Bajo una cepa
de garnacha encontró Ignacio lo que parecía un hacha del paleolítico. En forma
de cuña dejaba ver los tres cortes para su despunte hechos con otra piedra. La
sombra de la cepa era un pequeño refugio que cubre del sol abrasador de la
Mancha. En donde estaba la parra, la altura superaba con mucho los setecientos
metros, los mismos que tiene más de una población de alta montaña. Desde allí
se domina todo el valle del Becea y debió ser un lugar estratégico para vivir
en la antigüedad. De eso dan testimonio los diversos asentamientos descubiertos
en el entorno. La vid garnacha es una de las
cepas cultivadas más antiguas de la península, se dice que los aragoneses la
llevaron a Cerdeña y allí se cultiva con la denominación de Cannonau. Como era
de esperar, los sardos dicen que fue el proceso inverso, que fue traída de allí
por los de Aragón. Sea una cosa o la otra lo cierto es que la garnacha tiene
unos aromas que entroncan con los vinos clásicos del imperio romano. Habrá que
ver si se pudiera analizar los restos de un ánfora romana que tuvo vino de
aquí, si lo que contuvo era vino de garnacha.
En la falda
de la montaña a solano prospera la cepa con el cálido amorcillo de la
insolación en invierno. Los suelos ácidos y pedregosos le hacen más recia y austera.
Una sola uva de esta cepa abre las referencias de toda su vida entre nosotros
con los intensos aromas recogidos en su pequeño contenido y llevados al
extracto por la sequía del verano. Cepa antigua, casi diría yo que se remite a
muchos siglos pasados. No se si el que hizo el hacha tendría a su mano una cepa
para tomar los pequeños racimos y densos de estas ancestrales uvas. Tampoco se
si los antepasados del cernícalo primilla, que miraba desde la copa de una
acacia cercana, podrían contar cuando llegaron allí los primeros plantones para
hacer el primer majuelo. Pero lo que si es evidente es que en un pequeño
espacio de la ladera, dando una referencia de verde intenso a la pedriza, la
cepa sigue dando uvas todos los meses de agosto, haga el tiempo que haga, en
invierno o en verano. Por eso acuden los tordos hasta allí para acabar con los
racimos en cuanto les dejen. Y el cernícalo las guarda para poder sentir como
dicen que se sintió Noé cuando tomaba las suyas. Aun no ha podido Ignacio
esperar a fermentarlas para coger una cogorza bíblica. Mirando estaba a la piedra labrada cuando
pensaba en todo esto que antes dije. Miró con detenimiento al hacha paleolítica
y, con lentitud, acercó la mano y la cogió. En ese momento se vio vulnerable.
Tenía el brazo desnudo y lleno de un vello oscuro que cubría toda su sucia
mano. Se levantó súbitamente asustado y
se vio de cuerpo entero. Estaba cubierto con una piel de cabra y a guisa de
calzado llevaba unas calzas de cuero atadas con tiras de piel que subían por
las piernas. Miró en derredor y estaba
en tierra abierta, llena de matojos y la parra que tenía debajo se veía
claramente que era salvaje, en la falda del monte. Un chillido de un cernícalo
le sacó de ese ensimismamiento que le tenía sobrecogido. A lo lejos pudo ver un
oso pardo que bajaba por la ladera hacia él, le habría olfateado y traía un medio galope que le metió un gran
pánico en el cuerpo. Soltó asustado el hacha de piedra y… al momento… todo lo
anterior desapareció. Estaba al pie de la cepa de garnacha, que formaba hilera
con otras en el majuelo de su casa. Estaba otra vez, vestido con sus vaqueros,
las deportivas y el sombrero de paja roto que había cogido del perchero.
Aquella
tarde estuvo pensado en el raro incidente que le había pasado al pie de la
cepa. Se trajo el hacha de piedra a la casa y no parecía que ocurriera nada
parecido. ¿Habría sido un sueño? ¿Tomó algo que le hubiera inducido a alucinar?
Desde luego algo habría ocurrido para tener la experiencia tan extraordinaria
que le pasó. Terminó la tarde, las nubes de tormenta se fueron acercando y pudo
ver los rayos cayendo detrás de los cerros, hacia Picón. Se recogió pronto en
la casa y apenas tuvo tiempo para ver las noticias en la televisión después de
una cena corta, ya que, cansado, se retiró pronto a dormir. Pensaba en ello
cuando se ponía el corto pijama con el
que intentaba estar a salvo del calor durante la noche. Se echó en su cama y
mirando hacia el techo, entretenido como siempre con brillar de las estrellas
fluorescentes que había pegado en el techo intentaba dormir. Cogió el hacha de
piedra que había dejado encima de la cómoda y no pasó nada. Intentó dormir. Más
tarde, cuando empezaba a conciliar el sueño, en la fase de presueño alfa, que
según dicen es cuando se tienen las revelaciones, le vino un pensamiento
reiterativo: debía coger el hacha como la otra vez, al pie de la cepa y en el
mismo sitio, a unos treinta centímetros del tronco, junto al tallo de un
espárrago que había parado su crecimiento por el estiaje. Cerrado estos pensamientos
le vino el sueño profundo y se durmió.
Al día siguiente, cuando acababa de amanecer y
apenas el sol habría levantado su círculo por encima de los rastrojos de las
faldas serranas, se lavó deprisa, tomo un café de un sorbo con una tostada con
aceite y se fue hacia el majuelo. Al llegar junto a la cepa, miró al hacha de piedra
que había traído atada con tiras de cuero a un astil de madera de olivo, repasó
sus filos con el dedo índice, como para asegurarse de que cortaban todavía y,
con detenimiento, se agachó hasta estar a treinta centímetros del tronco y
junto al tallo del espárrago. Al momento, y con un golpe de luz como la
anterior vez, se vio con ropajes de piel y lleno de vello oscuro por todo el
cuerpo, miró hacia afuera y vio cómo el oso que habría visto por la mañana del
día anterior se le estaba echando encima con un rugido terrible. A dos metros
de él. Le entro un miedo pánico terrible y, cuando el oso dio un salto hacia él
con las garras en alto, se aferró al hacha y de un golpe brutal le dio en el
cráneo al oso que calló a sus pies con un enorme ruido sordo y bufando su
respiración que se le agotaba. Se le cayó el hacha, y, al momento todo volvió a
a tiempo actual.
Se fue a su
casa sudando con el terrible recuerdo del incidente. Nadie supo de él, no se lo
dijo a nadie, salvo a mi, cuando estuvo con fiebres en invierno; y ya se
encargó de hacerle promesa que no diría nada a nadie que pudiera identificarle.
Así lo hice y lo hago y, por eso, su nombre es otro…
(Publicado el 17 de agosto de 2013 en el diario "La Tribuna de Ciudad Real")
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