Decía Jorge que había
vuelto a tomar el Metro y en la línea 3. Todas las mañanas iba al trabajo
metido en el socavón como iba antaño a clase. Los coches son más modernos,
rápidos, y tienen unos monitores sordomudos que van dando información sobre
múltiples cosas, mientras arriba en la calle siguen los martillos hidráulicos
torturando los oídos como entonces, en los calores del verano. Los vecinos de
Madrid se están forjando para cuando sea viable la vida en Marte, una vez que
se complete la terraformación del planeta. Los índices de acidez,
contaminación, y luminosidad de la atmósfera madrileña, son un buen comienzo
para preparase para el viaje.
Pese a todo las
viejas casas del casco antiguo permanecen todavía firmes y con la misma
apariencia que cuando todavía creía yo que no iba a envejecer nunca. Siguen
oliendo a cocido, a humedad crónica y solo el sonido se ha visto cambiado por
las nuevas voces que los pueblan.
- ¡Mira mi amol no me hagas salil otra vez que
ya vine de trael los mandaos! Oía por el hueco del patio. Seguía leyendo con más
interés recuperando su antigua costumbre de escapar al mundo de las páginas.
Solo le puede rescatar a Jorge con la promesa de volver a tomar unas cervecitas
bien tiradas en la primera tabernilla que sepan hacerlo en condiciones.
La luz del mes de agosto
seguía inclemente en las calles calentando el asfalto hasta el punto de
licuación. Calor desde el suelo, desde los motores de los coches que pasan a
oleadas soltando un abrasador aliento, y desde las rejillas del aire
acondicionado que hacen mayor el infierno madrileño. Un día decidió ir de
vacaciones con la esperanza de refrescarse con la brisa del mar. Lo dejo para
después. Los vencejos que vinieron de África hace tiempo que planean por las
calles al atardecer, junto con las golondrinas. No se oyen las campanas
avisando de las novenas, pero aún hay gente que se sienta en las terrazas de
las aceras creyendo que el fresco es una situación y no un producto directo de
los cambios de aires. Por eso, como si fuera un tic o hábito irracional, se
sientan y ponen cara de alivio fingido mientras hablan con gran lentitud de la
última crisis que como todas las que han pasado parece no acabar nunca.
Un perro estaba
echado en el umbral de un portal, aprovechando el fresco del las baldosas. Algo
así es lo que decía que iba hacer para
descargar el cansancio y el estrés que había acumulado en todos estos meses de
ajetreo. Se asomó como siempre al periódico, y lo cerró, no mas tarde, con el
convencimiento de que todo es mejorable. Como siempre. Pero lo cierto es que
cuando volvía a su casa, en la calle del Olivar, se cruzó de nuevo con el
vecino. Un hombre con acento del este de Europa que siempre le saludaba con
mucha amabilidad. Sabía su nombre, pero no me lo dijo por lo que mas adelante
voy a contar. Tenía este hombre casi las mismas costumbres que Jorge, pero sus
destinos de todos los días no lo eran iguales. Mientras Jorge iba al trabajo,
su vecino cogía el metro en Lavapies y se iba al centro. Un día que libró Jorge, se lo encontró en el
barrio de los Austrias. Allí estaba, con sus vaqueros rotos y con dos amigos,
una chica y un señor mayor. No parecían turistas y el vecino, al que voy a
llamar Cyril, puesto que su verdadero nombre no lo digo, llevaba unos libros
que al parecer habría comprado en el puesto del Pasaje de San Ginés. En ese
momento fue cuando preguntó qué hacía Raimundo de Borgoña en Madrid en el siglo
XI, en la conquista de Madrid, momento en el que al parecer se empezó a
construir el templo. Se quedó conforme cuando se le dijo que Raimundo era el
yerno de Alfonso VI. Otro día estaba
Cyril en Una tabernilla de la calle de san Pedro y disfrutaba de lo que le
contaba un camarero asturiano que trabó conversación con el cuando peguntó por
las fabes. El caso es que mi buen amigo Jorge, estaba intrigado con su vecino,
pues siempre cerca de él había alguien
circulando como si le siguiera. Debía tener bastante dinero, no parecía pasar
apuros, aunque la casa de la calle del
Olivar donde vivía de vecino con Jorge, era muy antigua y algo cochambrosa. Me
preguntó Jorge lo conveniente que podía ser advertirle sobre esas personas que
parecían seguirle, pero llegamos al acuerdo de que, mientras no viera algo más
inquietante, mejor era no meterse en camisa de once varas. En el supuesto de
estar ante unos mafiosos de los países del este, la cosa pintaba mal.
El verano empezaba
a mostrar sus días mas duros en un mes
de agosto que iba acabando sus días, cuando en la Verbena de la Paloma, donde
fui con Jorge, que no fue para cumplir con la Virgen sino para agotar la noche
bailando y bebiendo cervecitas bien tiradas, es donde volvió a ver a Cyril
haciendo lo propio con un grupo de estudiantes de Derecho que estaban
preparando los exámenes de septiembre. Me lo presentó y Cyril, que debía tener
unos cuarenta y poco años, hacía que sus risotadas se oyeran hasta en el Campo
del Moro y, como solía hacer, se pasaba
la noche preguntando cosas sobre la vida de Madrid. Tan animado estaba que
empezó a cantar una canción en su idioma, muy sentimental como suelen ser las
canciones de amor de esas latitudes.
El caso es que,
después de la verbena, y salvo un día que le saludó terminando el mes, el 28 ó
29, que ya no se acordaba bien, no volvió a verle más ni por la calle del
Olivar, ni por ningún sitio.
A los cuatro meses
me llamó al móvil Jorge para avisarme que viera los periódicos de ese día, en
los que salía Cyril. Efectivamente, allí estaba. Resultó que el que le he dado
por llamar Cyril, y que no digo su nombre por cuestiones obvias, resultó que
era el primer ministro de su país, que también me callo. Los que le seguían
debían ser los escoltas.
Me decía Jorge,
cuando me lamentaba de los calores, los ruidos y el aire fétido de Madrid, que
él lo veía ahora de otra manera. La vida de Madrid, aun tenía su valor
especial. A lo mejor tiene razón.
(Publicado en el diario "La TRibuna de Ciudad Real" el 24 de agosto de 2013).
(Publicado en el diario "La TRibuna de Ciudad Real" el 24 de agosto de 2013).
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