20160206

A LAS ONCE EN EL CAFÉ


A las once de la mañana, en la plaza, los gorriones apuraban las migas de las losas, antes de que pasara la máquina de barrer. Una campana lejana tocó a misa y el cielo plomizo avecinaba lluvia. Se abrió la puerta y pasaron dos mujeres en el Café, de edad media, una morena con ondas en el pelo, sujeto en la sien con alguna horquilla, mirada perdida, y la otra con rizos a mechas rubio oscuro, colores encendidos en las mejillas y la expresión habitual en personas que hacen escrutinio de todo. En animada charla, ojeaban la sala buscando mesa. No veían ninguna, pero de improviso los que ocupaban la mesa contigua a la mía se levantaron. Fue la señal para que pararan en seco y se acercaran. Como suelen hacer algunos, se pusieron al lado de los que se iban, ejerciendo la sutil presión que consigue que no se arrepientan los que se van y que disuade a los que intentan llegar. Se quitaron los abrigos de piel con lentitud como despelleja el carnicero un conejo. Dejaron bolsos y gabanes en una silla y una de ellas, la rubia, se fue a pedir las consumiciones. La morena, bien arrellanada en la silla, echó la cabeza moviendo su cabellera con el gesto habitual, para atrás, desafiante, parecía decir: aquí estoy, quien quiera algo de mí que pida turno. Así estuvo repitiendo la misma operación de vez en cuando, hasta que llegó su amiga. Así empezó todo: - ¿Sabes lo que te digo? que Lilian se emperró el otro día en lo que ya te dije, parecía que no había manera de sacarla de ahí. Y es que cuando coge un tema no lo suelta, hija, ¡que no lo ha de soltar! Ni, aunque le obligue el sursuncorda. Vamos, vamos ,vamos; que ocurrírsele ir a Escocia sin haber consultado con nadie, ni con su marido, ni con su madre, y sin saber nada de dónde quiere ir, y todo porque vio el otro día un reportaje en el canal Viajar sobre Escocia y dice que le encanta, claro que intenté que entrara en razón y se tranquilizara, ya sabes; dije que lo planificara con Andrés para las vacaciones, que digo yo que para algo está el marido, claro está, pero no, ella erre que erre, que se quería ir a Escocia ya, cuanto antes mejor y, según decía, no quería decidir aun cuando iba a volver, o no volver. ¡O no volver! Tía, ¡que decía que se planteaba no volver!, ¿estará loca? – Bueno Jimena, chica, siempre me pareció que tenía la cabeza un poco tocada, te acordarás, cuando éramos jovencitas le dio por ponerse hasta las cejas de fumar mentolado hasta que un día estuvo echando la pota ¿te acuerdas? Sí, sí, en aquel cine de Madrid ¿Cómo se llamaba? – Ideal. – Sí, sí, eso, el cine Ideal. Bueno y cuando le dio por apuntarse a una expedición al Everest, porque según ella era muy experta en subir a la montaña, y lo más que nos confirmó es que había subido muchas veces a La Pedriza en la sierra de Madrid, cuando veraneaba con sus padres en su casa de Manzanares el Real. Como es natural no la seleccionaron en el club de alpinismo que solían hacer ochomiles. Se cogió un buen rebote porque le dijeron que no tenía preparación ni experiencia suficiente. ¿Qué no tengo? Decía, ¿pues si no la tengo yo no la tiene nadie! Les aseguraba. Bueno, ella siempre quiere salirse de la fila, y no te digo yo que no haya que saltársela alguna vez, ya me entiendes, porque no todo va a ser lo que nos dicen y nos dejan hacer, pero ¡Señor! Es que ella siempre quiere dar la nota. La verdad es que el pobre Andrés bastante tiene con contender con esta muchacha. Él, que es lo más recto que he visto yo en mi vida, que no suele nunca molestar a nadie ni dice una palabra más alta que otra, ha tenido que tocarle el gordo con ella. Bueno para decir verdad, inteligente es, y mucho, hay que ser justas con eso, porque tiene el don de cogerlas al vuelo y, además, te lo confieso algo de envidia yo le tenía cuando íbamos al colegio y luego en la Facu, porque yo me mataba a estudiar y sacaba un notable pelao y ella sacaba matriculas a cascaporrillo y, que yo le viera, solo cogía los libros una vez. Me decía siempre que solo era cuestión de memoria, pero no, de memoria solo no, porque el adjunto de Economía Política confesó un día a un grupo que fuimos a reclamarle algunos exámenes que había calificado muy cortos, que le puso a Lilian una matrícula, no por lo que se ajustaba al texto de la signatura sino porque le había razonado y fundamentado la pregunta como nadie se lo había hecho.  Ya te digo, inteligente es mucho, pero, está como un cencerro cuando le da la vena. Y no se atiene a razones, y, la verdad es que cuando me pongo a hablar con ella, y ya te digo que la quiero mucho y es mi amiga, pues no me hace ni puto caso, a lo más, me razona a su manera, con alguna cosa de esas que saca ella de su cabeza como que tiene que vivir la vida o aprender cosas nuevas, cuando no, me dice que ella no soporta que nadie le ate, que es un espíritu libre; ¡vamos, vamos, vamos! Libres somos todos y no se nos ocurre salirnos todos los días del tiesto, que es lo que hace ella. – La verdad Susi, es que si lo es; digo, lo que decías de inteligente. Pero me saca de quicio, me hace sentir tonta y a veces no sé, me da la sensación que me humilla. Porque las cosas que dice ni loca se me ocurrirían a mí, y como ella no solo se le ocurren, sino que al final le sale todo bien y nadie se lo reprocha, siempre me pregunto: ¡Seré y tonta? Y, ¡vamos! Yo tonta no soy. ¡vaya que no lo soy! - ¡Claro que no lo eres! Hermosa, de ninguna manera, pero sí eso es lo que pasa, terminamos siempre nosotras mal y ella es la que se sale del tiesto, jopé es que es para estar hasta el gorro. Bueno pues ya me dirás en qué queda todo esto. – ¡Pues cómo se va a quedar! como tiene que ser: en cuanto se lo diga a Andrés la liará parda y devolverán los billetes de Escocia y se quedará en casita. – Bueno ya me contarás. ¿has pagado? – Si ya pagué. Gracias rica otro día me toca a mí.
A la semana siguiente, jueves, a las once, alcé la vista del periódico y las dos mujeres entraban de nuevo, coincidiendo otra vez a lado. Saludaron, sonrieron cuando se sentaron como si fuera un conocido y sin preludios comenzaron con sus debates: ¿Qué me dices Jimena lo de Lilian? Se miraron con extrañeza y después de una pausa en la que querían alargar su estupor siguieron. – Pues que te voy a decir, que no entiendo a Andrés. Dejar todo, trabajo, casa, amigos y familia para irse con ella a Glasgow, me deja de una pieza. -Sonó el teléfono. Lo cogió Susi: -Hola Liliaaaan hermosa que tal os vaaa. ¿Ah sí? Sí. Si. Siii. Buenooo. Ah, pues me alegro mucho, de veras. Si sois felices, eso es lo primero, ¡Claro! Bueno, esta Jimena conmigo y me hace señas de que os dé un beso, Bueno, sí, ya hablaremos por Facebook o Skype. Un beso y un abrazo a los dos.

