Clareaba
el día cuando Juan Nepumoceno se fue hasta el corral. Abrió el candado y dejó
colgada la cadena, colgaba también la constelación de Orión cayendo por
poniente, desapareciendo poco a poco, como se desvanecían las sombras por el
alba que iba creciendo. Ovejas y cabras se amontonaban en la estrecha puerta
del corral, con ganas de llegar primeras a campo abierto, hasta la sierra. Con
el morral a los hombros Juan cerró el corral y, con su cayado, las siguió por
la calle principal de la aldea, tranquilo, andando a su paso y mirando a Calmo,
su perro de muchas razas y de ninguna, pero fuerte como un mastín. Un silbido
se oyó en aquella mañana de agosto y seguidamente la voz de Juan: - ¡Calmo!
Vamos a la sierra. Le dijo, como si el perro le estuviera entendiendo. -
¡Derecha! El animal corrió al lado izquierdo del rebaño y, con dos ladridos,
todo él se giró a la derecha por la salida hacia la sierra.
Miraba
Juan al cayado y recordaba cuando en octubre ató la pequeña rama de olivo para
que, al crecer recta tuviera la curvatura en su parte superior. Un metro
ochenta centímetros de madera dura y fuerte, con un rebaje curvado en la parte
gruesa de abajo. Le habían dicho en la aldea el día anterior que Eleuterio
había visto al lobo. Sabía que las cosas no eran así. De chico le contaron
historias del lobo, que despertaron imaginación y miedo en sus pesadillas: como
perro negro, de dientes marcados por encías rojas; aullando cerca del pueblo,
en las noches de invierno y ojos tintos en sangre. Pero sabía ahora que las
cosas no eran así, ni tenía la saliva venenosa del que tiene la muerte por
oficio, ni era negro, y no fue un lobo el que se comió al abuelo de Desi, la
tendera, en un mes de noviembre de posguerra: bajaba del monte con un haz de
leña a la espalda, para la cocina y calentarse en los días fríos como
cuchillos. Si, sabía ahora que las cosas no habían sido así. Al abuelo de Desi
no le mató el lobo, sino un balazo que tenía en el cuello, ni se lo comió el
lobo. Sino ¡los lobos! Porque sabía Juan
que los lobos nunca van a atacar solos. Sino agavillados, juntos, entendiéndose
para distraer unos a la victima, mientras el que está más a mano ataca. Sabía
que el lobo, solo, nunca ataca, sino que si ve a la presa, aúlla y llama a los
otros que no están muy lejos.
Entretenido
con estas cosas iba cavilando Juan cuando pasaban por la boca de la cortada,
una hoz cerrada en la que todos los sonidos se hacen más cercanos y los
responde el eco si son fuertes. Subieron por la trocha, pasando por los
majuelos, que doraban sus uvas
blancas, por el cauce del arroyo Piedras
negras, seco por el estiaje, con los hinojos granando y el espliego seco por la
calentura de un mes de agosto que no terminaba de refrescar y torraba toda esa
ladera; fuera de la humedad de los barrancos y arroyos que daban, aun así, vida
a la menta y a los juncales.
Llegaron
a la cortada más amplia, luego de haberse parado todo el día en donde aún
verdeaba algo, y allí les esperaba el
aprisco que el había hecho con palos de chaparros y cubriendo la cerca de
alambre con un tupido muro de ramas entretejidas. Al mediodía vio a una bandada
de buitres sobrevolando el cielo mas arriba, cerca de la fuente seca. Algún
animal muerto habrían visto. Los chillidos de los halcones se oían penetrando
por los rincones de la cortada, devolviéndolos el eco. Le dio por pensar en lo
solo que estaba y en la escasa defensa de que disponía. No había traído la
escopeta de dos pistones de su abuelo. No terminó de creer que hubiera lobos en
la sierra. Sin conejos, por aquella enfermedad tan mala, no quedaba uno, los
zorros ya se fueron y los lobos hacía años que no se tenía noticia de ataque
alguno al ganado. Solo se quedan si tienen comida, si no la hay, se van a otro
lado donde la haya.
Después
de dar cuenta a un poco de tasajo, un tomate y queso, de los que se había
provisto para dos días, llevó al rebaño hasta la charca de la Fuente Seca y una
vez que habían bebido las bajó otra vez hacia el aprisco. En el camino de ida y
vuelta vio algo que le empezó a preocupar y darle para pensar. Había visto
pasar dos conejos y una liebre. Y se dijo: pues si ya hay comida, igual es
verdad que hay lobos…
Habiendo
recogido al ganado en el aprisco a la caída de la tarde, se sentó en la piedra
que tenía cerca de la choza, cenó como comió y, cuando estaba pelando con la
navaja un melocotón, le pareció oír animales rondando por la parte alta de la
cortada. Nada más anochecer, se tumbó junto a la piedra, a la luz de la luna,
oyendo la radio que le hacía compañía. A las once y cuarto de la noche, medio
adormilado, los oyó la primera vez. Un profundo y prolongado aullido se propagó
por todas las paredes de la cortada. Después le siguieron otros: eran lobos.
Juan, aun con nervios y miedo, resolvió ir a la puerta del aprisco y poner
varias ramas que estaban preparadas al lado para dejar todo bien oculto. Calmo
se puso a su lado y estaba ladrando nervioso. No tardaron mucho en bajar. En
cinco minutos escasos los vio venir por el cauce del arroyo seco. Eran cinco.
Cogió a Calmo por el collar y le dijo: - ¡Tú a mi lado! ¿Me oyes? El perro le
miró y como si le entendiera, dejo de tirar hacia donde venían y se quedaron
juntos. Juan sacó la navaja grande, la abrió y la colocó en el rebaje del
cayado. La ató fuerte y cogiendo el cayado por el otro extremo, se puso con èl
adelante dispuesto a la defensa. Como él sabía, los lobos se dispusieron en
abanico, sin poder abarcar a sus espaldas que las tenía del lado del aprisco.
Enseñaban los dientes y amagaban constantemente para ver si se descuidaban,
Juan y su perro. Un lobo atacó a Calmo y otro le siguió en el ataque, pero
antes de que llegara donde se repartían dentelladas lobo y perro, Juan con la
Navaja le asestó un golpe mortal al lobo que venía, rajándole la barriga. Gritó
el lobo de dolor y los demás le miraron. Sin pensárselo dos veces se retiraron
hacia el arroyo a unos treinta metros. Juan cogió al lobo agonizante de las
patas y se lo arrojó a los demás lobos.
Se tiraron como fieras y se fueron llevando a dentelladas los despojos de su
compañero. No volvieron en toda la noche. A la madrugada, Juan bajó con el
ganado hasta la aldea. No dijo nada a nadie, era cosa suya. Solo que al día
siguiente, subió con la escopeta de pistones.
(Publicado en el periódico La TRibuna de Ciudad Real el 9 de agosto de 2014).
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