20140323

BUENO, YA VEREMOS


Me acababan de servir el café, que humeaba en la mesa, y no había terminado de abrir el periódico cuando una voz familiar me sorprendió: - ¡Pero bueno! ¿Quién está aquí? ¡Luis, chico!  Quien hacia estas exclamaciones era Ramiro Galeano, mi compañero de la Facultad que hacía años que no veía. - ¿Qué haces aquí en Sitges? – Bueno,  vine a pasar unos días con mi sobrina, que vive aquí. Pero cuéntame: ¿como te ha ido?
Esta conversación de dos amigos que se vuelven a ver, se desarrolló como se esperaba, Ramiro, abierto y más expresivo que yo, estuvo un buen rato contándome un resumen de su vida en los veinticinco años desde que no nos veíamos. Hubo un tiempo en el que hicimos planes de futuro, y no faltaba de nada. Él hizo lo que se propuso, hacerse diplomático y viajar por todo el mundo. Me contó muchas cosas de las que vivió con su trabajo, entre ellas cómo era su versión del asalto a la embajada en Guatemala, el 31 de enero de 1980 y el terror que se vivió en ella. Describió con todo lujo de detalles, que me hizo vivirlo, cuando una ventisca súbita le sorprendió en Canadá, volviendo en coche a Québec. Lo que parecía una nevada normal, acabó con su coche parado en la carretera por lo más profundo de un bosque cerrado. Estuvo horas esperando que le sacaran de allí, hasta que una mujer, que pasaba por allí con raquetas, lo llevó a su casa, le invitó a quedarse mientras estuvieran las carreteras cerradas, lo que hizo: se quedó con ella dos semanas hasta que abrieron las carreteras. Vivieron las horas intensamente. Ahora son muy buenos amigos. Decía, mientras se entretenía con un humeante té de Ceilán que había pedido, que después de tantos kilómetros andados, habiendo vivido una vida de trabajo apasionante, tenía una sensación de vacío, y recordaba: - Mira Luis, yo era feliz en la casa que tenían mis padres en Pedraza. Posiblemente cuando he sido más feliz. Recorría las calles del pueblo y todos los alrededores con mi bicicleta Orbea, no era demasiado buen estudiante y tuve que recuperar más de una vez algunas asignaturas, pero sin dejar pasar un buen rato con los amigos y mis primos. Allí empecé a coger afición por la botánica y tuve la santa paciencia de llevar un cuaderno con el inventario que hacía con las plantas que iba conociendo. Aun sigo con ello. Bajo los nogales del nocedal, sentados en el suelo, las bicicletas apoyadas en un árbol y a la sombra fresca de las mañanas de agosto, oíamos las canciones del momento, de folk y rock, sin dejar de gustarnos las de los cantantes de baladas de aquella época. Bajo las sombras del soto, aprendí con los amigos a indagar e interesarme por todo lo que pasaba en el mundo, con la radio Zenith que llevaba Braulio, mi compadre del instituto. Aún me ocurre que, cuando quiero relajarme y olvidarme de los problemas, que nunca faltan, cierro los ojos y me parece oír la los Everly Brothers cantando "All I Have To Do Is Dream/Cathy's Clown”. Todavía la escucho si voy de vacaciones y me siento debajo de un árbol a leer alguna novela. En aquellos días se marcó la trayectoria de toda mi vida. Recuerdo que en el verano del 1963,  estábamos de vacaciones en nuestra casa de Pedraza, vino con mi hermana una amiga suya de  curso, Loli, que sabía cuánto gustaba a los chicos y qué gestos y posturas debía hacer para seducir, era una chica con un encanto especial. Conmigo lo consiguió. Un día que habíamos ido con los amigos a bañarnos a una casa de campo, bajo la sombra de una frondosa higuera, y un agua helada de pozo, la mañana se nos hizo corta. Loli paso toda ella hablando conmigo. Daba la impresión que se divertía con mis cosas, especialmente cuando le contaba mis andanzas por la sierra. Al momento de volver a casa a comer, pese a que lo normal es que volviéramos todos andando, - estaba muy cerca el pueblo-,  se empeñó en que la llevara en la bici. Yo que, aunque flaco, era puro músculo, le dije que si. La bici no tenía portaequipajes y cuando llevaba a alguien lo llevaba encima del cuadro. Loli lo sabía y así la llevé. Se tardaba poco en llegar, más o menos ocho minutos, pero se hizo muy corto. Tenía su cabeza junto a la mía; con colonia infantil en el cuello, y su mejilla rozando la mía, me perturbó del todo. Tuve unos enormes deseos de besarla en el cuello y sin pensarlo más, lo hice. Se rió divertida. Luego supe que, para ella, solo fue, eso, un momento divertido. En esa mañana creo que me enamoré. No sé cómo, pero así fue. Aun recuerdo eso como si hubiera sido hace un rato.  Sigue siendo esa chica mi asignatura pendiente. Me he pasado la vida comportándome de forma parecida y con el mismo resultado, pero el tiempo hace que todo se vea de distinta forma. Hoy me tomo todo con más tranquilidad y, a veces, como si viera el mundo desde el palco del teatro. Bueno, creo que ya está bien, cuéntame como te ha ido a ti.- Dijo-
La verdad es que lo que yo le podía contar no tenía, en mi opinión, el interés de las cosas que contaba Ramiro, mi vida ha sido más sedentaria y, desde luego, las aventuras que yo podía contar eran pocas. Llegó el momento del aperitivo y habiendo pasado casi un par de horas de buena charla, pedimos un vermú para dar tiempo que llegara su compañera; había venido con él  a Sitges. Habían quedado precisamente allí, en el Roy. Seguimos hablando hasta que, de manera súbita se levantó y fue sin decir nada hasta una mesa que había al fondo de la cafetería. Hablaban tres mujeres en ella, muy animadas. Llegó hasta allí, se inclinó hacia una de ellas, y con el asombro de las otras dos, la cogió de los hombros y suavemente la besó en el cuello. Ella se dio la vuelta y tras un momento de duda, se echó a reír y empezaron a hablar.

