20160330

EL TIO JONAS



Conocí a un muchacho de once años, Isidro, que vivía en la calle Juanelo, bocacalle de la de Embajadores, donde se había criado y en su juventud no salió nunca del barrio, salvo dos veces que le llevaron en tren a la Sierra a casa de una tía de su madre que vivía en Montejo.  De escasa estatura, tan delgado como imaginativo, con ojos verde oscuro, grandes, que pareciera tragarse el mundo, solía estar en la calle hasta que la luz se iba por Cascorro. A esa edad en la que aún se está aprendiendo a vivir, pasaba el día en juego continúo y, para desesperación de su madre, María, viuda de recaudador y hermana del carpintero Jonás, no solía abrir mucho los libros y escribía menos cuentas que un zapatero remendón que, como es sabido solían poner la facturas en un clavo y de ahí solo se movían para el último recuento. Lo que más le atraía era ir a ver a su tío Jonás a su taller de carpintero en el principal de una casa de la calle Rodas de cuyo número no me acuerdo y, en segundo lugar, ir al cine. Por eso, buscaba cualquier excusa para visitar a su tío y se quedaba, a la vuelta, en su calle de Juanelo, viendo los fotogramas en el cine Odeón.
Así las cosas,  de lunes a viernes, con alguna falta, al volver por la tarde del Instituto en la calle de Toledo, con un bocadillo de sardinas o una onza de chocolate, que más parecía una porción de la madre Tierra que el extracto de la semilla de cacao, bajaba por Embajadores hasta llegar a Rodas y acercarse  al taller de su tío, allí, abría conversación en la que él preguntaba y el carpintero respondía, sin dejar de cepillar la madera, hoyar con la barrena o darle vueltas al bote de la cola de pescado. Sin darse cuenta, el chico aprendía y el tío disfrutaba del sobrino haciéndole más corto el trabajo.  Un día, antes de cerrar el taller, a las ocho, Jonás le contó una historia que, según él, era la de un viejo carpintero que habría vivido allí en los tiempos del Rey Carlos III. – Mira Isidro, ¿ves ese cuartillo que hay detrás, donde guardo las maderas, pinturas y barnices? Pues ahí mismo dormía el Isaac el Salamanquino, un judío así llamado, porque era de Salamanca, en un jergón con colchón de paja y unas viejas mantas de Zamora que de puro sucias se les había cambiado las hilaturas en pardo oscuro. En una caja de madera de haya, con una cerradura muy compleja, guardaba sus dineros y las pocas cosas de valor que tenía, que escondía bajo las maderas de la tarima que tenía sueltas cinco, y abrochaba con dos pasadores en los extremos, disimulados por un grueso rodapié.  Cocinaba su comida en la galería que da al corral, esa que ves ahí, por el que entra el sol hasta que decide irse por el Parque del Moro, que es por donde dicen ordenó Felipe V que debía salir a la caída de la tarde. Cuentan que cuando alguien le caía bien, y veía buen trabajo, le dejaba a la caída de la tarde una moneda de oro en esa viga que cae del techo y que aguanta la maestra de techo, justo en ese hueco cuadrado que esta tapado; eso que ves que no es otra cosa que una puertecilla que encaja en el hueco. Como ves, está remachada con las cabezas de cuatro clavos de puerta y que en realidad no la sujetan, pues están cortados por dentro, sino que dan esa apariencia: mira, ¿ves? -Cogió la madera cuadrada y la extrajo del hueco dejándolo a la vista. – Cuando compré esta carpintería al anterior carpintero, el maestro Fidel, extrañado por esto que parecía una pieza de refuerzo de la viga, abrí la pequeña hornacina sin encontrar nada. Sin embargo, dos semanas más tarde, cuando leí en un libro muy viejo, que compré en la travesía de San Ginés la leyenda del carpintero judío que dejaba una moneda de oro en su local de carpintería del bajo Madrid sin precisar el sitio, al que lo ocupara y ofreciera todo lo que su capacidad y bondad diera. Volví a abrirla y me encontré esta moneda. -Se fue Jonás hasta el cajón que tenía en un estante y le enseñó una moneda de medio escudo de oro de Felipe V.
 -Como ves, hasta en los lugares más humildes puede ocurrir prodigios. Pero no pienses que esto se repite, no. He mirado muchas veces después y ya no hay nada.
Isidro siguió con sus costumbres y cuando acabó el bachiller, viendo su madre que no había manera ni dineros para que continuara estudios, consultando con su hermano, acordaron que el chico había de aprender el oficio de carpintero y así quedarse con la carpintería cuando faltase su tío Jonás. Eso hicieron y después de aquel verano en el que estuvo de nuevo en Montejo disfrutando de vacaciones, se incorporó al trabajo como aprendiz en la carpintería de Jonás. Al principio le aburría tener que tensar las cuerdas de la sierra, darle a la azuela para desbastar, y ordenar las cajas de clavos, tornillos y remaches para pasar las horas con la gubia y el formón trabajando listones que no iban a servir para nada, sino que se los daba su tío para soltar la mano. No tardó en coger la afición al trabajo cuando terminó un taburete por entero y salió bien. Pasaron semanas, meses y algún año para que Isidro cogiera oficio y se repartiera el trabajo con Jonás que disfrutaba viendo progresar al sobrino, que acostumbraba al cerrar a las ocho de la tarde, antes de echar la llave, y sin que le viera el tío, por darle vergüenza, abrir la hornacina por si le ponía el judío una moneda como la de su tío. Nunca veía nada.
Pasaron los años, su tío murió; y no dejaba Isidro de mirar al salir sin resultado alguno. Hasta que le propusieron un empleo en una fábrica de muebles como maestro ebanista. Cerró y vendió la vieja carpintería de la calle de Rodas. Un día, pasados dos años, echaba en falta la tranquilidad y trabajo bien hecho en la vieja carpintería, y habiendo ahorrado suficiente dinero, se puso en contacto con el dueño y le propuso volver a comprarla. Antes de cerrar el trato, le dio la llave el dueño y se fue a verla.

