbulo que hiciera su oficio a la luz de la mañana, al mediodía, que paseante agotando el paseo. Tres días hizo lo mismo y el itinerario a la fraga, y otros tantos, la misma vuelta con la fortuna del primer día, salvo que estas veces no le pareció ver al rapaz mensajero, del que pensó si era ensoñación, pues el papel no lo encontró en el bolsillo donde lo creía guardado. Pero sí sintió que al oído le decían frases conocidas, cada día, las que parecían continuar la historia que ya había oído antes. Por todo esto, aquellos días su ánimo se quebrantaba por el enigma, y también por el extraño temporal que se iniciaba a mediodía, precediendo el galopar de caballos y la voz contando una historia conocida. Marchó de Porto de Eguas y se quedó poco tiempo en su casa de Santiago de Compostela. Dos meses antes, había recibido una invitación a un curso de intercambio de la Universidad Libre de Berlín sobre Química Práctica. Aprovechó para ir e intentar olvidar sus extrañas experiencias en Porto de Eguas.
Llegó Antón a Berlín tres días después, en su Fiat Tipo, cargado de ilusión y esperanzado en olvidar la tensión y preocupación. Tenía ganas de ampliar sus conocimientos sobre química práctica. Se instaló en un apartamento alquilado cerca de la Universidad. Abrió la ventana; los árboles diseminados tintaban de verde vegetación de todo el entorno; sentía sensación de tranquilidad que hacía tiempo no tenía. Llamaron a la puerta. Abrió. Un hombre muy mayor, con un enorme bigote decimonónico retorcido en sus puntas le miraba sonriendo y preguntó: - ¿El profesor Quiroga Ebert? - Si, yo soy- El visitante le alargó la mano, y se presentó: - Soy Sigmund Ebert, profesor de Química Practica de esta Universidad. Bienvenido. Se encontrará bien entre nosotros. Sabemos de su prestigio por nuestro colega en Madrid, de Lucas, y nos encontramos muy felices de tenerle con nosotros. Me gustaría hablar antes de la sesión de mañana en la cafetería, para cambiar impresiones y, cómo no, para saber sus antecedentes y también de la coincidencia con nuestro común
apellido. – Soltó una risotada y esperó la contestación de Antón. - Bueno, sí, allí estaré, me interesa mucho las dos cosas; y ¡muchas gracias por su gentil bienvenida! – Bueno, de nada, pues nos vemos, hasta luego. Movió la mano en señal de despedida y se fue. Antón fue hacia la maleta y sacó lo que faltaba: el radio transistor, la batería del portátil, y una botella del orujo de hierbas del vecino, el frade Senén. Cuando terminó, tomó una copita del orujo y se fue a dar una vuelta por el entorno. Mejor que no lo hubiera hecho. Cuando iba por el Triestpark, vio otra vez el rapaz que le pareció ver en Porto de Eguas que volvió a decirle lo mismo, entregándole un papel envuelto: -…teña Antón, mo dío un hobrecillo para vostede… Se quedó estupefacto, sin poder reaccionar. Cuando empezó a hacerlo, sintió oír la voz femenina que, muy débilmente, volvía a contarle frases de la historia que le era familiar: … Un día hasta notó doña Aurora que su doncella apenas probaba alimento, obstinándose al mismo tiempo en continuar el trabajo y en responder que «no tenía nada». Antón, aturdido, le parecía que la realidad se confundía con sueño. Por eso, decidió volver a su apartamento y descansar, por ver si olvidaba todo lo vivido. Más tarde se echó en la cama y durmió hasta el día siguiente. A la hora convenida se vio con el profesor Ebert con el que, después de hablar de todo, terminaron haciéndose confidencias. Le contó los extraños sucesos que había vivido. Él se quedó pensativo y, finalmente dijo: - Parece un cuadro típico de alucinación inducida. ¿Ha tomado alguna cosa últimamente que contuviera hierbas u hongos? – Sí. Un licor alcohólico de un fraile de mi tierra que las contiene. – Deme una muestra. Lo analizaré. – Así lo hizo y al día siguiente le dio el resultado. Contenía una pequeña proporción de salvinorina-A, de la Salvia Divinorum o salvia de los dioses, que produce alucinaciones y se puede confundir con la Salvia Officinalis, que no las provoca. Llamó al frade Senén y confirmó que él también las había tenido. Por eso, en Porto de Eguas (Puerto de Yeguas), le pareció oír galope de caballos, en el bosque donde los hubo; ver al rapaz, y oír fragmentos de la obra de Emilia Pardo Bazán “Morriña” que le leyó su madre.