Ramiro, cuando termino su charla, me explicó que después de tantos años era la primera vez que veía a Loli, la chica  a la que se refería poco antes en su conversación. Le pregunté qué sentía al verla de nuevo. Me dijo: – No ha sido igual, no olía a Nenuco…  Me gusta, pero no se… Tengo la impresión de que ya no hay asignatura pendiente. ¿O si? - No lo se Ramiro, tu sabrás…- le dije - Bueno, ya veremos.- Contestó con la mirada perdida.
(Publicado ene el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 22 de marzo de 2014).

20140316

EL MISTERIO DEL SIN TECHO




Una mañana de invierno,  muy dura, en la que el viento del norte azotaba con crueldad sobre la ciudad, iba el bueno de Leopoldo hacia la Plaza Mayor a tomar un café, como venía haciendo desde hacía años. Acababa de comprar el periódico en el kiosco, preguntando al dueño por la salud y después lo guardó en su bolso. Se puso los guantes mientras algunos gorriones le miraban con curiosidad más que con temor. Se subió el cuello del chaquetón guateado cumpliendo la recomendación que le hizo su madre tantos años; apretó la bufanda y se ajustó la boina. Siguió su camino por las calles vacías en las que solo alguien como él pasaba de vez en cuando; con prisa o lentamente; llevando lo propio de esas horas: churros, paquete de pastelería… atreviéndose a desafiar al intenso frío. Un domingo más, de los que suelen rematar los días de enero, con la sonería de la Iglesia que fue de los jesuitas, con tres taxistas que esperaban sentados sobre el motor uno, dentro de los coches los otros; como estibadores de un puerto en decadencia. Los papeles se arremolinaban entorno al edificio mas alto y una ventana de alguna casa del entorno dio un golpe por el viento. Debían estar aireando la casa, haciendo las camas. Leopoldo pensaba, metido en el calorcillo de su cubierto cuerpo, en su deseo recurrente de aquellas semanas: escapar de la ciudad, un saloncito lleno de libros y un equipo de radio y música al que acceder desde el sillón, donde estaría a salvo de las sandeces de la gente: con la edad se le iba haciendo insoportable. Tanto tiempo trabajando y nada de lo que había deseado tener había conseguido. Bien es verdad que no solo él tenía culpa de ello,  sino  el entorno que tenía gran parte de causa. Los libros eran para él una manera de trasladarse por el mundo con su imaginación. Por otra parte, siempre había pensado que lo único productivo es trabajar, así, nunca le habían seducido las loterías. Ensimismado en sus cosas iba andando oyendo sus pasos como oyen los músicos el diapasón: marcando el ritmo; cuando vio junto a la fachada de uno de los edificios tumbado boca abajo, en un escorzo forzado, en el suelo, a un hombre. Parecía un sin techo. Pasó junto a él una mujer y dos hombres mayores en dirección contraria y lo más que hicieron fue mirarlo y seguir su camino. Él se paró junto al desconocido y se agachó para decirle con ansiedad – Señor, ¿esta usted bien? No contestaba. Le tomó el pulso en su muñeca helada de la mano derecha  y pudo sentir un débil pulso. Se quitó el chaquetón, y arropó al desconocido. Llamó con el móvil a emergencias.
Debía tener el hombre unos cuarenta años, piel quemada por el sol, y sus ropas parecidas a las que se pueden comprar en un mercadillo. No olía alcohol. Procuró darle friegas en las manos pero el desconocido no despertaba. A los diez minutos llegó una ambulancia y la policía municipal. Se lo llevaron al hospital. Cuando llegó allí Leopoldo, preguntó por él; le dijeron que después de una inyección habría despertado. No le dejaron verle. En el mismo hospital, a Leopoldo le interrogó la policía sobre el incidente. Al conocer que ya estaba bien atendido el desconocido, se volvió al centro de la ciudad a tomarse su café.
Tres meses más tarde, cuando los almendros, ciruelos y mimosas ya habían florecido, llamaron por teléfono a su casa. – ¿Don Leopoldo García Iriarte? Dijo una voz con acento extranjero. – Si. ¿Quien llama? Contestó. – Buenos días Don Leopoldo. Le habla Werner Schlimann, abogado, le hablo desde la ciudad de Rothenburg, en Baviera, de la Republica Federal de Alemania. Soy encargado de nuestro cliente, Herr Mathias Von Rothenburg und Weber, pues Herr Mathias quiere que tenga una entrevista con usted Señor Leopoldo. Esta muy agradecido y quiere mostrarle sus ultimas voluntades; rogarle que acepte cuanto ha decidido. Herr Mathias esta preocupado por el inmediato futuro. ¿Tiene la amabilidad de decidme cuando nos podíamos ver para precisar mi encargo?  - Perdone usted, pero yo no recuerdo conocer a ese señor del que usted habla, pero si tiene interés en hablar conmigo, podemos hacerlo en mi ciudad, el día que usted concierte. Una vez que haya llegado a la ciudad, me llama al teléfono móvil que le voy a dar y acordamos donde hablar. – Muy amable don Leopoldo; bueno… hoy es martes, mañana viajo a Madrid donde llega mi avión a las 9 horas, ahora mismo mi secretaria compra el billete del tren y consultados los horarios a las 12 horas estaré allí. Ya le llamo al llegar. Gracias muchas.

