Las chimeneas de las casas humeaban con el olor a azufre que daba el
carbón, en uno de los días brumosos del mes de noviembre. Solo el olor valía
para distinguir entre el humo y la niebla, que resultaba teñida no sé muy bien
si por el humear o por el color parduzco de las fachadas. El silencio general era
el natural previo a una nevada y solo lo rompía el silbido del tren que avisaba
de las entradas y salidas de la estación. En la ciudad, apenas había gente ocupada,
acarreando leña, preparando el sacrificio de las reses y las verduras en el
mercado, abriendo alguna sacristía, cerrando algún calabozo tras la expulsión
del último borracho sin hogar, y los carros del transporte subían la cuesta de
la última calle para recoger sus mercancías del muelle ferroviario. Las bestias
iban dejando sus boñigas humeando sobre el firme de los adoquines. Aún era
pronto para el trabajo en los servicios públicos y en la panadería se derramaba
el olor del pan que ya estaba listo para la venta. El alguacil roncaba en su
cuarto, aturdido por los vapores del amoniaco de un bacín lleno. Y los
colegiales aún dormitaban sepultados entre un cerro de mantas y los colchones
encajados en las altas camas de frío hierro negro, aguardando, sin ser
conscientes, la hora de acudir a la escuela.
En el bar de la plaza, aun con luz
eléctrica, pese a que estaba completo el amanecer, se despachó un café para Alvar
el abogado. El reloj redondo de pared, con la marca francesa en el centro, sonó
dando las siete y media. Llegó desde su casa, luego de estar toda la noche
peleando con los escritos del pleito. Mirando a la taza, medio dormido,
pensativo y con un punto de tristeza, repasaba todo dando vueltas con el índice
por el borde. Pensaba en lo fácil que es resolver un conflicto si hay buena
disposición y lo difícil si no la hay. ¡Cuanta mala leche había en las letras
de la demanda! Pensaba. La misma que habría en la contestación. Así se habían
producido los hechos desde el principio y así seguiría mas adelante. Por una
cuarta de linde o un palmo de medición mal hecha se tenía la necesaria materia
para destrozarse las partes toda una vida. Al fin y al cabo solo era el
instrumento de su cliente y nada cambiaba con su opinión. Pero ese trabajo,
fundado sobre pura mierda, no le hacía feliz precisamente. Le miró el chico de
los periódicos cuando pasaba camino de la papelería y, por un momento, el
jurista envidió su cara despejada de preocupaciones. Por un momento también, el
chico pensó en cuanto tendría que trabajar para estar sentado en el bar tomando
tranquilamente un café. Cogió el periódico que acababan de traer a la Cafetería
y se fue directo a la última página. Ya había pensado, mas de una vez, que esa
rara costumbre suya de irse a leer desde la última página hacia atrás,
terminando con la primera, con la portada, pudiera ser memoria genética de
antepasados árabes, que como es sabido sus textos se ordenan al revés a como
los manejamos aquí. O quizá era por su decisión acostumbrada de leer primero
las cosas intrascendentes y finalizar por las noticias más importantes y a
veces dramáticas. Si, pero como siempre, un momento antes de irse, cerro el
periódico, se quedó mirándole y con mucho cuidado lo dobló y lo dejo en su
sitio.
Llegó
el abogado a su casa cuando Julia, la chica que le ayudaba por encargo
de la madre de ella, con las mejillas prendidas de rojo por el frío, estaba ya
en el patio encendiendo con un soplillo de esparto los dos braseros de picón.
Se miraron por un instante y como era costumbre ya en él, un golpe de emoción contenida
le hizo olvidar todo, la noche en vela por el duro trabajo, las amarguras de
los apremios que habría que afrontar para intentar aliviar a sus clientes, (con
los que no conseguía ese trato frío que algún día le habían aconsejado), y la
amarga y dura soledad, que si bien le
daba libertad para hacer de su vida lo que quisiera, le llenaba las horas de
silencios y una enorme sequía de caricias y conversaciones de intimidad y
complicidad, que no había alcanzado pero que ambicionaba. Ella se ruborizó con
la tranquilidad que le daba la oscuridad que aún guardaba el rincón del patio,
suficiente para que él no lo advirtiera. Siempre pensó Alvar que ella no podía
fijarse en él. Solo verse rechazado le dejaba mudo, inmóvil e incapaz de nada
útil para salir de dudas. Al fin y al cabo, con todos sus estudios no era más
expresivo para las relaciones amorosas
que una chimenea, que de lo único que se sabe es que hay fuego, pero solo eso…
Subió el
abogado por la escalera y fue directamente a su cuarto volviendo a hacer crujir
las tarimas del salón donde aún calentaban en la chimenea las brasas del fuego
que hizo confortable su trabajo nocturno. Se echó en la cama vestido y calzado,
con los pies fuera por un lateral; después de poner el sonoro despertador para
una hora mas tarde. Se quedó mirando el techo, enmarcando con los cercos de la
escayola todas las ideas buenas que pudo acumular. Se quedó recreándose con el
recuerdo de sus mañanas bajo el castaño de la huerta, junto al río, leyendo a
Pérez Galdos y oyendo a las oropéndolas llegar curiosas hasta la higuera
próxima. Cuando empezó a ver en color las hojas del castaño, se quedó plácidamente
dormido.
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