Se miraron las dos con extrañeza y dijeron al unísono: ¿Te parece a tííí?

LOS TRES VIAJES DEL MUERTO



En el día 2 de enero del año 1904, año de la visita del emperador Guillermo II de Alemania a Vigo con Alfonso XIII, en el comercio de Xenxo en la Rúa do Vilar compró Paio Fariñas, el corredor de maderas, a su mujer Margarida Novoa el cuadernillo de hule negro que apareció el día 6 de enero como regalo de Navidad. Le dijo que anotara allí todo lo que quisiera recordar o las tareas que debía emprender, pues, sabido lo tenían, ella era algo olvidadiza. La compra era buena pues ya se había encargado el amigo Xenxo de darle el mejor género que tenía: debía aguantar los apretones de bolsillo que le iba a dar y la humedad de las manos cuando estuviera lavando. Siempre acababa mojando las libretillas que usaba. El día de la compra en la papelería, llovíó. Mientras veía y repasaba el cuadernillo comprado por los soportales de la Rúa do Vilar, decidió volver y comprar otro para él, también de hule negro. Se guardó el suyo y solo lo sacó días después de recibir el suyo ella. Después Margarida no dio cuenta de cómo lo utilizaba, y Paio sí le dio uso, anotaba en el suyo las partidas de madera que debía ir comprando, dejando sitio entre líneas para hacer lo mismo cuando llegaban. Bieto, su encargado, era de fiar, y tanto, que le autorizó firmar por él; simulaba tan bien su letra que muchas de las veces era el que firmaba los albaranes en lugar de Paio. Con tanta confianza que cuando le comentaba el tema de la Santa Compaña que tanto obsesionaba a su mujer, el encargado, que sí era religioso, y con afición a las leyendas, le recriminaba que no se lo tomara en serio.
Paio era hombre muy práctico, poco dado a rezos y a supersticiones. Por el contrario, Margarida, muy religiosa, afición que le venía de su madre Pomba Mosqueira, beata recalcitrante y obsesa con supersticiones y leyendas. Ella fue la que le contó por primera vez la historia antigua, muy extendida en Galicia, de las apariciones de la Santa Compaña. Le repetía en los días oscuros, de lluvia y frío lo que se dice por esas tierras que, con la Santa Compaña, se va de peregrinación a San Andrés de Teixido tres veces, el que no fue una de vivo. Por eso insistía a su marido, siempre que veía la ocasión que debían ir a peregrinar a San Andrés. Paio le daba largas, una y otra vez, y no por contrariarla,no, sino porque le agobiaba mucho el ambiente de esos sitios en los que se habla de muertos y a la gente le da por contar cosas tremendas, terroríficas y no precisamente positivas. Él decía, y no le faltaba razón, que le parecía que se empequeñecía con ello y le daba solo miedo y debilidad. Vamos, que pensar en la muerte de continuo no le gustaba precisamente. Como ella se encelaba con esas conversaciones, encontró solo una manera de acabar con sus peroratas de prodigios y muertos: soltar una ristra de palabras malsonantes a grito pelado hasta acobardarla y hacerla callar. Pero para no sentirse rendida, ella acababa con una sentencia: - no, si tú te vas a condenar y vas a penar sin remedio. Como con él no podía, en esas noches de invierno, contaba las historias que sabía de la Santa Compaña a su hijo de ocho años, Brais. El padre solía recostarse en la banca, cercana a la lumbre, después de la cena, para ir cogiendo el sueño; y en su duermevela, después de pasar las doce de la noche, como hora que dan como comienzo de las apariciones, (eso suelen contar), oía las historias que contaba su mujer, sin intervenir, tanto por no tener discusión, como para comprobar las nuevas que le habían contado.
Una noche, en la banca después de cenar, Margarida, a petición del chico, contaba una de esas historias: -En O Carballiño, un muchacho incrédulo, Germán, que tenía a su padre muy enfermo, ante una mejoría que parecía tener, salió después de las doce, con sus amigos y, por distraerse, en busca de la Santa Compaña paseando por la espesa fraga de carballos y fresnos en las afueras de su pueblo. Pasados unos minutos se hizo un silencio en la noche. Las aves nocturnas callaban y, al momento oyeron un tenue coro con extraños cánticos; un progresivo olor a cera quemada les llegaba por todas partes. El grupo de amigos se empezó a juntar y a poner cara de preocupación y miedo.  Las voces se acercaban y cuando ya no pudo aguantar más, el menos valiente, Francisco, salió corriendo hacia el pueblo aterrorizado, le siguieron los demás menos Germán que se quedó. Las piernas no le obedecían. Vio un resplandor azulado que se acercaba y entre la breña, apareció una comitiva  de personajes que refulgían con extrañas túnicas que más parecían mortajas y, al frente de ellos, uno portando una gran cruz y un acetre, con semblante enfermizo, pálido y con grandes ojeras, sin el resplandor entorno suyo. Cuando llegaron hasta él, el que iba al frente le ofreció al muchacho la cruz y el acetre de agua bendita y éste, con todo el valor que podo reunir, los rechazó. Luego desaparecieron. Cuando volvió a su casa estaba muy débil y se acostó.  A la mañana siguiente le comunicó su madre que el padre había muerto. Estuvo una semana recuperándose.  Cuando se dio un paseo por la plaza de su pueblo, se le acercó Francisco, que le acompañó aquella noche de la aparición, y le dijo que su padre había muerto la noche en que vieron la Santa Compaña. Como es natural, el hijo de Margarida, Brais, no solo no durmió esa noche sino algunas más.