Puntualmente a las 12 horas del día siguiente le llamó el abogado de Rothenburg desde la estación y quedaron a tomar un café en el centro de la ciudad. Allí le comentó Werner que el hijo de su cliente, Jonas, estaba de vacaciones en España y cuando paseaba un domingo por esta ciudad cayó al suelo en un estado de semi inconsciencia, sin poder hablar ni mover un músculo, en una calle céntrica. Al parecer era el desconocido que atendió Leopoldo. Después de que pasaran a su lado más de diez personas sin que le ayudaran. Una señora le dijo a su marido, que iba a atenderle, que no lo hiciera, que era un borracho y solo podía traerle problemas. Herr Jonas no se ha recuperado de sus dolencias y esta muy grave. Ante la posibilidad de que falleciera le ruega, encarecidamente, que, por favor, como no tiene familiares, acepte todos sus bienes en herencia, libre de impuestos, en agradecimiento de haberle, auxiliado, de cubrirle con su ropa y de solicitar ayuda inmediata para salvar su vida que, en otro caso, habría perdido. Leopoldo se quedó muy sorprendido y después de reflexionar, sin saber muy bien porqué y pese a la gran confusión que todo eso le ocasionaba, acepto el ofrecimiento, con la condición de hablar personalmente con su benefactor si podía ser. Shliemann, le dio los billetes de tren y avión para ir hasta Rothenburg, pues los tenía preparados, en previsión de que se lo pidiera. Allí fue y tuvo la oportunidad de hablar con Mathias y su hijo antes de morir, lo que ocurrió a los pocos días. No sabia en que podían consistir los bienes heredados, hasta que Shliemann le dijo que ascendían a veinte millones de euros entre bienes inmuebles y capital. Entre los inmuebles, una casa en la plaza  Plönlein, cerca de la Puerta Siebers. Era un caserón del siglo XVI, muy bien amueblado y con un salón lleno de estanterías con una soberbia biblioteca recién comprados, la mayoría en castellano, equipo de música incluido. Allí pasó sus mejores años Leopoldo. Jamás se sintió tan libre, desde que arraigó en su casa de Rothenburg. 
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 15 de marzo de 2014)

