Las siete de la
mañana. Las ramas del bosque se movieron. –Armand!
Armand! Louis? ¿Estas ahí? ¿Estáis chicos ahí? Armand no contestaba, Louis,
tampoco. Bastien, el cabo, siguió avanzando media hora más sin encontrar a
nadie. El alba estaba cerca, ya se veía clarear por el este, pero aun había que
hacer un esfuerzo por ver el camino a seguir. Todo el menaje de campaña, la
cantimplora y la linterna hacían sonar su andar con su metálico tintineo, pese
a estar bien amarrado y cubiertos con funda de tela casi en su totalidad. Su
fusil Lebel, con el desnudo cañón, iba abriendo camino entre la floresta. De
vez en cuando se oía algún ave levantando el vuelo y brillar el metal del
fusil. De improviso, se abrió un claro entre las hayas y con las tibias luces
del alba vio a una compañía de soldados alemanes preparándose para la marcha,
con armamento dispuesto. No lo pensó mucho, se dio la vuelta y, dando un rodeo,
se alejó del claro con paso firme, procurando no hacer ruido, con prisa, para no
ser alcanzado. Así, un cuarto de hora después, entre la fronda del bosque, la
espesura, arbustos y zarzas, de improviso, se despejó ante él la vegetación y
encontró campo abierto, en un pequeño valle, los cultivos, unos abandonados,
otros descuidados, y en el alto de una loma, cercada por lindes y caminos con verdes
bordes, una casa de sólidos muros de piedra. A su lado, construcciones propias
de una granja: cercas, porches y pozo cubierto de techo de madera. El cielo, en
el este se mostraba rosa amanecer, detrás de la casa, a la izquierda, aun
estaba oscurecido. No vio a ninguno de su pelotón, las fuerzas de su compañía habrían
ido para otro lado o habrían pasado horas antes. Se dirigió hasta la casa.
Abrió la cancela de madera y llamó a la
puerta principal. No contestó nadie. Parecía abandonada. Dio la vuelta y se
introdujo en los corrales, junto al abrevadero había una horca de hierro
apoyada, como acabada de dejar. Dio una voz con su acento parisino: - ¿hay alguien aquí? Nadie le contestó. Su
nerviosismo fue en aumento. En campo abierto no podría esconderse. Le entraban
ganas de abandonar y rendirse a los alemanes si le alcanzaban. Pero un instinto
de supervivencia le impulsaba a intentar esconderse y ¿dónde? Se introdujo en
las cuadras y en el gallinero adosado caía la paja del heno desde el pajar
contiguo. Las gallinas sueltas, por toda
la cuadra y gallinero, no había muchas, pero allí estaban cacareando su
presencia. El gallo intentaba hacerle frente. Le preocupó el alboroto que
hacían, así que se paró y se mantuvo quieto un momento por ver si se callaban.
No lo hicieron; se acercó hasta los pesebres que colgaban de la pared y oyó un lamento sofocado. Debajo del pesebre central. Al agacharse vio a
una joven que al verle dio un grito. -¡Por
favor, no grite!, ¡los alemanes están cerca! le dijo. Ella,
como toda respuesta, se puso la mano en la boca como si quisiera sofocar el
grito que se le escapaba o quizás un llanto desesperado. – Tenemos
que escondernos, soy Bastien, cabo de la 34 Compañía del batallón francés que
está desplegado por aquí. Los alemanes han entrado en Francia y he perdido a mi
pelotón en el bosque de abajo ¿los ha visto? Ella negó con la cabeza sin
dejar de mostrarse aterrada. – Bueno, vamos
a ver…Y miró alrededor para intentar pensar en cómo esconderse. –Quizá esto valga. Se fue hasta un panel
de tablas que estaba apoyado en la pared, de un metro y medio por dos, y se
puso a rellenar las rendijas entre tablas con las hierbas secas del heno hasta
que estuvo uno de los lados del panel todo lleno de paja sin que se vieran las
tablas. Se fue hasta el rincón del gallinero donde caía el heno desde el pajar
y apartó la paja hasta que quedo hueco suficiente para dos personas y con la
mano, la llamó para que se acercara. Ella salió de su escondite y se metió en
el hueco. Él puso mucha paja sobre el panel y lo dejó a un lado. Se asomó por
el ventanuco. Vio cómo se acercaban las tropas alemanas por la cuesta desde el
sotobosque; se metió en el hueco, levantando a pulso el panel cargado de paja que
puso con cuidado tapando el hueco. Desde fuera solo se veía la continuación del
montón de heno del pajar contiguo. Esperaron callados, alguna luz se filtraba
entre la paja y fue suficiente para ver que era muy hermosa. Debía tener cerca
de treinta años, desde luego sin alcanzarlos. Le miraba con atención, con
miedo, con admiración contenida, con cara de pedir su auxilio y sin disimular
su estado extremo de indefensión. Él la miró con detenimiento, esbozó una
sonrisa y le acarició la cara. - No te preocupes, no nos pasará nada, y en todo
caso aquí tengo el fusil y las granadas para defendernos. ¿Cómo te llamas? – Marie.
Dijo sin apenas voz. Ella, apenas sonrió y parecía tranquilizarse cuando… de
improviso, oyeron una voces: - Sie: Schauen Sie sich das Haus, Hans,
Dieter, Andreas Komm mit mir auf Stifte, sich umsehen, wenn Vieh oder Tier
einige essen! La chica se tapó la boca asustada y sin pensarlo se abrazó a
Bastien, temblando. No tardaron muchos los alemanes en entrar en las cuadras.
Las gallinas se alborotaron y Dieter y Andreas corrieron como locos detrás de ellas
cogiendo algunas. Después de un rato, entre todos los que entraron se hicieron
con los huevos y sin pensar en más, salieron al exterior. Los del pelotón alemán
que había llegado, reunido, se alejaron por la ladera contentos de tener comida
fresca suficiente para unos días, estaban hartos de conservas.
Bastien, cuando
ya no se oía a nadie en el exterior, muy despacio abrió el escondite y lo
cubrió de nuevo por si volvían, le dijo a Marie con un ademán, con la mano, que
esperara. Al menos si le sorprendían que no la vieran a ella. Se asomó al
ventanuco: no había nadie y, despacio, y con cautela, salió al exterior: ya no
había peligro. Volvió al escondite y la sacó de allí. La tranquilizó y ella,
sonriendo le dio un beso en la boca con toda la pasión que pudo encontrar. Se
puso colorado, pero para él, en ese instante, por un momento, se acabó la
guerra que acababa de empezar.
Estuvieron
juntos dos días. Hasta que, al segundo por la tarde, llegaron los componentes
de su compañía, dio parte de los movimientos
de los alemanes y se fue con ellos. Marie, que estuvo sola, pues su padre había
sido reclutado, volvió a estar sola hasta que llegaron unos familiares de Nancy
a vivir con ella. Los dos sabían que algo había cambiado en sus vidas, que nada
ni nadie lo iba quitar.
Acabó la guerra,
y Bastien fue desde París hasta allí para intentar verla. La casa estaba
destruida, quemada. Los sembrados arrasados. Sin embargo, al volver a París, un
mes después, en una terraza de un restaurante de la Place de Clichy, se
encontraron. Nunca más dejaron de estar juntos.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 8 de marzo de 2014).
No hay comentarios:
Publicar un comentario