Días más tarde Paio salió de viaje en el coche de posta hacia Lalín, y se iba a cumplir una hora de viaje cuando se rompió el pasador de la rueda derecha del coche que se salió dejándolo inestable. Se bajaron a ayudar al cochero que llevaba en una caja de mimbre otro pasador. Levantaron el coche hasta que el cochero metió la rueda de nuevo y puso el pasador torciéndolo para que no se perdiera. Con el cansancio del esfuerzo optaron por sentarse en una roca que había al lado del camino. Cuando estaban hablando, el cochero paró e hizo un ademán con la mano para que se callaran. Se había hecho un silencio sepulcral. Oyeron cánticos con extrañas voces que se iban acercando. El cochero se santiguó y los levantó, dándoles prisa para que subieran al coche. Nada más subir todos y oír los caballos el restallar del látigo salieron corriendo como nunca lo habían hecho. Cuando volvió de Lalín, Paio contó a los suyos lo que había ocurrido, al día siguiente, viernes,19 de febrero, murió. A los tres días, en la libreta de hule de Margarida había una anotación, con lo que parecía la letra de Paio, pidiendo que fueran de peregrinación, tres veces, a San Andrés de Teixido, cosa que hizo cumplidamente ella. Se cumplió el dicho de que vai de morto quen non foi de vivo.  Llevaba ella dos billetes para el coche y puso dos platos, cuando comían en el viaje,  uno para ella y otro para el muerto, con ello hacía lo que recomendaba la leyenda. Esto es lo que cuentan. ¿Un hecho sobrenatural? ¿O fue cosa de Bieto que tan bien hacía su letra? Todo, pudo ser. Lo cierto es que todos los años, el 19 de febrero, se hiela la casa, y nadie la puede calentar por muchas brasas que pongan.