20140311

ESCONDIDOS EN EL GALLINERO



Las siete de la mañana. Las ramas del bosque se movieron. –Armand! Armand! Louis? ¿Estas ahí? ¿Estáis chicos ahí? Armand no contestaba, Louis, tampoco. Bastien, el cabo, siguió avanzando media hora más sin encontrar a nadie. El alba estaba cerca, ya se veía clarear por el este, pero aun había que hacer un esfuerzo por ver el camino a seguir. Todo el menaje de campaña, la cantimplora y la linterna hacían sonar su andar con su metálico tintineo, pese a estar bien amarrado y cubiertos con funda de tela casi en su totalidad. Su fusil Lebel, con el desnudo cañón, iba abriendo camino entre la floresta. De vez en cuando se oía algún ave levantando el vuelo y brillar el metal del fusil. De improviso, se abrió un claro entre las hayas y con las tibias luces del alba vio a una compañía de soldados alemanes preparándose para la marcha, con armamento dispuesto. No lo pensó mucho, se dio la vuelta y, dando un rodeo, se alejó del claro con paso firme, procurando no hacer ruido, con prisa, para no ser alcanzado. Así, un cuarto de hora después, entre la fronda del bosque, la espesura, arbustos y zarzas, de improviso, se despejó ante él la vegetación y encontró campo abierto, en un pequeño valle, los cultivos, unos abandonados, otros descuidados, y en el alto de una loma, cercada por lindes y caminos con verdes bordes, una casa de sólidos muros de piedra. A su lado, construcciones propias de una granja: cercas, porches y pozo cubierto de techo de madera. El cielo, en el este se mostraba rosa amanecer, detrás de la casa, a la izquierda, aun estaba oscurecido. No vio a ninguno de su pelotón, las fuerzas de su compañía habrían ido para otro lado o habrían pasado horas antes. Se dirigió hasta la casa. Abrió la cancela de madera y llamó  a la puerta principal. No contestó nadie. Parecía abandonada. Dio la vuelta y se introdujo en los corrales, junto al abrevadero había una horca de hierro apoyada, como acabada de dejar. Dio una voz con su acento parisino: - ¿hay alguien aquí? Nadie le contestó. Su nerviosismo fue en aumento. En campo abierto no podría esconderse. Le entraban ganas de abandonar y rendirse a los alemanes si le alcanzaban. Pero un instinto de supervivencia le impulsaba a intentar esconderse y ¿dónde? Se introdujo en las cuadras y en el gallinero adosado caía la paja del heno desde el pajar contiguo. Las gallinas  sueltas, por toda la cuadra y gallinero, no había muchas, pero allí estaban cacareando su presencia. El gallo intentaba hacerle frente. Le preocupó el alboroto que hacían, así que se paró y se mantuvo quieto un momento por ver si se callaban. No lo hicieron; se acercó hasta los pesebres que colgaban de la pared  y oyó un lamento sofocado.  Debajo del pesebre central. Al agacharse vio a una joven que al verle dio un grito. -¡Por favor, no  grite!, ¡los alemanes están cerca! le dijo. Ella, como toda respuesta, se puso la mano en la boca como si quisiera sofocar el grito que se le escapaba o quizás un llanto desesperado.  – Tenemos que escondernos, soy Bastien, cabo de la 34 Compañía del batallón francés que está desplegado por aquí. Los alemanes han entrado en Francia y he perdido a mi pelotón en el bosque de abajo ¿los ha visto? Ella negó con la cabeza sin dejar de mostrarse aterrada. – Bueno, vamos a ver…Y miró alrededor para intentar pensar en cómo esconderse. –Quizá esto valga. Se fue hasta un panel de tablas que estaba apoyado en la pared, de un metro y medio por dos, y se puso a rellenar las rendijas entre tablas con las hierbas secas del heno hasta que estuvo uno de los lados del panel todo lleno de paja sin que se vieran las tablas. Se fue hasta el rincón del gallinero donde caía el heno desde el pajar y apartó la paja hasta que quedo hueco suficiente para dos personas y con la mano, la llamó para que se acercara. Ella salió de su escondite y se metió en el hueco. Él puso mucha paja sobre el panel y lo dejó a un lado. Se asomó por el ventanuco. Vio cómo se acercaban las tropas alemanas por la cuesta desde el sotobosque; se metió en el hueco, levantando a pulso el panel cargado de paja que puso con cuidado tapando el hueco. Desde fuera solo se veía la continuación del montón de heno del pajar contiguo. Esperaron callados, alguna luz se filtraba entre la paja y fue suficiente para ver que era muy hermosa. Debía tener cerca de treinta años, desde luego sin alcanzarlos. Le miraba con atención, con miedo, con admiración contenida, con cara de pedir su auxilio y sin disimular su estado extremo de indefensión. Él la miró con detenimiento, esbozó una sonrisa y le acarició la cara. - No te preocupes, no nos pasará nada, y en todo caso aquí tengo el fusil y las granadas para defendernos. ¿Cómo te llamas? – Marie. Dijo sin apenas voz. Ella, apenas sonrió y parecía tranquilizarse cuando… de improviso,  oyeron una voces: - Sie: Schauen Sie sich das Haus, Hans, Dieter, Andreas Komm mit mir auf Stifte, sich umsehen, wenn Vieh oder Tier einige essen! La chica se tapó la boca asustada y sin pensarlo se abrazó a Bastien, temblando. No tardaron muchos los alemanes en entrar en las cuadras. Las gallinas se alborotaron y Dieter y Andreas corrieron como locos detrás de ellas cogiendo algunas. Después de un rato, entre todos los que entraron se hicieron con los huevos y sin pensar en más, salieron al exterior. Los del pelotón alemán que había llegado, reunido, se alejaron por la ladera contentos de tener comida fresca suficiente para unos días, estaban hartos de conservas.
Bastien, cuando ya no se oía a nadie en el exterior, muy despacio abrió el escondite y lo cubrió de nuevo por si volvían, le dijo a Marie con un ademán, con la mano, que esperara. Al menos si le sorprendían que no la vieran a ella. Se asomó al ventanuco: no había nadie y, despacio, y con cautela, salió al exterior: ya no había peligro. Volvió al escondite y la sacó de allí. La tranquilizó y ella, sonriendo le dio un beso en la boca con toda la pasión que pudo encontrar. Se puso colorado, pero para él, en ese instante, por un momento, se acabó la guerra que acababa de empezar.
Estuvieron juntos dos días. Hasta que, al segundo por la tarde, llegaron los componentes de su compañía,  dio parte de los movimientos de los alemanes y se fue con ellos. Marie, que estuvo sola, pues su padre había sido reclutado, volvió a estar sola hasta que llegaron unos familiares de Nancy a vivir con ella. Los dos sabían que algo había cambiado en sus vidas, que nada ni nadie lo iba quitar.