Abrió la vieja puerta de madera maciza y vio el interior todo lleno de polvo y tierra. Aún tenía la mesa de trabajo en el mismo sitio donde él la dejó, cubierta de suciedad, algo de escombros y palomina, prueba de que por el cristal roto de la ventana habrían entrado las palomas. Cogió una vieja escoba y estuvo barriendo todo y limpiando lo que pudo. Antes de salir, miró en la hornacina y no había nada. Sonrió. Al día siguiente, volviendo del notario donde firmó y cerró la compra, llegó a la carpintería con utensilios de limpieza y la dejó preparada para llevar herramientas y material para empezar a la semana siguiente. Al ir a cerrar de nuevo, volvió a mirar en la pequeña hornacina y, esta vez sí. Había una moneda de Felipe V de medio escudo de oro. Al parecer, para el judío, había Isidro dado toda su capacidad y bondad en ese momento. Pero cuando su madre murió años después, le confesó que la moneda que le enseñó su tío la puso él. Isidro, desde entonces se pregunta: ¿quién me puso la mía si mi madre no tenía llave?

EL ESPECTADOR INMOVIL



La tarde del martes llegó plomiza. El bochorno de la tormenta que se avecinaba había calentado los adoquines de la cuesta de Embajadores a tal temperatura que, de estar limpios, se podría freír un huevo al instante. Balcones y ventanas de las casas, que fueron mudos espectadores de la revuelta contra los franceses, de las intrigas del ministro Calomarde, mostraban ese día su fatiga, como perro que saca la lengua para refrigerarse: se veían entornadas con sus cortinas cayendo inmóviles sin dar señal de brisa alguna; el olor a pescado podrido del Mercado de San Fernando se hacía insoportable con el aire caliente que parecía quedarse para siempre. Con gran sofoco y bajo su vieja gorra blanca de visera, subía Damián con tiempo suficiente para llegar al comienzo de la película, una de las dos del programa doble del cine San Cayetano. Al llegar al estrechamiento de la calle, le pareció sentir que la temperatura no era tan agobiante, incluso que le llegaba algún golpe de aire más frío: enseguida lo comprendió. El portal de una de las casas de la acera derecha por donde subía, estaba abierto y, desde dentro, se veía la puerta de par en par de un sótano de donde salía la brisa fresca. Paró un momento para refrescarse y continuó la subida hasta el cine. Sonrió la muchacha de la taquilla al darle la entrada y por el hueco le llegó el aroma de Ozonopino del ambientador. Pasó despacio al vestíbulo del cine y se detuvo ante los fotogramas de cartón de la película que quería ver primero: Crónica Familiar, de Valerio Zurlini. Se detuvo a er un primer plano de Serena Vergano. Pasó al cine. El acomodador lo llevó por la sala, sorprendentemente llena, en la que la temperatura, agradable, y el ambientador le hizo olvidar el olor a pescado podrido. Comprendió al instante que su idea de aliviarse del calor la compartían muchos. El acomodador con su formal uniforme color carmín le enseñó con la linterna el asiento donde sentarse, junto a un hombre que parecía cumplir a rajatabla la hora de la siesta. Terminaba la segunda película, Bésame, tonto, comedia americana con Kim Novak y Dean Martin. A Damián le dio por pensar en lo que daría por dormir como el espectador vecino. También se reconoció a si mismo que su afición de ir al cine era conocer mundo y vivir aventuras sin riesgo alguno sentado en la butaca. No lograba entender cómo se estaba agobiando tanto con todo lo que le pasaba. Harto de estar encerrado en una habitación todo el día estudiando los temas de la oposición, deprimido por la espantada de Mercedes, su novia, que decía entender su esfuerzo por superar las oposiciones para asegurarse trabajo estable y, sin embargo, no dejaba de pedirle salir todos los días. No había terminado de preparar el tema 10 de Economía, pero la fatiga le estaba superando. Pensaba distraerse antes de retomar el estudio a las diez, después de cenar. – Damián, - le había dicho Mercedes- es que te metes a estudiar y luego te quejas de que tu vida no tiene grandes alicientes. Que te gustaría vivir hechos relevantes y aventuras, de esas que solo les ocurren a muy pocas personas. Pero desengáñate Damián, a la gente corriente como tú y como yo no nos ocurren cosas que sean especiales, relevantes y trascendentes, solo los hechos normales que viven la mayoría. – Jo, Mercedes. Solo quiero estr tranquilo. Estos días estoy muy agobiado por los exámenes, se me ha acabado el dinero que me mandó mi padre y no quiero pedirle más, no está muy boyante él ahora; y me cuesta mucho no verte y estar, aunque sea solo un minuto, contigo. Entiendo lo que me dices y es razonable, pero tú sabes que a las personas imaginativas como tú y como yo nos encantaría vivir alguna que otra aventura en la que nos pueda subir la adrenalina, aunque sea un poco. – Vale, vale, pues te dejo. Me voy a Cercedilla. Adiós.  Mercedes no solía despedirse diciendo adiós, sino con un hasta luego o nos vemos, pero cuando se enfadaba, decía adiós. -Bueno, pensó, me distraeré con el cine. Por eso, envidiaba la tranquilidad con la que dormía el espectador de al lado suyo. Así se le olvidaría sus frustraciones.
A las ocho menos cuarto, terminó la segunda película y encendieron las luces. Una muchacha de la fila de delante que había mirado hacia atrás lanzó a la sala un grito desgarrador. Vino corriendo el acomodador y señalaron al espectador que parecía dormir. Estaba muerto. Volvió sobre sus pasos el acomodador y desde la oficina llamó a la policía. Cerraron el cine. Llegaron los agentes de lo que la gente llamaban “la Secreta”, tomaron nota del carnet de identidad de los presentes en el cine y a Damián y a otro que estaba en el otro lado del muerto se los llevaron a la Comisaría. Le tomaron declaración; dijo que no conocía al muerto y que creía que estaba dormido. Sin embargo, le detuvieron y le metieron en el calabozo hasta que se supiera la causa de la muerte. No estaba muy lejos la morgue, pero se demoró el informe del forense hasta mediada la madrugada. A las cinco y media, sonó un portazo de la puerta metálica de los calabozos. Llegó el inspector de policía con una copia del informe y Damián se levantó del catre donde se había echado para intentar descansar. - ¿Damián Cosme González Benavente? - ¿Sí? - Mire Damián, le vamos a soltar. La autopsia ha determinado que murió por muerte natural. Aun así, seguirá la investigación, al parecer el muerto es una personalidad de la política internacional y hay que agotar todas las posibilidades. Le avisaremos, no vaya de viaje a ningún lado.
Bajaba Damián hacia el Paseo del Prado, andando sin prisas, disfrutando del fresco de la madrugada. Vio la luz amarillenta de la cafetería de la Plaza de Carlos V y se dirigió hacia ella para tomar algo caliente. Pasó un repartidor de prensa con una Isocarro que paró junto a la cafetería y el quiosco de prensa. Echó un vistazo a los titulares y compró el Diario Madrid. Había un titular que resaltaba sobre los demás: Muere en un cine de Lavapiés un funcionario de EEUU que acababa de llegar a Madrid de Congreso Internacional del Desarme. Se cree que podría estar relacionado con la prueba de la explosión de un ingenio termonuclear en la atmosfera. Según la autopsia, pudiera parecer muerte natural, pero se extraña la policía de que un diabético, como al parecer era el fallecido, tuviera tal alto contenido de azúcar, por una ingesta reciente. Al parecer se vio antes de la hora entrar en el cine, en la pastelería de Cascorro a un ruso que compró una docena de Rellenos de crema, especialidad de la casa. No tenía el muerto ninguno de esos pasteles al momento de morir.  En su estómago si había restos de ellos. ¿Suicidio? ¿Asesinato? (se preguntaba el periódico).

