
En los imbornales de las calles, se arrojan, o caen allí miles de objetos que llegan hasta las galerías que vierten en los colectores. La ciudad escupe basura o desechos; el rastro de la civilización trae esto. En el fondo de una alcantarilla estará el anillo perdido o arrojado de alguna persona que lloró o se alegró por ello; monedas rebeldes que saltaron el burladero de sus rejillas esperando que alguien las recoja, o que la oxidación las mate y las llaves perdidas, que movilizan a los bomberos o cuestan la rotura del cristal del coche. Las alcantarillas, con el fétido aliento del nunca visto y oscuro dragón que las habita, impide que cuanto cae allí sea reclamado; muy somero tiene que estar, y muy valioso tiene que ser lo perdido, para atreverse a abrir sus sucias fauces. Reclamarle algo induce tanto temor como recurrirle un acto a la Agencia Tributaria.
Pero no todo es naturaleza muerta. Allí encuentran nutrientes todo tipo de fauna animal que tiene estómago compatible. Roedores, a los que el Ayuntamiento, gentilmente, les hace las infraestructuras. Ya sé que no es su intención, pero no recuerdo que les cobre peaje ni que sea muy enérgico con estos insanos ocupas. En mi urbanización todavía pienso si somos, los vecinos, fuerza ocupante. Llegaron las ratas antes que nosotros, y de vez en cuando nos amenazan con salidas esporádicas para que su reclamación territorial no prescriba. Tenemos una ventaja, todo hay que decirlo, también estaban antes y discuten con las ratas sobre la propiedad todo un ejército de insectos; especialmente las cucarachas (la Alemana, la Banda de café, la de Café ahumada, la de Campo, la de Madeira, la de Turquía, la Gris, la Australiana, La Cubana, la Oriental etc.) Todas ellas, descendientes neuróticas de otras a las que se les dejó instalarse y adquirieron la propiedad por usucapión (o prescripción adquisitiva).
Me consuela saber, como dicen que hacen los tontos, que otras urbanizaciones, calles –incluso ciudades- están iguales que la mía. Las inversiones para estos desahucios parece que no son las suficientes.
Hubo un tiempo que recordaba con admiración y sorpresa el crecimiento de una higuera, de considerable altura, subida en lo alto de uno de los contrafuertes de una Catedral. Todo el mundo justificaba su existencia por la costumbre que tienen los pájaros de comer higos, defecar las semillas sin digerir y con el abono puesto. Nadie reparaba en la desidia clerical, que se supone era responsable del mantenimiento del templo. Ahora me pasa algo parecido cuando veo, incluso en el centro de la ciudad, florecer la primavera, o reverdecer el otoño y el invierno, con las preciosas plantas que crecen entre las rejas de algunos imbornales. ¡Nunca estuvieron tan bonitas las ventanas de las alcantarillas!