UNA SONRISA VACÍA


Cerca de la Iglesia, en el 30 de la calle Real de Calatañazor, o quizá en el 20, - la memoria me va fallando- vivió un buen hombre, Álvaro Martínez de Suso, que nunca se ocupó de entrar en conflicto con nadie. Obdulia, su madre, Inés, su abuela y Gumersinda, su tía abuela, eran buenas por naturaleza y él, todo lo que tenía de bueno lo aprendió de ellas. No salió del pueblo nunca hasta que le comunicaron desde el Ayuntamiento que se tenía que incorporar a filas para hacer el servicio militar. Más tarde, saldría para Soria a estudiar, ya mozo, en el Instituto y luego en Salamanca donde se licenció en leyes. Calatañazor, pequeño pueblo de Soria de no más de 383 habitantes en aquel tiempo, subido en una atalaya, con un profundo escarpe desde la que se ve correr al río Milanos, es accesible por la parte alta. El tiempo se detuvo hace cientos de años y sus casas aguantan erguidas con su arquitectura popular medieval. La casa de Álvaro tuvo, y aún lo tiene, según creo, un portalón, no muy grande, suficiente para que pudieran entrar caballerías y algún carro pequeño. Sobre el portalón, un ventanuco apoyado en la fuerte viga del entramado, bajo el robusto alero soportado por bastos canes de madera, desde el que se veía llegar a las estaciones: el blanco de la nieve invernal sobre la irregular calle; florecer el viejo peral del corral de la casa del vecino; el amarillo dorado de la paja, entrando por la piquera del pajar de la casa contigua a la de aquél y la retirada de las ánades volando por el cielo cobalto del apagado otoño. La planta baja es de gruesos muros de calicanto con grandes piedras, y el principal, con viejo y desigual entramado de madera, con muros de tierra roja en los que debía tener la mixtura con largas cañas y pajas que lo amarraban. Todo el trabajo de albañil daba solidez a la casa que dejó atrás tantos años.
 Retornó Álvaro después de los estudios con pocas ganas de ejercer el oficio de Leyes y convencido de que las tierras de la familia le serían suficientes para vivir holgadamente, aunque en esta vida son cortos los días felices y largos los de amargura. El día que llegó de Salamanca, cumplido los 26 años, traía en los baúles de su equipaje escasa ropa que por austero la hacía suficiente, y un gran número de libros, no solo de leyes, sino de todo tipo de conocimiento y literatura. Nada más bajar del coche de postas, luego de abrazarse con sus hermanas, Juana y Sara, y el hermano pequeño, Isidoro, se fue a su casa mientras su amigo y compañero Heliodoro, que fue a recibirlo, se ocupaba de cargar en la tartana de su propiedad todo el equipaje.  Descansó esa noche a pierna suelta al volver a encontrar la tranquilidad que perdió en la ciudad. Al día siguiente, Álvaro salió a caballo para ver el estado de las tierras de cereal, cerca de la Aldehuela, recién cosechadas, así como las de olivar y de ribera donde tenían huerta. Encontrando todo en orden, paró bajo un fresno en la ribera del río Milanos para descansar. El estiaje escondió la corriente, dejando solo un brazo rumoroso. La oropéndola llamaba entre las cañas del río. Se sentó en un claro de espesa hierba y terminó por echarse y cerrar los ojos, respirando pausadamente, haciendo inspiraciones que le llenaron del perfume de la menta, de los cañaverales, de verónica, hayas y las cercanas sabinas. El escribano palustre le cantaba cada vez más cerca, perdía el miedo y curioseaba. Con la música del rumor del río poco a poco fue entornando los ojos hasta quedar adormilado. Pocos minutos después, oyó quebrarse unas ramas. Abrió los ojos y vio que al lado suyo había un hombre de unos cincuenta años. Le miraba fijamente. Sonreía, pero su mirada estaba vacía. Era una sonrisa quizá sardónica, pero sobre todo sin alegría, bondad o algún tipo de confianza. No parecía muy amigo del jabón y su ropa, siendo buena, muy sucia y descuidada. – Buenos días- dijo Álvaro. – No contestó. Seguía con esa mueca inquietante, dura y quizá cruel, que semejaba sonrisa, con la mirada fija en él. - ¿Es usted vecino del pueblo? No le recuerdo. Soy Álvaro Martínez de Suso. El hijo de Álvaro; “Fanegas” ¿sabe? No contestó. Se dio media vuelta y, sin contestar, desapareció por el sendero que acompaña al rio, hacia su destino.
Volvió sobre sus pasos Álvaro, y pensaba preocupado por su encuentro con aquel individuo, mientras, el caballo, sin necesidad del ramal, iba al paso por el camino de la casa que conocía de memoria: conducía a su cuadra.
- ¡Juanaaa! Veen. ¿Sabes lo que me ha pasado? – Dijo nada más llegar. - No, ¿qué? – Cuando estaba en la orilla del río descansando, se me ha presentado un tío, de unos cincuenta años y muy raro, que se me quedó sonriendo y no decía nada. Le saludé y no contestó. Tenía una mirada inquietante. Sonreía como si fuera un muñeco. Joder tu; me he venido porque estaba inquieto. - ¿Cómo era? –No sé qué decirte, llevaba ropa buena, pero muy sucia, y no parecía que se hubiera lavado desde hace mucho. Un tío raro. Muy raro. - Y sonreía? – Sí, sí, todo el rato que estuvo, sonreía, pero daba miedo. – No sé, Álvaro, es la primera vez que oigo que hubiera aquí alguien así.
La noche la pasó en blanco, pensando en la cara y los ojos vacíos del hombre del río. Por mañana, oscura y con niebla, fue con su amigo Helidoro a sulfatar los frutales, pensando en que despejaría. Le contó el incidente inquietante. Miedoso por naturaleza, Heliodoro le agobió a preguntas. Eso le preocupó más. Al volver, se encontró al hombre del río, sonreía. Aceleró el paso y cerró pronto la puerta de su casa, inquieto. Al asomarse por la ventana del corral para ver si tenían agua los animales, allí volvió a ver al hombre, con su extraña mueca. Bajó corriendo, para echarlo, pero, al abrir la puerta del corral, vio que no había nadie. Volvió sobre sus pasos; se quedó preocupado, muy preocupado. ¿Sería real? ¿o se lo estaba imaginando?

En las semanas siguientes, muchas veces se apareció el hombre con su sonrisa cruel: a salida del pueblo, tras las rocas del castillo, al pie de la ermita de la Soledad, en el sabinar, en resumen, en cualquier sitio donde Álvaro fuere, allí estaba. Siempre amedrentando sus días, trastornando sus noches. Hasta que un día dejó de aparecer. Pasaron los años y un día que estaba en el sobrao, limpiándolo, para ir a guardar parte del grano de los animales y la matanza de invierno, le dio por ver el contenido del baúl de su tía abuela Gumersinda. Allí había fotos de los primeros años del siglo XX, de la familia, y entre ellas, con su tía abuela un hombre con sombrero. Era el mismo de la aparición. Cuando preguntó al tío Senén, el hombre más viejo del pueblo, que veía los días con 98 años detrás, dijo que era un novio de Gumersinda. Se volvió loco de celos y un día se tiró desde la torre de la Iglesia. Álvaro, no le dijo nada a nadie. Bastante tenía él. Yo lo supe, por azar.