-Se los comió todos, seguro. - Dijo en voz alta Damián, mientras leía. -Están tan buenos que crean adición. Buena forma de morir. Bueno, pues ya tengo una aventura que contar.

ASTRA



No había viento y, sin embargo, la puerta gruesa de la entrada de la casa dio un tremendo portazo. Era Susi que llegaba del trabajo. - ¡Pero chica! ¿Cómo es que vienes a estas horas? – Nada Juan, porque estoy muy cabreada. No me digas nada ahora, no. No quiero hablar en este momento. Más tarde. Ahora, no aguanto interrogatorios. Luego hablamos ¿Vale? – Vale, vale, vale chica. ¡No hay más que hablar!
Juan sabía que cuando Susi le llamaba Juan, algo serio pasaba. Siempre le llamaba Juanito, o Johnny, o Jota, nunca Juan. La estuvo observando dar vueltas por el cuarto de baño, lavarse la cara, atusarse el pelo, ir a la cocina, beber agua, prepararse un café con leche y terminar sentándose en el comedorcillo con el cigarro en la mano observando las volutas de humo subiendo hacia la lámpara de flecos; en la mesa dejó el paquete de Bisonte y la caja de cerillas de papel encerado de C.A.F. Juan, pensativo, dejó pasar un espeso instante. Luego la miró y dijo: - Susi, salgo un momento. Enseguida vengo. – Vale. Hasta luego.
Mientras bajaba en el ascensor, vio cómo subía un hombre con gabardina y sombrero de fieltro negro por la escalera. Le siguió con la vista por los cristales hasta que se oyó cómo entraba en el séptimo. Despejó su preocupación. Salió a la Glorieta de Bilbao y se dirigió al metro, cogió el tren hasta Callao. Salió a la plaza, se paró y respiró profundamente varias veces. Cruzó y se dirigió a la cafetería donde trabajaba Susi. Al entrar, Gregorio le miró y le hizo una señal para que callara mientras se sentaba Juan. Minutos después se acercó y con la servilleta en el brazo dijo en tono alto para que le oyeran desde dentro: - ¿Que se le ofrece al señor? Juan pidió: -Un café negro. El camarero, cuando se aseguró que no le oían, cambió la conversación: - Susi se fue hace más de media hora. - Juan asintió. – Tuvo una buena con el jefe. Es mala persona el jefe. Le estuvo diciendo cosas a Susi… que no se las debe de decir a nadie… y menos a una mujer como Susi. Es una mierda de chulo y se cree que puede tratar a toas las mujeres como trata a sus chicas de su bar de Cascorro, ya sabes… la mierda esa que tiene el jefe llena de chicas de mal vivir. No
oí todo lo que le dijo, pero creo que la estuvo acosando un buen rato hasta que Susi explotó y le cantó las cuarenta. El la amenazó, eso sí lo oí bien, ¡vaya que si lo oí! buenas voces dio el muy cabrito, la dijo que la mataba si no hacía lo que quería él. Ese tío es peligroso, créeme Juan; ¡mucho cuidao!
Más tarde, desde la ventanilla de la planta superior del autobús vio Juan cómo daba la vuelta y tomaba la Gran Vía camino de Alcalá. El cartel de Cinzano que ocupaba el lateral del enorme coche resaltaba su presencia en la calle con poco tránsito. Un Ford ranchera pasó junto al autobús en dirección contraria. Lo conducía una chica como Susi. Su recuerdo incrementó la ira que llevaba Juan, que era mucha. Pensó cómo protegerla. Al llegar cerca de la calle Antonio Acuña, se bajó en la parada más próxima. Se sumergió en la muchedumbre de la calle y llegó andando hasta la casa donde vivió su padre. Tres meses hacía que no entraba en ella. Desde que murió, llegar hasta allí era muy doloroso. Al abrir la puerta del piso, sintió enorme soledad en las habitaciones. La muerte de su padre llenaba el piso que en otro tiempo fue alegre. Parecía invadirlo la muerte, parecieran los muebles muertos, los armarios con ropa, también muerta. Despojos cadavéricos privados de la vida que se fue con su dueño. Sobreponiéndose, fue hasta la mesilla de noche del cuarto de su padre y, del cajón, cogió un envoltorio que parecía pesar. Sin abrirlo, lo metió en el bolsillo de la gabardina; abrió la puertecilla de abajo, la del bacín que no había, cogió dos cajas de cartón pesadas, se caló el sombrero y, saliendo, cerró la puerta del piso como el que se deshace de una pesadilla. Tomó el metro y se refugió en su gabardina levantando el cuello, tirando del ala del sombrero delantera hacia abajo. Desde el rincón de la puerta del vagón del metro intentó tranquilizarse y pensar en cómo afrontar la amenaza grave que se cernía sobre la persona que más quería: Susi. Pasaban las estaciones; cuando llegaba el tren y partía hacia la siguiente, la velocidad aliviaba la ansiedad que le invadía. Subió las escaleras del metro en la estación de Bilbao despacio. Seguía ocupado en la preparación de la seguridad de su chica. Entró en casa y, al llegar al piso, abrió con cuidado la puerta y para que no se inquietara,
la llamó en voz alta: - ¿Susiii? –Hola Juan, estoy en el salón. – ¿Qué tal estás, chica? - Un poco más tranquila, ahora que has llegado. ¿Dónde has estado? – Fui a ver a tus compañeros del trabajo. Estuve hablando con Gregorio. No te preocupes, no vas a ir más allí. Llamaré al mierda ese de tu jefe, y no te va a amenazar más. Ya te buscaré otro trabajo lejos de él. – Juan, es que si te enfrentas a él te puede hacer daño, no sabes cómo las gasta, está loco. Un día amenazó a una de sus chicas del bar de Cascorro, que se quería ir de allí y, como no le hizo caso, a los dos días se la encontraron entre las vías del tren cerca de Delicias, muerta a cuchilladas. – Jopé Susi, si llego a saber que te metías en ese antro, te busco otra cosa. No te preocupes ya encontraremos algo en el que estés bien. Ahora, yo me encargaré de que nadie te inquiete. Cuando vayas a salir dímelo y tenme informado donde te encuentras y si tienes algún problema. Dejaré el Simca 1000 dispuesto por si tengo que ir deprisa a donde te encuentres.
A las dos de la madrugada del viernes siguiente, llamó Susi a Juan que estaba en el trabajo en la sala Pasapoga. Juan cogió el coche y fue a toda velocidad hasta allí. No esperó al ascensor: subió por la escalera de madera los escalones de dos en dos procurando no hacer ruido. Al llegar a la cuarta planta oyó como entraban en la casa y subían andando el jefe de Susi y un matón con cara de tuercebotas. Abrió Juan el piso y en silencio le hizo señas a Susi de que le siguiera. Dio un toque al piso de la viuda del Cuarto A y le pidió que se quedara allí. Llamó a la policía y esperó a los que venían en el rellano. Aparecieron por la escalera del tercero. El jefe miró hacia arriba y le vio. Sacó una pistola del bolsillo. Una docena de tiros de pistola se oyeron en el inmueble que resonaron por el hueco del ascensor. Los dos asaltantes se veían tendidos en los escalones, entre dos charcos de sangre. Uno boca abajo y el otro con la cabeza torcida y los pies hacia arriba. Sonó la sirena de la policía. Cinco minutos después, se llevaban a Juan a la Comisaría. Lo soltaron. Tenía permiso de armas de la pistola Astra A-50, Constable de su padre, que regularizó al sacar el permiso de vigilante del trabajo. Acabaron los problemas de Susi y de Juan. Gregorio, que se hizo con la cafetería de Callao, lo dijo muy expresivo: muerto el perro se acabó la rabia.

