Una mañana de
invierno, muy dura, en la que el viento
del norte azotaba con crueldad sobre la ciudad, iba el bueno de Leopoldo hacia
la Plaza Mayor a tomar un café, como venía haciendo desde hacía años. Acababa
de comprar el periódico en el kiosco, preguntando al dueño por la salud y después
lo guardó en su bolso. Se puso los guantes mientras algunos gorriones le
miraban con curiosidad más que con temor. Se subió el cuello del chaquetón
guateado cumpliendo la recomendación que le hizo su madre tantos años; apretó
la bufanda y se ajustó la boina. Siguió su camino por las calles vacías en las
que solo alguien como él pasaba de vez en cuando; con prisa o lentamente;
llevando lo propio de esas horas: churros, paquete de pastelería… atreviéndose
a desafiar al intenso frío. Un domingo más, de los que suelen rematar los días
de enero, con la sonería de la Iglesia que fue de los jesuitas, con tres
taxistas que esperaban sentados sobre el motor uno, dentro de los coches los otros;
como estibadores de un puerto en decadencia. Los papeles se arremolinaban entorno
al edificio mas alto y una ventana de alguna casa del entorno dio un golpe por
el viento. Debían estar aireando la casa, haciendo las camas. Leopoldo pensaba,
metido en el calorcillo de su cubierto cuerpo, en su deseo recurrente de
aquellas semanas: escapar de la ciudad, un saloncito lleno de libros y un
equipo de radio y música al que acceder desde el sillón, donde estaría a salvo
de las sandeces de la gente: con la edad se le iba haciendo insoportable. Tanto
tiempo trabajando y nada de lo que había deseado tener había conseguido. Bien
es verdad que no solo él tenía culpa de ello,
sino el entorno que tenía gran parte
de causa. Los libros eran para él una manera de trasladarse por el mundo con su
imaginación. Por otra parte, siempre había pensado que lo único productivo es trabajar,
así, nunca le habían seducido las loterías. Ensimismado en sus cosas iba
andando oyendo sus pasos como oyen los músicos el diapasón: marcando el ritmo;
cuando vio junto a la fachada de uno de los edificios tumbado boca abajo, en un
escorzo forzado, en el suelo, a un hombre. Parecía un sin techo. Pasó junto a
él una mujer y dos hombres mayores en dirección contraria y lo más que hicieron
fue mirarlo y seguir su camino. Él se paró junto al desconocido y se agachó
para decirle con ansiedad – Señor, ¿esta
usted bien? No contestaba. Le tomó el pulso en su muñeca helada de la mano
derecha y pudo sentir un débil pulso. Se
quitó el chaquetón, y arropó al desconocido. Llamó con el móvil a emergencias.
Debía tener el
hombre unos cuarenta años, piel quemada por el sol, y sus ropas parecidas a las
que se pueden comprar en un mercadillo. No olía alcohol. Procuró darle friegas
en las manos pero el desconocido no despertaba. A los diez minutos llegó una
ambulancia y la policía municipal. Se lo llevaron al hospital. Cuando llegó
allí Leopoldo, preguntó por él; le dijeron que después de una inyección habría
despertado. No le dejaron verle. En el mismo hospital, a Leopoldo le interrogó
la policía sobre el incidente. Al conocer que ya estaba bien atendido el
desconocido, se volvió al centro de la ciudad a tomarse su café.
Tres meses más
tarde, cuando los almendros, ciruelos y mimosas ya habían florecido, llamaron
por teléfono a su casa. – ¿Don Leopoldo
García Iriarte? Dijo una voz con acento extranjero. – Si. ¿Quien llama? Contestó. –
Buenos días Don Leopoldo. Le habla Werner Schlimann, abogado, le hablo desde la
ciudad de Rothenburg, en Baviera, de la Republica Federal de Alemania. Soy
encargado de nuestro cliente, Herr Mathias Von Rothenburg und Weber, pues Herr
Mathias quiere que tenga una entrevista con usted Señor Leopoldo. Esta muy
agradecido y quiere mostrarle sus ultimas voluntades; rogarle que acepte cuanto
ha decidido. Herr Mathias esta preocupado por el inmediato futuro. ¿Tiene la
amabilidad de decidme cuando nos podíamos ver para precisar mi encargo? - Perdone usted, pero yo no recuerdo conocer a
ese señor del que usted habla, pero si tiene interés en hablar conmigo, podemos
hacerlo en mi ciudad, el día que usted concierte. Una vez que haya llegado a la
ciudad, me llama al teléfono móvil que le voy a dar y acordamos donde hablar. –
Muy amable don Leopoldo; bueno… hoy es martes, mañana viajo a Madrid donde
llega mi avión a las 9 horas, ahora mismo mi secretaria compra el billete del
tren y consultados los horarios a las 12
horas estaré allí. Ya le llamo al llegar. Gracias muchas.
Puntualmente a
las 12 horas del día siguiente le llamó el abogado de Rothenburg desde la estación
y quedaron a tomar un café en el centro de la ciudad. Allí le comentó Werner
que el hijo de su cliente, Jonas, estaba de vacaciones en España y cuando
paseaba un domingo por esta ciudad cayó al suelo en un estado de semi inconsciencia,
sin poder hablar ni mover un músculo, en una calle céntrica. Al parecer era el desconocido
que atendió Leopoldo. Después de que pasaran a su lado más de diez personas sin
que le ayudaran. Una señora le dijo a su marido, que iba a atenderle, que no lo
hiciera, que era un borracho y solo podía traerle problemas. Herr Jonas no se
ha recuperado de sus dolencias y esta muy grave. Ante la posibilidad de que
falleciera le ruega, encarecidamente, que, por favor, como no tiene familiares,
acepte todos sus bienes en herencia, libre de impuestos, en agradecimiento de
haberle, auxiliado, de cubrirle con su ropa y de solicitar ayuda inmediata para
salvar su vida que, en otro caso, habría perdido. Leopoldo se quedó muy
sorprendido y después de reflexionar, sin saber muy bien porqué y pese a la
gran confusión que todo eso le ocasionaba, acepto el ofrecimiento, con la
condición de hablar personalmente con su benefactor si podía ser. Shliemann, le
dio los billetes de tren y avión para ir hasta Rothenburg, pues los tenía
preparados, en previsión de que se lo pidiera. Allí fue y tuvo la oportunidad
de hablar con Mathias y su hijo antes de morir, lo que ocurrió a los pocos
días. No sabia en que podían consistir los bienes heredados, hasta que
Shliemann le dijo que ascendían a veinte millones de euros entre bienes
inmuebles y capital. Entre los inmuebles, una casa en la plaza Plönlein, cerca de la Puerta Siebers. Era un
caserón del siglo XVI, muy bien amueblado y con un salón lleno de estanterías
con una soberbia biblioteca recién comprados, la mayoría en castellano, equipo
de música incluido. Allí pasó sus mejores años Leopoldo. Jamás se sintió tan
libre, desde que arraigó en su casa de Rothenburg.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 15 de marzo de 2014)
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