LA DECISIÓN DE JULIO SAMSON


La puerta del número 15, B de Lindfield Road se abría todos los días, minuto más o minuto menos, a las ocho de la mañana. Era el momento en que la campana “Banger” de San Pablo se oía desde la lejanía. Primero miraba al cielo, como si quisiera comprobar que lo dicho por el parte meteorológico era cierto. Se subía el cuello de la gabardina, se la abrochaba y salía decidido por el pequeño jardín de la casa. Dentro del viejo Ford Escort, encendió el motor, y dio la vuelta a la rueda de la calefacción hasta ponerla en la temperatura habitual. Encendió la radio: desde la BBC, hablaban de las noticias del mundo. Julio Samson, lo tenía claro, a punto de la jubilación, no tenía el más mínimo interés en dejar el trabajo. No porque le tuviera especial afición, no, solo era para él su profesión: no su modo de vida. Eso lo tenía claro. Bajó del coche en el aparcamiento y se dirigió a su trabajo. –Buenos días don Julio. -Dijo el portero. - Buenos días, Andy. - Simplemente había llegado a un punto que no tenía nada mejor que hacer. Subió las escaleras y entró en su despacho. Aún estaba reciente la marcha de su hijo a Glasgow. No lo lamentaba, sabía que era lo que quería hacer, vivir con su mujer escocesa y su hijo. Pensaba en esto cuando sonó su móvil. Descolgó; era Henry, su hijo: - ¿Papa? Oye, estoy pensando que no fui muy listo al hablarte así, cuando me despedí de ti. Sabes que no quería molestarte, pero estaba muy nervioso. Es la primera vez que me voy de tu lado para ir a vivir lejos. Bueno, es verdad que tenemos mucha ilusión Tina y yo: por esta ocasión de vivir en una casa grande, con todo a mano, trabajo, escuela para el niño, y con centro a tiro de piedra, pero parece que nos dio un golpe de fortuna cuando recibió Tina la herencia de su tío. Nadie de la familia lo esperaba, jamás dijo él que había hecho semejante fortuna, por lo visto es muy común en la familia de Tina que se hagan ricos y no digan nada. Dice ella que es porque son descendientes de hebreos prestamistas de la Edad Media, algo avaros o algo así, pero no concuerda mucho; parece ser que tenía varias fundaciones de obras sociales, en fin, que nos ha hecho un favor el tío Silas. Quiero papa, que vengas en cuento puedas, te estoy preparando una habitación igual que la que tienes en Lindfield. Cama muy parecida a la tuya, con el mismo tipo de colchón, un bureau casi igual al que tienes en casa y librería para que tengas una buena colección de libros y las carpetas para tus cosas. Quiero que cuando vengas te encuentres como en  tu casa. Lo necesitamos Tina y yo, sabes que te queremos, y lo necesita el pequeño Julio, que no hace más que preguntar cuándo viene el abuelo. –Vale, vale, chico. Iré. Pero no te preocupes, estoy contento con vuestra nueva vida. Ojalá y os vaya así mucho tiempo. Administra bien vuestra suerte y el patrimonio. La vida da muchas vueltas y debes estar preparado para cuando vengan días malos. Iré a veros en una semana. Me acercaré en tren. Hace mucho que no cojo uno y me gustaba hacerlo. Disfrutaré del paisaje. Un beso a todos, hijo. –Un beso papá. Ven. No lo dejes.
Pensó Julio, una vez más y por un momento, si se jubilaba o no. Miró por la ventana. Se fijó en un grupo de castaños junto a Sheperton Road y le vinieron las imágenes de su vida en la casa de sus abuelos en Mordiford. Extraños días aquellos de guerra y, sin embargo, felices con los abuelos y su madre. Los días de cuidar las gallinas, el cerdo y las vacas; y recoger escaramujo para hacer mermelada. Decían en la BBC que podrían suplir con mucho la falta de vitamina C por carecer de los cítricos del sur de Europa. Volvió a la realidad y se dijo: No. Su vida estaba en Londres y hasta que no encontrara unas ocupaciones que le interesaran, seguiría con el trabajo. Se sumergió en su ocupación hasta que Susan, la Técnica de comunicaciones, se asomó y le dijo: - ¿Julio? ¿Te vas a quedar a vivir en la oficina? – Se levantó como un autómata y se fue a comer. Decidió ir andando.
Tres calles más arriba, vio a un niño de unos cinco años, sentado, solo, en un muro del jardín. Parecía extraviado. Serio, quieto. Con la mirada perdida… -Hola chico. - Hola señor -dijo volviendo la cabeza y sonriendo. – tengo un mensaje para usted; estoy sentado encima de él. - Diciendo esto, se levantó y debajo de sus posaderas había un libro muy grueso. Se lo dio. - ¿Y esto? ¿Cómo es que me lo das? Es tuyo. –No Julio. Es para ti. Léelo y sabrás cuál es el mensaje. –Diciendo esto se dio la vuelta y diciendo: ¡Bay, bay! Desapareció corriendo. Cogió el libro y vio que el título estaba en árabe. Comió y después del trabajo se fue a casa y allí, en su estudio, con un vaso de cacao caliente, lo abrió. Estaba en inglés victoriano. Decía en el prólogo que era una traducción de una serie de textos muy antiguos encontrados en la biblioteca de un conde, descendiente de un noble del siglo XV. Comenzó a leer.
Desde el alminar de planta cuadrada de más de cuarenta varas de alto veía el almuédano el patio de naranjos donde Jawhar solía salir a coger las flores para que su madre hiciera el agua de azahar. Llegaba hasta allí el olor del jazmín y del incienso que quemaba el imán en su cercana casa para la purificación. Jalîl subía antes de hacer la llamada, para contemplar los pasos breves que daba ella en el jardín y la delicadeza de su forma de recolectar las flores. Desde allí veía la ciudad y tomaba notas para que sus pensamientos no cayeran bajo el humo blanco y sin olor del olvido. Eran las anotaciones las que luego harían volver a la vida sus pensamientos y la luz del día cuando todo se volviera sombras y dificultad para el recuerdo hermoso. Decía Jalîl: -Permite, oh Señor, que pueda recibir el don de contemplar a Jawhar aunque sea en mis pensamientos, como recibo el hermoso canto de las aves que se mueven alegres entre los naranjos y se esconden entre la enredadas ramas del jazmín perfumado. Así como el favor de poder escribir, con pluma certera, le realidad en que se torna un hermoso sueño para retener el gran tesoro de cuanto veo en esta afortunada ciudad en la que vive Jawhar.
Más adelante, ante la cercanía de estar vencido por el sueño. leía Julio Samson: En el puesto de Karim en  Dowleh, bazar de Kashan, siempre había azafrán de la India, la mistura de especias Köfte Bahari, Coriandro, también llamado cilantro, Nane o Menta, Kekik, llamado orégano, albahaca, tomillo y cien hierbas aromáticas, más otras tantas, todas ellas de alto valor culinario y medicinal. Sus clientes habituales, cocineros, médicos, boticarios, venían a hablar con él, antes de hacer su pedido. Querían saber y aprender sus pericias de cultivo y recolección en las laderas de los montes cercanos. Siempre decía que la recolección tenía que hacerse con el rezo, por lo bienes que la naturaleza y que el Señor nos daba y ofrecía, pero sobre todo hablando con las plantas para no coger nunca más de lo necesario y solo lo necesario. Los invitaba a ir con él para reconocerlas; y que no tuvieran nunca más que acudir a él para comprar.