EL PASAPORTE


Fue el martes, 22 de febrero, cuando, a las nueve de la noche, Indalecio Sosa salió de su casa en la calle Barruelo, cerca de la esquina de la del Arco de San José en la ciudad de Orgáz. Hacía frío y el viento del norte azotaba con fuerza dejando como escasas cualquier prenda que se hubiera puesto. Embozado con la capa, encogido sobre el pecho, con la boina encasquetada y las manos metidas en los bolsillos, andaba con paso firme hacia la Posta. Pensaba en lo que le dijo Cipriano, el maestro, - El viernes pasado me llamó el regidor Donoso a la casa del municipio y dijo si yo era liberal, pues me vio con los liberales de Toledo saliendo de una reunión de la Comunería en 1823. Sabía que había cuatro más de Orgáz. Estate atento pues no creo que tarde en que se metan con nosotros. A esta gente servil de los Borbón no les gustan los revolucionarios, como sabes, aunque seamos gente de paz. - Dos perros de los vecinos rompieron a ladrar desde sus corrales y oyó como cerraban con fuerza una gran puerta de entrada de carruajes; poco después sintió el que había pasado rodando por el patio. Los vecinos se retiraban a las casas. Había tomado su decisión. No se iba a prestar a que le cogieran como un cordero. Al llegar a la posta llamó a la puerta, que abrió Tomás, el dueño de la casa posada y Posta. - Buenas noches Tomás, venía para que me reserves sitio en la próxima posta para Ciudad Real si lo hay. Tengo necesidad de irme de Orgáz, necesito atender a un tío que está enfermo. – Mañana, sobre las ocho, viene una galera de retorno para Córdoba, si te parece te reservo un asiento en ella. - me parece bien. - De acuerdo, así lo haré, pero pasa que te dé el recibo. Bueno ya sabes, si hay asiento. Si te vas, que vaya todo bien con tu tío. Vuelve pronto cuando puedas, si no estás el pueblo se pone en vilo, para no ponerse malo. El cirujano se terminará marchando, o le puede dar un mal dolor. Tú eres el único que nos puede ayudar, ya saben que el boticario es el que nos apaña casi siempre. Lo sé Tomás, y, créeme, que no me iría si no es por fuerza. En cuanto pueda vuelvo en seguida. – Se quedó mirando el ventero y finalmente dijo. - El caso es que ha pasado en la última posta un alguacil que me ha parecido que preguntaba por ti. Por si te hace falta, ven, te voy
a dar una cosa. - Pasaron dentro de la cocina y bajo una baldosa del poyo de la cocina sacó lo que parecía una carta. - Toma, es un pasaporte visado por si te hiciera falta. Está a nombre de un mercader de paños que se lo dejó aquí hace una semana. No creo que le haga falta, el muy bribón tenía tres pasaportes con distintos nombres. Ese no se esconde por causa buena, El pícaro debe ser un ladrón de los que no tienen casa ni pueblo. Los pasaportes se los vio la Jacintilla cuando le hizo la cama. Debe ser un buen pillo. – Gracias Tomás, lo cojo por si me hace falta. Eres un buen hombre. Lo dicho, volveré cuando pueda. No hay mal que cien años dure… Se dieron un abrazo y se despidieron hasta el día siguiente.
En la sierra de los Montes de Toledo, entre la breña y cerca de la carretera, dentro del corral de Venta de Juan de Dios, preparaba Andresillo la galera que habían terminado de reparar e iba a salir a las once de la mañana. Había pertrechado los repuestos y el bote de la grasa para las ruedas y repasaba sus pasadores. En ese momento llegó un alguacil con un despacho, se fue directo al comedor donde estaban cenado los huéspedes. Miró a un lado y otro y se dirigió hacia dos alguaciles que estaban cenando en el rincón más alejado. – ¿Sois los que vais a Córdoba? – Si, mañana saldremos. – Aquí tenéis un despacho de la Secretaría de Gracia y Justicia para el arresto de un tal Indalecio Sosa, de Orgáz, liberal que figuraba en una lista de Calomarde; se sabe que va a Córdoba a reunirse con otros liberales que le van a esconder. Es probable que venga en los próximos coches, ya sean de posta o particulares, identificad a tos los que vengan, estad atentos y si lo veis arrestarlo. Hay que llevarlo de vuelta a Toledo; debe llevar una carta de pago de 200 reales, debéis incautarla, es prueba necesaria. Aquí tenéis dinero para vuestra comida y alojamiento. – De acuerdo, esperaremos a que llegue.
Llegó la mañana y a las 8.35 de la mañana llegó una posta que iba hasta Córdoba. Tenía dos plazas vacías. Indalecio pagó el viaje y enseñó el pasaporte propio a Juan el Alguacil, el hijo de Damián. Media hora después partían hacia la venta de Juan de Dios, como próxima posta. Dentro del coche estuvo cavilando sobre su futuro que le esperaba.
Dentro de su valija, baúl y maletas, llevaba en un doble fondo toda la documentación que le hacía falta. La que restaba de la que ya había enviado a su buen amigo y abogado Zoilo Andrés Gutiérrez de Lena, que le ayudó a preparar su viaje. Los nervios que le agarrotaban los durmió con la contemplación de la naturaleza que veía por la ventanilla del coche. Recordó sus días con María Clara, cuando estuvo en Alcalá estudiando Farmacia y no pudo más que sonreír cuando le vino a la memoria su enfado cuando le regaló un libro que habían traducido del inglés de Jane Austen. Solo ver el título, Orgullo y Prejuicio, se encaró con él y dijo: - ¡Vamos a ver! ¿Quieres decirme que soy orgullosa, o que tengo prejuicios? - No, no, no. Es la historia de cómo la sociedad inglesa se enfrenta todos los días con los prejuicios de las clases altas con las medias y bajas y como éstas llevan su orgullo hasta límites difíciles por eso. – Ah. Dijo cogiendo el libro con mucho interés. Se lo había regalado por ser ella tan especial como era la protagonista Elizabeth Bennet. Ahora, en el coche que se balanceaba sobre la carretera, en la enorme soledad del campo de la Mancha, vio Indalecio que sus diferencias con ella se achicaban y su sentimiento se agrandaban. Posiblemente ya no la volvería ver. Sus problemas con la Justicia le obligaban a no ponerla en peligro.
Llegaron a la venta de Juan de Dios y salieron los alguaciles a pedir os pasaportes a los viajeros. Indalecio fue el tercero al que se lo, pidieron; al ver Samuel Díaz Jordán, Comerciante de paños, se lo devolvieron y le dejaron ir al comedor a tomar un tentempié. Cambiaron los caballos y siguieron el viaje. Eran las tres de la tarde cuando llegaron a Ciudad Real. Le esperaba Zoilo Andrés. Se abrazaron y contaron sus noticias. Una semana después tenía una espesa barba y otro pasaporte a nombre de Manuel Mirasierra en el que figuraba su oficio: Boticario. Tomo posesión de la Botica que había permutado un boticario de Zamora, que la había comprado, con la suya de Orgáz una semana antes de su partida. Al año siguiente fue a buscar a María Clara a Alcalá. Su madre le dio la noticia: su tristeza y unas fiebres de Malta acabaron con ella. Indalecio nunca recobró la sonrisa

