En
un pueblo de la meseta, Medina, donde los fríos de invierno templan a la gente
y el calor del estío hacen aplanar el ánimo. Uno de esos lugares de Castilla
con un cielo enorme que parece haber caído encima de toda la tierra en los
confines del horizonte, engrandeciendo la vista humana, simulando parecer no
tener fin nunca; en ese lugar, nació y vivió Neftalí. Hijo de María Isabel, que
murió a resultas del parto, y del maestro de obras, José Schuman López, que
aprendió el oficio como su padre. Schuman apellido que trajo su bisabuelo, un
francés que llegó hasta el pueblo huyendo de los disturbios de religión, por su
condición de judío, compró una vieja casa y se instaló con la familia. Sí,
José, el hombre callado, poco dado a expresar sus sentimientos, culto, austero
y honrado que todos respetaban, nunca fue religioso, que en aquellos tiempos
solía ser una carga para las relaciones sociales, y eso, tenía su mérito. Su
hijo Neftalí, al que educó el padre en el estudio, la lectura, la austeridad,
honestidad y el trabajo, sin que su padre se opusiera, siendo muy joven, empezó
como carpintero haciendo trabajos para la empresa de su padre. Tanta dedicación
al trabajo tenía que, disfrutando de él, olvidaba el tiempo y no veía cuando
debía terminar la jornada, superando en cada trabajo el oficio, día a día.
Llegó en día que, viéndose en la necesidad de más y en la obligación de
aprender el oficio de ebanista, con esa intención, fue unos meses a Madrid al
taller de uno de los mejores del oficio. Volvió luego al pueblo y en poco
tiempo cobró fama y crédito por la finura y arte de su trabajo, no solo allí,
sino en su comarca y finalmente, también en la capital. El padre además de su buen hacer como maestro
de obras se benefició del oficio de su
hijo; ampliaron el negocio y cuando llegó José la edad del retiro, quiso pasar
la empresa a Neftalí, pero él sin dudar un momento dijo: - Padre, agradezco mucho su decisión, pero no he nacido para llevar obras
ni para administrar bien una empresa; no quiero arruinar lo que con tanto
trabajo ha levantado usted. Véndala y disfrute de la vida, que bien se lo ha
ganado. - Entendiendo las razones de Neftalí, así lo hizo. Cinco meses
después, murió José y, lejos de lo que se podía suponer, dejó en herencia a su
hijo Neftalí la casa familiar, una pequeña huerta en la ribera del rio Sequillo
con muy buenos frutales y nogales, y dos mil pesetas en su cartilla de la Caja
de Ahorros. Los familiares se extrañaron de que no dejara más, puesto que había
llevado el abuelo José vida muy sencilla sin gastar mucho, antes bien, vivía
como si solo dispusiera de su pequeña pensión, suponiendo que el dinero por la
venta de la empresa, algo más de sesenta millones, lo tendría guardado. Pero
parecía que no fue así. Puso a su
nombre la casa Neftalí y sabiendo de la humanidad de su padre, que siempre
atendía al que no tenía, dijo a todos los familiares, tíos maternos y primos,
que su padre había hecho lo correcto, disponer de lo suyo.
La casa permanecía desde entonces entera
después de haber pasado por ella muchos años duros para la gente de su familia.
Sus muros sólidos, de aparejo toledano con un par de verdugadas de ladrillo que
marcan las líneas de su horizontalidad, muestran desde el principio de la calle
su extraordinario porte y el arraigo de la familia Schuman. Las ventanas,
pequeñas, se hicieron precisamente para aguantar el duro frío invernal y el
agobiante calor del verano de la meseta. Siempre fue la casa el elemento de
unión familiar que dio seguridad a los miembros que vivieron y aún viven en
ella.
Neftalí
no fue en su infancia un niño demasiado fuerte y tuvo una infancia con periodos
de debilidad debido unas fiebres que tuvo a los cinco años y a sucesivas infecciones
del aparato respiratorio provocadas por exceso de las vegetaciones nasales.
Precisamente por esos periodos de convalecencia en cama fue aprendiendo a
utilizar la cabeza en reflexiones que aumentaron su natural habilidad e
inteligencia. Sus ocurrencias e invenciones que para un niño no son frecuentes
ni justificadas, sorprendían por su extraordinaria resolución para su edad.
Cuando un niño está en soledad muchas horas al día termina dialogando consigo
mismo e imaginando mundos paralelos, le hacen pasar el tiempo en constante
aventura. La lectura, remedio que suelen aplicarse los imaginativos para salir
de la realidad esquiva, también le atrapó desde edad muy temprana. Así las
cosas, no fue extraño que el chico se dedicara en la infancia al análisis de la
gente que le rodeaba y que aprendiera escuchando y escarmentando cuando veía
las respuestas que le daban. A los ocho
años, hizo a su padre para su cumpleaños una caja de madera con relieve,
trabajada con sus manos, de cintas entrelazadas al estilo modernista que vio en
una publicación, desbastando la tapa, con una pequeña gubia y un formón que le
regalaron en un taller de carpintería del pueblo a la que solía ir para ver a
los carpinteros trabajar, eso fue el despertar de su vocación. Echaba siempre de
menos palabras de aliento y afecto de su padre, pero él, poco dado a estas
expresiones, siempre se quedaba corto. Pensó Neftalí siempre que su padre no le
quería mucho y de alguna manera echaba algún tipo de culpabilidad sobre él
debido a la muerte de su madre, a la que José quería con locura. Cuando murió
el padre de Neftalí, lloró por su muerte y también porque ya no habría
oportunidad de que dijera que le quería. Un año después, un sábado de abril
amanecido lleno de luz y primavera esplendorosa, decidió Neftalí revisar las
cosas de su padre. Cogió las llaves de la habitación que usaba para despachar
sus asuntos de la empresa y entró decidido a ordenar y limpiar todo lo que allí
se encontraba. Corrió las espesas cortinas, abrió la ventana para que entrara la
brisa matinal y empezó su tarea. Cuando había apilado todos los libros y
legajos de facturas y libramientos en el suelo limpiando las estanterías del
polvo acumulado, se sentó junto a la mesa de trabajo y se dispuso a ver los
cajones. En el cajón central encontró con sorpresa todas las cartas que le
había mandado él cuando estuvo ausente. Sus felicitaciones de cumpleaños en un
paquete atado con cinta. En una antigua caja de laxante de hojalata los dientes
de leche suyos junto con un billete de cinco pesetas que Neftalí le regaló a su
padre cuando tenía cinco años. En otra caja, que había sido de puros, todas las
notas de su bachiller y su libro de escolaridad. Finalmente, cuando abrió la
puerta baja de la izquierda, bajo el cajón, allí encontró la caja que le hizo
para su cumpleaños a los ocho años, en talla de madera con el relieve de
cintas, que pensó él que había desaparecido o roto. Dentro había una nota que
especificaba: Hecho por las manos de mi
muy querido hijo Neftalí con apenas ocho años: el mejor tesoro que puede tener
un padre. Para Neftalí, aquello era mucho mejor que los sesenta y cuatro
millones de pesetas que figuraban en la cartilla de un Banco de Valladolid, de
la que no conocía su existencia, y que encontró en el otro cajón, producto de
la venta de la empresa. Eso dijo después. Si de verdad era así o no, ¡vaya
usted a saber!
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