LA LIBERACIÓN DEL GASCÓN



Lucien, el gascón que vino luchar por su señora, Leonor de Aquitania, tan cansado estaba que, como si quisiera bañarse en sus recuerdos, escurrió su cuerpo sobre la montura que le servía de apoyo al pie de una encina y, entornando los ojos, comenzó a cantar muy bajo los versos de una canción aprendida del último juglar con el que estuvo: “lesa, e tu non lesas de amar…” (…te deja y tú no le dejas de amar…) Al momento quedó dormido. En una jornada estaría en Al-Arak, con el rey Alfonso y, su suerte, podría estar echada.
En sueños, se vio en las orillas del río Gabas despertando de una cabezada leve tras la comida con Adnette. Los zorzales andaban vigilando a la pareja, intrusos en aquel remanso solitario, bajo la sombra de los fresnos en la que los rayos del sol se filtraban amarilleando la pradera de la ribera. Dormida estaba ella y a él le dio por pensar en su inmediato futuro. Debía partir hacia el paso de los Pirineos pronto para incorporarse a las fuerzas de gascones que debían ir a servir a la reina Leonor. Habían quedado que en el mes de abril debían acudir al valle de Valdizarbe, en Puente la Reina. Pero, ¡cómo ir sin Adnette! Ella no podía ir, pues él debía incorporase al ejército gascón; mas le iba a romper el corazón si se iba. No podía el mozo dejar de cumplir el compromiso de su padre de servir a doña Leonor, como buen vasallo, y él lo asumió a su muerte. Se lo diría ya. Mejor cuanto antes. Se desperezó Adnette sonriendo con sus hermosos ojos verdes y no pudo más que aplazar el darle la noticia. No podía romper su feliz día.
Al día siguiente Lucien mientras venía de comprar cinco gansos en el mercado, vio al posadero que se le acercaba. – Lucien, voy un momento a comprar verduras al mercado. Lleva los gansos al corral y luego hablamos. Creo que es hora de que lo hagamos. – De acuerdo, hasta luego.
Llegó el momento de hablar y Lucien le confesó a Jean, el posadero, que dos días después se marcharía para incorporarse al ejercito de la reina. Explicó sus razones y él las comprendió. Le ofreció que, cuando volviera, si se casaba con Adnette, dejaría la posada para ellos. Se lo agradeció y se
dieron un abrazo. Fue inmediatamente a verla y contó la conversación con su padre. Como se vuelve el cielo luminoso de un día de mayo, brillante, alegre y feliz, en tormenta oscura y preocupante, así se trocó la cara de Adnette. Su llanto no ocultaba la desesperación. El abrazo de Lucien, ni los besos que le dio, sirvieron para sofocar su tristeza desesperada. Él le cogió la cara y mirándola a los ojos dijo: - te prometo que si la fortuna me acompaña y logro liberar el compromiso que mi padre dio a la reina Leonor y vivo para ello, volveré para estar contigo donde tú quieras. Te lo juro.
Dos días después con el atillo y su arco al hombro, partió a caballo hacia los Pirineos. Al llegar a Bergerac, en la posada donde se alojó, coincidió con otro gascón. Jules de Clairac, que llevaba su misma ruta, aunque lo hacía voluntario buscando una renta fija, aunque fuera pequeña, acudiendo a la leva. Iba huyendo de la justicia por haber tirado al río al alguacil de su pueblo, que estaba acosando a su prima. Se hicieron amigos y a los dos días partían por el camino de Santiago hacia Navarra. Era Lucien el que se encargaba de cazar con el arco las piezas que habrían de servir para la comida y Jules el que las guisaba. Al llegar a Saint Jean-Pied-de- Port, descansaron antes en la ribera de La Nive de Bèherobie. Comieron dos pichones que habían asado por la mañana y se dispusieron a pasar las murallas de la población donde pagaron el portazgo y fueron a buscar hospedaje. Al día siguiente partían para pasar por las montañas hasta Roncesvalles. Cargados con un queso y pan, aliviaron el camino dando trote a los caballos, hasta que las empinadas cuestas les hicieron alternar cabalgaduras con ir andando llevando a los caballos del ronzal. Doblando el camino, subiendo por una de ellas, por encima del río Luzaide, vieron cómo cuatro hombres armados bajaban desde poniente dando voces amenazando con disparar con sus arcos si no les daban todo el dinero que llevaran. Jules y Lucien se escondieron detrás de unas gruesas hayas. Se vio su arco, tensas las cuerdas y, de un violento y súbito disparo, la flecha cortó como cuchillo el aire del bosque, rompiendo el silencio: cayó de un golpe en el pecho uno de los forajidos. Los otros no esperaron al segundo disparo. Volvieron sobre sus pasos remontando el talud a toda prisa. Siguieron los dos gascones su camino, vigilando por si volvían.
Llegaron felizmente a Roncesvalles donde encontraron a otros gascones que llevaban el mismo camino que ellos. Lucien partió al día siguiente, y Jules se quedó por cuidar de una fiebre que había cogido el día anterior un viejo amigo suyo de un pueblo vecino.
Por Biscarretum, en una piedra, al lado de la entrada de la Iglesia, en el soportal, lloró amargamente Lucien por la soledad que sentía, y allí le dio fuerzas para seguir un labriego, cuando le dijo: - “Rapaz, el mundo es tuyo si lo quieres, es menester que eches un poco de coraje en tu bolsa.” Confesó Lucien que lo haría, y hasta el momento, no le había faltado. Algo quebrantado estaba, porque seguía acordándose no solo de Adnette, sino de su madre, y sus hermanos, que eran lo que más quería. Pero seguiría con coraje.