20160206

A LAS ONCE EN EL CAFÉ


A las once de la mañana, en la plaza, los gorriones apuraban las migas de las losas, antes de que pasara la máquina de barrer. Una campana lejana tocó a misa y el cielo plomizo avecinaba lluvia. Se abrió la puerta y pasaron dos mujeres en el Café, de edad media, una morena con ondas en el pelo, sujeto en la sien con alguna horquilla, mirada perdida, y la otra con rizos a mechas rubio oscuro, colores encendidos en las mejillas y la expresión habitual en personas que hacen escrutinio de todo. En animada charla, ojeaban la sala buscando mesa. No veían ninguna, pero de improviso los que ocupaban la mesa contigua a la mía se levantaron. Fue la señal para que pararan en seco y se acercaran. Como suelen hacer algunos, se pusieron al lado de los que se iban, ejerciendo la sutil presión que consigue que no se arrepientan los que se van y que disuade a los que intentan llegar. Se quitaron los abrigos de piel con lentitud como despelleja el carnicero un conejo. Dejaron bolsos y gabanes en una silla y una de ellas, la rubia, se fue a pedir las consumiciones. La morena, bien arrellanada en la silla, echó la cabeza moviendo su cabellera con el gesto habitual, para atrás, desafiante, parecía decir: aquí estoy, quien quiera algo de mí que pida turno. Así estuvo repitiendo la misma operación de vez en cuando, hasta que llegó su amiga. Así empezó todo: - ¿Sabes lo que te digo? que Lilian se emperró el otro día en lo que ya te dije, parecía que no había manera de sacarla de ahí. Y es que cuando coge un tema no lo suelta, hija, ¡que no lo ha de soltar! Ni, aunque le obligue el sursuncorda. Vamos, vamos ,vamos; que ocurrírsele ir a Escocia sin haber consultado con nadie, ni con su marido, ni con su madre, y sin saber nada de dónde quiere ir, y todo porque vio el otro día un reportaje en el canal Viajar sobre Escocia y dice que le encanta, claro que intenté que entrara en razón y se tranquilizara, ya sabes; dije que lo planificara con Andrés para las vacaciones, que digo yo que para algo está el marido, claro está, pero no, ella erre que erre, que se quería ir a Escocia ya, cuanto antes mejor y, según decía, no quería decidir aun cuando iba a volver, o no volver. ¡O no volver! Tía, ¡que decía que se planteaba no volver!, ¿estará loca? – Bueno Jimena, chica, siempre me pareció que tenía la cabeza un poco tocada, te acordarás, cuando éramos jovencitas le dio por ponerse hasta las cejas de fumar mentolado hasta que un día estuvo echando la pota ¿te acuerdas? Sí, sí, en aquel cine de Madrid ¿Cómo se llamaba? – Ideal. – Sí, sí, eso, el cine Ideal. Bueno y cuando le dio por apuntarse a una expedición al Everest, porque según ella era muy experta en subir a la montaña, y lo más que nos confirmó es que había subido muchas veces a La Pedriza en la sierra de Madrid, cuando veraneaba con sus padres en su casa de Manzanares el Real. Como es natural no la seleccionaron en el club de alpinismo que solían hacer ochomiles. Se cogió un buen rebote porque le dijeron que no tenía preparación ni experiencia suficiente. ¿Qué no tengo? Decía, ¿pues si no la tengo yo no la tiene nadie! Les aseguraba. Bueno, ella siempre quiere salirse de la fila, y no te digo yo que no haya que saltársela alguna vez, ya me entiendes, porque no todo va a ser lo que nos dicen y nos dejan hacer, pero ¡Señor! Es que ella siempre quiere dar la nota. La verdad es que el pobre Andrés bastante tiene con contender con esta muchacha. Él, que es lo más recto que he visto yo en mi vida, que no suele nunca molestar a nadie ni dice una palabra más alta que otra, ha tenido que tocarle el gordo con ella. Bueno para decir verdad, inteligente es, y mucho, hay que ser justas con eso, porque tiene el don de cogerlas al vuelo y, además, te lo confieso algo de envidia yo le tenía cuando íbamos al colegio y luego en la Facu, porque yo me mataba a estudiar y sacaba un notable pelao y ella sacaba matriculas a cascaporrillo y, que yo le viera, solo cogía los libros una vez. Me decía siempre que solo era cuestión de memoria, pero no, de memoria solo no, porque el adjunto de Economía Política confesó un día a un grupo que fuimos a reclamarle algunos exámenes que había calificado muy cortos, que le puso a Lilian una matrícula, no por lo que se ajustaba al texto de la signatura sino porque le había razonado y fundamentado la pregunta como nadie se lo había hecho.  Ya te digo, inteligente es mucho, pero, está como un cencerro cuando le da la vena. Y no se atiene a razones, y, la verdad es que cuando me pongo a hablar con ella, y ya te digo que la quiero mucho y es mi amiga, pues no me hace ni puto caso, a lo más, me razona a su manera, con alguna cosa de esas que saca ella de su cabeza como que tiene que vivir la vida o aprender cosas nuevas, cuando no, me dice que ella no soporta que nadie le ate, que es un espíritu libre; ¡vamos, vamos, vamos! Libres somos todos y no se nos ocurre salirnos todos los días del tiesto, que es lo que hace ella. – La verdad Susi, es que si lo es; digo, lo que decías de inteligente. Pero me saca de quicio, me hace sentir tonta y a veces no sé, me da la sensación que me humilla. Porque las cosas que dice ni loca se me ocurrirían a mí, y como ella no solo se le ocurren, sino que al final le sale todo bien y nadie se lo reprocha, siempre me pregunto: ¡Seré y tonta? Y, ¡vamos! Yo tonta no soy. ¡vaya que no lo soy! - ¡Claro que no lo eres! Hermosa, de ninguna manera, pero sí eso es lo que pasa, terminamos siempre nosotras mal y ella es la que se sale del tiesto, jopé es que es para estar hasta el gorro. Bueno pues ya me dirás en qué queda todo esto. – ¡Pues cómo se va a quedar! como tiene que ser: en cuanto se lo diga a Andrés la liará parda y devolverán los billetes de Escocia y se quedará en casita. – Bueno ya me contarás. ¿has pagado? – Si ya pagué. Gracias rica otro día me toca a mí.
A la semana siguiente, jueves, a las once, alcé la vista del periódico y las dos mujeres entraban de nuevo, coincidiendo otra vez a lado. Saludaron, sonrieron cuando se sentaron como si fuera un conocido y sin preludios comenzaron con sus debates: ¿Qué me dices Jimena lo de Lilian? Se miraron con extrañeza y después de una pausa en la que querían alargar su estupor siguieron. – Pues que te voy a decir, que no entiendo a Andrés. Dejar todo, trabajo, casa, amigos y familia para irse con ella a Glasgow, me deja de una pieza. -Sonó el teléfono. Lo cogió Susi: -Hola Liliaaaan hermosa que tal os vaaa. ¿Ah sí? Sí. Si. Siii. Buenooo. Ah, pues me alegro mucho, de veras. Si sois felices, eso es lo primero, ¡Claro! Bueno, esta Jimena conmigo y me hace señas de que os dé un beso, Bueno, sí, ya hablaremos por Facebook o Skype. Un beso y un abrazo a los dos.