Julio Samson, el padre de Henry, suegro de Tina y abuelo de Julio, fue viviendo con la lectura del libro, y con ella, fue de viaje por los tiempos, por Oriente y sus civilizaciones. Pidió la jubilación y se marchó a Glasgow con ellos. Olvidó su manera de vivir habitual. Siguió leyendo y empezando a conocer en la naturaleza todo cuanto se le ofrecía. Vivió, cuanto pudo, y feliz.

UNA MAÑANA, VOLVIÓ



Fue la carta, donde le decía su prima Heliodora que debía venir por la enfermedad del padre, la que movió a Julio, el hijo de Manuel Julio Eguiguren, a considerar el viaje de vuelta a casa. No lo dudó mucho. Apenas el medio minuto que tardó en enterarse del alcance real de los males que le aquejaban. Desde el ordenador de su trabajo, compró el billete del avión y en la tarde salió a comprar algunas cosas para él y el regalo que le iba a llevar a su padre. Antes de entrar en la vetusta tienda del barrio Latino que Honoré tenía, de lustrosas sus maderas exteriores, relucientes, bien conservadas, pese a los más de ciento ocho años que habían pasado desde que su bisabuelo la abrió en la Rue Hautefeuille, se paró en la calle delante de la puerta y miró de arriba abajo, como si pensase que fuera la última vez que la veía. Después de unos segundos, pasó. Sonó la campanilla y desde dentro se oyó la voz de Honoré: -A un moment, je vais immédiatement. - Buenas tardes Honoré, soy Julio. Te espero. – Un momento Julio, estoy terminando… Mientras salía su amigo, estuvo echando un vistazo por las estanterías a ver si encontraba lo que buscaba. Llamó por el móvil al de Heliodora. Descolgó: - ¿Heli? – Hola niño, ¿vienes mañana?, ¿sí? Bueno ya se lo digo a tu padre. Está tranquilo ¿sabes? Tuvo ayer un día malo, no solo porque le dijeron la noticia, sino porque le estuvo doliendo bastante. Pero hoy está muy bien. Apenas le duele y está en su sillón leyendo el periódico y le he preparado un té que le ha sentado muy bien. –Bueno Heli, dile que llego mañana por la mañana; del aeropuerto me da tiempo a coger el AVE, saldré a las 11.49 y llegaré a Valladolid a la hora de comer. – Vale, yo se lo digo. Un beso niño. – Cuando terminaba de hablar, sintió la mano de Honoré en su hombro, volvió la cara y le hizo un gesto para saludarle. –Hola Honoré, vengo a despedirme y a comprar un libro que seguro tienes. - ¿Despedirte? ¿Cómo? ¿te vas a España? - Sí, me han avisado que esta mi padre bastante mal. Tengo que ir con él. – Lo siento. ¿Volverás? –Es posible, ya sabes que estoy muy bien aquí, pero de momento es improbable. Debo cuidar de mi padre. –Entiendo. Pero dime ¿que querías? – Te digo. Mi padre, cuando hizo hace unos años la última mudanza, perdió un libro con los relatos de Chejov en francés que él apreciaba mucho. Creo que era de la editorial Gallimard, edición de 1971 y era: Oeuvres, Tome III. Récits 1892-1903. – Bueno, ven atrás, allí tengo algunos que están desclasificados y, a lo mejor lo encontramos; creo recordar que sí tengo algo de Chejov. Subió el librero a la escalera en la penúltima estantería del depósito de libros, en el interior. Estuvo repasando los dos últimos estantes y después de unos minutos, cogió uno y dijo: - ¡Voilá! ¡Aquí está! Hubo suerte. - ¡Bieeen, Honoré; no sabes la alegría que me das. Mi padre tenía mucha afición por ese libro. - Bajó con él en la mano; lo repasó Julio y dio su aprobación. Algo amarillento, pero le daba un aspecto mejor al regalo. El de su padre estaba más o menos así. Honoré no le dejó pagar. Se lo envolvió, se dieron un abrazo y fue a su casa. Por la noche tuvo que tomarse un tranquilizante. Pensaba en su padre. Lo veía joven, con él, cuando era niño; llevándole de la mano por el Paseo Zorrilla. Mientras estaba en estado de vigilia, adormilado, notaba unas lágrimas frías por sus mejillas. Finalmente se durmió.
Abrió el periódico mientras la azafata terminó de hacer su representación de las explicaciones de salvamento. Pensó en su padre enfermo: no debió irse a París. Estar con él debió ser su prioridad. Terminó dormido con el periódico e su regazo. Se le hizo corto el viaje a Madrid y a su ciudad natal. En el tren llamó a Heliodora para decirle que todo iba bien, puntual. En la estación le recogió su prima. Hablaron del padre. Estaba mal. Muy mal. Cuando se agachó para abrazar a su padre, él hizo un amago de querer levantarse. No tenía fuerzas. Se sentó a su lado y no se movió de allí, ni para comer. Se acercó el plato. Hablaban y no paraban. Reían con sus cosas. Eran iguales. Socarrones, bromistas, teatreros, y con un fino sentido del humor. Se guardaban los secretos el uno y el otro. Por un momento, pararon de hablar, se miraron y sonrieron. No les hacía falta más. – Me tienes que perdonar… -Decía el padre.- No hay nada que perdonar, tú has sido buen padre.. ¿Sabes? Cuando iba a venir, pensé en traerte un regalo, y…lo estuve pensando un buen rato. Me dije, ¿Un orinal de porcelana?... Como aquel que te compraste para llenarlo de cerveza y enseñárselo a mamá. ¿Te acuerdas? Me acuerdo de la cara que puso de asco cuando empezaste a beber en él. (Rompieron a reír a carcajadas). O un tubo de goma con boquilla de madera, como aquellos que comprabas para imitar sonarte los mocos como si tuvieras un cargamento. Qué cara ponían, cuando lo oían, las amigas de la abuela que venían a tomar café a casa. (Seguían riendo los dos). Bueno la verdad es que miré en Internet por si podía comprar algo así, pero en París no encontré nada de eso a mano. Después de todo lo que te traigo creo que es lo mejor. Sé que tú lo echabas de menos, así que no dudé un momento. Así que… (sacó detrás del sillón su paquete y se lo ofreció. – Lo cogió, lo estuvo mirando unos segundos, le dio una vuelta, dos, tres y finalmente se decidió a abrirlo. Con mucho cuidado fue despegando la cinta adhesiva hasta que se vio la esquina inferior del libro; en ese momento, lo destapó deprisa y su excitación fue en aumento, hasta que después de mirar a su hijo, con cara de júbilo gritó con la poca voz que pudo: - ¡Chejov! ¡Cojonudo! ¿Cómo lo has encontrado?Pura casualidad papá. Estaba desclasificado pero mi amigo el librero le quedaba un ejemplar desde 1971. Me alegro que te guste el regalo. Sabía que lo echabas de menos. - Sí, sí, ya lo creo. Me encanta esta edición. La traducción del ruso está hecha al francés por un ruso que estudió en la Sorbona y es buenísima. – Me alegro papá. – Él le miró y con la mano le indicó que se sentara a su lado, se le acercó al oído y bajando la voy le dijo: - Tú hijo, haz la vida que consideres buena para ti, no te preocupes por mí. No te voy a dejar, ni siquiera, aunque me muera. De alguna manera, que ahora no te sabría decir, estaré contigo. Sí. No te preocupes. Eres un buen hijo.
A la semana siguiente, el martes, a las seis y diez de la mañana, oyó Julio que su padre llamaba desde su cuarto. Acudió enseguida. – ¿Qué quieres papá? ¿Te pasa algo? Él, le miraba y esbozaba una sonrisa. Parecía decir algo, acercó Julio el oído y apenas pudo ir: …Julito. Instantes después murió. Pensó Julio que, desde los trece años, no le llamaba así.