Luego de varias semanas, y obedeciendo los gascones las órdenes de la reina, llegó hasta su primera gran batalla, al frente de la contienda de los ejércitos del Alfonso y Al Mansur, para lo que estaba en las proximidades de Qal'at Rabah, camino de al-Arak.
La faltriquera, la llevaba él muy escondida en el jubón; minúscula, en ella llevaba una moneda de oro y varias de plata que retenía para las emergencias cuando viajaba solo. En esos momentos, no precisaba gran cosa. Los gastos corrían a cargo del alférez Don Diego. Le había tomado un gran afecto y cuando se dirigía a él, lo hacía como recordaba hacía con su padre. Reconocía su autoridad. Descansaban bajo un soto de encinas hasta seguir el camino. Al punto, tal y como si quisiera bañarse en sus recuerdos escurrió su cuerpo sobre la montura que le servía de apoyo y, entornando los ojos, le pareció oír cantar muy bajo el estribillo de una canción aprendida de un juglar: “…lesa, e tu non lesas de amar…” (te deja y tú no le dejas de amar…)
Despertó. El grito del vigía les advertía de la proximidad de una partida de Zenetas, bereberes al mando de Yusuf al Mansur que acosaba la próxima fortaleza de al-Arak.
A la caída de la tarde, por las llanuras próximas a Qal´at Rabah, en un soto de encinas prietas de espesura, recostado en el tronco de una de ellas, yacía Lucien con el hombro desollado por un tajo de alfanje auxiliado por su compañero Jules. A dos metros lo que quedaba de la unidad de arqueros, con el alférez maltrecho al frente. Hizo una señal con la mano a don Diego para que se acercara y, al oído, dijo. –Dejo… sin cumplir mi promesa de volver con Adnette y mi familia, a los que quiero; ahora… que he cumplido mi compromiso… y el de mi padre. Veo… la muerte acercarse; volveré si mi espíritu y el señor Jesús lo permiten. Mi señor alférez…doy gracias a todos por vuestra ayuda. Nos… veremos.

NEFTALÍ


En un pueblo de la meseta, Medina, donde los fríos de invierno templan a la gente y el calor del estío hacen aplanar el ánimo. Uno de esos lugares de Castilla con un cielo enorme que parece haber caído encima de toda la tierra en los confines del horizonte, engrandeciendo la vista humana, simulando parecer no tener fin nunca; en ese lugar, nació y vivió Neftalí. Hijo de María Isabel, que murió a resultas del parto, y del maestro de obras, José Schuman López, que aprendió el oficio como su padre. Schuman apellido que trajo su bisabuelo, un francés que llegó hasta el pueblo huyendo de los disturbios de religión, por su condición de judío, compró una vieja casa y se instaló con la familia. Sí, José, el hombre callado, poco dado a expresar sus sentimientos, culto, austero y honrado que todos respetaban, nunca fue religioso, que en aquellos tiempos solía ser una carga para las relaciones sociales, y eso, tenía su mérito. Su hijo Neftalí, al que educó el padre en el estudio, la lectura, la austeridad, honestidad y el trabajo, sin que su padre se opusiera, siendo muy joven, empezó como carpintero haciendo trabajos para la empresa de su padre. Tanta dedicación al trabajo tenía que, disfrutando de él, olvidaba el tiempo y no veía cuando debía terminar la jornada, superando en cada trabajo el oficio, día a día. Llegó en día que, viéndose en la necesidad de más y en la obligación de aprender el oficio de ebanista, con esa intención, fue unos meses a Madrid al taller de uno de los mejores del oficio. Volvió luego al pueblo y en poco tiempo cobró fama y crédito por la finura y arte de su trabajo, no solo allí, sino en su comarca y finalmente, también en la capital.  El padre además de su buen hacer como maestro de obras se benefició  del oficio de su hijo; ampliaron el negocio y cuando llegó José la edad del retiro, quiso pasar la empresa a Neftalí, pero él sin dudar un momento dijo: - Padre, agradezco mucho su decisión, pero no he nacido para llevar obras ni para administrar bien una empresa; no quiero arruinar lo que con tanto trabajo ha levantado usted. Véndala y disfrute de la vida, que bien se lo ha ganado. - Entendiendo las razones de Neftalí, así lo hizo. Cinco meses después, murió José y, lejos de lo que se podía suponer, dejó en herencia a su hijo Neftalí la casa familiar, una pequeña huerta en la ribera del rio Sequillo con muy buenos frutales y nogales, y dos mil pesetas en su cartilla de la Caja de Ahorros. Los familiares se extrañaron de que no dejara más, puesto que había llevado el abuelo José vida muy sencilla sin gastar mucho, antes bien, vivía como si solo dispusiera de su pequeña pensión, suponiendo que el dinero por la venta de la empresa, algo más de sesenta millones, lo tendría guardado. Pero parecía que no fue así.   Puso a su nombre la casa Neftalí y sabiendo de la humanidad de su padre, que siempre atendía al que no tenía, dijo a todos los familiares, tíos maternos y primos, que su padre había hecho lo correcto, disponer de lo suyo.
 La casa permanecía desde entonces entera después de haber pasado por ella muchos años duros para la gente de su familia. Sus muros sólidos, de aparejo toledano con un par de verdugadas de ladrillo que marcan las líneas de su horizontalidad, muestran desde el principio de la calle su extraordinario porte y el arraigo de la familia Schuman. Las ventanas, pequeñas, se hicieron precisamente para aguantar el duro frío invernal y el agobiante calor del verano de la meseta. Siempre fue la casa el elemento de unión familiar que dio seguridad a los miembros que vivieron y aún viven en ella.