Se miraron las dos con extrañeza y dijeron al unísono: ¿Te parece a tííí?

LOS TRES VIAJES DEL MUERTO



En el día 2 de enero del año 1904, año de la visita del emperador Guillermo II de Alemania a Vigo con Alfonso XIII, en el comercio de Xenxo en la Rúa do Vilar compró Paio Fariñas, el corredor de maderas, a su mujer Margarida Novoa el cuadernillo de hule negro que apareció el día 6 de enero como regalo de Navidad. Le dijo que anotara allí todo lo que quisiera recordar o las tareas que debía emprender, pues, sabido lo tenían, ella era algo olvidadiza. La compra era buena pues ya se había encargado el amigo Xenxo de darle el mejor género que tenía: debía aguantar los apretones de bolsillo que le iba a dar y la humedad de las manos cuando estuviera lavando. Siempre acababa mojando las libretillas que usaba. El día de la compra en la papelería, llovíó. Mientras veía y repasaba el cuadernillo comprado por los soportales de la Rúa do Vilar, decidió volver y comprar otro para él, también de hule negro. Se guardó el suyo y solo lo sacó días después de recibir el suyo ella. Después Margarida no dio cuenta de cómo lo utilizaba, y Paio sí le dio uso, anotaba en el suyo las partidas de madera que debía ir comprando, dejando sitio entre líneas para hacer lo mismo cuando llegaban. Bieto, su encargado, era de fiar, y tanto, que le autorizó firmar por él; simulaba tan bien su letra que muchas de las veces era el que firmaba los albaranes en lugar de Paio. Con tanta confianza que cuando le comentaba el tema de la Santa Compaña que tanto obsesionaba a su mujer, el encargado, que sí era religioso, y con afición a las leyendas, le recriminaba que no se lo tomara en serio.
Paio era hombre muy práctico, poco dado a rezos y a supersticiones. Por el contrario, Margarida, muy religiosa, afición que le venía de su madre Pomba Mosqueira, beata recalcitrante y obsesa con supersticiones y leyendas. Ella fue la que le contó por primera vez la historia antigua, muy extendida en Galicia, de las apariciones de la Santa Compaña. Le repetía en los días oscuros, de lluvia y frío lo que se dice por esas tierras que, con la Santa Compaña, se va de peregrinación a San Andrés de Teixido tres veces, el que no fue una de vivo. Por eso insistía a su marido, siempre que veía la ocasión que debían ir a peregrinar a San Andrés. Paio le daba largas, una y otra vez, y no por contrariarla,no, sino porque le agobiaba mucho el ambiente de esos sitios en los que se habla de muertos y a la gente le da por contar cosas tremendas, terroríficas y no precisamente positivas. Él decía, y no le faltaba razón, que le parecía que se empequeñecía con ello y le daba solo miedo y debilidad. Vamos, que pensar en la muerte de continuo no le gustaba precisamente. Como ella se encelaba con esas conversaciones, encontró solo una manera de acabar con sus peroratas de prodigios y muertos: soltar una ristra de palabras malsonantes a grito pelado hasta acobardarla y hacerla callar. Pero para no sentirse rendida, ella acababa con una sentencia: - no, si tú te vas a condenar y vas a penar sin remedio. Como con él no podía, en esas noches de invierno, contaba las historias que sabía de la Santa Compaña a su hijo de ocho años, Brais. El padre solía recostarse en la banca, cercana a la lumbre, después de la cena, para ir cogiendo el sueño; y en su duermevela, después de pasar las doce de la noche, como hora que dan como comienzo de las apariciones, (eso suelen contar), oía las historias que contaba su mujer, sin intervenir, tanto por no tener discusión, como para comprobar las nuevas que le habían contado.
Una noche, en la banca después de cenar, Margarida, a petición del chico, contaba una de esas historias: -En O Carballiño, un muchacho incrédulo, Germán, que tenía a su padre muy enfermo, ante una mejoría que parecía tener, salió después de las doce, con sus amigos y, por distraerse, en busca de la Santa Compaña paseando por la espesa fraga de carballos y fresnos en las afueras de su pueblo. Pasados unos minutos se hizo un silencio en la noche. Las aves nocturnas callaban y, al momento oyeron un tenue coro con extraños cánticos; un progresivo olor a cera quemada les llegaba por todas partes. El grupo de amigos se empezó a juntar y a poner cara de preocupación y miedo.  Las voces se acercaban y cuando ya no pudo aguantar más, el menos valiente, Francisco, salió corriendo hacia el pueblo aterrorizado, le siguieron los demás menos Germán que se quedó. Las piernas no le obedecían. Vio un resplandor azulado que se acercaba y entre la breña, apareció una comitiva  de personajes que refulgían con extrañas túnicas que más parecían mortajas y, al frente de ellos, uno portando una gran cruz y un acetre, con semblante enfermizo, pálido y con grandes ojeras, sin el resplandor entorno suyo. Cuando llegaron hasta él, el que iba al frente le ofreció al muchacho la cruz y el acetre de agua bendita y éste, con todo el valor que podo reunir, los rechazó. Luego desaparecieron. Cuando volvió a su casa estaba muy débil y se acostó.  A la mañana siguiente le comunicó su madre que el padre había muerto. Estuvo una semana recuperándose.  Cuando se dio un paseo por la plaza de su pueblo, se le acercó Francisco, que le acompañó aquella noche de la aparición, y le dijo que su padre había muerto la noche en que vieron la Santa Compaña. Como es natural, el hijo de Margarida, Brais, no solo no durmió esa noche sino algunas más.

