- No me digas Evan,
pero cuando viniste de Nueva York, venías cambiado. Tú eras antes otro Evan al
que tengo delante hoy. Perdona, no es que quiera decir que seas peor que el que
conocí, no, sino distinto. Percibo en ti algo de enigmático, más sosiego o
quizá mas reflexivo.
Mientras decía esto Paco, las
tazas de café humeaban aún y solo les faltaba el primer sorbo, que casi juntos,
como un extraño brindis, habían tomado los dos amigos. Con eso, iniciaban el
encuentro después de tres años de ausencia. La cafetería estaba llena y las
voces de todos ayudaban a que la conversación fuera más privada. Dos chicas,
con las últimas compras puestas como si estuvieran uniformadas de distintos
colores, hacían la crónica de sus andanzas y las de sus amigas sin importarles
nadie ni nada, daban cuenta de dos sugar plum kakes, con tanta avidez
como con la prisa que hablaban.
- Paco, quizá
tengas razón, pero tiene su explicación. Hay experiencias, sucesos, que nos
pueden cambiar y a mi posiblemente me ha cambiado uno. Como sabes, yo nací en
una casa que esta a cincuenta metros de
aquí en High Street. Brecon, como ves, es una ciudad pequeña, me quedé huérfano
cuando tenía 12 años, cuando murió mi madre, y mi padre, marino de la Royal Navy,
desapareció en la guerra de las Falkland. Al parecer, cayó del barco en un
golpe de mar. No tenía muchas oportunidades aquí a si que, sin pensarlo mucho,
me fui a Nueva York. Allí me alojé en una casa particular del barrio de Harlem,
en la 126 Street. Una casa de, tres plantas, más el semisótano, de color rojo
ladrillo, con la puerta de entrada flanqueada por dos bay windows, con
patio ingles en los laterales, por el que se accedía a los semisótanos y diez
escalones en la entrada, que solía subir recreándome en el momento, porque me
parecía una forma de ascender a mi paraíso particular. Allí tenía dos habitaciones
para mi solo y un respeto absoluto de mi intimidad por la señora Hawkins, la
dueña. Por la mañana temprano, cuando aun no había amanecido tomaba el autobús
dos manzanas más arriba y me iba a trabajar a un almacén de libros muy grande
donde me ofrecieron un sueldo, suficiente para pagar a la patrona Hawkins, y
aun me quedaban setecientos dólares para los demás gastos. Hacía inventario de
los fondos antiguos y ordenaba todos los que iban entrando de las editoriales.
Con esa manera de vivir, me sentía feliz, ya te lo dije en una de mis cartas;
hacía todo los que había deseado. Escribir, ver cine, leer y, los viernes,
salir a beber cerveza en un irlandés, que había no muy lejos de casa, con los
amigos. Todo discurría placidamente y aunque seguía solo, no me sentía mal.
Hasta que un día, todo cambió. Estaba en mi mesa en el almacén de libros
ordenando fondos antiguos, de los que tenía varias cajas alrededor, cuando cogí
uno que estaba editado años atrás, en 1985. Se titulaba, El marino que
perdió la memoria. Me atrajo la atención el título. Mi padre como te he
dicho fue marino de la Royal Navy y siempre tuve la sensación que su muerte era
una historia incompleta. Me lo llevé a casa, con el permiso del jefe, y estuve leyéndolo toda la tarde y hasta bien tarde por la
noche. Contaba la historia de un naufrago que apareció en Uruguay, procedente
de una barco de pesca, con la memoria perdida. No recordaba nada, ni su nombre,
ni de donde venía y de qué barco era. Se lo encontraron en 1982. Hablaba un
inglés británico, no americano. Y no hacía más que cantar una canción que
llamaba Calon
Lân. Cuando leí eso, el pecho me dio un vuelco. Esa es una canción galesa que
cantaba mi padre frecuentemente. No tardé mucho en localizar al autor del
libro y me fui a Montevideo donde quedé con Miguel Suárez, uno de los directivos
de la editorial, en un bar cerca del 24 de la calle Miguelete. Me saludó muy
afectuoso y por lo que vi, nada mas iniciar la conversación, estaba tan
intrigado como yo en desentrañar el enigma de si el marinero aparecido era mi
padre o no. Llamó por teléfono al autor, Porfirio Wietzmann, que al punto se
comprometió reunirse con nosotros, allí mismo, en el bar donde estábamos, pues
no estaba muy lejos porque aunque él era paraguayo y vivía en su país, tenía un
hermano en Montevideo y en esa fecha había llegado a la ciudad a visitarlo.