Neftalí no fue en su infancia un niño demasiado fuerte y tuvo una infancia con periodos de debilidad debido unas fiebres que tuvo a los cinco años y a sucesivas infecciones del aparato respiratorio provocadas por exceso de las vegetaciones nasales. Precisamente por esos periodos de convalecencia en cama fue aprendiendo a utilizar la cabeza en reflexiones que aumentaron su natural habilidad e inteligencia. Sus ocurrencias e invenciones que para un niño no son frecuentes ni justificadas, sorprendían por su extraordinaria resolución para su edad. Cuando un niño está en soledad muchas horas al día termina dialogando consigo mismo e imaginando mundos paralelos, le hacen pasar el tiempo en constante aventura. La lectura, remedio que suelen aplicarse los imaginativos para salir de la realidad esquiva, también le atrapó desde edad muy temprana. Así las cosas, no fue extraño que el chico se dedicara en la infancia al análisis de la gente que le rodeaba y que aprendiera escuchando y escarmentando cuando veía las respuestas que le daban.  A los ocho años, hizo a su padre para su cumpleaños una caja de madera con relieve, trabajada con sus manos, de cintas entrelazadas al estilo modernista que vio en una publicación, desbastando la tapa, con una pequeña gubia y un formón que le regalaron en un taller de carpintería del pueblo a la que solía ir para ver a los carpinteros trabajar, eso fue el despertar de su vocación. Echaba siempre de menos palabras de aliento y afecto de su padre, pero él, poco dado a estas expresiones, siempre se quedaba corto. Pensó Neftalí siempre que su padre no le quería mucho y de alguna manera echaba algún tipo de culpabilidad sobre él debido a la muerte de su madre, a la que José quería con locura. Cuando murió el padre de Neftalí, lloró por su muerte y también porque ya no habría oportunidad de que dijera que le quería. Un año después, un sábado de abril amanecido lleno de luz y primavera esplendorosa, decidió Neftalí revisar las cosas de su padre. Cogió las llaves de la habitación que usaba para despachar sus asuntos de la empresa y entró decidido a ordenar y limpiar todo lo que allí se encontraba. Corrió las espesas cortinas, abrió la ventana para que entrara la brisa matinal y empezó su tarea. Cuando había apilado todos los libros y legajos de facturas y libramientos en el suelo limpiando las estanterías del polvo acumulado, se sentó junto a la mesa de trabajo y se dispuso a ver los cajones. En el cajón central encontró con sorpresa todas las cartas que le había mandado él cuando estuvo ausente. Sus felicitaciones de cumpleaños en un paquete atado con cinta. En una antigua caja de laxante de hojalata los dientes de leche suyos junto con un billete de cinco pesetas que Neftalí le regaló a su padre cuando tenía cinco años. En otra caja, que había sido de puros, todas las notas de su bachiller y su libro de escolaridad. Finalmente, cuando abrió la puerta baja de la izquierda, bajo el cajón, allí encontró la caja que le hizo para su cumpleaños a los ocho años, en talla de madera con el relieve de cintas, que pensó él que había desaparecido o roto. Dentro había una nota que especificaba: Hecho por las manos de mi muy querido hijo Neftalí con apenas ocho años: el mejor tesoro que puede tener un padre. Para Neftalí, aquello era mucho mejor que los sesenta y cuatro millones de pesetas que figuraban en la cartilla de un Banco de Valladolid, de la que no conocía su existencia, y que encontró en el otro cajón, producto de la venta de la empresa. Eso dijo después. Si de verdad era así o no, ¡vaya usted a saber!