Días más tarde Paio salió de viaje en el coche de posta hacia Lalín, y se iba a cumplir una hora de viaje cuando se rompió el pasador de la rueda derecha del coche que se salió dejándolo inestable. Se bajaron a ayudar al cochero que llevaba en una caja de mimbre otro pasador. Levantaron el coche hasta que el cochero metió la rueda de nuevo y puso el pasador torciéndolo para que no se perdiera. Con el cansancio del esfuerzo optaron por sentarse en una roca que había al lado del camino. Cuando estaban hablando, el cochero paró e hizo un ademán con la mano para que se callaran. Se había hecho un silencio sepulcral. Oyeron cánticos con extrañas voces que se iban acercando. El cochero se santiguó y los levantó, dándoles prisa para que subieran al coche. Nada más subir todos y oír los caballos el restallar del látigo salieron corriendo como nunca lo habían hecho. Cuando volvió de Lalín, Paio contó a los suyos lo que había ocurrido, al día siguiente, viernes,19 de febrero, murió. A los tres días, en la libreta de hule de Margarida había una anotación, con lo que parecía la letra de Paio, pidiendo que fueran de peregrinación, tres veces, a San Andrés de Teixido, cosa que hizo cumplidamente ella. Se cumplió el dicho de que vai de morto quen non foi de vivo.  Llevaba ella dos billetes para el coche y puso dos platos, cuando comían en el viaje,  uno para ella y otro para el muerto, con ello hacía lo que recomendaba la leyenda. Esto es lo que cuentan. ¿Un hecho sobrenatural? ¿O fue cosa de Bieto que tan bien hacía su letra? Todo, pudo ser. Lo cierto es que todos los años, el 19 de febrero, se hiela la casa, y nadie la puede calentar por muchas brasas que pongan.

UNA SONRISA VACÍA


Cerca de la Iglesia, en el 30 de la calle Real de Calatañazor, o quizá en el 20, - la memoria me va fallando- vivió un buen hombre, Álvaro Martínez de Suso, que nunca se ocupó de entrar en conflicto con nadie. Obdulia, su madre, Inés, su abuela y Gumersinda, su tía abuela, eran buenas por naturaleza y él, todo lo que tenía de bueno lo aprendió de ellas. No salió del pueblo nunca hasta que le comunicaron desde el Ayuntamiento que se tenía que incorporar a filas para hacer el servicio militar. Más tarde, saldría para Soria a estudiar, ya mozo, en el Instituto y luego en Salamanca donde se licenció en leyes. Calatañazor, pequeño pueblo de Soria de no más de 383 habitantes en aquel tiempo, subido en una atalaya, con un profundo escarpe desde la que se ve correr al río Milanos, es accesible por la parte alta. El tiempo se detuvo hace cientos de años y sus casas aguantan erguidas con su arquitectura popular medieval. La casa de Álvaro tuvo, y aún lo tiene, según creo, un portalón, no muy grande, suficiente para que pudieran entrar caballerías y algún carro pequeño. Sobre el portalón, un ventanuco apoyado en la fuerte viga del entramado, bajo el robusto alero soportado por bastos canes de madera, desde el que se veía llegar a las estaciones: el blanco de la nieve invernal sobre la irregular calle; florecer el viejo peral del corral de la casa del vecino; el amarillo dorado de la paja, entrando por la piquera del pajar de la casa contigua a la de aquél y la retirada de las ánades volando por el cielo cobalto del apagado otoño. La planta baja es de gruesos muros de calicanto con grandes piedras, y el principal, con viejo y desigual entramado de madera, con muros de tierra roja en los que debía tener la mixtura con largas cañas y pajas que lo amarraban. Todo el trabajo de albañil daba solidez a la casa que dejó atrás tantos años.
 Retornó Álvaro después de los estudios con pocas ganas de ejercer el oficio de Leyes y convencido de que las tierras de la familia le serían suficientes para vivir holgadamente, aunque en esta vida son cortos los días felices y largos los de amargura. El día que llegó de Salamanca, cumplido los 26 años, traía en los baúles de su equipaje escasa ropa que por austero la hacía suficiente, y un gran número de libros, no solo de leyes, sino de todo tipo de conocimiento y literatura. Nada más bajar del coche de postas, luego de abrazarse con sus hermanas, Juana y Sara, y el hermano pequeño, Isidoro, se fue a su casa mientras su amigo y compañero Heliodoro, que fue a recibirlo, se ocupaba de cargar en la tartana de su propiedad todo el equipaje.  Descansó esa noche a pierna suelta al volver a encontrar la tranquilidad que perdió en la ciudad. Al día siguiente, Álvaro salió a caballo para ver el estado de las tierras de cereal, cerca de la Aldehuela, recién cosechadas, así como las de olivar y de ribera donde tenían huerta. Encontrando todo en orden, paró bajo un fresno en la ribera del río Milanos para descansar. El estiaje escondió la corriente, dejando solo un brazo rumoroso. La oropéndola llamaba entre las cañas del río. Se sentó en un claro de espesa hierba y terminó por echarse y cerrar los ojos, respirando pausadamente, haciendo inspiraciones que le llenaron del perfume de la menta, de los cañaverales, de verónica, hayas y las cercanas sabinas. El escribano palustre le cantaba cada vez más cerca, perdía el miedo y curioseaba. Con la música del rumor del río poco a poco fue entornando los ojos hasta quedar adormilado. Pocos minutos después, oyó quebrarse unas ramas. Abrió los ojos y vio que al lado suyo había un hombre de unos cincuenta años. Le miraba fijamente. Sonreía, pero su mirada estaba vacía. Era una sonrisa quizá sardónica, pero sobre todo sin alegría, bondad o algún tipo de confianza. No parecía muy amigo del jabón y su ropa, siendo buena, muy sucia y descuidada. – Buenos días- dijo Álvaro. – No contestó. Seguía con esa mueca inquietante, dura y quizá cruel, que semejaba sonrisa, con la mirada fija en él. - ¿Es usted vecino del pueblo? No le recuerdo. Soy Álvaro Martínez de Suso. El hijo de Álvaro; “Fanegas” ¿sabe? No contestó. Se dio media vuelta y, sin contestar, desapareció por el sendero que acompaña al rio, hacia su destino.
Volvió sobre sus pasos Álvaro, y pensaba preocupado por su encuentro con aquel individuo, mientras, el caballo, sin necesidad del ramal, iba al paso por el camino de la casa que conocía de memoria: conducía a su cuadra.
- ¡Juanaaa! Veen. ¿Sabes lo que me ha pasado? – Dijo nada más llegar. - No, ¿qué? – Cuando estaba en la orilla del río descansando, se me ha presentado un tío, de unos cincuenta años y muy raro, que se me quedó sonriendo y no decía nada. Le saludé y no contestó. Tenía una mirada inquietante. Sonreía como si fuera un muñeco. Joder tu; me he venido porque estaba inquieto. - ¿Cómo era? –No sé qué decirte, llevaba ropa buena, pero muy sucia, y no parecía que se hubiera lavado desde hace mucho. Un tío raro. Muy raro. - Y sonreía? – Sí, sí, todo el rato que estuvo, sonreía, pero daba miedo. – No sé, Álvaro, es la primera vez que oigo que hubiera aquí alguien así.
La noche la pasó en blanco, pensando en la cara y los ojos vacíos del hombre del río. Por mañana, oscura y con niebla, fue con su amigo Helidoro a sulfatar los frutales, pensando en que despejaría. Le contó el incidente inquietante. Miedoso por naturaleza, Heliodoro le agobió a preguntas. Eso le preocupó más. Al volver, se encontró al hombre del río, sonreía. Aceleró el paso y cerró pronto la puerta de su casa, inquieto. Al asomarse por la ventana del corral para ver si tenían agua los animales, allí volvió a ver al hombre, con su extraña mueca. Bajó corriendo, para echarlo, pero, al abrir la puerta del corral, vio que no había nadie. Volvió sobre sus pasos; se quedó preocupado, muy preocupado. ¿Sería real? ¿o se lo estaba imaginando?