Mientras, aproveché la espera para contarle a Suárez los pormenores de la vida
de mi padre, del que había llevado unas fotografías en las que tenía bastante
coincidencia con el aparecido en el mar. Suárez me estuvo contando que
Wietzmann estuvo mucho tiempo con el marinero aparecido e intentó en vano, con
médicos especialistas, que el hombre recobrara la memoria. Se trataba al
parecer de una amnesia retrógrada. Todo parecía que se debía a una causa
funcional, pero no se descartaba la posibilidad de que viniera asociada a un
trastorno orgánico debido a algún trauma. No se pudo averiguar cuanto tiempo
estuvo en el mar, y si antes de estar naufragando en el mar había estado
perdido en alguna isla. El libro se escribió décadas atrás y había pasado el
suficiente tiempo, veintisiete años, como para que un libro de esas características
perdiera el interés que tuvo en su momento. Se tradujo al inglés por expresa
solicitud de la editorial. Tenía mucha confianza en que en Estados unidos
tuviera mercado. Ya habían tenido una experiencia anterior con un tema parecido
y se vendieran muchos más libros de los que calcularon: fue un extraordinario
negocio. En esas estábamos hablando cuando apareció Wietzmann, un hombre alto,
con buena presencia y de una educación exquisita, urgí con ansiedad entrar a
hablar del asunto y le enseñé las fotos y e hice una descripción de mi padre,
tanto de lo que recordaba yo cuando era un crío como de lo que me hubo contado
mi madre, que no paraba de hablar de él, hasta que murió. Wietzmann, cogió las
fotos, estuvo mirándolas con detenimiento, incluso pude intuir que era un
hombre muy observador, por las preguntas que me hizo después. Me miró a la cara
con expresión seria y me dijo: -Mire Evan, el hombre que conocí yo y que apareció
en el mar no era su padre. Por lo que he visto su padre tenía una cicatriz en
la frente en forma de anzuelo, y el otro no la tenía. Si hubiera sido al revés,
que el naufrago la tuviera y no su padre, cabria pensar que se la había hecho
después. Por otra parte, aunque no pudimos saber que edad con precisión tenía
él, le puedo asegurar que era más viejo que su padre. No, no era su padre, lo
siento. Me sentí muy mal y extrañamente a lo que me pude imaginar, acepté la
resolución convencido de que me estaba diciendo lo que era la pura realidad.
Por eso Paco, desde ese día, soy otro, no tengo ya la esperanza de encontrar a
mi padre, pero por otra parte estoy amargado porque algo en mi interior me dice
que debería estar indagando si realmente murió en el mar o no.
-Ya te entiendo
Evan. Pero te digo una cosa, si esta muerto, ya no puedes recobrarle, y si
estuviera vivo, y sin memoria, ya no estas tu en su vida, hasta que la recobre,
y si sucede, acudirá a ti. – Gracias Paco, tienes razón, eres un buen amigo.
Cuando quieras ven a New York, lo pasaremos bien. - Cuenta con ello.
Se levantaron,
se dieron un abrazo y, meses mas tarde, cumplieron su cita.
(Publicado en el periódico "La Tribuna de Ciudad Real" el 1 de marzo de 2014)
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