La
luz del día vino mas despacio que de costumbre. Empezó desangrándose por la
ventana y fue manchando el cuarto en silencio. Todo fue cobrando cuerpo alrededor
mío, la silla, el borde de la cama, la puerta del armario, quietos, en silencio
mudo y sordo. Desde la cuarta planta no llega voz alguna, ni siquiera de los
mirlos que antes oía desde la calle, en la soleada calle de la anterior casa.
Huele el aire a los brotes del almendro, de los estomas de las aromáticas
lejanas de la sierra, encubiertas por los humores de una ciudad sobada por los
caciques inmortales. Solo quedan los minutos restantes, que se van desgranando
como los rojos granos de una granada. Ellos me llevan despacio hacia delante.
Primero con las rutinas de día, ducha, limpieza, airear las habitaciones para
despejar las espesas y fétidas pesadillas que rompieron el sueño, hasta que la
extenuación hizo traer, y le hizo volver, para reparar la enorme fatiga de un día
tensado por la angustia de la inmediata realidad. Mas tarde el recorrido por
las ocupaciones, buscadas para ir
adormeciendo la consciencia de tanta presión y ausencia.
No
estará lejos la primavera abierta con aire de densas propuestas de vida. Campos
preñados en rojo amapola moviendo su marea dulce señalando las trazas del aire
fresco atlántico. Quiero pensar que todo lo que siempre trae la explosión de la
naturaleza vaya, sino borrando, ocultando la
cruel herida del desahucio. El empuje inesperado, nunca pensado, que te
expulsa de lo que has considerado tu refugio, tu lugar amable que salva de las
agresiones que desde fuera nos hacen, es otra forma de muerte civil. Ahora,
desde este nuevo lugar pequeño, extraño, que no ofrece referencia alguna para
la vida trazada, muere febrero. Muere la fe en una sociedad injusta, en las
heridas profundas que llevan la mascara de permanentes, traídas por una sola persona o en compañía de otros,
como en los crímenes perfectos enterrados en un legajo de un triste Juzgado.
Muere febrero. Los minutos me llevan adelante, no se por cuanto tiempo, pero
quiero pensar que, como era antes, vuelva a ver las noches de agosto bajo las
estrellas perfumadas por las pequeñas y delicadas flores de los pericones.
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