En las semanas siguientes, muchas veces se apareció el hombre con su sonrisa cruel: a salida del pueblo, tras las rocas del castillo, al pie de la ermita de la Soledad, en el sabinar, en resumen, en cualquier sitio donde Álvaro fuere, allí estaba. Siempre amedrentando sus días, trastornando sus noches. Hasta que un día dejó de aparecer. Pasaron los años y un día que estaba en el sobrao, limpiándolo, para ir a guardar parte del grano de los animales y la matanza de invierno, le dio por ver el contenido del baúl de su tía abuela Gumersinda. Allí había fotos de los primeros años del siglo XX, de la familia, y entre ellas, con su tía abuela un hombre con sombrero. Era el mismo de la aparición. Cuando preguntó al tío Senén, el hombre más viejo del pueblo, que veía los días con 98 años detrás, dijo que era un novio de Gumersinda. Se volvió loco de celos y un día se tiró desde la torre de la Iglesia. Álvaro, no le dijo nada a nadie. Bastante tenía él. Yo lo supe, por azar.

LA DECISIÓN DE JULIO SAMSON


La puerta del número 15, B de Lindfield Road se abría todos los días, minuto más o minuto menos, a las ocho de la mañana. Era el momento en que la campana “Banger” de San Pablo se oía desde la lejanía. Primero miraba al cielo, como si quisiera comprobar que lo dicho por el parte meteorológico era cierto. Se subía el cuello de la gabardina, se la abrochaba y salía decidido por el pequeño jardín de la casa. Dentro del viejo Ford Escort, encendió el motor, y dio la vuelta a la rueda de la calefacción hasta ponerla en la temperatura habitual. Encendió la radio: desde la BBC, hablaban de las noticias del mundo. Julio Samson, lo tenía claro, a punto de la jubilación, no tenía el más mínimo interés en dejar el trabajo. No porque le tuviera especial afición, no, solo era para él su profesión: no su modo de vida. Eso lo tenía claro. Bajó del coche en el aparcamiento y se dirigió a su trabajo. –Buenos días don Julio. -Dijo el portero. - Buenos días, Andy. - Simplemente había llegado a un punto que no tenía nada mejor que hacer. Subió las escaleras y entró en su despacho. Aún estaba reciente la marcha de su hijo a Glasgow. No lo lamentaba, sabía que era lo que quería hacer, vivir con su mujer escocesa y su hijo. Pensaba en esto cuando sonó su móvil. Descolgó; era Henry, su hijo: - ¿Papa? Oye, estoy pensando que no fui muy listo al hablarte así, cuando me despedí de ti. Sabes que no quería molestarte, pero estaba muy nervioso. Es la primera vez que me voy de tu lado para ir a vivir lejos. Bueno, es verdad que tenemos mucha ilusión Tina y yo: por esta ocasión de vivir en una casa grande, con todo a mano, trabajo, escuela para el niño, y con centro a tiro de piedra, pero parece que nos dio un golpe de fortuna cuando recibió Tina la herencia de su tío. Nadie de la familia lo esperaba, jamás dijo él que había hecho semejante fortuna, por lo visto es muy común en la familia de Tina que se hagan ricos y no digan nada. Dice ella que es porque son descendientes de hebreos prestamistas de la Edad Media, algo avaros o algo así, pero no concuerda mucho; parece ser que tenía varias fundaciones de obras sociales, en fin, que nos ha hecho un favor el tío Silas. Quiero papa, que vengas en cuento puedas, te estoy preparando una habitación igual que la que tienes en Lindfield. Cama muy parecida a la tuya, con el mismo tipo de colchón, un bureau casi igual al que tienes en casa y librería para que tengas una buena colección de libros y las carpetas para tus cosas. Quiero que cuando vengas te encuentres como en  tu casa. Lo necesitamos Tina y yo, sabes que te queremos, y lo necesita el pequeño Julio, que no hace más que preguntar cuándo viene el abuelo. –Vale, vale, chico. Iré. Pero no te preocupes, estoy contento con vuestra nueva vida. Ojalá y os vaya así mucho tiempo. Administra bien vuestra suerte y el patrimonio. La vida da muchas vueltas y debes estar preparado para cuando vengan días malos. Iré a veros en una semana. Me acercaré en tren. Hace mucho que no cojo uno y me gustaba hacerlo. Disfrutaré del paisaje. Un beso a todos, hijo. –Un beso papá. Ven. No lo dejes.