LAS AVENTURAS DE ANTON QUIROGA


Hace años en Porto de Eguas, terminando el invierno, a punto de primavera, las yemas de los almendros en el huerto del frade Senén empujaban a cambiar de estación. A las once de la mañana se levantó desde la fraga un vientecillo racheado que crecía por momentos. Por la vereda, iba hacia la fraga Antón Quiroga Ebert, profesor de Química en Santiago, que se sentía animoso por las copitas del orujo del frade y el día fresco, húmedo, que aliviaba su sinusitis y la respiración; eso le daba una buena noticia: no tendría que tomar aspirina para su habitual dolor de cabeza. Con un tiempo así, su madre, Angélica Ebert Salgado, maestra de escuela, le contaba historias de leyendas, anécdotas familiares y sucedidos en la comarca, cuando Antón era niño; todos, de gran interés y misterio. Daba Angélica, mujer de lectura habitual, entonación y riqueza expresiva.
En el bosque, el olor de carballos, lureiros, tejos, y piñeiros llenaron su olfato, perezoso por la inflamación de los senos de la nariz. Se sentía tan bien por eso que dio profundas inspiraciones para llenar los pulmones del perfume de la fraga. En eso estaba cuando oyó pasos y, enseguida, vio salir detrás de un loureiro a un rapaz pequeño de no más de trece años que sonreía y le ofreció un papel doblado, diciendo: - teña Antón, mo dío un hobrecillo para vostede.
No supo reaccionar ante el rapaz y su inesperado mensaje. Iba a decir algo, pero había desaparecido. Corrió por la senda de cabras que se adentraba en la fraga y se paró al oír a lo lejos, desde lo más profundo el galopar de muchos caballos, como en estampida, atronando el entorno. Cuando se alejaban, oyó una voz muy débil, femenina que decía: … primero, llevar la contraria a aquella antipática de Rita Pardo; segundo, contentar a una chica de tan agradable aspecto como Esclavitud, desempeñando en cierto modo papel de Providencia, y reconciliándola con el destino, para ella funesto e implacable desde la hora de nacer…- Para Antón, esas frases, el timbre de voz… sonaban familiares. No habría de parar hasta descubrir dónde las había oído y quien las dijo. Perdió el
interés por el paseo y volvió sobre sus pasos hasta el pueblo, sin parar ni un solo momento; aunque sin apurar el paso, pues sus pensamientos, que corrían con intensidad y repasaban su memoria una y otra vez, le hacían ir tranquilo. Más pareciera extraño sonámbulo que hiciera su oficio a la luz de la mañana, al mediodía, que paseante agotando el paseo. Tres días hizo lo mismo y el itinerario a la fraga, y otros tantos, la misma vuelta con la fortuna del primer día, salvo que estas veces no le pareció ver al rapaz mensajero, del que pensó si era ensoñación, pues el papel no lo encontró en el bolsillo donde lo creía guardado. Pero sí sintió que al oído le decían frases conocidas, cada día, las que parecían continuar la historia que ya había oído antes. Por todo esto, aquellos días su ánimo se quebrantaba por el enigma, y también por el extraño temporal que se iniciaba a mediodía, precediendo el galopar de caballos y la voz contando una historia conocida. Marchó de Porto de Eguas y se quedó poco tiempo en su casa de Santiago de Compostela. Dos meses antes, había recibido una invitación a un curso de intercambio de la Universidad Libre de Berlín sobre Química Práctica. Aprovechó para ir e intentar olvidar sus extrañas experiencias en Porto de Eguas.
Llegó Antón a Berlín tres días después, en su Fiat Tipo, cargado de ilusión y esperanzado en olvidar la tensión y preocupación. Tenía ganas de ampliar sus conocimientos sobre química práctica. Se instaló en un apartamento alquilado cerca de la Universidad. Abrió la ventana; los árboles diseminados tintaban de verde vegetación de todo el entorno; sentía sensación de tranquilidad que hacía tiempo no tenía. Llamaron a la puerta. Abrió. Un hombre muy mayor, con un enorme bigote decimonónico retorcido en sus puntas le miraba sonriendo y preguntó: - ¿El profesor Quiroga Ebert? - Si, yo soy- El visitante le alargó la mano, y se presentó: - Soy Sigmund Ebert, profesor de Química Practica de esta Universidad. Bienvenido. Se encontrará bien entre nosotros. Sabemos de su prestigio por nuestro colega en Madrid, de Lucas, y nos encontramos muy felices de tenerle con nosotros. Me gustaría hablar antes de la sesión de mañana en la cafetería, para cambiar impresiones y, cómo no, para saber sus antecedentes y también de la coincidencia con nuestro común
apellido. – Soltó una risotada y esperó la contestación de Antón. - Bueno, sí, allí estaré, me interesa mucho las dos cosas; y ¡muchas gracias por su gentil bienvenida! – Bueno, de nada, pues nos vemos, hasta luego. Movió la mano en señal de despedida y se fue. Antón fue hacia la maleta y sacó lo que faltaba: el radio transistor, la batería del portátil, y una botella del orujo de hierbas del vecino, el frade Senén. Cuando terminó, tomó una copita del orujo y se fue a dar una vuelta por el entorno. Mejor que no lo hubiera hecho. Cuando iba por el Triestpark, vio otra vez el rapaz que le pareció ver en Porto de Eguas que volvió a decirle lo mismo, entregándole un papel envuelto: -…teña Antón, mo dío un hobrecillo para vostede… Se quedó estupefacto, sin poder reaccionar. Cuando empezó a hacerlo, sintió oír la voz femenina que, muy débilmente, volvía a contarle frases de la historia que le era familiar: … Un día hasta notó doña Aurora que su doncella apenas probaba alimento, obstinándose al mismo tiempo en continuar el trabajo y en responder que «no tenía nada». Antón, aturdido, le parecía que la realidad se confundía con sueño. Por eso, decidió volver a su apartamento y descansar, por ver si olvidaba todo lo vivido. Más tarde se echó en la cama y durmió hasta el día siguiente. A la hora convenida se vio con el profesor Ebert con el que, después de hablar de todo, terminaron haciéndose confidencias. Le contó los extraños sucesos que había vivido. Él se quedó pensativo y, finalmente dijo: - Parece un cuadro típico de alucinación inducida. ¿Ha tomado alguna cosa últimamente que contuviera hierbas u hongos? – Sí. Un licor alcohólico de un fraile de mi tierra que las contiene. – Deme una muestra. Lo analizaré. – Así lo hizo y al día siguiente le dio el resultado. Contenía una pequeña proporción de salvinorina-A, de la Salvia Divinorum o salvia de los dioses, que produce alucinaciones y se puede confundir con la Salvia Officinalis, que no las provoca. Llamó al frade Senén y confirmó que él también las había tenido. Por eso, en Porto de Eguas (Puerto de Yeguas), le pareció oír galope de caballos, en el bosque donde los hubo; ver al rapaz, y oír fragmentos de la obra de Emilia Pardo Bazán “Morriña” que le leyó su madre.

