Mis manos ya no pueden pelar una manzana con facilidad,
las veo y no reconozco aquellas manos que tuve hace años ya, cuando bajaba a la
plaza a jugar con mis vecinos, corriendo, saltando y agarrándolos fuerte para
no soltarlos, cuando el juego lo requería. Las mismas manos que agarraban las
ramas del peral cuando subía en el huerto del cura. Si, esas son las
manos que tengo ahora, que aún siguen reteniendo la destreza para sujetar el
pincel o el grafito, habiendo perdido firmeza y teniendo ganado con hartura
certeza en el trazo, cada vez mas delicado, cada cuadro con luz plena.
Tengo que salir al campo. Si quieres Raoúl les puedo preguntar si puedes venir
conmigo. Le diré a los de las caballerizas que cuando tengan que ir a por las
provisiones que nos lleven, como la última vez. Una mañana entera es suficiente
para los apuntes que preciso. Toda mi vida he dibujado y pintado con
detenimiento, viendo el resultado de cada trazo, de cada pincelada. Sabes
Raoúl, mi padre fue un buen ebanista. Me admiraba cómo sacaba las formas de
portentosos muebles de unas piezas de que antes eran troncos de árboles.
Recuerdo a mi padre pasando la escofina por los bordes de la madera, viendo en
cada pasada el relieve resultante, “es importante que no se pierda el sentido
de la obra que haces por la premura o la prisa”- decía- y tenía razón.
Un cuadro debe
captar el tiempo de una centésima de segundo; pararlo, y hacer que permanezca
para toda la vida del cuadro, quizás siglos. Para eso es necesaria la calma y
la tranquilidad, para atrapar la luz que es la que hace aparecer el color, las
dimensiones y la naturaleza propia del cuadro y, si sale bien, el que lo
mire y se detenga a contemplarlo, se olvidará que es un cuadro y verá ese corto
espacio de tiempo de un poco de la vida que ha quedado atrapada y ¡volverá a
vivir la experiencia de ver lo que yo vi!
Raoul, tráete el
carboncillo y papel, encontrarás muchos motivos para dibujar. Pero no esperes
que yo te siga todo el rato, a los ochenta años poco se puede hacer con el cuerpo
vencido y los músculos sin mas tensión que la precisa para moverse. Hubo un
tiempo, Raoul, que llevaba yo mismo un pequeño coche y uncía al caballo
si ninguna ayuda, En L’Ouvre tengo casi todo a mano. Buen favor hizo monsieur
le Marquis de Marigny, hermano como sabes de madame Pompadour, en
conseguir de su majestad la cesión de la vivienda. La que es mi casa desde
1757. Tengo todo a mano, aunque me han de traer pinturas, aceite de lino y
tierras desde el taller de un buen amigo. Es de agradecer la pensión de 500
libras que se me concedió. Sin embargo aun puedo vender alguno de mis cuadros.
No es demasiado copiar alguno de los ya hechos; disfruto igual ejecutándolos;
como mi padre disfrutaba haciendo el mismo mueble una y otra vez. Puedo hacerte
un retrato dibujando, ya hice uno en 1737. ¿Te parecería bien Raoul? ¿Si?
Acércame las gafas muchacho. Ponte en ese escritorio y coge el carboncillo y
esa carpeta de allí.
-Maestro
Chardin, lo haría con gusto pero no creo que sea una buena idea; recuerde que
el médico le ha dicho que tiene que guardar reposo.
- Si, es cierto.
Tiendo a olvidar los años y la salud. Pero sigo con las manos diestras y no hay
que dejarlas ociosas… en fin, otro día.
-Jean Simeón,
¿te tomaste el jarabe?
- Si mujer, tomé
el agua sucia…
Otro día maestro
Chardin, Otro día.
Jean Baptiste
Simeón Chardin, pareció no oírle… cogió la silla y se sentó frente a la
ventana, La palilleria de plomo no impedía que entrara esa mañana un buen haz
de luz que iluminaba la habitación. Los contornos de Raoul estaban bien
definidos y, mientras oía cantar desde el jardín a un lúgano, cogió el grafito
y fue lentamente haciendo el dibujo del retrato del muchacho. Él, al ver que el
maestro se fijaba en su persona, se quedó quieto, pero no tanto como para parecer
estático. Ya le había dicho el pintor que no debía moverse mucho pero moverse
advirtiendo que esteba vivo. Con mano diestra, suavemente, fue deslizando el
grafito por el lienzo y en momentos decisivos, hacía algo más de presión para
marcar las sobras de la figura. Recordó las palabras que decía un día Voltaire:
-Hay alguien tan inteligente que aprende de la experiencia de los demás. Y
era verdad. Vio al maestro Boucher cómo encajaba un dibujo previo en un lienzo
con trazo tan tenue que apenas se veía, eso ayudó para la limpieza de las
pinceladas de óleo que vendían después. Y sin saber por qué le vino a la cabeza
la revuelta del último invierno cuando se encareció el pan. Y se entristeció.
Fue apareciendo poco a poco la figura de Raoul
y cuando ya lo tenía a punto para empezar a dar las primeras pinceladas
de óleo dijo entre dientes: cuando termine este podría muy bien dar por
concluida mi existencia. Soy mayor y lo que puedo conseguir ya es de escasa
entidad y con sufrimiento, luego no me vería sorprendido si viniera la última
hora. En ese momento, Raoul, se levantó de su asiento y se acercó a ver cómo
iba su retrato y luego de detenerse un buen rato mirando como seguía repasando
sus últimas pinceladas con las que remataba la manga del traje, volviendo la cara
sobre el pintor dijo: - Maestro, ¿no es acaso esta creación que vos hacéis una
forma de divinidad? ¿Acaso no hacéis aparecer de la nada algo que antes no
existía y es hermoso? Jean Baptiste le miró y le dijo: - Eso es lo que me tiene
unido aún a la vida, mi facultad de crear una obra que luego llena de felicidad
al que la disfruta. Todo lo demás esta ya cumplido, Mis obras aún no.
¡Jean Simeón tu jarabe! Ya lo tomé Margarita, ya lo tomé…
(Publicado el 10 de agosto de 2013 en el diario "La Tribuna de Ciudad Real")
(Publicado el 10 de agosto de 2013 en el diario "La Tribuna de Ciudad Real")
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