Pensó Julio, una vez más y por un momento, si se jubilaba o no. Miró por la ventana. Se fijó en un grupo de castaños junto a Sheperton Road y le vinieron las imágenes de su vida en la casa de sus abuelos en Mordiford. Extraños días aquellos de guerra y, sin embargo, felices con los abuelos y su madre. Los días de cuidar las gallinas, el cerdo y las vacas; y recoger escaramujo para hacer mermelada. Decían en la BBC que podrían suplir con mucho la falta de vitamina C por carecer de los cítricos del sur de Europa. Volvió a la realidad y se dijo: No. Su vida estaba en Londres y hasta que no encontrara unas ocupaciones que le interesaran, seguiría con el trabajo. Se sumergió en su ocupación hasta que Susan, la Técnica de comunicaciones, se asomó y le dijo: - ¿Julio? ¿Te vas a quedar a vivir en la oficina? – Se levantó como un autómata y se fue a comer. Decidió ir andando.
Tres calles más arriba, vio a un niño de unos cinco años, sentado, solo, en un muro del jardín. Parecía extraviado. Serio, quieto. Con la mirada perdida… -Hola chico. - Hola señor -dijo volviendo la cabeza y sonriendo. – tengo un mensaje para usted; estoy sentado encima de él. - Diciendo esto, se levantó y debajo de sus posaderas había un libro muy grueso. Se lo dio. - ¿Y esto? ¿Cómo es que me lo das? Es tuyo. –No Julio. Es para ti. Léelo y sabrás cuál es el mensaje. –Diciendo esto se dio la vuelta y diciendo: ¡Bay, bay! Desapareció corriendo. Cogió el libro y vio que el título estaba en árabe. Comió y después del trabajo se fue a casa y allí, en su estudio, con un vaso de cacao caliente, lo abrió. Estaba en inglés victoriano. Decía en el prólogo que era una traducción de una serie de textos muy antiguos encontrados en la biblioteca de un conde, descendiente de un noble del siglo XV. Comenzó a leer.
Desde el alminar de planta cuadrada de más de cuarenta varas de alto veía el almuédano el patio de naranjos donde Jawhar solía salir a coger las flores para que su madre hiciera el agua de azahar. Llegaba hasta allí el olor del jazmín y del incienso que quemaba el imán en su cercana casa para la purificación. Jalîl subía antes de hacer la llamada, para contemplar los pasos breves que daba ella en el jardín y la delicadeza de su forma de recolectar las flores. Desde allí veía la ciudad y tomaba notas para que sus pensamientos no cayeran bajo el humo blanco y sin olor del olvido. Eran las anotaciones las que luego harían volver a la vida sus pensamientos y la luz del día cuando todo se volviera sombras y dificultad para el recuerdo hermoso. Decía Jalîl: -Permite, oh Señor, que pueda recibir el don de contemplar a Jawhar aunque sea en mis pensamientos, como recibo el hermoso canto de las aves que se mueven alegres entre los naranjos y se esconden entre la enredadas ramas del jazmín perfumado. Así como el favor de poder escribir, con pluma certera, le realidad en que se torna un hermoso sueño para retener el gran tesoro de cuanto veo en esta afortunada ciudad en la que vive Jawhar.
Más adelante, ante la cercanía de estar vencido por el sueño. leía Julio Samson: En el puesto de Karim en  Dowleh, bazar de Kashan, siempre había azafrán de la India, la mistura de especias Köfte Bahari, Coriandro, también llamado cilantro, Nane o Menta, Kekik, llamado orégano, albahaca, tomillo y cien hierbas aromáticas, más otras tantas, todas ellas de alto valor culinario y medicinal. Sus clientes habituales, cocineros, médicos, boticarios, venían a hablar con él, antes de hacer su pedido. Querían saber y aprender sus pericias de cultivo y recolección en las laderas de los montes cercanos. Siempre decía que la recolección tenía que hacerse con el rezo, por lo bienes que la naturaleza y que el Señor nos daba y ofrecía, pero sobre todo hablando con las plantas para no coger nunca más de lo necesario y solo lo necesario. Los invitaba a ir con él para reconocerlas; y que no tuvieran nunca más que acudir a él para comprar.

Julio Samson, el padre de Henry, suegro de Tina y abuelo de Julio, fue viviendo con la lectura del libro, y con ella, fue de viaje por los tiempos, por Oriente y sus civilizaciones. Pidió la jubilación y se marchó a Glasgow con ellos. Olvidó su manera de vivir habitual. Siguió leyendo y empezando a conocer en la naturaleza todo cuanto se le ofrecía. Vivió, cuanto pudo, y feliz.