Julio volvió a París. A las once de la mañana, cuando toma un café en su casa, a la misma hora en que lo tomaba con su padre, sentado, como él, leyendo, algunos días en los que el cielo está cubierto y la presión atmosférica cambia bruscamente, oye la voz de su padre que le dice: - Julio, ¿estás bien? Recuerda que no te dejaré solo. Cuando tenía algún problema Julio, su padre le apuntaba alguna solución. Siempre acertaba.

COUSAS DE MARTIÑA


Martiña, hija de Martin Caldeira y Lucia Aponte era natural de Soulecin, parroquia de O Barco. Con pocos meses, sus padres y su abuela Manuela se fueron con ella a Toén, donde heredó su padre unas tierras con las que pensaba ganarse la vida. Amanecía cuando cerraron la casilla de piedra y pizarra donde habían vivido, colgada en la ladera, aislada de la agrupación de casas. Vendieron los animales, salvo Dora, la vaca que les seguía atada al carro. Martin cantaba. Su madre le decía al oído: - Martiña, parece que o teu pai quere bromas mentres estamos tristes. Hablaba con ella: pero se lo decía al marido. Él, desde la vara del carro miraba adelante, mientras, con los ojos llenos de lágrimas, quién sabe si por el frio de la brisa, o por la tristeza. La niña llevaba en su memoria pocos recuerdos: las voces de sus padres y su abuela; el sonido de la loza, en la pila; el canto de merlos y verderones. Su madre le confesó un día al oído: -Vai vedoira, como avoa Manuela. (Serás vidente, como la abuela).
 Por el camino, la brisa atlántica refrescaba la mañana, que vino tranquila, movía las carballeiras, inquietas. Llegando a la nueva casa de Toén, pasaron las últimas horas del día preparando el dormitorio y la cocina. Allí vivieron para siempre. Antes de que murieran su abuela y sus padres, la joven Martiña tuvo días de fijación con un rapaz con el que se veía en la fraga, donde llevaban sus respectivos ganados. Antón se llamaba; nunca le olvidó. No se comió el olvido todo lo que pudo hacer con él, y lo que no pudo, pero quiso. Recuerda los días con Antón, siempre, y los guarda en su memoria para conjurar los malos días, y las noches en que la soledad se le agarra dentro. Sola, sin sus padres y su abuela.
En el pequeño galpón de piedra y pizarra tiene guardados Martiña el grano, los pimientos a secar, las mazorcas de maíz, los ajos colgados en ristras bien trenzadas y, metidos en una vieja artesa, las piezas de lacón entre sal, con pesadas piedras encima y, en un estante de madera de fresno, toda suerte de hierbas aromáticas y medicinales. Con los días alboreando, mientras en la fraga cercana se remueven las folosas y los picapeixes, que rondan el arroyo buscando algún pececillo que comer, después de calentar la leche con malta en los rescoldos de la brasa que aun da señales de vida en el hogar de la vetusta cocina, y desde la que se oye cantar al gallo, acude Martiña para dar una vuelta a todo y poder salir tranquila a ordeñar las vacas. Introvertida, no muy de palabras, suelta pocas y precisas, eso sí, entre dientes: se le oye a dos cuartas del cuello de su camisilla. Por el camino que lleva a Toén los niños de los Quiroga le gritan, le dicen de todo, lo más frecuente: ¡bruxa! Quizá su manera de vestir, toda de negro, sus refajos, y el pañuelo negro cubriéndole el rostro, hace que la tomen por vieja, sin haber llegado a los cuarenta y dos. Con su cuerpo menudo hace poco bulto cuando sale al campo o a la fraga. Delgada y seca, hacía tiempo olvidó arreglarse. Cierto es que la llaman para quitar el mal de ojo e intuyen que tiene facultades de vedoira, pero no es meiga: no hace mal a nadie. Quien la conoce bien, sabe de su poca ilustración. Es buena mujer, con