Contaba el
muchacho gascón, cuando hicieron parada en la casa de huerta, recién llegados
de Qal'at Rabah, cómo inició su viaje desde su pueblo
natal. Decía lo difícil que se le hizo la partida en una noche de vendavales y
lluvias, en la que todo le invitaba a quedarse en su casa, al calor de la
lumbre, donde su madre y sus hermanos le rogaron que demorase su salida, con
lágrimas apenas contenidas. De cómo sus argumentos, cargados de razón, le
hicieron un desgarro en el corazón que le llevo a tomar la decisión más
comprometida de su vida. Todos sabían del compromiso de su padre, tomado por el
vasallaje que tenía para con los Condes de Gascuña, ahora aquí con la Condesa,
hoy reina Leonor, desde mucho tiempo atrás, protección y mejora para su
familia, y en la que se sustentaba el patrimonio familiar. Todo eso lo fue considerando por los caminos,
entre abetos, hayas y pinos silvestres, en su recorrido por la Gascuña, pasando
entre su negra sombra en los días, en su azulada sombra en las noches lunares,
que cerraban la contemplación de los cielos y le sumergían entre tanta vegetación. Eso le ayudó a no
lamentar lo largo del camino que le esperaba. En Sarlat, tuvo ganas de
quedarse, pues fue gratamente recibido en la
posada donde se hospedó, allí conoció a Adnette, la hija del dueño, con
la que estuvo viendo la ciudad y todos los rincones más retirados, allí
llegaron a amarse dos veces; entornaba los ojos con su recuerdo y reconocía una
hermosa afición. Era moza de pelo brillante, como las plumas de un pato, y
negro como una noche de invierno que hacía destacar todavía más los enormes
verdes ojos con los que sonreía permanentemente. A ella le dedicó un poema
cantado, en la noche de San Gregorio, el trovador de la tierra, Arnaut Guilhem,
natural de Marsan, con el coincidió en
su posada. Poema que cantaba las cualidades de las verdes aguas del río Gabas,
prendidas en los ojos de la moza, en la tormenta de un mes de junio. Por todo
ello se le hizo muy difícil admitir la partida. El posadero confiaba en él y,
en el tiempo que estuvo, ambos trabajaron juntos en el negocio, mientras estuvo
allí, y lo hacía bien; jurando que no había comido nada mejor que los guisos de
la posadera, pues tenía una mano especial para los cocidos de olla y los guisos
de caza. Posiblemente, si algún día volvía a su tierra, volvería a buscar
cuanto dejó allí. Contó su paso por Biscarretum, que en una piedra, al lado de
la entrada de la Iglesia, en el soportal, lloró amargamente por la soledad que
sentía, y allí le fueron dadas fuerzas para seguir por un labriego, que le
dijo: “mozo, el mundo es tuyo, si lo quieres, es menester que eches un poco de coraje en tu faltriquera”. Confesó
Lucien que lo hizo y hasta el momento, no le había faltado. Algo quebrantado
estaba, porque seguía acordándose de su
madre y sus hermanos, que eran lo que más quería. Pero seguía con coraje.
Entre risas, admitió que se pasó tres días
preguntando qué era “faltriquera” y cuando le señalaban abajo, a la altura de
la ingle, creía que se refería el labriego a holgar con coraje. Y no llegaba a
entender muy bien, cómo debía ser aquello, pues él siempre le había echado
mucho valor al negocio. Menester fue que averiguase después que se refería a la
bolsa, la poche, que así se le llama por su tierra. La faltriquera, la
llevaba él muy escondida en el jubón. Era minúscula y en ella llevaba las
monedas de oro que retenía para las emergencias cuando viajaba solo. Ahora no
precisaba nada. Los gastos corrían a cargo del alférez don Diego. Le había tomado afecto y cuando se
dirigía a él, lo hacía como recordaba hacerlo con su padre. Reconocía su
autoridad y mucho afecto.
Decía como en la posada “El Gallo” del Burgo
de Osma, al pié del horno, sentado en unos haces de jara, en los que habían
puesto una estera, una mujer entrada en años, más bruja que virtuosa, le
predijo que tendría una vida corta pero llena de emociones. No le quiso aceptar
unas monedas por la predicción y, sin embargo, se le mostró con las manos muy
diestras en buscar entre las ropas allí donde la sangre sube con prisa y
endurece las carnes. Le encogió algo el ánimo, hasta angustiarle, las palabras
de la mujer, pero se le pasó cuando le llevaron una pierna de cordero asada,
que regó con una jarra de vino rojo como la sangre, de las bodegas que estaban
suso el río Ucero.
Le preguntaron donde aprendió a luchar tan
joven y dijo que como había estado muy dispuesto en aprender el oficio de las
armas, desde que llegó a Castilla, le fueron dadas lecciones muy deprisa y en
el mismo campo donde se libraron tantas escaramuzas como participó; por lo que
también anduvo con los ojos abiertos para aprender también a curarse las
heridas que le ocasionaron tanta embestida; aunque él traía su arte muy bien
cogido con su oficio de arquero. Llevaba un arco al que llamaba Lobou, que no era su nombre sino parecía
llamarse algo así a esos arcos en la
tierra donde los hacían, tal y como le había dicho Kerr, el amigo galés que le
regaló el que llevaba. Lo conoció cuando acudió a servir al Rey Enrique, allá
en Aquitania, donde Kerr servía en el séquito del Rey. Era el arco de madera de
yew, que es como llaman en allá a lo que en Gascuña llaman palet, y aquí tejo; mide algo más de dos varas y un pie de largo;
tan fuerte, que lanza flechas de una vara que quebranta la más fuerte cota de
malla, o el casco más duro. Con él rompía su miedo ante el enemigo. Su certero
tino lo apreciaban todos. En ese punto todos miraron al arco del gascón que
reposaba apoyado con las demás armas, con renovado interés. Lucien se mostraba
orgulloso de él. Como si fuera una joya, como si hablara de su familia. Al
punto tal cansado estaba, y como si quisiera bañarse en sus recuerdos, escurrió
su cuerpo sobre la montura que le servía de apoyo y entornando los ojos comenzó
a contar muy bajo los versos de una canción aprendida del último juglar: “lesa,
e tu non lesas de amar…” Al momento
quedó dormido. En una jornada estaría en Al-Arak, con el rey Alfonso y, su
suerte, podría estar echada.
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