UNA MAÑANA, VOLVIÓ



Fue la carta, donde le decía su prima Heliodora que debía venir por la enfermedad del padre, la que movió a Julio, el hijo de Manuel Julio Eguiguren, a considerar el viaje de vuelta a casa. No lo dudó mucho. Apenas el medio minuto que tardó en enterarse del alcance real de los males que le aquejaban. Desde el ordenador de su trabajo, compró el billete del avión y en la tarde salió a comprar algunas cosas para él y el regalo que le iba a llevar a su padre. Antes de entrar en la vetusta tienda del barrio Latino que Honoré tenía, de lustrosas sus maderas exteriores, relucientes, bien conservadas, pese a los más de ciento ocho años que habían pasado desde que su bisabuelo la abrió en la Rue Hautefeuille, se paró en la calle delante de la puerta y miró de arriba abajo, como si pensase que fuera la última vez que la veía. Después de unos segundos, pasó. Sonó la campanilla y desde dentro se oyó la voz de Honoré: -A un moment, je vais immédiatement. - Buenas tardes Honoré, soy Julio. Te espero. – Un momento Julio, estoy terminando… Mientras salía su amigo, estuvo echando un vistazo por las estanterías a ver si encontraba lo que buscaba. Llamó por el móvil al de Heliodora. Descolgó: - ¿Heli? – Hola niño, ¿vienes mañana?, ¿sí? Bueno ya se lo digo a tu padre. Está tranquilo ¿sabes? Tuvo ayer un día malo, no solo porque le dijeron la noticia, sino porque le estuvo doliendo bastante. Pero hoy está muy bien. Apenas le duele y está en su sillón leyendo el periódico y le he preparado un té que le ha sentado muy bien. –Bueno Heli, dile que llego mañana por la mañana; del aeropuerto me da tiempo a coger el AVE, saldré a las 11.49 y llegaré a Valladolid a la hora de comer. – Vale, yo se lo digo. Un beso niño. – Cuando terminaba de hablar, sintió la mano de Honoré en su hombro, volvió la cara y le hizo un gesto para saludarle. –Hola Honoré, vengo a despedirme y a comprar un libro que seguro tienes. - ¿Despedirte? ¿Cómo? ¿te vas a España? - Sí, me han avisado que esta mi padre bastante mal. Tengo que ir con él. – Lo siento. ¿Volverás? –Es posible, ya sabes que estoy muy bien aquí, pero de momento es improbable. Debo cuidar de mi padre. –Entiendo. Pero dime ¿que querías? – Te digo. Mi padre, cuando hizo hace unos años la última mudanza, perdió un libro con los relatos de Chejov en francés que él apreciaba mucho. Creo que era de la editorial Gallimard, edición de 1971 y era: Oeuvres, Tome III. Récits 1892-1903. – Bueno, ven atrás, allí tengo algunos que están desclasificados y, a lo mejor lo encontramos; creo recordar que sí tengo algo de Chejov. Subió el librero a la escalera en la penúltima estantería del depósito de libros, en el interior. Estuvo repasando los dos últimos estantes y después de unos minutos, cogió uno y dijo: - ¡Voilá! ¡Aquí está! Hubo suerte. - ¡Bieeen, Honoré; no sabes la alegría que me das. Mi padre tenía mucha afición por ese libro. - Bajó con él en la mano; lo repasó Julio y dio su aprobación. Algo amarillento, pero le daba un aspecto mejor al regalo. El de su padre estaba más o menos así. Honoré no le dejó pagar. Se lo envolvió, se dieron un abrazo y fue a su casa. Por la noche tuvo que tomarse un tranquilizante. Pensaba en su padre. Lo veía joven, con él, cuando era niño; llevándole de la mano por el Paseo Zorrilla. Mientras estaba en estado de vigilia, adormilado, notaba unas lágrimas frías por sus mejillas. Finalmente se durmió.
Abrió el periódico mientras la azafata terminó de hacer su representación de las explicaciones de salvamento. Pensó en su padre enfermo: no debió irse a París. Estar con él debió ser su prioridad. Terminó dormido con el periódico e su regazo. Se le hizo corto el viaje a Madrid y a su ciudad natal. En el tren llamó a Heliodora para decirle que todo iba bien, puntual. En la estación le recogió su prima. Hablaron del padre. Estaba mal. Muy mal. Cuando se agachó para abrazar a su padre, él hizo un amago de querer levantarse. No tenía fuerzas. Se sentó a su lado y no se movió de allí, ni para comer. Se acercó el plato. Hablaban y no paraban. Reían con sus cosas. Eran iguales. Socarrones, bromistas, teatreros, y con un fino sentido del humor. Se guardaban los secretos el uno y el otro. Por un momento, pararon de hablar, se miraron y sonrieron. No les hacía falta más. – Me tienes que perdonar… -Decía el padre.- No hay nada que perdonar, tú has sido buen padre.. ¿Sabes? Cuando iba a venir, pensé en traerte un regalo, y…lo estuve pensando un buen rato. Me dije, ¿Un orinal de porcelana?... Como aquel que te compraste para llenarlo de cerveza y enseñárselo a mamá. ¿Te acuerdas? Me acuerdo de la cara que puso de asco cuando empezaste a beber en él. (Rompieron a reír a carcajadas). O un tubo de goma con boquilla de madera, como aquellos que comprabas para imitar sonarte los mocos como si tuvieras un cargamento. Qué cara ponían, cuando lo oían, las amigas de la abuela que venían a tomar café a casa. (Seguían riendo los dos). Bueno la verdad es que miré en Internet por si podía comprar algo así, pero en París no encontré nada de eso a mano. Después de todo lo que te traigo creo que es lo mejor. Sé que tú lo echabas de menos, así que no dudé un momento. Así que… (sacó detrás del sillón su paquete y se lo ofreció. – Lo cogió, lo estuvo mirando unos segundos, le dio una vuelta, dos, tres y finalmente se decidió a abrirlo. Con mucho cuidado fue despegando la cinta adhesiva hasta que se vio la esquina inferior del libro; en ese momento, lo destapó deprisa y su excitación fue en aumento, hasta que después de mirar a su hijo, con cara de júbilo gritó con la poca voz que pudo: - ¡Chejov! ¡Cojonudo! ¿Cómo lo has encontrado?Pura casualidad papá. Estaba desclasificado pero mi amigo el librero le quedaba un ejemplar desde 1971. Me alegro que te guste el regalo. Sabía que lo echabas de menos. - Sí, sí, ya lo creo. Me encanta esta edición. La traducción del ruso está hecha al francés por un ruso que estudió en la Sorbona y es buenísima. – Me alegro papá. – Él le miró y con la mano le indicó que se sentara a su lado, se le acercó al oído y bajando la voy le dijo: - Tú hijo, haz la vida que consideres buena para ti, no te preocupes por mí. No te voy a dejar, ni siquiera, aunque me muera. De alguna manera, que ahora no te sabría decir, estaré contigo. Sí. No te preocupes. Eres un buen hijo.
A la semana siguiente, el martes, a las seis y diez de la mañana, oyó Julio que su padre llamaba desde su cuarto. Acudió enseguida. – ¿Qué quieres papá? ¿Te pasa algo? Él, le miraba y esbozaba una sonrisa. Parecía decir algo, acercó Julio el oído y apenas pudo ir: …Julito. Instantes después murió. Pensó Julio que, desde los trece años, no le llamaba así.

Julio volvió a París. A las once de la mañana, cuando toma un café en su casa, a la misma hora en que lo tomaba con su padre, sentado, como él, leyendo, algunos días en los que el cielo está cubierto y la presión atmosférica cambia bruscamente, oye la voz de su padre que le dice: - Julio, ¿estás bien? Recuerda que no te dejaré solo. Cuando tenía algún problema Julio, su padre le apuntaba alguna solución. Siempre acertaba.