Conocí
a un muchacho de once años, Isidro, que vivía en la calle Juanelo, bocacalle de
la de Embajadores, donde se había criado y en su juventud no salió nunca del
barrio, salvo dos veces que le llevaron en tren a la Sierra a casa de una tía
de su madre que vivía en Montejo. De
escasa estatura, tan delgado como imaginativo, con ojos verde oscuro, grandes,
que pareciera tragarse el mundo, solía estar en la calle hasta que la luz se
iba por Cascorro. A esa edad en la que aún se está aprendiendo a vivir, pasaba
el día en juego continúo y, para desesperación de su madre, María, viuda de
recaudador y hermana del carpintero Jonás, no solía abrir mucho los libros y
escribía menos cuentas que un zapatero remendón que, como es sabido solían
poner la facturas en un clavo y de ahí solo se movían para el último recuento.
Lo que más le atraía era ir a ver a su tío Jonás a su taller de carpintero en
el principal de una casa de la calle Rodas de cuyo número no me acuerdo y, en
segundo lugar, ir al cine. Por eso, buscaba cualquier excusa para visitar a su
tío y se quedaba, a la vuelta, en su calle de Juanelo, viendo los fotogramas en
el cine Odeón.
Así
las cosas, de lunes a viernes, con alguna
falta, al volver por la tarde del Instituto en la calle de Toledo, con un
bocadillo de sardinas o una onza de chocolate, que más parecía una porción de
la madre Tierra que el extracto de la semilla de cacao, bajaba por Embajadores
hasta llegar a Rodas y acercarse al
taller de su tío, allí, abría conversación en la que él preguntaba y el
carpintero respondía, sin dejar de cepillar la madera, hoyar con la barrena o
darle vueltas al bote de la cola de pescado. Sin darse cuenta, el chico
aprendía y el tío disfrutaba del sobrino haciéndole más corto el trabajo. Un día, antes de cerrar el taller, a las
ocho, Jonás le contó una historia que, según él, era la de un viejo carpintero
que habría vivido allí en los tiempos del Rey Carlos III. – Mira Isidro, ¿ves ese cuartillo que hay
detrás, donde guardo las maderas, pinturas y barnices? Pues ahí mismo dormía el
Isaac el Salamanquino, un judío así llamado, porque era de Salamanca, en un
jergón con colchón de paja y unas viejas mantas de Zamora que de puro sucias se
les había cambiado las hilaturas en pardo oscuro. En una caja de madera de
haya, con una cerradura muy compleja, guardaba sus dineros y las pocas cosas de
valor que tenía, que escondía bajo las maderas de la tarima que tenía sueltas
cinco, y abrochaba con dos pasadores en los extremos, disimulados por un grueso
rodapié. Cocinaba su comida en la
galería que da al corral, esa que ves ahí, por el que entra el sol hasta que
decide irse por el Parque del Moro, que es por donde dicen ordenó Felipe V que
debía salir a la caída de la tarde. Cuentan que cuando alguien le caía bien, y
veía buen trabajo, le dejaba a la caída de la tarde una moneda de oro en esa
viga que cae del techo y que aguanta la maestra de techo, justo en ese hueco
cuadrado que esta tapado; eso que ves que no es otra cosa que una puertecilla
que encaja en el hueco. Como ves, está remachada con las cabezas de cuatro
clavos de puerta y que en realidad no la sujetan, pues están cortados por
dentro, sino que dan esa apariencia: mira, ¿ves? -Cogió la madera cuadrada
y la extrajo del hueco dejándolo a la vista. – Cuando compré esta carpintería al anterior carpintero, el maestro
Fidel, extrañado por esto que parecía una pieza de refuerzo de la viga, abrí la
pequeña hornacina sin encontrar nada. Sin embargo, dos semanas más tarde,
cuando leí en un libro muy viejo, que compré en la travesía de San Ginés la
leyenda del carpintero judío que dejaba una moneda de oro en su local de
carpintería del bajo Madrid sin precisar el sitio, al que lo ocupara y ofreciera
todo lo que su capacidad y bondad diera. Volví a abrirla y me encontré esta
moneda. -Se fue Jonás hasta el cajón que tenía en un estante y le enseñó
una moneda de medio escudo de oro de Felipe V.
-Como
ves, hasta en los lugares más humildes puede ocurrir prodigios. Pero no pienses
que esto se repite, no. He mirado muchas veces después y ya no hay nada.
Isidro
siguió con sus costumbres y cuando acabó el bachiller, viendo su madre que no
había manera ni dineros para que continuara estudios, consultando con su
hermano, acordaron que el chico había de aprender el oficio de carpintero y así
quedarse con la carpintería cuando faltase su tío Jonás. Eso hicieron y después
de aquel verano en el que estuvo de nuevo en Montejo disfrutando de vacaciones,
se incorporó al trabajo como aprendiz en la carpintería de Jonás. Al principio
le aburría tener que tensar las cuerdas de la sierra, darle a la azuela para
desbastar, y ordenar las cajas de clavos, tornillos y remaches para pasar las
horas con la gubia y el formón trabajando listones que no iban a servir para
nada, sino que se los daba su tío para soltar la mano. No tardó en coger la
afición al trabajo cuando terminó un taburete por entero y salió bien. Pasaron
semanas, meses y algún año para que Isidro cogiera oficio y se repartiera el
trabajo con Jonás que disfrutaba viendo progresar al sobrino, que acostumbraba
al cerrar a las ocho de la tarde, antes de echar la llave, y sin que le viera
el tío, por darle vergüenza, abrir la hornacina por si le ponía el judío una moneda
como la de su tío. Nunca veía nada.
Pasaron
los años, su tío murió; y no dejaba Isidro de mirar al salir sin resultado
alguno. Hasta que le propusieron un empleo en una fábrica de muebles como
maestro ebanista. Cerró y vendió la vieja carpintería de la calle de Rodas. Un
día, pasados dos años, echaba en falta la tranquilidad y trabajo bien hecho en
la vieja carpintería, y habiendo ahorrado suficiente dinero, se puso en
contacto con el dueño y le propuso volver a comprarla. Antes de cerrar el
trato, le dio la llave el dueño y se fue a verla.
Abrió
la vieja puerta de madera maciza y vio el interior todo lleno de polvo y
tierra. Aún tenía la mesa de trabajo en el mismo sitio donde él la dejó,
cubierta de suciedad, algo de escombros y palomina, prueba de que por el
cristal roto de la ventana habrían entrado las palomas. Cogió una vieja escoba
y estuvo barriendo todo y limpiando lo que pudo. Antes de salir, miró en la
hornacina y no había nada. Sonrió. Al día siguiente, volviendo del notario
donde firmó y cerró la compra, llegó a la carpintería con utensilios de
limpieza y la dejó preparada para llevar herramientas y material para empezar a
la semana siguiente. Al ir a cerrar de nuevo, volvió a mirar en la pequeña
hornacina y, esta vez sí. Había una moneda de Felipe V de medio escudo de oro.
Al parecer, para el judío, había Isidro dado toda su capacidad y bondad en ese
momento. Pero cuando su madre murió años después, le confesó que la moneda que
le enseñó su tío la puso él. Isidro, desde entonces se pregunta: ¿quién me puso
la mía si mi madre no tenía llave?