Acabó la guerra, y Bastien fue desde París hasta allí para intentar verla. La casa estaba destruida, quemada. Los sembrados arrasados. Sin embargo, al volver a París, un mes después, en una terraza de un restaurante de la Place de Clichy, se encontraron. Nunca más dejaron de estar juntos.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 8 de marzo de 2014).

20140302

EVAN CUENTA



- No me digas Evan, pero cuando viniste de Nueva York, venías cambiado. Tú eras antes otro Evan al que tengo delante hoy. Perdona, no es que quiera decir que seas peor que el que conocí, no, sino distinto. Percibo en ti algo de enigmático, más sosiego o quizá mas reflexivo.
 Mientras decía esto Paco, las tazas de café humeaban aún y solo les faltaba el primer sorbo, que casi juntos, como un extraño brindis, habían tomado los dos amigos. Con eso, iniciaban el encuentro después de tres años de ausencia. La cafetería estaba llena y las voces de todos ayudaban a que la conversación fuera más privada. Dos chicas, con las últimas compras puestas como si estuvieran uniformadas de distintos colores, hacían la crónica de sus andanzas y las de sus amigas sin importarles nadie ni nada, daban cuenta de dos sugar plum kakes, con tanta avidez como con la  prisa que  hablaban.
- Paco, quizá tengas razón, pero tiene su explicación. Hay experiencias, sucesos, que nos pueden cambiar y a mi posiblemente me ha cambiado uno. Como sabes, yo nací en una casa  que esta a cincuenta metros de aquí en High Street. Brecon, como ves, es una ciudad pequeña, me quedé huérfano cuando tenía 12 años, cuando murió mi madre, y mi padre, marino de la Royal Navy, desapareció en la guerra de las Falkland. Al parecer, cayó del barco en un golpe de mar. No tenía muchas oportunidades aquí a si que, sin pensarlo mucho, me fui a Nueva York. Allí me alojé en una casa particular del barrio de Harlem, en la 126 Street. Una casa de, tres plantas, más el semisótano, de color rojo ladrillo, con la puerta de entrada flanqueada por dos bay windows, con patio ingles en los laterales, por el que se accedía a los semisótanos y diez escalones en la entrada, que solía subir recreándome en el momento, porque me parecía una forma de ascender a mi paraíso particular. Allí tenía dos habitaciones para mi solo y un respeto absoluto de mi intimidad por la señora Hawkins, la dueña. Por la mañana temprano, cuando aun no había amanecido tomaba el autobús dos manzanas más arriba y me iba a trabajar a un almacén de libros muy grande donde me ofrecieron un sueldo, suficiente para pagar a la patrona Hawkins, y aun me quedaban setecientos dólares para los demás gastos. Hacía inventario de los fondos antiguos y ordenaba todos los que iban entrando de las editoriales. Con esa manera de vivir, me sentía feliz, ya te lo dije en una de mis cartas; hacía todo los que había deseado. Escribir, ver cine, leer y, los viernes, salir a beber cerveza en un irlandés, que había no muy lejos de casa, con los amigos. Todo discurría placidamente y aunque seguía solo, no me sentía mal. Hasta que un día, todo cambió. Estaba en mi mesa en el almacén de libros ordenando fondos antiguos, de los que tenía varias cajas alrededor, cuando cogí uno que estaba editado años atrás, en 1985. Se titulaba, El marino que perdió la memoria. Me atrajo la atención el título. Mi padre como te he dicho fue marino de la Royal Navy y siempre tuve la sensación que su muerte era una historia incompleta. Me lo llevé a casa, con el permiso del jefe, y estuve leyéndolo  toda la tarde y hasta bien tarde por la noche. Contaba la historia de un naufrago que apareció en Uruguay, procedente de una barco de pesca, con la memoria perdida. No recordaba nada, ni su nombre, ni de donde venía y de qué barco era. Se lo encontraron en 1982. Hablaba un inglés británico, no americano. Y no hacía más que cantar una canción que llamaba Calon Lân. Cuando leí eso, el pecho me dio un vuelco. Esa es una canción galesa que cantaba mi padre frecuentemente.  