sus cosas, eso sí, aprendidas de su abuela: dicen de la abuela que tenía también facultades como ella. Martiña procura hacer algún favor a quien pena por algo. Sí, por el camino a Toén, los niños le dicen lo que los mayores callan. Desde hace muchos años ha dejado de preocuparse por eso, la juventud le ha abandona poco a poco, el sol y el aire atlántico quemó su piel; con todo esto, se le fue también el coraje con que se tomaba que le mirasen mal. Antes bien, por los días de la fiesta del Magosto se acerca a Toén y aun sola, participa de la alegría de la gente. Fue precisamente allí donde se encontró a su vecina, Tareixa, la mujer de Sotero Quiroga, que le contó que su marido estaba en Madrid en un trabajo por el que tendría que quedarse hasta el día 24 de julio; por la tarde, tomará el tren pues tiene que acabar el trabajo en Santiago de Compostela, y deberá estar el 25, por la mañana, temprano. Cuando le dijo esto, a Martiña se le nubló la cara, descompuesta, y calló. Tareixa se dio cuenta del brusco cambio en su gesto y le preguntó preocupada. – ¿Pasa algo, Martiña? Non, non, nada, nada, non me faga moito caso, son os meus cousas. - De verdad, Martiña, ¿pasa algo? - Nada, nada, muller, só son cousas mías, xa sabes que dou moitas voltas á cabeza. Se houbese algo, eu dígoo. Bueno. No te insisto. Ya sabes Martina que te tengo mucho cariño, y admiro como te desenvuelves tan bien estando sola. Eres fuerte y valiente. Me gustaría ser así, pero a veces, me acobardo. Posiblemente porque no siento la fortaleza que tú tienes. No sé si es por educación: mis padres me mimaron tanto que quedé con sentimiento indefensión cuando faltaron ellos. O, a lo mejor es mi naturaleza…No sé.Non sé, se son o que dis, pero, se son forte, (sí soy fuerte) será porque tiven que apañar os meus problemas sempre soa, desde nena. Pero, tamén, a miña natureza díme sempre que non debo ter medo por nada. – Eso debe ser Martiña, sí, eso debe ser.
Dos días después, fue Tareixa la que se acercó a la casa de Martiña, llevaba un par de delantales que había comprado en Ourense que le quería regalar. Pero lo cierto es que quería hablar con ella. De vez en cuando le daba vueltas a la cabeza y veía la cara de Martiña, cuando le contó lo del viaje de su marido a Santiago. No hacía más que decirse para sus adentros: “Esta mujer tiene fama de vedoira, y no me quedo tranquila sin saber si ha visto algo en lo que le dije”. Cuando llegó, dejó de echar de comer a los cerdos Martiña y, sonriendo, dijo sin dar ocasión para que hablara Tareixa: - Aquí está a boa da Tareixa, que trae un agasallo para que lle diga se hai algo na viaxe do seu marido, ¿non é iso? – ¡Carallo! Martiña, ni que me hubieras abierto la cabeza, como es que lo has sabido. – Bueno, te lo diré en castelán: No hay cosa más traída que la que causa temor y no se da explicación. El que la tiene, no para hasta que se la dan. Tareixa, quedaste mal con la contestación que yo te di. Así que lo normal es que vuelvas a preguntar: ¿Pasa algo? Primeiro, que che dou as grazas polo agasallo. E, segundo, que sí, hai algo. Cando mo dixeches, vi nesa tarde unha gran desgraza: deume mal. Convence ao teu marido que se vaia ese día pola mañá. - ¡Hay Dios mío! No te pregunto más. Muchas gracias Martiña, eso haré.

El día 25 de julio de 2013, a las 20. 41 horas hubo un terrible accidente del tren Alvia que iba a Santiago, en la curva de la parroquia de Agrois, con 79 muertos. El marido de Tareixa, que iba a ir en él, se fue por la mañana.  Los niños de los Quiroga, a partir de esa fecha, ya no le decían ¡bruxa!, sino, con mucho respeto, Doña Martiña, cuando pasaban por el camino de Toén.