EL PASAPORTE


Fue el martes, 22 de febrero, cuando, a las nueve de la noche, Indalecio Sosa salió de su casa en la calle Barruelo, cerca de la esquina de la del Arco de San José en la ciudad de Orgáz. Hacía frío y el viento del norte azotaba con fuerza dejando como escasas cualquier prenda que se hubiera puesto. Embozado con la capa, encogido sobre el pecho, con la boina encasquetada y las manos metidas en los bolsillos, andaba con paso firme hacia la Posta. Pensaba en lo que le dijo Cipriano, el maestro, - El viernes pasado me llamó el regidor Donoso a la casa del municipio y dijo si yo era liberal, pues me vio con los liberales de Toledo saliendo de una reunión de la Comunería en 1823. Sabía que había cuatro más de Orgáz. Estate atento pues no creo que tarde en que se metan con nosotros. A esta gente servil de los Borbón no les gustan los revolucionarios, como sabes, aunque seamos gente de paz. - Dos perros de los vecinos rompieron a ladrar desde sus corrales y oyó como cerraban con fuerza una gran puerta de entrada de carruajes; poco después sintió el que había pasado rodando por el patio. Los vecinos se retiraban a las casas. Había tomado su decisión. No se iba a prestar a que le cogieran como un cordero. Al llegar a la posta llamó a la puerta, que abrió Tomás, el dueño de la casa posada y Posta. - Buenas noches Tomás, venía para que me reserves sitio en la próxima posta para Ciudad Real si lo hay. Tengo necesidad de irme de Orgáz, necesito atender a un tío que está enfermo. – Mañana, sobre las ocho, viene una galera de retorno para Córdoba, si te parece te reservo un asiento en ella. - me parece bien. - De acuerdo, así lo haré, pero pasa que te dé el recibo. Bueno ya sabes, si hay asiento. Si te vas, que vaya todo bien con tu tío. Vuelve pronto cuando puedas, si no estás el pueblo se pone en vilo, para no ponerse malo. El cirujano se terminará marchando, o le puede dar un mal dolor. Tú eres el único que nos puede ayudar, ya saben que el boticario es el que nos apaña casi siempre. Lo sé Tomás, y, créeme, que no me iría si no es por fuerza. En cuanto pueda vuelvo en seguida. – Se quedó mirando el ventero y finalmente dijo. - El caso es que ha pasado en la última posta un alguacil que me ha parecido que preguntaba por ti. Por si te hace falta, ven, te voy
a dar una cosa. - Pasaron dentro de la cocina y bajo una baldosa del poyo de la cocina sacó lo que parecía una carta. - Toma, es un pasaporte visado por si te hiciera falta. Está a nombre de un mercader de paños que se lo dejó aquí hace una semana. No creo que le haga falta, el muy bribón tenía tres pasaportes con distintos nombres. Ese no se esconde por causa buena, El pícaro debe ser un ladrón de los que no tienen casa ni pueblo. Los pasaportes se los vio la Jacintilla cuando le hizo la cama. Debe ser un buen pillo. – Gracias Tomás, lo cojo por si me hace falta. Eres un buen hombre. Lo dicho, volveré cuando pueda. No hay mal que cien años dure… Se dieron un abrazo y se despidieron hasta el día siguiente.
En la sierra de los Montes de Toledo, entre la breña y cerca de la carretera, dentro del corral de Venta de Juan de Dios, preparaba Andresillo la galera que habían terminado de reparar e iba a salir a las once de la mañana. Había pertrechado los repuestos y el bote de la grasa para las ruedas y repasaba sus pasadores. En ese momento llegó un alguacil con un despacho, se fue directo al comedor donde estaban cenado los huéspedes. Miró a un lado y otro y se dirigió hacia dos alguaciles que estaban cenando en el rincón más alejado. – ¿Sois los que vais a Córdoba? – Si, mañana saldremos. – Aquí tenéis un despacho de la Secretaría de Gracia y Justicia para el arresto de un tal Indalecio Sosa, de Orgáz, liberal que figuraba en una lista de Calomarde; se sabe que va a Córdoba a reunirse con otros liberales que le van a esconder. Es probable que venga en los próximos coches, ya sean de posta o particulares, identificad a tos los que vengan, estad atentos y si lo veis arrestarlo. Hay que llevarlo de vuelta a Toledo; debe llevar una carta de pago de 200 reales, debéis incautarla, es prueba necesaria. Aquí tenéis dinero para vuestra comida y alojamiento. – De acuerdo, esperaremos a que llegue.
Llegó la mañana y a las 8.35 de la mañana llegó una posta que iba hasta Córdoba. Tenía dos plazas vacías. Indalecio pagó el viaje y enseñó el pasaporte propio a Juan el Alguacil, el hijo de Damián. Media hora después partían hacia la venta de Juan de Dios, como próxima posta. Dentro del coche estuvo cavilando sobre su futuro que le esperaba.
Dentro de su valija, baúl y maletas, llevaba en un doble fondo toda la documentación que le hacía falta. La que restaba de la que ya había enviado a su buen amigo y abogado Zoilo Andrés Gutiérrez de Lena, que le ayudó a preparar su viaje. Los nervios que le agarrotaban los durmió con la contemplación de la naturaleza que veía por la ventanilla del coche. Recordó sus días con María Clara, cuando estuvo en Alcalá estudiando Farmacia y no pudo más que sonreír cuando le vino a la memoria su enfado cuando le regaló un libro que habían traducido del inglés de Jane Austen. Solo ver el título, Orgullo y Prejuicio, se encaró con él y dijo: - ¡Vamos a ver! ¿Quieres decirme que soy orgullosa, o que tengo prejuicios? - No, no, no. Es la historia de cómo la sociedad inglesa se enfrenta todos los días con los prejuicios de las clases altas con las medias y bajas y como éstas llevan su orgullo hasta límites difíciles por eso. – Ah. Dijo cogiendo el libro con mucho interés. Se lo había regalado por ser ella tan especial como era la protagonista Elizabeth Bennet. Ahora, en el coche que se balanceaba sobre la carretera, en la enorme soledad del campo de la Mancha, vio Indalecio que sus diferencias con ella se achicaban y su sentimiento se agrandaban. Posiblemente ya no la volvería ver. Sus problemas con la Justicia le obligaban a no ponerla en peligro.
Llegaron a la venta de Juan de Dios y salieron los alguaciles a pedir os pasaportes a los viajeros. Indalecio fue el tercero al que se lo, pidieron; al ver Samuel Díaz Jordán, Comerciante de paños, se lo devolvieron y le dejaron ir al comedor a tomar un tentempié. Cambiaron los caballos y siguieron el viaje. Eran las tres de la tarde cuando llegaron a Ciudad Real. Le esperaba Zoilo Andrés. Se abrazaron y contaron sus noticias. Una semana después tenía una espesa barba y otro pasaporte a nombre de Manuel Mirasierra en el que figuraba su oficio: Boticario. Tomo posesión de la Botica que había permutado un boticario de Zamora, que la había comprado, con la suya de Orgáz una semana antes de su partida. Al año siguiente fue a buscar a María Clara a Alcalá. Su madre le dio la noticia: su tristeza y unas fiebres de Malta acabaron con ella. Indalecio nunca recobró la sonrisa