No tardé mucho en localizar al autor del libro y me fui a Montevideo donde quedé con Miguel Suárez, uno de los directivos de la editorial, en un bar cerca del 24 de la calle Miguelete. Me saludó muy afectuoso y por lo que vi, nada mas iniciar la conversación, estaba tan intrigado como yo en desentrañar el enigma de si el marinero aparecido era mi padre o no. Llamó por teléfono al autor, Porfirio Wietzmann, que al punto se comprometió reunirse con nosotros, allí mismo, en el bar donde estábamos, pues no estaba muy lejos porque aunque él era paraguayo y vivía en su país, tenía un hermano en Montevideo y en esa fecha había llegado a la ciudad a visitarlo. Mientras, aproveché la espera para contarle a Suárez los pormenores de la vida de mi padre, del que había llevado unas fotografías en las que tenía bastante coincidencia con el aparecido en el mar. Suárez me estuvo contando que Wietzmann estuvo mucho tiempo con el marinero aparecido e intentó en vano, con médicos especialistas, que el hombre recobrara la memoria. Se trataba al parecer de una amnesia retrógrada. Todo parecía que se debía a una causa funcional, pero no se descartaba la posibilidad de que viniera asociada a un trastorno orgánico debido a algún trauma. No se pudo averiguar cuanto tiempo estuvo en el mar, y si antes de estar naufragando en el mar había estado perdido en alguna isla. El libro se escribió décadas atrás y había pasado el suficiente tiempo, veintisiete años, como para que un libro de esas características perdiera el interés que tuvo en su momento. Se tradujo al inglés por expresa solicitud de la editorial. Tenía mucha confianza en que en Estados unidos tuviera mercado. Ya habían tenido una experiencia anterior con un tema parecido y se vendieran muchos más libros de los que calcularon: fue un extraordinario negocio. En esas estábamos hablando cuando apareció Wietzmann, un hombre alto, con buena presencia y de una educación exquisita, urgí con ansiedad entrar a hablar del asunto y le enseñé las fotos y e hice una descripción de mi padre, tanto de lo que recordaba yo cuando era un crío como de lo que me hubo contado mi madre, que no paraba de hablar de él, hasta que murió. Wietzmann, cogió las fotos, estuvo mirándolas con detenimiento, incluso pude intuir que era un hombre muy observador, por las preguntas que me hizo después. Me miró a la cara con expresión seria y me dijo: -Mire Evan, el hombre que conocí yo y que apareció en el mar no era su padre. Por lo que he visto su padre tenía una cicatriz en la frente en forma de anzuelo, y el otro no la tenía. Si hubiera sido al revés, que el naufrago la tuviera y no su padre, cabria pensar que se la había hecho después. Por otra parte, aunque no pudimos saber que edad con precisión tenía él, le puedo asegurar que era más viejo que su padre. No, no era su padre, lo siento. Me sentí muy mal y extrañamente a lo que me pude imaginar, acepté la resolución convencido de que me estaba diciendo lo que era la pura realidad. Por eso Paco, desde ese día, soy otro, no tengo ya la esperanza de encontrar a mi padre, pero por otra parte estoy amargado porque algo en mi interior me dice que debería estar indagando si realmente murió en el mar o no. 
-Ya te entiendo Evan. Pero te digo una cosa, si esta muerto, ya no puedes recobrarle, y si estuviera vivo, y sin memoria, ya no estas tu en su vida, hasta que la recobre, y si sucede, acudirá a ti. – Gracias Paco, tienes razón, eres un buen amigo. Cuando quieras ven a New York, lo pasaremos bien. - Cuenta con ello.

Se levantaron, se dieron un abrazo y, meses mas tarde, cumplieron su cita.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 1 de marzo de 2014)